Unos compañeros anónimos nos hacen llegar la traducción de la primera de dos partes de estos «elementos de descivilización», publicados en el número 183 de lundimatin (22 de marzo de 2019) y redactados en el contexto de los amotinamientos del movimiento de los llamados «chalecos amarillos» en Francia. También publicamos la segunda, la tercera, la cuarta y la quinta partes.
Parte I. Depredación, la cuestión histórica
Economía, Estado, devastación del planeta: todo esto forma parte de la misma historia. La historia de la producción. La historia de la domesticación como depredación.
El submarino amarillo sondea las profundidades históricas. Su luz cae en una nueva definición del poder.
El levantamiento de los chalecos amarillos es histórico. Cuando se dice que es un movimiento que proviene de la clase media, no se lo está situando de un modo sociológico; por el contrario, lo que se registra es su carácter cualquiera y transversal. En esta ocasión, no es gente politizada la que ha conseguido convencer a otra gente, es gente que descubre la política a través de la simple enseñanza de la cólera. Cuando la vida ordinaria encuentra las palabras, cuando el sufrimiento ordinario habla y lo empuñamos como un arma, no se trata de algo que incumba a la historia de la contestación, sino a la historia a secas. «No señor, no es un movimiento social, es un levantamiento».
Cuando la historia irrumpe, el presente encuentra en sí mismo un acceso a los estratos más enterrados. ¿Qué pasa cuando, tropezando con un simple hecho, nos lanzamos al acontecimiento? De repente se nos ofrece la oportunidad, desde un lugar determinado, de mirar el mundo. Nos parecemos a esa persona que se cae en un pozo durante una noche estrellada. En su posición, sólo necesita levantar la cabeza para inventar el principio del telescopio. El acontecimiento abre a la cuestión de la época.
Así, el punto de partida del levantamiento no es un pretexto, sino una oportunidad, lo cual es bastante diferente. En el origen lo está todo. Está el combustible, la potencia, lo que nos ha propulsado tan lejos y que nos impulsa a seguir. Está aquello que sigue quedando por ser encontrado para encarar la cuestión de la época.
La cuestión de la época es el secreto peor custodiado del mundo, el cual tiene lugar en la fórmula: la economía es una cuenta atrás para la extinción. Lo que tenemos que hacer es, por tanto, elegir entre sacrificarnos para salvar la economía o sacrificarla sobre el altar de la revolución. Debemos traficar con ella hasta el Fin, o destruirla para dar paso a otra cosa.
Es esta lógica severa, pero justa, lo que el gobierno contradice a cada segundo, consiguiendo formular únicamente verdades alternativas. Una de ellas se encuentra precisamente en el origen de los chalecos amarillos: un impuesto sobre los carburantes, diseñado como una respuesta al fin del mundo. Gobernar conduce a obras maestras de la aberración mística. No solamente ignoramos como si nada que «economía» y «apocalipsis» son dos palabras que significan una sola y misma cosa, sino que llegamos al punto de investir a la primera con una potencia mesiánica frente al triunfo del segundo.1
En esta primera medida de mierda, por poco que la examinemos con atención, contamos con al menos tres puntos considerables.
En primer lugar, el impuesto como gesto constitutivo del poder. El gesto inmemorial de construir un redil en torno al cual se quiere extraer un excedente. Ya que, para obtener el derecho a hacerse ordeñar, hay que llevar el collar. Para que haya contribuyentes, es necesario que haya administrados y justiciables. Viejo como el mundo, el vínculo entre producción y coerción es indestructible.
En segundo lugar, el carburante como emblema de un modo de vida que coincide con un modo de muerte. El carburante del sistema es también el combustible del incendio planetario que ese sistema propaga.
En tercer lugar, un procedimiento gubernamental de reglamento del fin del mundo. Atrapado en el círculo infernal de su lógica, el partido de la civilización se procura soluciones con los medios del problema mismo.
En suma, encontramos en el origen de los chalecos amarillos el paradigma gubernamental, un emblema del infierno presente y la obscena operación que consiste en pretender salvarnos del infierno al margen de nosotros mismos, y por medio de los mismos métodos a través de los cuales se propagó.
Todo esto es masivo, pero no quita valor al carácter accidental del detonante de lo que está ocurriendo. No se equivoquen, las explicaciones vienen después. La cólera nunca proporciona explicaciones, muy al contrario, las exige. Se cierne de tal modo que encontramos en ella las explicaciones. Por todas partes descubre oportunidades para explotar – cuanto más se acelera la historia, más las proveerá. En una simple ley, la cólera encuentra el escándalo de cualquier ley. Se la tiene por ciega, pero es extralúcida. Sabe dar lectura a lo que llega.
Producción
Así, el levantamiento da acceso a la cuestión del poder. Con los medios para combatirla, se politiza más y se especifica más la naturaleza del poder. A día de hoy, podemos conocerla directamente como civilización: dicho de otra manera, nos rehusamos a separar durante más tiempo el modo de vida general de la forma general del poder. Este rechazo pasa por el análisis exhaustivo de qué es la producción, la cual se encuentra precisamente a caballo entre el sistema de coerción y el proyecto de sociedad.
Se ha dicho: no hay producción sin coerción, y esto se constata en todas las épocas. Sin embargo, se podría, como los marxistas, ver en esta ecuación sólo una cuestión de circunstancias históricas (desafortunadas), y apelar como siempre por un cambio del modo de producción. En realidad, existe una razón profunda para esta ecuación, que hace de ella una invariante. Es preciso buscar la razón en aquello que a priori estaba ahí para impedirnos ver la ecuación, a saber: la cuestión del modo de vida.
La mayoría de la gente nos dirá que la producción, «antes» de ser coerción, es «simplemente» un modo de vida. Sin embargo, sabemos que hoy en día un modo de vida no tiene nada de inocente, por la simple y buena razón de que aquello que se llama producción es sinónimo de devastación completa. Cuando decimos «nada de inocente» hay que entender «político». Hay que llegar a descubrir en el modo de vida la política general que lo sostiene, lo dinamiza y se afirma en él. Política que mantiene siempre algo de religioso porque decide la manera en la que todas las cosas entran en relación. La producción es un cierto orden de las cosas, una cierta política de las cosas.
Volvamos atrás. De hecho, uno se vuelve capaz de aprehender la producción como un modo de vida sólo cuando la carga de sus molestias es tan elevada como para hacer que reviente el techo de naturalidad bajo el cual se ha podido cobijar durante diez mil años. A pesar de todo, el argumento que consiste en ver en la producción una necesidad natural sigue siendo hegemónico. Esto es lo que se sobreentiende, por ejemplo, cuando se dice que el problema es solamente el capitalismo.
No obstante, si estamos de acuerdo en considerar que la producción es un modo de vida, es preciso admitir de inmediato que se trata de un modo de vida nefasto. Sobre la marcha, hemos encontrado cómo completar la ecuación.
Producción = modo de vida + coerción = devastación. Si se puede demostrar la validez de esta ecuación, entonces estaremos en condiciones de decir: «Economía, Estado, devastación del planeta: todo esto forma parte de la misma historia». Y se tenderá el puente entre los chalecos amarillos y la «cuestión ecológica».
Tenemos la intuición de que la producción es la piedra angular de la civilización, que mantiene en un solo bloque proyecto de sociedad, sistema de coerción y línea de muerte. Pero es sólo por medio de su arqueología como conseguimos comprender el papel fundamental de la producción.
Domesticación + cautividad
Hemos visto en la forma impuesto el gesto constitutivo del poder. No es una casualidad si hemos juntado la mano de obra-contribuyente-administrada del ganado que se cría, cuida y vigila en su redil. Existe una relación evidente entre domesticación y producción. Por todo ello, es crucial mantener la posibilidad de una forma de domesticación no civilizada (o domesticación 1). En realidad, la producción es solamente el modo de domesticación que ha prevalecido, precisamente porque ha hecho de ella una máquina de poder, y un principio de hegemonía (domesticación 2).
En el proyecto civilizado, existe una analogía profunda entre las domesticaciones de una planta de trigo salvaje, de una oveja, de un trabajador, de una mujer o de un prisionero de guerra reducido a la esclavitud. En cada caso, lo que está en cuestión es la explotación de una fuerza productiva. En cada caso, la «tarifa» es doble. Al precio de la explotación se le añade necesariamente el de la cautividad: dependencia de la variedad de trigo con respecto a la mano del hombre, pastoreo de la oveja, condicionamiento del niño, mantenimiento del orden social y doméstico, precisamente. Desear la producción es desear los medios para la perpetuación de la cautividad. Esto supone un tipo de enclavamiento formal. El orden productivo genera entonces dos tipos de relaciones, perfectamente intrincadas. Por un lado, se da, en cada uno de sus compartimentos, la división jerárquica entre un supervisor-gozador y un productor, entre un centro y una periferia. Por el otro, se da la organización unitaria, la unidad orgánica, de los diferentes elementos. La unidad orgánica es la fuente del eterno chantaje civilizado: «Acepta someterte, porque dependes de mí». Por supuesto, se cuida de añadir: «Mientras dure el orden productivo».
Siempre es la misma historia. El pastor necesita a su rebaño, que está a su disposición y que él explota. El Estado necesita a una población a disposición, para extraer de ella un excedente bajo una forma u otra: impuesto en especie o en naturaleza, fuerza de trabajo, tiempo de disponibilidad mental, energía, carne de cañón. A la población se le demanda tener las virtudes del rebaño. El pueblo es un animal doméstico puesto bajo buena guardia de los cuerpos intermediarios, de los perros que saben olfatear a los lobos-en-el-redil. Debe cultivar en sí mismo, por sí mismo, los sacramentos religiosos (deberes y deudas) que están en el fundamento de la potencia material y simbólica del Estado. Al rebaño tiene que gustarle que se le pueda extraer un excedente. Tiene que gustarse a sí mismo en cuanto oveja productiva, y gustarle que quienes la supervisan sepan ordeñarla bien. El mantenimiento del orden apunta siempre a la perpetuación de las fuentes de la riqueza, y la actividad productiva apunta siempre al mantenimiento del orden.
Depredación + domesticación
La ganadería está, en cuanto relación, en cuanto forma política, en el centro del proyecto civilizado. Mirándolo con mayor atención, haciendo pesar sobre ella una sospecha retrospectiva, se da un paso decisivo en la comprensión de la domesticación 2. ¿Qué pasa cuando se cría a una oveja? Una presa se transforma en ganado. Se aplican a la misma cosa dos relaciones bastante diferentes.
La diferencia es que ya no te persiguen para matarte y consumirte. Te atrapan para consagrarte a la cautividad, a ti y a tus descendientes, y para tenerte siempre a la mano para extraerte beneficios. Por un lado, la violencia resulta indudable; por el otro, parece que desaparece el motivo violento, porque la ganadería no supone realmente una agresividad directa y asumida, sino por el contrario el cuidado e incluso la codependencia.
Llegamos aquí al corazón del problema: debido a que la diferencia entre caza y ganadería salta a la vista, nos volvemos incapaces de percibir su continuidad profunda. Esta continuidad paradójica se resume en una palabra: depredación. La domesticación 2 es una especie de revolución en la depredación. En consecuencia —en el momento del relato donde nos encontramos— la historia del humano distingue dos eras: aquella de la depredación no-civilizada y aquella de la depredación civilizada. La primera es compatible con la domesticación 1, la segunda es un vuelco en la domesticación 2.
La producción tiene, en su dinámica misma, la vocación de imponer la lógica de la subsistencia, y de volverse la relación dominante con el mundo. La domesticación productiva tiene la vocación, no de coexistir con la caza, sino de expulsarla. Cuando éste es el caso, se puede decir que se da una especie de transferencia de la depredación, desde el mundo del cazador hasta aquel del productor. He ahí lo que disimula la oposición bastante simple entre depredación/salvajismo, por un lado, y domesticación/civilización, por el otro. La civilización es la continuación de la depredación por otros medios. Verificar esta hipótesis permitirá refutar cualquier denegación de la equivalencia entre civilización productiva y destrucción sistemática. Se dejará de tomar a los síntomas por la enfermedad, de confundir los transmisores de la información con el verdadero dador de órdenes: la producción.
De esta forma, no se trata de incriminar nada a la agricultura y a la ganadería, tildándolas de responsables de la lógica productiva. Todo lo contrario: es la lógica productiva la que, autonomizándose, es responsable de una mutación radical en todos los dominios — agricultura y ganadería incluidos. Lo que sin duda hace falta comprender es que esta mutación es impensable sin el monopolio de la violencia que la lógica productiva se ha otorgado.
Sedentarismo: cuando la domesticación se vuelve cautividad
Una vez más: la producción no es la domesticación a secas, sino la forma singular que la domesticación toma en la civilización. La domesticación 1 precede desde muy lejos a la civilización. Tenemos su ilustración más clara en la domesticación del fuego, que se remonta al Homo erectus e implica un modelaje bastante importante de lo viviente alrededor —el cultivo de tala y quema que suscita una reorganización de la fauna y la flora— y una modificación profunda del régimen alimenticio y del sistema digestivo humanos. Todo aquello a lo que nos enlazamos se ve afectado, y lo afecta de vuelta.
La agricultura, la ganadería, la cosecha, la caza y la pesca no son «modos de subsistencia» distintos, sino en primer lugar una serie de técnicas conocidas, por así decirlo, desde siempre, cuya diversidad misma proporcionó la mayor ventaja. Por lo tanto, cuando la domesticación se separa de la producción, cuando se asocia, no al modo de subsistencia del nómada, sino más bien al nomadismo de los modos de subsistencia, no tiene ya la forma que conocemos. La domesticación 1 no se da como algo irreversible, no es un viaje sólo de ida. La domesticación 1 es un pasaje, una temporada; una estancia y no una vocación. Lo que, después de haber sido cultivado, se deja libre y liberado en la naturaleza, puede volver a pasar alegremente y en otro sentido el umbral doméstico.
A la inversa, la civilización saca y alardea con su «navaja automática». Cuanto más avanza, más costoso, peligroso y difícil de concebir es dar la media vuelta. Hacerlo es siempre pintado como un retroceso, una regresión. Y a través de todo tipo de dispositivos de enclavamiento (morales, culturales, técnicos, afectivos) la civilización se impone como un billete sólo de ida para la domesticación, que tardíamente se llamará la marcha del progreso.
Recapitulemos. Llamamos producción a la política de domesticación que vincula la extracción de beneficios a la captura. La política donde se es propiamente prisionero de la domesticación. Ahora bien, hay un nombre para esto: sedentarismo.
En «domesticación», escuchamos el domus de los romanos, que significa «casa». En «economía» y «ecología» encontramos el equivalente griego, el oikos. El hombre civilizado tiene una obsesión por la casa y el dominio. La producción, en este sentido, es siempre una «ecopolítica». A primera vista, se diría que existe manifiestamente un problema con la noción de casa (incluso ampliada), y con la decisión que consiste en hacer de ella el hogar de lo político. Al tomar un poco de perspectiva, uno se pregunta si la coincidencia entre el mundo familiar y la cautividad no es un viejo malentendido propio de las culturas sedentarias. En otros términos, habría que salir en primer lugar del imaginario sedentario para hacerse de la vida cotidiana otra idea que la carcelaria.
Se acostumbra a hacer del nómada un ser dedicado a la errancia, una especie de discapacitado de la vivienda. En realidad, el nómada es aquel que sabe qué quiere decir habitar, porque no se le ha inculcado todavía la monomanía civilizada que confunde «habitar» con «tener una casa». El nómada no nos enseña el vagabundeo; nos enseña que, si queremos habitar el mundo, debemos saber familiarizarnos con varios lugares y no con uno solo.
Tal podría ser el dicho de la civilización: «A cada quien su casa». Y las vacas quedarán bien custodiadas. La casa es el sitio donde se nos guarda ordenadamente, y donde tenemos ante nosotros el almacenamiento, el ordenamiento. Doméstico por excelencia, el gesto de ordenar —dicho de otra manera, de volver a poner incesantemente cada cosa en su lugar («Everything in its right place», cantaba Radiohead)— parece haber colonizado todos los dominios de la existencia sedentaria. Se vive como sedentario desde el momento en que ordenar se vuelve, más que una manía, una relación política. ¿Por qué esta obsesión de almacenar ordenadamente? Porque es así como las cosas se vuelven eficaces. Todo el mundo te lo dirá. Si se quiere que una cosa funcione a plena capacidad, si se quiere poder aumentar su rendimiento — si se la quiere valorizar, se la tiene que asignar a su tarea, desarrollarla por separado, en una palabra, especializarla. El almacenamiento ordenado como relación política es el proceso de especialización.
Superespecialización
El humano se distingue entre los primates por un desarrollo sorprendente del cerebro. La civilización es el momento donde la ventaja comienza a volverse un problema. Desde que descendió de las copas de los árboles, el humano parece haber privilegiado una cierta política adaptativa: la de compensar o eludir una carencia física (ausencia de garras, de olfato eficaz, de caparazón) antes que subsanarla. Para el etólogo Pierre Jouventin, es principalmente desde la perspectiva de protegerse de depredadores y de cazar presas más grandes que el humano ha desarrollado capacidades de coordinación, de estrategia colectiva, de astucia, de técnica, de paciencia, por tanto, de proyección abstracta. Esto se acompañó de un aumento de la masa cerebral.
La civilización es el umbral a partir del cual la potencia cerebral degenera en hipertrofia y en desequilibrio. Al interior de un organismo o de una cultura, la hipertrofia de una «función» implica siempre una vulnerabilidad. Estar sobreadaptado significa estar subadaptado a la transformación de las circunstancias. La superespecialización no es una hipertrofia del sistema nervioso central sin ser al mismo tiempo el reino de sus categorías, de sus modos racionales de captura, de apropiación del mundo. Aquí la hipertrofia de una función en el interior de un organismo se traduce, en las cosas mismas, como una proliferación, una epidemia de las funciones existenciales y políticas. En la civilización se presenta una puesta en funcionamiento de lo real que nada parece poder refutar. El mundo contemporáneo es su ilustración caricaturesca.
Así, la especialización es una puesta en funcionamiento del mundo, una realización de lo racional, y se impone, en este sentido, como el método de captura por excelencia. En lo que respecta al modo general de extracción de beneficios al que necesariamente se asocia, éste coincide con el proceso de valorización.
Violencia
Pasemos a la tesis central según la cual, en su forma civilizada, la domesticación es una forma de depredación. La depredación, en efecto, no desaparece en la entrada de las casas, las cárceles, los palacios, los talleres, los dormitorios, la escuela, ni en el umbral de cualquier espacio o instancia civilizada. La producción es una máquina autónoma que somete el conjunto de las cosas a su dinámica de captura/extracción, de especialización/valorización.
«La depredación» no ha dado paso a «la domesticación». La domesticación 2 es una mutación de la depredación. Una mutación considerable, que hace que a menudo se tienda a confundirla con la paz. Se asemeja a cuando tenemos problemas para reconocer en el maíz silvestre un pariente del maíz cultivado, porque son de naturaleza diferente. La domesticación 2 no es la paz, es la empresa general de pacificación, en la acepción colonial del término. Es cuando la paz reina. Este reino es una guerra librada continuamente desde hace dos mil años. Una guerra contra el mundo.
¿Qué es el mundo? Es probable que nos hemos vuelto capaces de hablar de él desde que corremos el riesgo, cada segundo, de perderlo de vista. El mundo es una presa siempre huidiza, una presa que a nadie le está dado no perseguir. Una presa que no existe sino por las huellas que deja, es decir, las cosas.
El mundo es potencia y horizonte. Es una realidad fantasmática: no se lo puede identificar, objetivar, no se deja reducir a ninguna cosa. Es una realidad fantasmática: un poder actuante en cada cosa, que no se puede reducir a nada, una voz que no se puede hacer callar, una risa inextinguible que no ha sido jamás la propia del hombre. Eso es el mundo. A Occidente, que cultiva el pensamiento en cosas, le falta el mundo: sea ignorándolo (creyendo que no es nada — porque es esta presa que no se deja atrapar), sea conociéndolo (creyendo que su captura es posible).
El mundo es un tormento congénito, para todas las cosas — y no solamente para los humanos. Vaya puerilidad: los humanos inventan la Razón y se creen los inventores del mundo, creen que tienen sobre él un acceso reservado — la civilización reside ahí. Pero es todo lo contrario: los humanos son especialistas de la pérdida del mundo, porque se les metió en la cabeza la idea de producir sus llaves — ¡como si el mundo tuviera forma de cerradura! Y todo se ha convertido en llave y cerradura. El universo resuena como el interior de una prisión. Cada cosa se convierte en un cedazo protegido por un código, que da acceso a otro cedazo, igualmente «protegido», y así sucesivamente. La contraseña: sumisión. A pesar de todos los coros acerca del acceso ilimitado a esto o aquello, es siempre lo mismo. No se accede nunca sino a un intermediario más. Justamente, al llegar a una cosa, se trata de poder entrar. ¡Pero conocer la codificación objetiva es todo lo contrario! Garantiza solamente permanecer exterior a todo, «blindado» a lo que llega. ¿Cómo hacer otra cosa? Imaginemos. Si una cosa fuera una casa, la condición para entrar sería ir a mirar el mundo por la ventana. Quien quiera entrar debe ser capaz de mirar afuera. Y recíprocamente: quien quiera mirar afuera debe ser capaz de entrar.
Violencia civilizada: violencia segunda
Retomemos. La civilización productiva está en guerra contra el mundo. ¿Qué sentido podemos darle a esto? Si es justo decir que la producción ejerce una violencia, ¿cómo caracterizarla? Su carácter de domesticación es el que nos pone sobre la pista, y las ideas vecinas de amaestramiento y familiarización. La violencia de la civilización siempre ha tenido que ver con el retorno a la calma, con la sujeción de aquello que no se mantiene ni permanece en su sitio. En realidad, se trata de una contraviolencia, de una violencia de segundo grado (violencia 2). Existe necesariamente, aún por ser definida, una violencia 1, primordial, que la civilización contrarresta sistemáticamente mediante las formas evocadas hasta aquí: captura y extracción. Para tener algo que capturar es preciso que todavía haya en alguna parte una realidad rebelde.
Cuando pensamos en ello, la producción es el más pérfido de los dispositivos de poder. Captura y extracción están perfectamente intrincadas. No se extrae sino de aquello que está bajo la mano. Lo que se extrae está ya más o menos en las formas, porque extraer es incitar a producir, y producir es actuar en las formas. En pocas palabras, se podría hablar de captación, palabra que une la apropiación (captura) a la vampirización (extracción).
Por lo tanto, nunca debemos olvidar la dimensión de la provocación. Mientras el lobo no aúlle, no se le puede «enseñar» a ladrar. En cierto sentido, siempre se debe suscitar el desbordamiento, el excedente, alentar el exceso para enseñarle a hablar en las formas, y poder abrir así un nuevo «mercado formal». La producción es una violencia formal, una violencia en las formas mismas. Se trata de contener, de conducir aquello que se contiene a expresarse, para volver a desplegar el mercado de la captación. Cuanto más se confronta el sistema con lo heterogéneo, más perfecciona su capacidad de captura, su rapacidad.
Violencia y forma
Llegados a este punto, no se ve ninguna salida. Sin embargo, la falla está ahí, en la dimensión secundaria, parasitaria, de la violencia civilizada. Lo que ocurre es que existe una violencia primordial. Esta violencia opone a las formas civilizadas, objetivas, sus propias formas, irreductibles. La violencia 1 es metafísica. No tiene fundamento — como por ejemplo, algún supuesto arraigo biológico. Puesto que está del lado de lo irreductible, es absolutamente reacia a cualquier reducción y explicación. Nunca es un asunto de midiclorianos en la sangre. La violencia es estar encerrados en aquello que somos. Todo lo que existe debe encontrar su límite, experimentar el encierro en aquello que es, poner su clausura a prueba. En esto, todo lo que existe es violencia.
¡La forma de todas las cosas no es su continente, sino su principio de desbordamiento! La forma de todas las cosas es encontrar su límite, ir al contacto de aquello que la limita, es decir, al contacto de su propia potencia. Llamamos violencia 1 a la forma en cuanto tensión y potencia. Para decirlo de una manera desviada, todo lo que existe vive por encima de sus medios. La existencia está en exceso, y al mismo tiempo en defecto. Hay algo en nosotros que excede lo que somos, que llama a todo lo que nos hace falta. Por lo tanto, el destino no es una respuesta, una destinación final. El destino es, antes bien, ir al encuentro de la cuestión que a cada quien le es propia. Al destino objetivo, acabado, de la civilización, le oponemos el destino como carácter irreductible de todas las cosas.
Cada uno debe experimentar su existencia como aquello que es demasiado grande para este pequeño cuerpo. Esto significa que no debemos contentarnos con una concepción meramente positiva de las cosas. Las cosas tienen un reverso, que se llama el mundo. Si quiero ver algo cuando te miro, debo encontrar la entrada de tu mundo. Sólo hay uso de las cosas cuando se apunta al mundo. Porque cuando apuntamos al mundo, hacemos uso de las cosas. Y es a condición de amar, de hacer, de practicar cosas, como vamos al encuentro del mundo. El mundo debe siempre escapársenos, pero no podemos dejar, en todo lo que hacemos, de apuntar a él. Sólo lo que contradiga y supere la relación instrumental, utilitaria, reductora, merece el nombre de uso. El desafío de nuestro tiempo es el de dar a esta visión «fuera de la producción» una formulación política. Aquella de un nuevo régimen de cosas y, en consecuencia, de un nuevo régimen de la violencia.
Es imperativo rechazar la separación entre forma y violencia. Nunca hay que ceder al chantaje que consiste en tener que elegir a una contra la otra. El combate es no dejarse imponer —por tanto, confiscar— la forma del combate. Se trata de no llegar nunca al grito de impotencia: «No era mi guerra». Lo cual supone también ser capaces de verlo venir.
La violencia es estar encerrados en lo que somos. Es a la vez una emoción y un gesto, aquel de romper ya el encierro, de hacer entrar el Afuera. El Afuera es lo que no encuentra ni busca su lugar en el universo productivo — se hace lugar. Este universo está organizado como un conjunto de condiciones objetivas. Donde cada cosa está bajo control de otra cosa. Donde cada una es, a la vez, aquello que debe servir para algo (necesidad, función), una moneda (mediación para otra cosa), y lo que debe antes que nada ser reducido a sí mismo para que se le asigne residencia. El objeto es, en cada cosa, el engranaje de la necesidad, de la mediación y del control.
No obstante, decimos que las cosas son, en su principio, desbordamiento. Las cosas están animadas. No hay distinción entre su carácter violento y su carácter animado. Es sobre esta representación que hay que refundar la ética y la política. De esta manera, se asume y se rehabilita su parte violenta. Todo ataque a los dispositivos de depredación civilizada debe apoyarse sobre la violencia 1 y hacerla crecer. Hacer crecer, aquí, no significa desencadenar, sino verla levantarse. Buscamos una manera de hacer que sea una manera de leer un destino en las cosas.
El gran error civilizado es haber querido realizar el proyecto de una contención general de la violencia. Por un lado, este proyecto, contrariamente a sus pretensiones, inventa una nueva forma de violencia, agrega violencia a la violencia. La violencia 2 es aquella que preside en la devastación planetaria. En su rabia de conformidad absoluta, aplasta lo real. Queriendo a toda costa plantar el mapa sobre el territorio, es un principio de agotamiento. Por otro lado, la guerra civilizada es completamente vana, porque nunca conseguirá la reducción integral, la reducción sin condiciones, de la violencia ética (estar encerrado en lo que se es, y resistir en ello). Ciega a lo irreductible, la civilización se ha empleado por todas partes en sofisticar el encierro, y, por lo tanto, de una cierta manera, en redoblar la violencia 1. Cuanto más se intenta contener, más alta es su potencia de deflagración — nos guste o no, la vivamos o no.
La cuestión histórica es que la violencia ética, por todas partes obstaculizada, está por todas partes difusa. Resulta a la vez omnipresente y sistemáticamente aislada de su propia potencia, que es combinar de manera indestructible una emoción y un gesto — del mismo modo en que se hablaba en otro tiempo de «emoción popular». La violencia es sentirse prisionero del lugar donde nos encontramos, de tal manera que este sentimiento sea inmediatamente un llamamiento al aire, la activación de una resistencia, una invitación del Afuera. No es cuando el exiliado se complace en la nostalgia. Es cuando la convierte en fuerza: potencia de encuentro, aspereza de combate.
Nuestro papel es recuperar la violencia 1, y reconectarse con su propia coherencia. Así pues, será necesario imaginar, en otro lugar, las representaciones formales que lo permitan. Se puede decir ya que supone asumir la violencia política de una manera inédita. Llamamos violencia política a la legitimidad de todo ataque a los dispositivos de depredación productiva. Ahí donde la civilización es una contraviolencia, la violencia política es una contradepredación. Aprovechando una cierta tolerancia social frente a la violencia, se trata siempre de empujar, hostigar las fuerzas adversas, hacer recular entre nosotros la intolerancia a la violencia, y alcanzar otro nivel. La violencia política no puede autonomizarse, abstraerse de la situación histórica, es decir, de una cierta configuración de la relación de fuerzas, delimitando un terreno de juego con sus reglas propias. Partiendo de ahí, siempre hay que buscar los límites. Esto significa que no estemos nunca satisfechos de simplemente jugar — por cierto, la represión está invitada en nuestras vidas. Pero esto no significa en ningún caso que ignoremos los límites. Todo el trabajo estatal es el de pintar a los amotinados del color de los asesinos. Una vez más, la violencia no significa desprecio por las formas, sino, al contrario, que estamos prendados de ciertas formas, que mandan atacar otras.
Así, se empuja mientras se consigue suscitar formas demasiado grandes para los caparazones sociales. No se puede concebir la violencia política separándola de la vertiente afirmativa de las formas que se desarrollan. En el seno de una aventura colectiva, ella es siempre una manera de volver a hacer descender la inevitable presión que se acumula. En primer lugar, a favor del combate san(t)o. Siempre resulta bueno atacar a las técnicas y procedimientos de la depredación productiva. Y después, a favor de la conflictividad interna. Porque se continúan planteando preguntas agotadoras, y porque no se cesa de evacuar la domesticación depredadora que se insinúa, se instala, nos encierra y nos destruye. La mierda existe, hay que evacuarla. Una forma se despliega y crece, porque ella es generosa y exigente en lo que tiene de más ambiciosa, y causa problemas a cada una de sus debilidades. En el fondo, lo intolerable es el punto de inflexión siempre posible entre el conflicto interno y el combate a secas.
El Afuera
La civilización es la violencia como captación del alma de las cosas. Se nos despoja de la ética, de nuestra alma violenta, por agotamiento y por presurización. Es la famosa «violencia social», difusa, atmosférica, y las realidades más sólidas que la garantizan, explícitamente o no. Hemos crecido en este ambiente. Todo está hecho para que nos adaptemos. Si afirmamos algo, es que hay que rechazar la tesis de nuestra posible adaptación a esto.
En suma, la civilización es un modo de depredación enrevesado, una violencia fundada sobre la contención de la violencia. La contención es simplemente la producción de continentes de la vida. La organización de la vida se despliega en condiciones objetivas, que se nos quiere hacer tomar por lo real. Ahora bien, lo real es la irreductibilidad de las cosas. La irrupción del Afuera. Si el Afuera no está nunca muy lejos, es porque somos, parecidos a todas las cosas, un plano de corte vertical, un concentrado de la historia universal. Lo sabemos hoy: el humano se parece a la estrella, al mineral, a la planta, al animal, al champiñón y a la bacteria. No necesitamos a Dios, porque tenemos suficiente para sentir que participamos de algo infinitamente más grande que el individuo — a condición de cuidarse de todo amor propio desplazado.
La historia de la reducción de la violencia, la historia de la contraviolencia, es la historia de su fracaso. El reino de las condiciones objetivas se acompaña siempre del mito que proclama que se puede mantener el Afuera a la distancia, y demostrando que debemos hacerlo. Se celebran las hazañas de quienes han sabido triunfar sobre el Afuera. El miedo que hace nacer es una fuente infinita de representaciones, que detectan al mismo tiempo su presencia irreductible. En las películas de terror es sin duda donde mejor podemos comprender lo que no es más que una puerta. Para retomar los términos un poco vagos de los biólogos, la estrategia adaptativa de la civilización es aberrante, ya que se funda en el miedo y, después, en su denegación. Se niega al extranjero, al intruso, al accidente, dicho de otra manera, a todo lo que pudiera estimular nuestras competencias adaptativas — hacernos crecer. Hasta en el menor de nuestros movimientos, todo está hecho para reducir la distancia, para disolver lo heterogéneo. En vez de confrontarse con el Afuera, en vez de abrevar en la fuente de lo que nos anima, se produce «el entorno», el prefabricado adaptativo.
El entorno es una cúpula puesta sobre el mundo, neutralización general, open-space de la producción. El entorno es la vida menos el riesgo. La época en la que se puede —o se cree poder— no prestar atención a lo que nos rodea. Mutilación.
He aquí el gran fracaso. Con la finalidad de desviar de su curso, de ceñir entre orillas imponentes, a la «violencia salvaje» —la violencia sin forma, que no existe—, se ha fundado la estrategia adaptativa en una denegación masiva, industrial, del fuego ético — la existencia misma. El resultado es la invención de la brutalidad. El resultado es la extinción. Nuestras condiciones de existencia son atacadas. Pero la extinción nace como ahogamiento del fuego ético. Este fuego o esta risa es inextinguible. El proceso que apunta a extinguirlo tiene entonces el tiempo de destruir una infinidad de planetas antes de alcanzarlos. El entorno es producido, y como todo producto, perecedero. «El medio ambiente» es todo lo que se ha producido para no tener que lidiar con el infinito.
Por lo tanto, el gran desafío no es contener la violencia. Esto es imposible y perjudicial. El gran desafío es el de proponer una nueva cultura de la violencia. Para hacerlo, debemos alejarnos del modelo agropastoral. En el mundo infinito del cazador colectivo es a donde iremos a buscar los elementos de un nuevo régimen de la violencia — una nueva política de las cosas.
Jean Done
1 Cuando reflexionamos en esto, esto obedece a una especie de sermón invertido, y va a volverse cada vez más complicado echar la culpa a los tontos infaltables que harán de Macron un discípulo de Satán.