En Artillería Inmanente traducimos este ensayo de Giorgio Agamben que recapitula algunas declaraciones dispersas que pueden encontrarse en otros de sus textos y entrevistas sobre el capitalismo como religión («Dios no murió, se convirtió en dinero»), una idea que retoma en primer lugar del texto homónimo de Walter Benjamin. Este texto fue publicado oficialmente en su breve recopilación llamada Creazione e anarchia. L’opera nell’età della religione capitalistica (Vicenza, Neri Pozza, 2017, pp. 113-132), pero ya había sido presentado en abril de 2013 como la última de cinco lecciones impartidas en la Accademia di Architettura de Mendrisio.
Existen señales de los tiempos (Mt., 16, 2-4) que, incluso si son evidentes, los hombres que las observan en los cielos no consiguen percibirlas. Se cristalizan en acontecimientos que anuncian y definen la época que viene, acontecimientos que pueden pasar inobservados y no alterar en nada o casi nada la realidad a la que se agregan y que, sin embargo, justamente por eso valen como señales, como índices históricos, semeia ton kairon.
Uno de estos acontecimientos tuvo lugar el 15 de agosto de 1971, cuando el gobierno estadounidense, bajo la presidencia de Richard Nixon, declaró que la convertibilidad del dólar en oro quedaba suspendida. Si bien esta declaración señala, de hecho, el fin de un sistema que había vinculado largamente el valor de la moneda a una base áurea, la noticia, recibida en medio de las vacaciones de verano, suscitó menos discusiones de cuanto fuera legítimo esperar. No obstante, a partir de ese momento, la inscripción que se leía en muchos billetes (por ejemplo en la libra y en la rupia, pero no en el euro): «Prometo pagar al portador la suma de…», refrendada por el gobierno de la Banca central, había perdido definitivamente su sentido. Esta frase significaba ahora que, a cambio de ese billete, la banca central habría proporcionado a quien hubiera solicitado (suponiendo que alguien hubiera sido tan tonto para hacerlo) no una cierta cantidad de oro (para el dólar, un trigésimo quinto de una onza), sino un billete exactamente igual. El dinero se había vaciado de todo valor que no fuera puramente autorreferencial. Tanto más asombrosa la facilidad con la que el gesto del soberano estadounidense, que equivalía a anular el patrimonio áureo de los poseedores de dinero, fue aceptado. Y si, como ha sido sugerido, el ejercicio de la soberanía monetaria por parte de un Estado consiste en su capacidad de inducir a los actores del mercado a emplear sus deudas como moneda, ahora también esa deuda había perdido cualquier consistencia real, se había vuelto puramente papel.
El proceso de desmaterialización de la moneda había comenzado muchos siglos antes, cuando las exigencias del mercado llevaron a acompañar a la moneda metálica, necesariamente escasa y difícil de manejar, con letras de cambio, papel moneda, juros, Goldsmiths’ notes, etc. Todas estas monedas impresas son en realidad títulos de crédito y son denominadas, por esto, monedas fiduciarias. La moneda metálica, en cambio, valía —o habría tenido que valer— por su contenido de metal preciado (sin embargo, como es sabido, inseguro: el caso límite es el de las monedas de plata acuñadas por Federico II, que apenas usadas dejaban que se vislumbrara el rojo del cobre). Sin embargo, Joseph Schumpeter, que vivía, es cierto, en una época en la que la moneda en formato de papel había superado a partir de entonces a la moneda metálica, pudo afirmar no sin razón que, en última instancia, todo el dinero es sólo crédito. Después del 15 de agosto de 1971, se debería añadir que el dinero es un crédito que se funda solamente en sí mismo y que no corresponde a nada más que a sí mismo.
Capitalismo como religión es el título de uno de los fragmentos póstumos más penetrantes de Walter Benjamin.
Que el socialismo fuera algo como una religión ha sido señalado en varias ocasiones (entre otros, por Carl Schmitt: «El socialismo pretende dar vida a una nueva religión que para los hombres del siglo XIX y XX tuviera el mismo significado que el cristianismo para los hombres de hace dos milenios»). Según Benjamin, el capitalismo no representa solamente, como en Weber, una secularización de la fe protestante, sino que él mismo es esencialmente un fenómeno religioso, que se desarrolla de modo parasitario a partir del cristianismo. Como tal, como religión de la modernidad, el capitalismo es definido por tres características.
1. Es una religión cultual, quizá la más extrema y absoluta que jamás haya existido. Todo en ella tiene significado sólo en referencia a la tarea de un culto, no con respecto a un dogma o a una idea.
2. Este culto es permanente, es «la celebración de un culto sans trêve et sans merci» (p. 100). No es posible distinguir en él entre días de fiesta y días de trabajo, sino que hay un único, ininterrumpido, día de fiesta-trabajo, en el que el trabajo coincide con la celebración del culto.
3. El culto capitalista no se dirige a la redención o a la expiación de una culpa, sino a la culpa misma. «El capitalismo es tal vez el único caso de un culto que no expía, sino que culpabiliza […]. Una monstruosa consciencia culpable que no conoce redención se transforma en culto, no para expiar en éste su culpa, sino para volverla universal […] y para capturar al final a Dios mismo en la culpa […]. Dios no ha muerto, sino que ha sido incorporado en el destino del hombre» (pp. 100-101).
Precisamente porque tiende con todas sus fuerzas no a la redención, sino a la culpa, no a la esperanza, sino a la desesperación, el capitalismo como religión no apunta a la transformación del mundo, sino a su destrucción. Y su dominio es en nuestro tiempo tan total, que incluso los tres grandes profetas de la modernidad (Nietzsche, Marx y Freud) conspiran, según Benjamin, con él, son solidarios, de algún modo, con la religión de la desesperación. «Este tránsito del planeta hombre por la casa de la desesperación en la soledad absoluta de su recorrido es el ethos que define a Nietzsche. Este hombre es el Superhombre, es decir, el primer hombre que comienza de manera consciente a realizar la religión capitalista». Pero también la teoría freudiana pertenece al sacerdocio del culto capitalista: «Lo reprimido, la representación pecaminosa, es […] el capital, sobre el cual el infierno del inconsciente paga los intereses». Y, en Marx, el capitalismo, «con los intereses simples y compuestos, que son función de la culpa […], se transforma inmediatamente en socialismo» (p. 101).
Intentemos tomar en serio y desarrollar la hipótesis de Benjamin. Si el capitalismo es una religión, ¿cómo podemos definirlo en términos de fe? ¿En qué cree el capitalismo? Y ¿qué implica, con respecto a esta fe, la decisión de Nixon?
David Flusser, un gran estudioso de ciencia de las religiones (también existe una disciplina con este nombre extraño), estaba trabajando sobre la palabra pistis, que es el término griego que Jesús y los apóstoles usaban para «fe». Ese día se encontraba por casualidad en una plaza de Atenas y en un cierto punto, alzando los ojos, vio frente a sí, escrito con caracteres en mayúsculas, Trapeza tes pisteos. Estupefacto por la coincidencia, observó mejor y después de algunos segundos se dio cuenta de que se encontraba simplemente frente a un banco: trapeza tes pisteos significa en griego «banco de crédito». Tal era el sentido de la palabra pistis, que estaba buscando comprender desde hace meses: pistis, «fe», es simplemente el crédito del que gozamos ante Dios y del cual la palabra de Dios goza ante nosotros, desde el momento que lo creemos. Por esto Pablo puede decir en una famosa definición que «la fe es sustancia de cosas esperadas»: ella es aquello que da realidad y crédito a aquello que no existe todavía, pero en lo que creemos y confiamos, en lo que hemos puesto en juego nuestro crédito y nuestra palabra. Creditum es el participio pasado del verbo latino credere: es aquello en lo que creemos, en lo que colocamos nuestra fe, en el momento en que establecemos una relación fiduciaria con alguien tomándolo bajo nuestra protección o prestándole dinero, confiándonos a su protección o tomando en préstamo dinero. En la pistis paulina revive, por tanto, esa antiquísima institución indoeuropea que Benveniste reconstruyó, la «fidelidad personal»: «Aquel que detenta la fides puesta en él por un hombre tiene en su poder a este hombre […]. En su forma primitiva, esta relación implica una reciprocidad: poner la fides propia en alguien procuraba, en cambio, su garantía y su ayuda» (pp. 118-119).
Si esto es cierto, entonces la hipótesis de Benjamin de una relación estrecha entre capitalismo y cristianismo recibe una confirmación ulterior: el capitalismo es una religión enteramente fundada en la fe, es una religión cuyos adeptos viven sola fide. Y así como, según Benjamin, el capitalismo es una religión cuyo culto se ha emancipado de cualquier objeto y la culpa de cualquier pecado, y por tanto de cualquier redención posible, del mismo modo, desde el punto de vista de la fe, el capitalismo no tiene ningún objeto: cree en el puro hecho de creer, en el puro crédito, esto es, en el dinero. El capitalismo es, por tanto, una religión cuya fe —el crédito— ha sustituido a Dios. Dicho de otro modo, puesto que la forma pura del crédito es el dinero, es una religión cuyo Dios es el dinero.
Esto significa que la banca, que no es nada más que una máquina para fabricar y gestionar crédito, ha tomado el lugar de la iglesia y, gobernando el crédito, manipula y gestiona la fe —la confianza escasa e incierta— que nuestro tiempo tiene todavía en sí mismo.
¿Qué significó, para esta religión, la decisión de suspender la convertibilidad en oro? Ciertamente algo así como una clarificación de su contenido teológico comparable a la destrucción mosaica del becerro de oro o a la fijación de un dogma conciliar; en cualquier caso, un paso decisivo hacia la purificación y la cristalización de su fe. Ésta, en la forma del dinero y del crédito, se emancipa ahora de cualquier referente externo, cancela su nexo idolátrico con el oro y se afirma absolutamente. El crédito es un ser puramente inmaterial, la más perfecta parodia de esa pistis que no es más que «sustancia de cosas separadas». La fe —así recitaba la célebre definición de la Epístola a los hebreos— es sustancia (ousia, término técnico por excelencia de la ontología griega) de las cosas separadas. Lo que Pablo se propone es que aquel que tiene fe, que ha puesto su pistis en Cristo, tome la palabra de Cristo como si fuera la cosa, el ser, la sustancia. Pero es justamente este «como si» lo que la parodia de la religión capitalista cancela. El dinero, la nueva pistis, es ahora inmediatamente y sin residuos sustancia. El carácter destructivo de la religión capitalista, del que Benjamin hablaba, aparece aquí con plena evidencia. No existe ya la «cosa separada», ha sido aniquilada y debe serlo, porque el dinero es la esencia misma de la cosa, su ousia en sentido técnico. Y, de esta manera, es quitado de en medio el último obstáculo para la creación de un mercado de la moneda, para la transformación integral del dinero en mercancía.
Una sociedad cuya religión es el crédito, que cree solamente en el crédito, está condenada a vivir a crédito. Robert Kurz ha ilustrado la transformación del capitalismo del siglo XIX, todavía fundado en la solvencia y la desconfianza con respecto al crédito, en el capitalismo financiero contemporáneo. «Para el capital privado del siglo XIX, con sus propietarios personales y con los clanes familiares relativos, todavía valían los principios de la respetabilidad y de la solvencia, a la luz de las cuales el recurso siempre mayor al crédito aparecía casi como obsceno, como el inicio del fin. La literatura serial de la época está repleta de historias en las que grandes linajes caen en la ruina a causa de su dependencia del crédito: en algunos pasajes de los Buddenbrook Thomas Mann ha hecho incluso de esto una temática de premio Nobel. El capital productivo de intereses era naturalmente indispensable desde el inicio para el sistema que se estaba transformando, pero no tenía todavía una parte decisiva en la reproducción capitalista total. Los negocios del capital “ficticio” eran considerados típicos de un ambiente de estafadores y de gente deshonesta, al margen del capitalismo en sentido estricto. Incluso Henry Ford rechazó por mucho tiempo el recurso al crédito bancario, obstinándose a querer financiar sus inversiones sólo con su propio capital» (pp. 76-77).
En el curso del siglo XX, esta concepción patriarcal se disolvió completamente y el capital empresarial recurre hoy en medida creciente al capital monetario, tomado en préstamo del sistema bancario. Esto significa que las empresas, para poder continuar produciendo, deben en sustancia hipotecar anticipadamente cantidades siempre mayores del trabajo y de la producción futura. El capital productor de mercancías se alimenta ficticiamente del futuro mismo. La religión capitalista, coherentemente con las tesis de Benjamin, vive de un endeudamiento continuo, que no puede ni debe ser extinguido.
Pero no son solamente las empresas quienes viven, en este sentido, sola fide, a crédito (o a deuda). Incluso los individuos y las familias, que recurren a él de manera creciente, están del mismo modo comprometidas religiosamente en este acto continuo y generalizado de fe sobre el futuro. Y la Banca es el sumo sacerdote que administra a los fieles el único sacramento de la religión capitalista: el crédito-deuda.
Me pregunto a veces cómo es posible que la gente conserve tan tenazmente su fe en la religión capitalista. Porque es claro que si la gente dejara de tener fe en el crédito y dejara de vivir a crédito, el capitalismo se derrumbaría inmediatamente. Me parece, sin embargo, que vislumbro señales de un ateísmo incipiente con respecto al Dios crédito.
Cuatro años antes de la declaración de Nixon, Guy Debord publica La sociedad del espectáculo. La tesis central del libro era que el capitalismo, en su fase extrema, se presenta como una inmensa acumulación de imágenes, en la que todo aquello que era directamente usado y vivido se aleja en una representación. En el punto en que la mercantilización alcanza su cumbre, no solamente todo valor de uso desaparece, sino que la naturaleza misma del dinero se transforma. Éste no es ya simplemente «el equivalente general abstracto de todas las mercancías», en sí todavía dotadas de algún valor de uso: «el espectáculo es el dinero que se puede solamente observar, porque en él la totalidad del uso se ha intercambiado por la totalidad de la representación abstracta». Es claro, incluso si Debord no lo dice, que semejante dinero es una mercancía absoluta, que no puede referirse a una cantidad concreta de metal y que, en este sentido, la sociedad del espectáculo es una profecía de aquello que la decisión del gobierno estadounidense habrá realizado cuatro años después.
A esto corresponde, según Debord, una transformación del lenguaje humano, que no tiene ya nada que comunicar y se presenta por tanto como «comunicación de lo incomunicable» (tesis 192). Al dinero como pura mercancía, corresponde un lenguaje cuyo nexo con el mundo se ha roto. Lenguaje y cultura, separados en los media y en la publicidad, se vuelven «la mercancía vedette de la sociedad espectacular», que comienza a acaparar para sí una parte creciente del producto nacional. Es la misma naturaleza lingüística y comunicativa del hombre la que se encuentra así expropiada en el espectáculo: lo que impide la comunicación es su absolutización en una esfera separada, en la cual no hay ya nada que comunicar sino la comunicación misma. En la sociedad espectacular, los hombres son separados por aquello que tendría que unirlos.
Que exista una semejanza entre lenguaje y dinero, que, según el adagio goethiano, verba valent sieut nummi, es un patrimonio del sentido común. No obstante, si tratamos de tomar en serio la relación implícita en el adagio, ella se revela como algo más que una analogía. Así como el dinero se refiere a las cosas constituyéndolas como mercancías, volviéndolas comercializables, del mismo modo el lenguaje se refiere a las cosas volviéndolas decibles y comunicables. Así como, por siglos, aquello que permitía al dinero desempeñar su función de equivalente universal del valor de todas las mercancías era su relación con el oro, del mismo modo aquello que garantiza la capacidad comunicativa del lenguaje es la intención de significar, su referencia efectiva a la cosa. El nexo denotativo con las cosas, realmente presente en la mente de todo hablante, es aquello que, en el lenguaje, corresponde a la base áurea de la moneda. Es éste el sentido del principio medieval según el cual no es la cosa la que tiene que estar sujeta al discurso, sino el discurso a la cosa (non sermoni res, sed rei est sermo subiectus). Y es significativo que un gran canonista del siglo XIII, Godofredo de Trani, expresa esta conexión en términos jurídicos, hablando de una lingua rea, a la cual se pueda, por tanto, imputar una relación con la cosa: «sólo la conexión efectiva de la mente con la cosa vuelve efectivamente imputable (es decir, significante) la lengua [ream linguam non facit nisi rea mens]». Si este nexo significante desaparece, el lenguaje dice literalmente nada (nihil dicit). El significado —la referencia a la realidad— garantiza la función comunicante de la lengua exactamente como la referencia al oro asegura la capacidad del dinero de intercambiarse con todas las cosas. Y la lógica vela por la conexión entre lenguaje y mundo, exactamente como el gold exchange standard velaba por la conexión del dinero con la base áurea.
Es contra la nulificación de estas garantías implícitas, por un lado, en el desprendimiento de la moneda del oro y, por el otro, en la ruptura del nexo entre lenguaje y mundo, a donde se han dirigido con buenas razones los análisis críticos del capital financiero y de la sociedad del espectáculo. El medio que vuelve posible el intercambio no puede él mismo ser intercambiado: el dinero, que mide las mercancías, no puede volverse él mismo una mercancía. Del mismo modo, el lenguaje que vuelve comunicables las cosas no puede volverse él mismo una cosa, objeto a su vez de apropiación y de intercambio: el medio de la comunicación no puede él mismo ser comunicado. Separado de las cosas, el lenguaje comunica nada y celebra de este modo su triunfo efímero sobre el mundo; desprendido del oro, el dinero exhibe su nada como medida —y, al mismo tiempo, mercancía— absoluta. El lenguaje es el valor espectacular supremo, porque revela la nada de todas las cosas; el dinero es la mercancía suprema, porque muestra en última instancia la nulidad de todas las mercancías.
Pero es en todo ámbito de la experiencia donde el capitalismo demuestra su carácter religioso y, al mismo tiempo, su relación parasitaria con el cristianismo. En primer lugar con respecto al tiempo y a la historia. El capitalismo no tiene ningún telos, es esencialmente infinito y, sin embargo y precisamente por esto, está incesantemente sumido en la crisis, siempre en acto de acabar. Pero también en esto, el capitalismo demuestra su relación parasitaria con el cristianismo. A David Cayley, que le preguntaba si nuestro mundo es un mundo post-cristiano, Ivan Illich respondió que nuestro mundo no es un mundo post-cristiano, sino el mundo más explícitamente cristiano que jamás haya existido, es decir, un mundo apocalíptico. La filosofía cristiana de la historia (pero toda filosofía de la historia es necesariamente cristiana) se funda de hecho en el supuesto de que la historia de la humanidad y del mundo es esencialmente finita: ella va de la creación al fin de los tiempos, que coincide con el Día del Juicio, con la salvación o la condenación. Pero, en este tiempo histórico cronológico, el acontecimiento mesiánico inscribe otro tiempo cairológico, en el que todo instante se mantiene en relación directa con el fin, hace experiencia de un «tiempo del fin», que es a pesar de todo también un nuevo inicio. Si la Iglesia parece haber cerrado su oficina escatológica, hoy son sobre todo los científicos, transformados en profetas apocalípticos, los que anuncian el fin inminente de la vida sobre la tierra. Y en todo ámbito, tanto en la economía como en la política, la religión capitalista proclama un estado de crisis permanente (crisis significa etimológicamente «juicio definitivo»), que es, al mismo tiempo, un estado de excepción que se ha vuelto normal, cuyo único desenlace posible se presenta, precisamente como en el Apocalipsis, como «una nueva tierra». Pero la escatología de la religión capitalista es una escatología blanca, sin redención ni juicio.
Así como, en efecto, no puede tener un fin verdadero y está por esto siempre en acto de terminar, del mismo modo el capitalismo no conoce un principio, es íntimamente an-árquico y, sin embargo, justamente por esto, está siempre en acto de volver a comenzar. De aquí la consustancialidad entre capitalismo e innovación, que Schumpeter puso en la base de su definición del capitalismo. La anarquía del capital coincide con su necesidad incesante de innovación.
Sin embargo, el capitalismo muestra aquí una vez más su conexión íntima y paródica con el dogma cristiano: ¿qué es, de hecho, la Trinidad, sino el dispositivo que permite conciliar la ausencia en Dios de todo arché con el nacimiento, al mismo tiempo eterno e histórico, de Cristo, la anarquía divina con el gobierno del mundo y la economía de la salvación?
Me gustaría añadir algo a propósito de la relación entre capitalismo y anarquía. Hay una frase pronunciada pro uno de los cuatro jerarcas en el Saló de Pasolini, que recita: «La única anarquía verdadera es la anarquía del poder». En el mismo sentido Benjamin había escrito muchos años antes: «Nada es tan anárquico como el orden burgués». Creo que su sugerencia debe ser tomada en serio. Benjamin y Pasolini captaron aquí una característica esencial del capitalismo, que es tal vez el poder más anárquico nunca existido, en el sentido literal de que no puede tener ningún arché, ningún inicio ni fundamento. Pero también en este caso la religión capitalista muestra su dependencia parasitaria de la teología cristiana.
Lo que aquí funciona como paradigma de la anarquía capitalista es la cristología. Entre los siglos IV y VI, la Iglesia estuvo profundamente dividida por la controversia sobre el arrianismo, que involucró violentamente, junto con el emperador, a toda la cristiandad oriental. El problema concernía precisamente al arché del Hijo. Arrio tiene de hecho cuidado de precisar que el Hijo fue generado achronos, intermporalmente. Lo que está aquí en cuestión no es tanto una precedencia cronológica (el tiempo no existe aún), ni solamente un problema de rango (que el Padre sea «mayor» que el Hijo es una opinión compartida desde hace muchos años por antiarrianos); se trata, más bien, de decidir si el Hijo —es decir, la palabra y la praxis de Dios— está fundado en el Padre o es, como él, sin principio, anarchos, es decir, infundado.
Un análisis textual de las cartas de Arrio y de los escritos de sus adversarios muestra, en efecto, que el término decisivo en la controversia es precisamente anarchos (sin arché, en el doble sentido que el término tiene en griego: fundamento y principio).
Arrio afirma que mientras el Padre es absolutamente anárquico, el Hijo es en el principio (en archei), pero no es «anárquico», porque tiene en el Padre su fundamento.
Contra esta tesis herética, que da al Logos un fundamento sólido en el Padre, los obispos reunidos por el emperador Constancio en Serdica (343) afirman con claridad que también el Hijo es «anárquico» y, como tal, «reina absoluta, anárquica e infinitamente (pantote, anarchos kai ateleutetos) junto con el Padre».
¿Por qué esta controversia, más allá de sus sutilezas bizantinas, me parece tan importante? Porque, desde el momento que el hijo no es nada más que la palabra y la acción del Padre, incluso, más precisamente, el principal actor de la «economía» de la salvación, es decir, del gobierno divino del mundo, lo que está aquí en cuestión es el problema del carácter «anárquico», es decir, infundado, del lenguaje, de la acción y del gobierno. El capitalismo hereda, seculariza y lleva al extremo el carácter anárquico de la cristología. Si no se entiende esta vocación anárquica originaria de la cristología, no es posible comprender ni el desarrollo histórico sucesivo de la teología cristiana, con su deriva ateológica latente, ni la historia de la filosofía y de la política occidentales, con su cesura entre ontología y praxis, entre ser y actuar, y su énfasis consiguiente en la voluntad y en la libertad. Que Cristo es anárquico significa, en última instancia, que, en el Occidente moderno, lenguaje, praxis y economía no tienen fundamento en el ser.
Ahora comprendemos mejor por qué la religión capitalista y las filosofías a ella subalternas necesitan tanto la voluntad y la libertad. Libertad y voluntad significan simplemente que ser y actuar, ontología y praxis, que en mundo clásico estaban estrechamente combinadas, ahora separan sus caminos. La acción humana no está ya fundada en el ser: por esto es libre, es decir, condenada al azar y a la aleatoriedad.
Quisiera interrumpir mi breve arqueología de la religión capitalista. No habrá aquí una conclusión. Pienso, de hecho, que, tanto en la filosofía como en el arte, no podemos «concluir» una obra: podemos sólo abandonarla, como Giacometti decía de sus cuadros. Pero si hay algo que quisiera confiar a la reflexión de ustedes, esto es justamente el problema de la anarquía.
Contra la anarquía del poder, yo no intento invocar un retorno a un fundamento sólido en el ser: incluso si hubiéramos poseído alguna vez tal fundamento, lo cierto es que lo hemos perdido o hemos olvidado el acceso a él. Creo, sin embargo, que una comprensión lúcida de la anarquía profunda de la sociedad en la cual vivimos es el único modo correcto de plantear el problema del poder y, al mismo tiempo, aquel de la anarquía verdadera. La anarquía es aquello que se vuelve posible sólo en el punto en que aferramos la anarquía del poder. Construcción y destrucción coinciden aquí sin residuos. Pero, para citar las palabras de Michel Foucault, lo que así obtenemos «no es nada más y nada menos que la apertura de un espacio en el que pensar vuelve a ser nuevamente posible».
Bibliografía
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