Hace dos semanas publicamos la primera parte de estos «Elementos de descivilización», que trataban de delinear los contornos históricos de la domesticación de los seres humanos y de su transformación en productores. He aquí la segunda parte en la que el autor establece una crítica de la domesticación y de la depredación sobre el plano ontológico: ¿de qué manera estos procesos hacen emerger una cierta realidad del ser, de los objetos y de las cosas que nos rodean? ¿Qué deben reprimir y qué puede escapárseles?
En el contexto actual, si bien es evidente que nos importa seguir la actualidad, reportar al máximo y de manera pertinente los hechos y los movimientos que subvierten la marcha de este mundo, nos parece, sin embargo, que esta tarea debe siempre permanecer ligada a otro trabajo, más teórico, que consiste en pulir los conceptos por medio de los cuales asimos lo real, la situación y las batallas que la acompañan. Este texto puede parecer demasiado abstracto en un primer vistazo, pero pensamos, al contrario, que se sitúa en el corazón de los conflictos en curso. La tercera, la cuarta y la quinta partes se encuentran aquí. Buena lectura.
Parte II. Los dos partidos políticos
Lobos en el redil
En el plano de la historia evolutiva, la producción es el resultado de una intersección entre domesticación y depredación.
Como régimen político, la caracterizaremos, por ahora, con el acoplamiento de las operaciones de captura y de extracción de beneficios. De esta forma, en la civilización, la pertenencia a una comunidad política se confunde con la pertenencia a la supercategoría de productor. Todo el mundo produce, todas las cosas producen. Incluso el excluido produce. Cuando no se produce nada, se produce todavía información. Hasta en sus formas de coerción más extremas, la pertenencia mediante captura tiene motivos estrictamente interesados. La política es, por lo tanto, un centro de poder cuya existencia está garantizada por un ambiente productivo: la superficie útil, la materia prima, el animal-herramienta, el humano-objeto, el contribuyente, la mano de obra, el valedor.
«El hombre es el pastor del Ser». Cuando escuchamos cómo resuena hoy la frase de Heidegger, nos decimos que no queda ya inocencia posible para el imaginario campesino. El hombre-Estado es un pastor: reúne todo tipo de seres en torno a sí bajo la igual condición de carnero, bajo la vigilancia de cuerpos intermediarios. Los perros guardianes están ahí para proteger al rebaño de la aparición súbita del lobo. Pero no en el sentido en el que se cree. Oficialmente, el lobo es un peligro exterior. En realidad, el perro guardián está ahí para impedir la mutación, siempre posible, de carnero en lobo, del animal de rebaño (que depende) en animal de clan (que se organiza). El lobo no es extranjero al país, sino extranjero al rebaño, a la lógica del rebaño. El lobo es lo no-homogéneo, lo heterogéneo. Esbozar una nueva cultura de la violencia equivale a interesarse por la condición de lobo.
Reducción
Observada desde otro ángulo, la producción es una Máquina. Para desmontarla debemos asegurarnos las herramientas conceptuales. Hay que echar un vistazo debajo del capó. Se llama «ontología» a la ciencia del ser — un tipo de jerga de mecánico.
La captura es la asignación funcional de una cosa. La extracción es el rendimiento de la cosa así asignada. Captura y extracción atañen al léxico del poder. Existe entonces una tercera operación, a la base de las otras dos: el control. He aquí cómo el gesto de producción se deja descomponer en tres operaciones — génesis del objeto.
1) Reducción, control. Así comienza la captura. El objeto es en primer lugar la identificación de la cosa. Su reducción a «sí misma». Un gato es un gato. Puesta en bucle. La cosa gato siempre debe poder responder por su identidad. Cada vez que se la solicite, debe haber producción de la información: gato.
2) Especialización. Una vez la cosa haya sido asignada a «sí misma», se le puede asignar una función. Sirve para otra cosa, con arreglo a la norma de la necesidad. La necesidad es la división de un mundo en una infinitud de compartimentos, de funciones. La función del gato es la de ser un animal doméstico.
3) Mediación y extracción. Servir para algo es valer para otra cosa. Es poder ser intercambiado, pero ¿en qué medida? ¿Según qué ratio? Valer «algo» es valer una cierta cantidad de un equivalente universal. Invención de un pase absoluto, de una cosa que vale por todas las demás. En economía esto se llama dinero, en filosofía se llama objeto. A partir del momento en el que la cosa es reducida a un objeto (lo que antes hemos llamado «sí misma») puede entrar en el mercado de las cosas. «Mi gato es irreemplazable, no lo cambiaría por nada en el mundo». Es justamente eso con lo que contaba el que te lo vendió. El precio de lo que no tiene precio. Porque tú lo vales. La valorización es siempre una extorsión. Extraer es siempre extorsionar el valor a una cosa.
Cada una de las tres operaciones descritas se limita al término clave de reducción. La objetivación es una triple reducción: 1) reducción a sí; 2) reducción a una función; 3) reducción a una mediación o valor. La civilización es el partido de la reducción. En este diagnóstico, nuestro rechazo encuentra su razón de ser, e implícitamente, su horizonte. En efecto, en el plano ontológico, la reducción es el bloqueo del acontecimiento de una cosa. Producir es reducir, es tratar una cosa como aquello que pertenece no al régimen de los acontecimientos sino al régimen de los objetos. Para nosotros, una cosa es un acontecimiento. Un acontecimiento está siempre en exceso, es irreductible a la causa que le precede, a los efectos que le siguen, a la definición clásica del accidente (porque es un accidente que cuenta). Cosa = acontecimiento = irreductible. La descivilización es el partido de lo irreductible.1
Irreductible es el nombre de una nueva geometría del ser. No hay que cantar victoria y contentarse con el título de una nueva disciplina. Si la queremos poder practicar, hay que procurarse los elementos de otra génesis de las cosas. El miedo a la anarquía no comienza con el miedo a los trastornos sociales. El retorno a la tranquilidad y al orden está en juego en cada uno de los procedimientos de la vida cotidiana. Simétricamente, el gusto por la anarquía comienza en la manera en la que cada cosa entra en relación. Anarquía: las cosas son sin razón, sin causa. Nacen en medio de lo indeterminado y contra toda espera: como encuentro, es decir, a la vez como accidente y como ocasión, ocasión de un mundo, acceso a una cuestión común.2 Sabemos que todo encuentro es un acontecimiento. ¿Pero sabemos que todo acontecimiento es un encuentro? Debido a que se debe a una extracción cualquiera, a que pudiera también no ser, la cosa es la determinación, la singularidad misma. Todo comienza por una interrupción.3 Ahora bien, si no hubiera indeterminación, no habría nada que interrumpir.
Hay aquí una nueva idea de la determinación, amiga de la indeterminación y enemiga de la predeterminación. Grosso modo, el modelo más o menos mecanicista según el cual las cosas producen otras (causalidad) y cada cosa se reduce a otra cosa (mediación), es sustituido por el anti-modelo del bricolaje y la invención: cada cosa es una solución singular para un problema y una cuestión que la rebasan. Cada cosa es una especie de eslabón perdido, entre lo que sea y el mundo. Es como Picasso: no busca, encuentra. Es una solución finita que concierne a un problema infinito y que se confronta a él. La cosa no es un estado, es una confrontación.
Para usar una metáfora cinematográfica, una cosa es siempre un encuadre, es decir, una manera de hacer visible lo que, sin embargo, no entra nunca por completo en el cuadro. Un encuadre es siempre algo visible recortado sobre algo invisible, algo finito recortado sobre algo infinito. Este recorte en lo vivo es siempre sinónimo de tensión, es él mismo viviente. En una película, es esto lo que anima verdaderamente a la imagen, y no su «movimiento». Es de la misma manera que decimos que las cosas están animadas. Su finitud entra en tensión con lo infinito, y esta tensión es su mundo.
Abramos aquí un paréntesis. A la vuelta de una expresión, «el recorte en lo vivo», encontramos el viejo debate sobre las vertientes apolínea y dionisíaca de la existencia, debate abierto por Nietzsche y retomado por Marcel Detienne en Apolo con el cuchillo en la mano. Apolo es armonía, belleza y pensamiento ordenados. Apolo es agrimensor, delimita los territorios, funda, establece las ciudades sobre su base. Apolo es carnívoro, excesivo, cruel, amante de la sangre. La unidad del retrato no es dudosa, es impactante. Orden y medida, la violencia formal apolínea coincide con la depredación civilizada, la reducción. Producir es indiscutiblemente despedazar lo real. Por su parte, Dionisos es el sembrador de turbación, el amigo de los desbordamientos, el pensamiento sumergido en la embriaguez. Pero ¿dónde se encuentra una concepción dionisíaca de la forma y de la violencia? Si Dionisos es lo informal, entonces él conduce también a la reducción. Porque lo informal es una forma objetiva, y de las más coercitivas — problema número 1 de los medios radicales. Si pretendemos hacer de lo dionisíaco un punto fuerte de la descivilización del mundo, hace falta concebirlo no como el «rechazo de la forma», sino como forma del rechazo, forma de lo irreductible. En realidad, el cuidado de la forma debe ser arrancado de las manos de Apolo. Hay que encontrar el sentido dionisíaco del recorte en lo vivo. El sentido no del cuadro, sino del encuadre. El sentido de una forma cuando se dice de ella que se recorta sobre el horizonte.
La bifurcación
La civilización se ciñe a la finitud y nos mantiene prisioneros en su interior. Ella confunde límite y detención. En realidad, todo está limitado en lo real, pero nada está detenido. Porque todo es contemporáneo de un mundo. Prosaicamente, la división de los humanos entre la gente «cuadrada» y la gente «viva» es absurda. Todos necesitamos límites, sentimos que es esto lo que da forma a aquello que nos anima. Pero al mismo tiempo nos vemos constreñidos a tener que rechazar la integralidad de las formas que se nos proponen. Esto significa: 1) las formas que nos interesan son necesariamente formas de combate; 2) es la concepción misma de la forma y del límite la que hay que revisar. Hay que transitar de una concepción psicorrígida y depredadora de la forma (forma-contención) a una concepción animista (forma-desbordamiento). Tener una forma es encontrar aquello que nos anima. Lo que nos da una forma, la fuente de nuestra finitud, es la potencia infinita que nos anima. Nueva relación con las cosas: ellas no son ya la marca de nuestra servidumbre, se sitúan en el lugar preciso donde encontramos aquello que nos acecha.4 Tener una forma no es trabajar, es encontrar en las cosas aquello que nos trabaja. Lo hemos dicho: buscamos una manera de hacer que sea una manera de leer un destino en las cosas.
Ahora debemos operar las confrontaciones decisivas entre estos índices ontológicos y los primeros elementos de nuestra investigación sobre la violencia. El resultado es una especie de genealogía de la política, donde se aclaran las categorías entrevistas en el primer episodio.
En el centro hay entonces una polémica sobre la forma. Contrariamente a aquello que quiere la tradición civilizada, la forma de una cosa no es un principio de clausura, sino un principio de desbordamiento. O más exactamente, aquello que cierra una cosa no puede ser finito, no puede ser otra cosa. No es un muro sino un horizonte.5 La cosa es una expresión finita porque encuentra una potencia infinita que se le resiste y le da forma. La forma es el contacto con este infinito que encontramos, y que no se puede suprimir absolutamente. Todas las cosas terminan sobre su inacabamiento congénito: su potencia. Todas las cosas están animadas, todas las cosas son violencia.
Llamamos mal a la confusión entre existencia y objetivación.
El mal es la posibilidad constante de una perspectiva que se apega a lo finito, de una perspectiva obstruida. El mal no es una aberración, sino una especie de pereza y de paz ontológicas, que eternizan un «momento del ser»: aquel de la reclusión.
Llamamos violencia a la existencia como resistencia a lo objetivo.
Aquí interviene la mayor bifurcación. A partir de aquí hay dos ramificaciones posibles. Por un lado, está la línea del poder y de la reducción, que no se atiene sino a la mitad de la finitud. Algunos confunden existencia y objetivación. La perspectiva obstruida se ve como una conclusión: cumplir algo es triunfar sobre lo real. El mal es el bien, a cumplir el mal se le llama tener éxito. El fin es objetivo, y no tiene otro significado posible. Por otro lado, está la línea de la potencia y de lo irreductible. Para ella existir es resistir a la reclusión en lo que se es. Existir es el ejercicio de la violencia, contra la posibilidad constante de la objetivación. El poder es el proceso de eternización del mal, de contención de la violencia, de retención de la potencia.
Llamamos depredación o producción a la política de objetivación, de reducción al mal.6
Hay que responder de antemano a la acusación de herejía «maniquea». Ciertamente, discernimos dos partidos históricos, ABC de la política. Pero no proponemos una visión en la que todo es blanco o negro. Proponemos una visión que opone, por una parte, una concepción mutilada de las cosas, que ve la finitud como una perfección, una manera de triunfar sobre lo real, que se honra con el producto, y donde cada ser aborta porque se lo encierra en otra cosa y se lo retira del mundo. Por otra parte, una concepción entera de las cosas, que no olvida su parte de infinito, su parte de carencia y de potencia, cuyo lema es «Quien no se dedica a nacer, se dedica a morir» (Bob Dylan), y el gran principio, el de la contemporaneidad mundo/cosa.
Todo es contemporáneo del mundo. Cosa y mundo son realidades heterogéneas, pero contemporáneas. Podemos decir que nunca están de un lado las cosas y del otro el mundo. Este cara a cara es el fantasma de Occidente, aquel que no ha dejado de escenificar y realizar. Lo que cuestionamos es esta falsa oposición. Cuando esta oposición está vigente, sucede que hay un muro. Cuando hay un muro, sucede que la realidad a ambos lados del muro es sospechosa. Podemos estar seguros de que las cosas así confinadas no vendrán jamás al mundo. El «mundo» se pone entonces a funcionar como generador automático de dicotomías, las famosas oposiciones civilizadas sin las cuales uno estaría rápidamente fuera del programa escolar: hombre/mujer, humano/salvaje, humano/animal, animado/inanimado, particular/general, individuo/sociedad, etc. Repitámoslo: cuando hay un muro, la realidad a ambos lados del muro es sospechosa. El muro son las particiones del mundo. Algunos imaginan que éste tiene particiones, y se obstinan en pensarlo como un continente. En realidad, un poco como «el conjunto de todos los conjuntos», el mundo tiene una modalidad de existencia muy particular, que desmiente el régimen humano de encarcelación. Es una cosa diferente a una cosa. Jamás vemos el viento, vemos las cosas que flotan como banderas amarillas, sabemos que el viento es este ondeo en negativo.7
Confrontación con el mal
Pensamos que la civilización proviene del cruce, en el humano, entre depredación y domesticación. Incluso nos preguntamos si hay que creer en la depredación biológica: si hay que interpretarla como una relación de poder.8
En el sentido político, la depredación no tiene nada que ver con lo que dice la biología (y que hay que revisar sin prejuicios). La depredación política es una realidad específicamente civilizada. La inmemorial mala reputación del lobo (wolf bashing)9 nos informa sobre una de las más viejas astucias de la civilización. Ésta consiste en hacer soportar el peso de la depredación sobre aquello que le es heterogéneo. Para poder decir que el hombre es un lobo para el hombre hay que haber disfrazado primero al lobo como «depredador». No queremos decir que el lobo es un recolector de margaritas, queremos decir que no se comporta ni como tirano ni como sanguinario, y todavía menos como individualista (el famoso «lobo solitario»).
En los hechos, puede que el lobo haya enseñado el comunismo a los humanos. El lobezno que abre los ojos entre los humanos los reconoce como parte de su clan. Dos lecciones: 1) la amistad ignora las categorías; 2) lo común es el lugar donde abrimos los ojos sobre el mundo. Lo que el humano, por su parte, ha «enseñado» al lobo —como un padre furioso que grita a su hijo «¡te voy a enseñar!»— es el servilismo del buen perrito y del buen poli.
Hay entonces motivos para no confundir la depredación propia de la existencia del lobo y la depredación inseparable de la aparición del perro, de su producción. Una es un hecho ético, otra es un hecho del poder. La fábula «El Lobo y el Perro» realiza una meditación política central.10 ¿Qué pasa exactamente cuando un perro se cruza con un lobo? Participan de la misma especie, pero ¿cómo podemos hablar de lo que los separa? ¿Diferencia de clase social? ¿De posición política?
Es menos conocida esta otra fábula, «El Lobo que se vuelve Pastor», en el que el protagonista no tiene un final feliz.11 Es la sociedad quien operó la generalización de la depredación. La sociedad es la organización de la depredación, siempre acompañada de la promesa de salvarnos de una supuesta depredación antropológica, biológica («anarquía», «ley de la selva», «animalización del hombre»), o incluso apocalíptica.12 En realidad, el núcleo de la depredación es la objetivación: la amenaza real, constante, polimorfa, ordinaria de transformarse en objeto. Esta amenaza, eterna, indiferente a una naturaleza humana cualquiera, buena o mala, corresponde a un repertorio bastante más amplio que el de la agresión física. La civilización no puede ayudarnos a afrontarla: al contrario, ella la constituye. Ella la organiza. En general, mediante todos los procedimientos productivos. En particular, asegurándose una especialización rigurosa: resaltando y poniendo aparte formas especiales de depredación (tomadas del único repertorio de la agresión). Su cualificación criminal prohíbe incluso reconocer y combatir estas formas. Es la misión y el dominio reservado a aquellos que podríamos llamar «especialistas de la policía-justicia». Mediante la producción de categorías, mediante un parámetro epidémico, la civilización se reserva el monopolio «por defecto» y nos quita todo recurso. Con una mezcla típica de arbitrariedad, ceguera y racionalismo, ella decide los formatos de la depredación condenable, para sustituirlos en cada ocasión por las formas de depredación legal.
El quehacer de la sociedad es producir las formas del mal, asegurarse de que la depredación legal tenga ventaja sobre el resto (incluidas cosas no precisamente bonitas). La Justicia figura entre las formas del mal, como uno de los instrumentos de hegemonía de la depredación civilizada. Bajo el mármol institucional, está siempre el mismo viejo ensamblaje de buenos sentimientos triunfantes, de injusticia explícita, de grandes principios desvitalizados, con, en el centro del dispositivo, el aparato digestivo más o menos deficiente de un juez. Resultado: la categoría de crimen es ella misma criminal, la sociedad no aprende jamás nada sobre el mal, es su más viejo secreto de familia.
El mal es ser presa de la objetivación. Existir es resistir al mal. El bien, la mayoría de las veces, es apropiarse del mal, encontrar un uso. Cada relación porta consigo la construcción de una figura, el peligro de una reducción. En cada ocasión, es inútil negarlo. Tanto como para admitir que aquello que uno tiene que vivir pasa notable pero necesariamente por la disolución de esta figura. Tal es la historia del bien: lo que se reduce a un objeto y tiende a retirarse del mundo, encuentra una brecha, reanuda el contacto con la potencia ética, halla un acceso al infinito. El bien tiene formas innumerables: todas las maneras de abrir el horizonte — sobre las que deberemos inclinarnos seriamente. Naturalmente, esto excluye toda forma objetiva. Este imperativo no es estrechamente negativo, como uno podría apresurarse a lamentar, sino que procede de la afirmación misma. El honor es saber que hay cosas que uno no puede aceptar.13 Como identificar el bien — o peor, identificarse con el bien. Mirad lo que hicieron los amables humanitarios en África. Identificar el bien es reducirlo al mal, hacer que vuelva a la jaula. ¡La más bella de las astucias del Diablo es persuadiros de que el bien existe a la manera de un objeto! Es por eso que la posición revolucionaria debe asumirse como paradójica. Si uno imaginase la historia como una acumulación de películas, en un escenario revolucionario, los bad guys tendrían razón.
El infinito no puede garantizarse, y por lo tanto todo es cuestión de formas. De hecho, estamos sin cesar reducidos al carácter nefasto de la especialización. Ésta es la única razón de ser de la autodefensa colectiva: no puede haber especialistas de la contra-depredación. Lo que la historia civilizada demuestra es que en el momento en el que uno se quiere elevar por encima del mal para tratarlo como una cuestión de sociedad se produce más bien una super-depredación. Tal es el estatuto de toda policía. Y tal es el diagnóstico que debemos formular sobre la estrategia adaptativa civilizada.
Se podría leer la historia humana a partir de la voluntad de no resignarse a ser un «depredador promedio». A partir de allí, varios caminos son posibles — aunque cubiertos por todas partes por donde pase y se imponga la carretera civilizada, la política del depredador absoluto. Ni más ni menos que sus presas, el depredador promedio pertenece a un ecosistema, del cual participa en su regulación. Todo abuso se vuelve en su contra por medio de la despoblación de las especies de las que depende su existencia. La historia de la civilización es la de un depredador cuya ambición no es ya estar satisfecho con su posición en la cima de la pirámide trófica, sino tomar el control de la pirámide misma. Tener el mundo en sus manos y jugar con él como Chaplin en El gran dictador.
El humano ha acondicionado así el planeta como una gran burbuja condicionada, donde la depredación es difusa y constante, y susceptible de ser aplicada a cualquier ser. Cada uno de nosotros tiene el dudoso beneficio de poder ejercerla sobre lo que quiera, al tiempo que se beneficia de técnicas cada vez más elaboradas de autohipnosis, en caso de que no se soportase bien.
El dominio civilizado es una puesta en bucle: autocautividad, autoextracción. En definitiva, producir siempre ha querido decir ser consumido. Es tan simple como eso. Llamamos sociedad a todo el mal que todo el mundo se da para hacerse empleable y consumible. La época innova tal vez en esto: a cada persona, un embalaje múltiple. Para comunicarse, casi como al interior de una prisión, hay que golpear los muros. Es en el momento en que se inicia su destrucción cuando apenas oiremos decir: «¡Ahora empezamos a hablar!».
Rechazar y refutar la especialización es afrontar los problemas. No es reencontrarse completamente solo frente a la depredación, sino encontrar nuevos polos de legitimidad, armas colectivas «por destino»: usos, técnicas, hábitos. Los nuevos soles no se levantan sobre el eterno cultivo de la tierra, sino sobre los usos que cultivamos. Tales son y serán las armas comunistas — entre otras cosas, en la confrontación con lo intolerable, lo inadmisible y lo imperdonable. El recurso a la policía en absoluto señala su necesidad, sino solamente el grado de debilidad del partido de lo irreductible.
Cuando decimos «Existir es resistir al mal», esto puede evocar la simplicidad de una respiración. Pero lo decimos en una época en la que respirar se ha vuelto, por así decirlo, imposible. El presente tiene por forma el error de una política adaptativa de dos mil años de vejez. Casi hemos perdido, en consecuencia, las competencias para simplemente vivir. El desafío está en encontrar —sin producirlas— las condiciones de existencia.
Todo esto obliga a un cierto rigor. Lo que está del lado de la depredación no puede pretender desempeñar ningún papel en la política revolucionaria. En cambio, la violencia, como contra-depredación, nos corresponde justamente a nosotros. No dejaremos que nadie —¡tampoco a nosotros mismos!— nos la confisque. El lobo que se pliega a la ley de un Estado, de una nación, de una identidad, es un perro. A través del lobo, los fascistas han honrado siempre únicamente al perro.
Jean Done
1 ¿Hace falta sustantivarlo? ¿Acaso eso no es ya objetivarlo? En realidad, la investigación sobre las formas apuesta precisamente por la posibilidad y la necesidad de formas no-objetivas, por lo tanto, de sujetos no-objetivos. Lo que está en juego no es renunciar a toda gramática, sino acceder a lo real como gramática de lo irreductible.
2 Anarquía = comunismo.
3 Paul Valéry.
4 Esta manera de situarlas opera un desplazamiento decisivo en relación a la geometría civilizada. Esto no significa que las cosas tengan la forma que nuestras obsesiones les prestan. El encuentro está en alguna parte entre nosotros y la cosa. De tal suerte que aquello que nos anima no nos pertenece, y está animado a pesar de todas las capturas posibles, siempre y cuando las resista.
5 En la palabra horizonte, hay algo así como la horizontalidad del infinito: éste es la sombra de lo finito. Es contemporáneo de la cosa y no está por encima de ella y trascendiéndola. Infinito del encuentro y no infinito vertical. Como interrupción y acontecimiento, lo finito es vertical, mientras que el infinito viene como un plan, una tradición, un futuro.
6 «Violencia 2», en el texto precedente.
7 La expresión francesa «brasser du vent» [lit. «agitar viento», en el sentido de «hablar por hablar»] es intrínsecamente injusta. ¿Cómo negar la soberana realidad del viento? ¿Cómo ser hasta ese punto antimarino?
8 La historia política ha sido quizá íntegramente colonizada por una malinterpretación de esta noción, produciendo una especie de vieja dicotomía izquierda/derecha con gente que, por un lado, construye su visión política en oposición con «lo que pasa en la naturaleza», pensado como relación de poder entre lo fuerte y lo débil; y gente que, por el otro, dice, sobre el fondo de esta misma interpretación, «Viendo que esto pasa del mismo modo que en la naturaleza, hay que organizar la sociedad de manera análoga».
9 Testigo, Buffon: «El lobo es perjudicial mientras vive, inútil después de muerto». Lema de lo irrecuperable.
10 De esta meditación los machistas extraerán naturalmente todo tipo de estupideces patéticas.
11 Libro III, 3. El Lobo se disfraza de Pastor. Al principio, esto funciona: todo el mundo duerme profundamente. Luego quiere «añadir la palabra a los hábitos», pero no consigue falsificar la voz del Pastor. «El tono en el que habló hizo resonar los bosques, y descubrió todo el misterio. Cada uno se despertó con este sonido». Enredado en su chaqueta de campesino, el Lobo-Pastor «No pudo huir ni defenderse. Siempre por algún lugar engañoso se dejan pillar».
12 En el plano escatológico, la civilización coincide con la figura del katechon («el que retiene»), con el que se identifica la Iglesia. Bajo el potente pretexto de «retener» el desencadenamiento del mal, ella contiene todo en una prisión de finitud — se convierte en organización del mal.
13 Lección política de la Resistencia.