En su prefacio a Fragmenter le monde (Éditions Divergences, París, 2018) de Josep Rafanell i Orra, el «autor» Moses Dobruška no sólo ofrece una excelente exposición de aquella tradición fragmentarista de la cual forma parte este libro, sino que también presenta, en lo que llamaríamos un acercamiento de primera mano, aquellas repercusiones que suscitó subterráneamente en el último libro del Comité invisible, Ahora.
Y son precisamente los más solitarios quienes tienen la mayor parte de la comunidad. Anteriormente afirmé que unos percibe más, otros menos, de la amplia melodía de la vida; por consiguiente, incumbe a estos últimos una tarea menor o más mediocre en la gran orquesta. Quien percibiera toda la melodía sería al mismo tiempo el más solitario y el más vinculado a la comunidad. Ya que escucharía lo que nadie escucha, y esto por la única razón de que comprende en su acabamiento aquello que tan sólo en oscuros pedazos aprehenden los demás cuando se acercan a oír.
Rainer Maria Rilke, Notas sobre la melodía de las cosas
El texto que van a leer ya tiene una historia. Una historia subterránea, como todas las buenas historias. Todo incita a pensar que tuvo que circular, en una versión ciertamente primitiva, bastante tiempo antes de su aparición, en un círculo restringido pero irradiante. Es fácil darse cuenta de esto. El gesto de pensamiento que aquí realiza Josep Rafanell i Orra es lo suficientemente singular como para no sospechar de que lo han leído, o por lo menos ha influido de forma indirecta, aquellos que, en los tiempos recientes, lo han repetido. Este gesto consiste en devolver el valor vinculado al fragmento. Todo lo que hay de izquierda en el mundo, es decir, todo lo que hay confuso e impotente debajo de su fachada perentoria, todo lo que hay de cristiano y de cristiano que se ignora, ha visto siempre al fragmento como privación y carencia, como aquello a lo que le hace falta la totalidad. Esto incluye incluso al marxismo radical y su famoso «punto de vista de la totalidad», que es el punto de vista de Dios una vez que la palabra se ha vuelto impronunciable. Darle a todos la salvación, a «todos juntos», rehacer la unidad perdida de la Creación, la unidad social, ¡so-so-so-solidaridad! Como si el solidarismo no hubiera sido la doctrina oficial de la Tercera República antes de ofrecer sus servicios a Pétain: la Humanidad. ¿Cuándo SE comprenderá que la humanidad no es más que la cristiandad secularizada, pero también dispuesta siempre a la cruzada? El gran cuerpo social compuesto de millones de homúnculos aislados serializados, indiferenciados, privados de mundo y reagregados luego de su homogeneización, ése es de manera evidente el frontispicio del Leviatán. Pero bastante tiempo antes de esto, es la iconografía medieval del Seno del Padre, donde los Elegidos desfilan en fila, todos idénticos e idénticamente sonrientes, y dibujan la silueta de Abraham. Hobbes no ocultó nunca que veía en el Leviatán al «dios mortal».
Cada vez que se escucha la metáfora del cuerpo social, desde Menenio Agripa, es que hay algo de secesión en la atmósfera, es que hay algo de plebe en la alegría de hacer descender Aventinos. Es por eso que las mejores contrarrevoluciones son de izquierda. Es por eso que el fascismo mismo, el fascismo histórico, debe ser comprendido como un fenómeno de izquierda. Por el contrario, no hay revolución que no comience por pisotear la totalidad, por asumir su parcialidad, por renunciar a esperar a «todo el mundo» para experimentar su propia potencia frente a los partidarios de la totalidad. Que en su ebriedad, el fragmento insurrecto venga a proferir, a modo de desafío, «nosotros somos todo», «nosotros somos el pueblo», no es nunca la misma cosa que aquellos que vienen, inmediatamente después, a ventriloquear en su nombre y fundar sus prerrogativas sobre su supuesto «poder constituyente». El pueblo de los faubourgs de París en 1789 o en 1830, el proletariado de 1848, la Comuna de París, los soviets de 1905 o de 1917, los comités de acción de 1968, para atenerse a los clásicos, todos comienzan con un gesto que será teorizado por la autonomía italiana de la década de 1970 como un gesto de separación, de separ/azione. «No somos de su mundo», «no formamos parte de su totalidad», «nos movemos sobre otro plano» en las palabras de Carla Lonzi, «los obreros son una férrea raza pagana», en las de Tronti: tal es, en su primera frescura, la afirmación liberadora y tan difícil de sostener en el tiempo. Cortar vínculos tóxicos es a menudo la mejor manera de cuidar de una potencia encallada, o de persistir en su comienzo propio. Es esto, entonces, lo que hace brecha, lo que hace irrupción, lo que hace acontecimiento. En este sentido, todas las revoluciones son románticas, si se reconoce a los románticos alemanes del Athenaeum el gran mérito de haber planteado por primera vez el fragmento no como amputación de la totalidad, sino como totalidad singular. De haber devuelto por primera vez en la «modernidad» el valor vinculado al fragmento. De haber destituido el gran Todo exterior, el Todo pastoral, el Todo que no es nada.
Pero volvamos a la historia de este texto. Todo lleva a pensar que el Comité invisible tuvo acceso a él bastante tiempo antes de la redacción de Ahora. Todo lleva a pensar que estas personas, a las que les gusta tanto no citar sus fuentes, le deben su idea de «fragmentación del mundo», que ocupa toda la segunda parte de su último opus. Hay en ellos una extraña política de la citación, que se vincula ciertamente a una desconfianza bastante explicable hacia la «función autor». Que también se vincula ciertamente a la creencia de que las ideas tienen su vida propia, casi siempre subterránea, que sólo puede ser agravada por el peso de los nombres de autores. Una manera, tal vez, de escapar a todo el pequeño sistema de clientelismos que sostiene la insignificancia de los medios intelectuales y más particularmente del amiguismo universitario. Esto los expone, evidentemente, a ser saqueados a su vez por auténticos «autores» o a ser plagiados torpemente por todo tipo de productores de mercancías culturales, de colectivos militantes que se encargan de introducir en las filas del discurso aquello que se proponía hacer estallar su orden. Se trata en cierto sentido de «buena guerra», y una vez más hace falta admitir que se trata aquí de una guerra, y de una guerra verdadera. Si esto debe suceder de nuevo con Ahora y la idea de fragmentación del mundo, que así sea. Y, ciertamente, esto atañe menos a las cualidades estilísticas de este libro que a la evidencia, en esta época, de esta idea. Esto atañe a la potencia del gesto de pensamiento que contiene Fragmentar el mundo.
Así hemos notado, en las semanas que siguieron a la publicación de Ahora, una breve moda del tema de la fragmentación entre algunos comentaristas habituales de la actualidad francesa. En la extrema confusión que rodeó a la elección presidencial de 2017, a menudo veían que el electorado se fragmentaba, así como los partidos, y la política, el país y pronto Europa. Esto duró hasta que sonó el reloj para la vuelta al orden La République en marche. Pero no debía detenerse ahí, al menos en Francia. En esa primavera, fue posible encontrar hasta en algunos quioscos oscuros de Exarcheia, en Atenas, folletos de anarco-turistas estadounidenses que pasaron por Francia y que abordaban la noción a fin de formular una perspectiva estratégica para el movimiento anarquista; podemos suponer que fue un artículo sobre la elección de Trump, publicado en el sitio lundimatin y retomado parcialmente en Ahora, el que les sugirió el tema de la fragmentación. Por el otro lado, fue en junio cuando el papa del aceleracionismo que se volvió libertariano, adepto del blockchain y neorreacionario reivindicado, Nick Land, quien publicaba una entrevista titulada «The only thing I would impose is fragmentation». Parece que, por su parte, aun siendo ahora un residente en Shanghái, fue contaminado por la noción durante un almuerzo rápido con un lector de Ahora, que iba de paso. Cuando una noción hace que los enemigos más irreconciliable se pongan de acuerdo, es en general porque no carece de cierta exactitud. Ciertamente, en una época de anarquía fenoménica, para hablar como Reiner Schürmann, decirse anarquista es no decir gran cosa, y que un cripto-trumpista anglosajón obsesionado por su «identidad blanca y protestante» encuentre de su agrado la fragmentación del mundo no debe sorprender, mientras tenga vocación de sacar provecho de ella. Al prometer el bazar del mundo contemporáneo cierta fortuna a esta idea, quizá no sea demasiado tarde para ponerla en claro. Y antes de que sirva para «explicar» las veleidades de la independencia de Cataluña y todas las fracturas subsecuentes que estas últimas anuncian, todavía nos da tiempo de dar un sentido más fiel a las palabras de Josep Rafanell i Orra, Marcello Tarì o del Comité invisible. Más fiel, en todo caso, a su idea revolucionada de revolución.
La idea de fragmentación es una máquina de percepción. Todo nos inclina, en Occidente, a ver en una persona una persona, en una imagen una imagen, en una ciudad una ciudad. Éste es un error. Una percepción fina de lo real detecta en una persona el caos de fuerzas, el bricolaje de piezas en tensión, las copertenencias contradictorias, los frágiles agenciamientos, los flujos anudados, los demonios y los puntos de irreductibilidad que recubre oportunamente la apariencia externa, presentada, del sujeto. Pero las categorías del lenguaje son, por desgracia, las mismas de la percepción. La lengua es un sensorium commune, como lo decía Fritz Mauthner. Alucinamos del modo más sincero el mundo de las «personas». La heterogeneidad constitutiva de lo real se da a nosotros bajo la máscara de la unidad, de la unidad homogénea. Para la percepción superficial, la máscara es lo real mismo. Derribar la máscara es asumir el riesgo del vértigo. Hofmannsthal cuenta, en su Carta de Lord Chandos, la experiencia de este vértigo. «Todo me parecía indemostrable, mentiroso, que huía por todas partes. Mi mente me obligaba a ver con una proximidad inquietante todas las cosas que aparecían en este tipo de conversaciones: al igual que en una ocasión había visto en un microscopio un trozo de piel de mi dedo meñique que se parecía a una llanura con surcos y cavidades, así me ocurría ahora con la gente y sus movimientos. Ya no conseguía aprehenderlas con la mirada simplificadora de la costumbre. Para mí, todo se degradaba en partes, estas partes en otras partes, y nada se dejaba ya delimitar con un concepto. Las palabras aisladas flotaban alrededor de mí; se fijaban en muchos ojos que me miraban fijamente y que a la vez estaba obligado a mirar fijamente: verdaderos remolinos a los que me da vértigo asomarme, que giran sin interrupción y a través de los cuales se llega al vacío».
Podemos observar una imagen como una simple representación de cosas, de lugares o de criaturas. Pero esto equivale a condenarse a sufrir su potencia sin oír nada. Toda imagen dotada con un poco de potencia sostiene en sí fuerzas que nos afectan y se interafectan en un destello inmovilizado. Es esto lo que detecta cualquier mirada que sabe ver. En su elogio fúnebre de Aby Warburg, Cassirer decía de él: «Su mirada, en efecto, no descansaba en primer lugar en las obras de arte, sino que sentía y veía detrás de las obras las grandes energías configurantes. Y para él, esas energías no eran otra cosa que formas eternas de la expresión del ser del hombre, de la pasión y del destino humano. De este modo, toda configuración creadora, dondequiera que se mueva, se volvía para él legible como un lenguaje único del que buscaba penetrar cada vez más su estructura y descifrar el misterio de sus leyes. Ahí donde otros habían visto formas determinadas delimitadas, formas que descansaban en sí mismas, él veía fuerzas en movimiento, veía lo que él llamaba las “formas del pathos” que la Antigüedad había creado como patrimonio perdurable de la humanidad». Esto vale para la imagen misma, pero vale todavía más para su lectura, para su capacidad de afectarnos aquí y ahora, corporalmente. «Cada presente está determinado por las imágenes que son síncronas con él; cada Ahora es el ahora de una cognoscibilidad determinada. Con él, la verdad está cargada de tiempo hasta explotar. No es que el pasado ilumine el presente o el presente ilumine el pasado. Una imagen, por el contrario, es aquello en lo que el Antaño encuentra el Ahora en un relámpago para formar una constelación. En otras palabras: la imagen es la dialéctica en detención» (Walter Benjamin, Libro de los pasajes)
Al igual que durante la vida vamos sin miramientos por las imágenes, contentándonos con sufrir su formidable eficacia, vamos sin miramientos por la ciudad. En todos nuestros quehaceres, la recorremos como el decorado uniforme de nuestras existencias olvidadizas. Tan sólo elevamos la mirada cuando nos perdemos en ella, o cuando algún memorial nos arrastra a su dimensión histórica. Éric Hazan, en Une traversée de Paris, muestra el modo en que el andar a pie en una ciudad, es decir, la actividad humana más continua que existe, es en realidad la experiencia de la mayor discontinuidad, por poco que uno sea atento a lo que está ahí. Quien está un poco presente, quien se enlaza a lo que atraviesa, lee en la ciudad todas las huellas de la épocas, de los acontecimientos, de las vidas, de las sensibilidades que lo han precedido. Es como si la ciudad no fuera sino un monstruoso ensamblaje de fragmentos de los mundos sucesivos de los que ella precede y de los que están naciendo. Y cada uno de los fragmentos del pasado grita, grita su deseo de ver renacer y crecer el mundo que fue el suyo. Cada fragmento quiere vivir y revivir. La verdadera percepción de una simple calle de París no comparte nada con la tarjeta postal, con el cliché plano que se puede pretender obtener de ahí. Por el contrario, está recortada por líneas del frente, de luchas mudas, de persistencias firmes, de juramentos recíprocos cristalizados en la piedra. La última casa medieval que escapó de un desarrollo haussmaniano, en lo que respecta a quien no se dejó amputar su sensibilidad, lanza gritos de venganza contra las arquitecturas burguesas que la rodean. El Ayuntamiento de París convoca sin interrupción a ser intervenido y saqueado una vez más. Hasta hoy, nada ha conseguido silenciar el vacío que dejó la destrucción del mercado de las Halles en la década de 1970. La arquitectura posmoderna, con su arte de citar con entretenimiento todas las épocas pasadas, es la glaciación de esta conflictividad latente de los mundos entre sí mismos. Es una operación de pacificación, es decir, la fase exterminadora de la una guerra continuada. Puesto que el universo urbano contemporáneo es ese caos denegado y puesto bajo vigilancia policiaca, puesto que lo real grita en cada uno de sus fragmentos con cien voces discordantes, preferimos hacernos los sordos. Un fragmento de mundo grita tanto más fuerte cuanto es reducido a nada. En el momento en que un fragmento logra su mínimo despliegue, deja de aullar como un niño hambriento. Puesto que la metrópoli contemporánea es perfectamente «la muerte que avanza, el destructor de mundos», puesto que los mundos se encuentran triturados en elementos cada vez más pequeños, la vida social presente requiere una anestesia cada vez más metódica. Tal es el precio que hay que pagar por la supervivencia en un universo tan disociado, tan truncado, tan disonante, y la condición de su continuación. Quien consintiera con frecuencia a escuchar todas las voces que se dirigen a él simultáneamente creería que se vuelve loco, y tal vez llegaría a serlo; no tardaría en llegar el diagnóstico de esquizofrenia. A menudo se culpa a la humanidad urbanizada por su indiferencia con la extinción de las abejas, de los insectos y de las aves que se alimentan de ellos, por su manera de saber que estamos arrastrándonos al fondo de los océanos a modo de «pecado», que los cetáceos que «varan» no son suicidados del océano, sino víctimas colaterales de la industria de alta mar y, a pesar de todo esto, de continuar viviendo como si no pasara nada, en resumen: por su insensibilidad al colapso de los medios de los que ella se alimenta. Esto no se debe únicamente a la creencia transhumanista de que, cuando el planeta se arruine terminalmente, llegará el momento de tomar un transbordador hacia Marte y de que siempre se conservarán suficientes muestras de la biodiversidad perdida y documentales sobre los leones desaparecidos. Y esto no atañe tampoco al simple hecho de haber crecido en un ambiente donde se cazan los buenos negocios en vez de los ciervos, donde se pesca con caña patos de plástico y donde se recoge la comida en las estanterías de los supermercados. De hecho, la barbarie de los modernos empieza en sus propias puertas, en su blindaje sensible, en su desapego mostrado, en la ignorancia que han elegido hacia el carácter histórico de la ciudad donde se halagan de vivir; sin hablar de los zigzags en la ciudad entre los cuerpos de los desdichados somnolientos. Existe una «melodía de las cosas», como decía Rilke. Si el caos urbano contemporáneo emite una sonoridad tan molesta, volverse sordo se asemeja en ella tanto a una solución de supervivencia en un medio extremo como a un suicidio. «Cada discordia y cada error vienen de que los hombres buscan su elemento común en ellos, en lugar de buscarlo en las cosas detrás de ellos, en la luz, en el paisaje al comienzo y en la muerte. Haciendo esto, se pierden y no ganan nada a cambio. Se mezclan, a falta de poder unirse. Se agarran unos de otros sin ni siquiera conseguir asegurar su paso, ya que se tambalean y son débiles; y puesto que así quieren sostenerse uno de otro, agotan todas sus fuerzas, hasta el punto de ni siquiera poder presentir, girados hacia el exterior, el sonido que hace una ola».
Hay muchas maneras de malinterpretar la noción de «fragmentación del mundo». Una de ellas es verla en la manera en que el imperio se dedica a producir a flujo tendido, en una escala tanto individual como colectiva, identidades y diferencias. Es así como, a pesar de la implosión de todas las estructuras simbólicas, los seres permanecen gobernables. Es así como la dominación se reserva un acceso afectivo a los dividuos contemporáneos y los vuelve movilizables. Segmentar un mercado es, hasta cierto punto, la única manera para que siga siendo rentable. Desde hace ya decenios la identity politics es el garante más seguro para que nada pueda ser tomado en masa contra el gobierno estadounidense. Que «las mujeres» vean en cada hombre un cerdo disfrazado y que «los hombres» vean en cada mujer una provocadora inconsecuente, asegura días felices al mantenimiento del orden imperial. Que «los no-blancos» vean en cada «blanco» un racista atávico y que cada «francés» tema su reemplazo por aquellos que fueron colonizados, eso es lo que protege contra cualquier riesgo de insurrección popular. La mistificación, aquí, es siempre la misma: partir de una experiencia singular compartida, no para dejar que se afirme y profundice, sino para movilizarla contra aquello que se espera que la aplaste, es decir, para aplastarla una segunda vez bajo las grandes palabras de plomo de la política. En lo que respecta a la fragmentación «del territorio», casi siempre se olvida que la descentralización fue una doctrina maurrasiana —el hombre real es en ella, parece, el hombre regional, e incluso el hombre comunal—, y que Gaston Defferre sólo la puso en marcha, con conocimiento de causa, para probar que no había ninguna necesidad de restaurar la monarquía para realizar el programa de Charles Maurras. La percepción en fragmentos tiene muy poco que ver con la independencia de «la nación de Cataluña». Consiste, antes que en asir las entidades que la tosquedad espectacular nos presenta, en detectar las líneas de fractura que las atraviesan, y los parentescos inaparentes. En sentir bajo la superficie homogénea los elementos de sentido heterogéneos que se mueven. En aprehender las discontinuidades reales, y por tanto las discontinuidades sutiles. Fragmentar no es ni atomizar ni absolutizar. Hablando de la poesía de su tiempo, un romántico del Atheneaum escribía: «Podríamos denominarla un caos de lo que es sublime, bello y seductor, un caos que, semejante al viejo caos a partir del cual la leyenda dice que se ordenó el mundo, está en espera de un amor y de un odio para separar las partes diferentes, pero reuniendo aquellas que se parecen». Lo que Jean-Luc Nancy comenta en estos términos: «la fragmentación constituye el objetivo propiamente romántico del Sistema, si por el “Sistema’ entendemos bien no el ordenamiento susodichamente sistemático de un conjunto, sino aquello por lo cual y como lo cual un conjunto mantiene-junto, y se erige para sí mismo en la autonomía del ensamblaje con respecto a sí mismo».
Desde que Reiner Schürmann estableció su constatación en El principio de anarquía, los acontecimientos no han dejado de confirmar, de decenio en decenio y de desastre en desastre, su intuición. Vivimos un tiempo de anarquía, de anarquía de los fenómenos. Ningún principio hegemónico consigue ya ordenar desde afuera lo que adviene. Las singularidades afirman obstinadamente su propio orden inmanente. Cada fenómeno habla su propia lengua. Y aquí reside sin duda su último rasgo común a todos. Los que buscan todavía un principio de unificación no perciben ya nada, o bien buscan operar en lo oscuro para su ventaja. El único principio hegemónico es que no hay ya ninguno. Mantener la unidad del mundo no se hace ya más que al precio de ceñirlo en una gigantesca trituradora tecnológica y espiritual. Y cuanto más se da este mundo por ya devastado, tanto más se desarma cualquier voluntad de poner fin a la devastación. Continuará teniendo el efecto de un mundo en ruinas tanto como se rechace a ver en él un mundo en fragmentos. Y se continuará siendo ciego con respecto a la manera en que cada fragmento de mundo quiere recuperar a los suyos, tomar consistencia y así hacer mundo. Existe un dinamismo íntimo de eso mismo que parece lo más inmóvil. Ver es propiamente no atenerse a lo visible. Incluso cerrado sobre sí mismo en su perfección, el fragmento, en cuanto configuración de sentido especial, en cuanto orden y mundo por tanto, presenta cien hilos invisibles que lo vinculan a aquello que, en otras partes o antes, se asemeja a él y atañe así a la misma totalidad en devenir. La exigencia fragmentaria no excluye, sino que supera la totalidad. Se ve aquí cuán poco la percepción es un asunto de «subjetividad», y cuán poco el constructivismo permite reconstituir mundos, aun a través de relatos que aspiran a ser performativos. Discursos y ficciones son elementos placenteros, pero secundarios con respecto a la percepción. Y en el dominio perceptivo prevalece el adagio de Novalis: «Yo = no-Yo — principio supremo de toda ciencia y de todo arte». Es crucial que pasemos más acá del lenguaje, más acá de la consciencia, más acá incluso de sí, para acceder a la presencia, y después hacer de nuevo el camino inverso. Tal es el laberinto de la percepción. No hay movimiento revolucionario, en una época de simplificación violenta, sin un enriquecimiento masivo de las percepciones. Una situación se vuelve ingobernable sólo cuando las sogas afectivas más groseras dejan de funcionar.
En cierto sentido resulta agradable ver esta época tan expresionista, tan charlatana, tan cacofónica, este mundo humano tan lleno de sus discursos, tan apasionado de falsos debates, presa de pánico ante el empuje silencioso de una insurrección de mundos, incluyendo biológicos. Como si la especie humana misma, en sus insurrecciones locales, se volviera el juguete inconsciente e inquieto de la presión que ejerce sobre ella la revuelta de lo no humano contra su dominación brutal. Nunca se debatió con tanta vehemencia histérica de las últimas trivialidades de estrellas y políticos como en este tiempo en que miles de «científicos» lanzan gritos de alarma con respecto al destino del «planeta». UNO no quiere ver, y tanto peor para él. SE quiere que permanezcamos todos juntos, en conglomeraciones exasperadas. SE prefiere un «Antropoceno», incluso «parchado», incluso «fragmentado», siempre que el destino de la humanidad siga siendo único y común. Pero «lo no humano no cae en el movimiento de la historia, tampoco es la inmovilidad del mito: más bien, es la detención de la historia; puesto que no coincide con la expansión del sujeto, tampoco es su mera anulación: es más bien su agrietarse; puesto que no es uno solo con la exaltación de la conciencia, tampoco es el silencio informe de lo inconsciente: es más bien su voz irreductible. Desintegración de las identidades, defección de las totalidades: no porque sus fragmentos se vuelvan otra vez contradicciones, momentos motrices del destino del mundo, pero tampoco porque se abandonen a su ciega deriva, blancos fáciles de nuevo del veredicto de la dialéctica: sino más bien porque persisten en su no-identidad». Así hablaba genialmente Gianni Carchia en 1977 en su Glosa sobre el humanismo.
Existen, en definitiva, más cosas en el cielo y en la tierra de las que sueña nuestra filosofía.
Aférrate a tus verdades tanto como a tu amado.
El resto te vendrá por añadidura.