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Giorgio Agamben / Más allá de la acción (4° cap. de Karman)

A continuación presentamos la traducción del cuarto y último capítulo del libro más reciente de Giorgio Agamben, publicado en agosto de 2017: Karman. Breve tratatto sull’azione, la colpa e il gesto («Karman. Breve tratado sobre la acción, la culpa y el gesto»).

 

1. La política y la ética de Occidente no se liberarán de las aporías que han terminado por volverlas impracticables si el primado del concepto de acción —y de aquel de voluntad, inseparablemente unido a él— no es puesto radicalmente en cuestión. Esto es tanto más urgente desde el momento en que incluso en uno de los estudios que han ejercido la mayor influencia sobre la filosofía política del siglo XX, The Human Condition de Hannah Arendt, el rango de la acción en la esfera pública queda afirmado con fuerza. Sin embargo, es precisamente una lectura atenta del capítulo del libro dedicado a este concepto lo que muestra que la autora no se arriesga a proporcionar una definición coherente de él, pareciendo que —por lo demás, como si pudiera inferirlo de su ausencia de los léxicos filosóficos más autorizados— no se trata propiamente de un término filosófico. Por lo demás, el término latino actio, que traduce el griego praxis, pertenece en su origen a la esfera jurídica y religiosa, y no a la filosófica. Actio designa en Roma el proceso y actionem constituere significa, como agere litem o causam, «interponer un proceso». Además, el verbo agere significa en su origen «celebrar un sacrificio», y también en los sacramentarios más antiguos la misa es llamada actio y la eucaristía actio sacrificii.
En toda la historia de la filosofía griega, Arendt puede así citar sólo la contraposición aristotélica entre la poiesis, que tiene fuera de sí su «obra» (ergon) y su fin y la praxis, la «acción», que tiene en sí misma su fin («otro es el género de la praxis con respecto al de la poiesis: el fin de la poiesis es otro [con respecto a ella], el de la praxis no lo es: el mismo actuar bien [eupraxia] es el fin»: Eth. nic., 1140 b). Y es justamente a través de la contraposición aristotélica entre el hacer y el actuar como Arendt busca definir la acción (que, en su exposición, es inseparable del habla y del discurso). A este propósito evoca, interpretándolo como «fin en sí», el concepto de energeia, «actualidad», en el sentido de ser en acto, con el cual Aristóteles designaba todas aquellas actividades que no persiguen un fin externo y no dejan obras tras de sí. «De la experiencia de esta plena actualidad, el paradójico “fin en sí mismo” deriva su significado original; en efecto, en estas formas de acción y discurso el fin (telos) no es perseguido, sino que se encuentra en la misma actividad, que, por lo tanto, se vuelve una entelecheia, y la obra no es aquello que sigue y extingue el proceso, sino que está incorporada en éste: la ejecución es la obra, es energeia. Aristóteles, en su filosofía política, también es muy consciente de lo que está en juego en la política, nada menos que el ergon tou antropou (la “obra del hombre” en cuanto hombre) y si define esta “obra” como “vivir bien” (eu zen) quiere decir claramente que la “obra” no es el producto de una actividad productiva, sino que existe sólo en una pura actualidad» (Arendt, pp. 219-220).
Que Aristóteles, en los pasajes a los que Arendt se refiere, no tuviera en mira una definición de la acción, sino más bien una caracterización de las actividades humanas en función de que tengan o no en sí mismas su fin y su energeia, resulta con evidencia de que, como ejemplo de «praxis», él mencione la visión, que ciertamente no puede constituir una acción en el sentido de Arendt. Para él era esencial no tanto la ausencia o la presencia de un ergon, sino el hecho de que fuera o no inmanente. Se trataba, por tanto, de contraponer las technai y la producción, que se dirigen a un ergon y a un fin externo, a todas las actividades cuyo fin es inmanente; y, entre éstas, figuraban necesariamente, además de la política, también las funciones de la vida corpórea.

 

2. Una comprensión, y eventualmente una crítica, del concepto aristotélico de acción sera posible sólo si se la restituye a su contexto propio. En la Ética nicomáquea, Aristóteles se propone definir el bien del hombre como objeto de la política, es decir, «el bien más alto que la acción pueda alcanzar» (to panton acrotaton ton prakton agathon), es decir, «el más alto de los bienes practicables o actuables» (Eth. nic., 1095 a 16). Este bien —la felicidad (eudaimonia)— puede ser definido como «aquello con vistas a lo cual todo lo demás es actuado» (hou chain ta loipa prattetai: ibid., 1097 a 19). Naturalmente se tratará en cada ocasión de algo diferente según los diferentes ámbitos: «En la medicina, será la salud, en la estrategia la victoria, en la arquitectura la casa y otra cosa para cada campo distinto; y en toda la esfera de la praxis y de la elección el fin [to telos], porque es con vistas a éste que todos los hombres actúan todo lo demás. Si hay, por tanto, algo que es el fin de todas las acciones que los hombres realizan [ton prakton hapanton esti telos], esto será el bien actuable [to prakton agathon]» (ibid., 1097 a 20-24). Este bien —agrega enseguida Aristóteles— no puede ser, como la flauta, la riqueza o los otros instrumentos (organa), un medio para algo más: «el bien supremo debe ser un fin último [to d’ariston teleion ti phanetai: Aristóteles juega aquí con la proximidad entre telos y teleios, “realizado, perfecto”]. Por consiguiente, si hay una sola cosa que sea el fin último, esto es lo que buscamos; si hay muchas, la más realizada de ellas. Llamamos lo más realizado [teleioteron] a aquello que es perseguido por sí mismo con respecto a aquello que es perseguido con vistas a otro y aquello que nunca es elegido con vistas a otro con respecto a aquello que es elegido ya sea por sí o bien con vistas a aquello; y aquello que es elegido siempre como un fin y nunca con vistas a otro, esto parece ser la felicidad, que siempre elegimos por sí y nunca con vistas a otro» (ibid., 1097 a, 35-b, 2). «La felicidad —concluye— parece ser algo realizado [teleion] y autosuficiente [autarkes], que es el fin de todas las acciones [ton prakton ousa telos]» (ibid., 1097 b, 20).
Como ha sido sugerido (Coccia, p. 43), la estrategia de Aristóteles consiste aquí en inscribir la doctrina del bien en una teoría de la finalidad. Hay que precisar, sin embargo, que el fin que está aquí en cuestión es un fin último, «realizado» y «autosuficiente» (teleion y autarkes), que nunca puede volverse medio con vistas a otro y con respecto al cual todo lo demás se configura como medio. Se trata, por tanto, de un dispositivo que funda y, a la vez, constituye como absoluta la oposición entre los fines y los medios. Si existe el bien como fin último, entonces todas las acciones humanas se presentan con respecto a él como medios y nunca como fines; si no existe el bien, entonces todas las acciones pierden su fin y, por tanto, su sentido. Así pues, resulta decisivo, desde la perspectiva que aquí nos interesa, que la praxis, la acción humana aparece como la dimensión que se abre con vistas al bien, como aquello que debe realizar el fin último al cual el hombre no puede más que aspirar. Esto significa que entre el hombre y su bien no existe una coincidencia, sino una fractura y un hiato, a las cuales la acción —que tiene en la política su lugar privilegiado— busca incesantemente colmar. Por esto, según un paradigma que influenciará duraderamente la cultura occidental, el lugar de la ética no es el ser, sino el actuar. Como ya habíamos observado, el primado concedido a la acción escinde al hombre y lo constituye como schuldig, en deuda con respecto a su fin propio. La praxis es el lugar en el que esta deuda se salda e incesantemente se reanima. Una crítica del concepto aristotélico de acción implicará por tanto necesariamente una crítica preliminar del concepto de finalidad.

 

3. Es en el contexto del problema del fin donde Aristóteles se interroga sobre la posibilidad de definir «la obra del hombre», to ergon tou anthropou; expresión que Arendt evoca sin precisar su contexto. Antes de leer el pasaje en cuestión, hay que observar que la traducción de ergon como «obra», que en las lenguas modernas hace referencia sobre todo a un artefacto y a un objeto, es inadecuada. El término ergon está etimológicamente conectado con el verbo erdo, que significa «actuar, hacer», originariamente en el sentido de «ofrecer un sacrificio». Como el latino opera con respecto a opus, indica en primer lugar la operación y sólo secundariamente su resultado. Y es a partir de ergon que Aristóteles forja uno de sus términos técnicos fundamentales, energeia, que designa el ser-en-acto, la operatividad y la efectividad de una acción. Preguntándose cuál sea el ergon del hombre, Aristóteles busca por tanto definir la actividad específica del ser humano, la operación que le compete propiamente. Pero leamos el pasaje en cuestión: «decir que el bien supremo sea la felicidad parece ser algo evidente y, por consiguiente, es necesario definirla de forma más clara. Esto puede pasar si se considera la operación del hombre [to ergon tou antrhopou]. Como para el auleta, para el escultor y para cualquier artesano [technite] y en general para todos aquellos de los cuales hay una operación [ergon, aquí también en el sentido de “obra”] y una praxis, lo bueno y el bien parecen consistir en esta operación, así parece ser también para el hombre (en cuanto tal), admitiendo que haya para él algo como una operación. O bien para el carpintero y para el zapatero hay una obra, ¿para el hombre más bien ninguna, porque ha nacido sin obra [argon]?» (Eth. nic., 1097 b, 22 y ss.).
La pregunta, para nada irrelevante, sobre la ausencia de una obra para el hombre en cuanto tal —sobre la cual tendremos que volver— queda inmediatamente descartada. Oponiendo al hombre en cuanto tal cuatro tipos de artesanos, Aristóteles se sirve intencionalmente de figuras para las cuales la identificación de su ergon no plantea dificultades, lo que le permite jugar con el doble sentido del término (tanto «operación» como «obra») y dejar en un primer momento indeterminada la distinción entre la poiesis del artesano y la praxis del hombre de acción. No obstante, al momento de definir el ergon del hombre, él recurre una vez más al concepto de praxis: se tratará de hecho, escribe, no de la vida nutritiva ni de aquella sensible, sino «de la vida de acción [praktike] de un ser dotado de logos» (ibid., 1098 a, 4) y, poco después, más precisamente, del «ser-en-acto [energeian] del alma y de acciones [praxeis] acompañadas por el logos» (ibid., 1098 a, 14). El hombre en cuanto tal está dedicado a la praxis, es un hombre de acción.

 

4. La distinción entre las dos formas de actividad del hombre era para Aristóteles tan importante que vuelve a ella en un pasaje del libro Theta de la Metafísica: «La operación [ergon] —escribe— es el fin y el ser-en-acto [energeia] es una operación, y de ésta deriva el término ser-en-acto, que significa también poseerse-en-el-fin [pros ten entelecheia]. En ciertos casos, el fin último es el uso [chresis], como ocurre en la vista [opseos] y en la visión [horasis], en las cuales no se produce nada más que una visión; en otros, en cambio, es producido algo más, por ejemplo el arte de construir produce, además de la acción de construir [oikodomesin], también la casa […]. Así pues, en todos aquellos casos en los cuales hay producción de algo más que el uso, el ser-en-acto es en la cosa producida: la acción de construir está en la cosa construida y la acción de tejer en el tejido […]. Por el contrario, en aquellas [operaciones] en que no hay alguna obra además del ser-en-acto, en ellas reside el ser-en-acto, en el sentido en que la visión está en el vidente, la contemplación [theoria] en aquel que contempla y la vida en el alma» (Met., 1050 a 21- 1050 b).
Podemos comprender mejor, en este punto, por qué Aristóteles no parece tener mucha consideración por el technites y por qué la poiesis, la «producción», le parece inferior a la praxis, a la acción. Por mucho que pueda parecernos extraño, para los griegos la operación no reside en el artista, sino en la obra que él produce: la operación de construir no está en el arquitecto, sino en la casa, la operación de tejer no está en el tejedor, sino en el tejido. Lo que define para Aristóteles la acción es, más bien, que el ser-en-acto consiste aquí plenamente en el agente y no en una cosa exterior.
La idea de un fin en sí, que Aristóteles evoca en la Ética nicomáquea y que los modernos y Arendt retoman, es, en este sentido, inexacta. Mientras tanto el artesano como el artista estén condenados a tener su energeia, su ser-en-acto fuera de sí, el hombre de acción es ontológicamente amo de sus actos; pero por esto, mientras el artesano sigue siendo tal también si no ejerce su actividad, el hombre de acción no puede ser argos, tiene constitutivamente que actuar. Por lo demás, si el fin es aquello «con vistas a lo cual» las demás cosas quedan constituidas como medio, hablar de un fin en sí no tiene otro sentido que aquel —por otra parte tautológico— de excluirlo resueltamente de la esfera de los medios.

 

5. La teoría aristotélica de la acción que hemos buscado reconstruir dista mucho de ser coherente. La misma distinción entre poiesis y praxis (que Aristóteles declara en un cierto punto haber sacado de «discursos exotéricos», exoterikois logois: Et. nic., 1140 a, 3) no es tan evidente como parece serlo a primera vista. Si el bien al cual se orienta la praxis es «aquello con vistas a lo cual todo lo demás es realizado», entonces también la acción compartirá de alguna forma con la poiesis el hecho de tener un fin. Esto es lo que Aristóteles mismo sugiere escribiendo, en un célebre pasaje del De caelo, que «el ser que se encuentra en la condición más perfecta no necesita ninguna acción [to […] arista echonti outhen dei praxeos], porque es él mismo lo “con vistas a lo cual”; la acción, en cambio, siempre tiene lugar en una dualidad [he de praxis aei estin en dysin], desde el momento en que hay un “con vistas a lo cual” y aquello que se hace con vistas a ello» (De cae., 292 b, 5-6). En cuanto actúa, el hombre —que, escribe justo antes Aristóteles, con respecto a los demás vivientes es «aquel que cumple el mayor número de acciones» (ibid., 292 b, 2)— está apresado necesariamente en una escisión (en dysin), que parece volver difícil, si no imposible, la identidad entre el fin y la acción que tendría que definir la praxis. Es justamente la tensión irreductible hacia aquello que nunca puede ser medio lo que condena a aquel que actúa a la escisión entre medios y fines, a la eterna, irresuelta e irresolvible dialéctica entre medios que —aunque adecuados y legítimos— no pueden más que perseguir un objetivo y un fin que, si bien los constituye como tales en relación a sí mismo, nunca se deja identificar con ellos. Y, según el teorema que la filosofía wolffiana debía inscribir perentoriamente en el umbral de la modernidad: qui vult finem, velle debet media, «quien quiere el fin, debe querer los medios».

 

6. Es significativo que Platón, al menos en las últimas obras, no conciba el bien como un fin, sino como arché anypothetos, «principio no presupuesto» o «no hipotético» (Rep., 6, 511 b), al cual se llega no a través de la acción, sino a través del conocimiento dialéctico, con un movimiento regresivo (katabaino). Y es justamente el propósito de eliminar la acción de la esfera de la política lo que Arendt reprocha a Platón, acusándolo de querer sustituirla por un gobierno en última instancia tiránico, y el modelo de la polis, donde los hombres actúan libremente, por aquel del oikos, donde los hombres mandan y son mandados.
Si bien es cierto que una limitación radical del primado de la praxis en la política correspondía ciertamente a sus intenciones, Platón no tenía en mira, sin embargo, una simple sustitución de la acción por el gobierno. En un pasaje de Las leyes, cuya importancia es subrayada por Arendt, él compara las acciones de los hombres a los gestos de una marioneta movidos por las manos de un Dios. Sin embargo, aquí resulta decisivo que Dios no parece perseguir ninguna finalidad, sino que se limita a jugar con los hombres y que este «juego» está presentado, por así decirlo, como el paradigma de una política más feliz: «El hombre es una especie de juguete [ti paignion; antes lo había definido como una “marioneta […] divina”, thauma theion: ibid., I, 644 d] construido por un Dios, y esto es en realidad lo mejor para él. Cualquier hombre y cualquier mujer deben transcurrir la vida [diabionai] de esta manera, jugando a los juegos más bellos [paizontas hoti kallistas paidias], teniendo en mente lo contrario de aquello que hacen ahora» (ibid., 7, 803 c). Que el juego sea aquí evocado como la esfera por excelencia en la cual la relación medios-fines queda neutralizada, está dicho con claridad inmediatamente después: «Ahora los hombres piensan que las cosas serias deben tener como fin los juegos [heneka ton paidion gignesthai], y de hecho retienen que las cosas de la guerra, que son serias, deben ser conducidas con vistas a la paz. Pero en la guerra nunca hay por naturaleza ni juego ni cultura [Platón juega aquí con la concordancia etimológica entre paidia e paideia] que sean dignos de este hombre y ni ahora ni en el futuro habrá aquello que afirmamos que es la cosa más seria» (ibid., 7, 803 d).
La idea de que el juego «pacífico» puede ser pensado como fin del medio serio «guerra» queda aquí desmentida sin reservas. Y justamente en este punto el juego puede ser presentado como el verdadero paradigma de un buen gobierno, que es bastante diferente al «dominio» evocado por Arendt: «Así pues, hace falta que cada uno pase la vida en paz de la manera más duradera y mejor. Y ¿cuál es esta manera más justa? Se debe vivir jugando algunos juegos [paizonta estin diabioten tinas de paidias], celebrado ritos, cantando y danzando, de tal modo que se sea capaz de propiciarse los dioses y apartar [éste es el sentido de amynesthai] a los enemigos y, si se debe combatir, vencerlos» (id.). Lo que Platón parece aquí prefigurar no es el estado totalitario, sino el falansterio de Fourier, con sus series amorosas y su alegre revolución doméstica.
Que esta idea —que Platón enuncia con perfecta seriedad— de «una política lúdica» pudiera parecer de algún modo escandalosa, está testimoniado por la manera en que Cicerón —que concibe la acción política como un officium— tiene cuidado de rebatirla, escribiendo que «no hemos sido generados por la naturaleza como si fuéramos hechos para jugar [ad ludum et ioucum: la lengua latina distingue entre el juego de palabras, iocus, y el juego de acción, ludus], sino más bien para la seriedad [ad severitatem] y para ocupaciones mayores y más graves» (De of., I, 29, 103). Si bien Cicerón ciertamente no podía ignorar que no sólo, para un griego, los juegos podían ser la cosa más seria (que se piense en la descripción de los juegos fúnebres por la muerte de Patroclo en el libro XXIII de la Ilíada), pero también que algunos de los rituales latinos más solemnes (como los juegos capitolinos, instituidos para conmemorar la resistencia a los galos, y los ludi romani, celebrados en honor a Júpiter) tenían la forma de juegos.

 

7. La crítica del finalismo nunca se esfuma del pensamiento antiguo. Los estoicos, que incluso retoman la definición aristotélica del telos, como «aquello con vistas a lo cual todo es realizado y que nunca es realizado con vistas a algo más», distinguen sin embargo entre el «objetivo» (skopos) de una acción y su «fin» (telos). Sobre el objetivo podemos equivocarnos, porque su cumplimiento no depende de nosotros, sino del destino; en cuanto al fin, en cambio, el sabio no puede en ningún caso fallarlo. El sabio, en este sentido, es parecido al arquitecto que mira con arte su blanco, que puede fallar o alcanzar: pero el fin, que consiste en la mira misma, no puede escapársele. Como ha sido observado, «la causa final queda aquí reducida al rango de skopos, es decir, de una simple causa “ocasional” o “material”. La actividad racional que se ejerce sobre esta materia es el fin supremo (telos), pero es un fin plena y constantemente inmanente» (Goldschmidt, p. 149).
Si aquí a la idea de un fin externo le es retirada cualquier dignidad moral, la idea aristotélica de un fin en sí es, en realidad, plenamente conservada. Sin embargo ella, según una imagen sobre la cual tendremos la oportunidad de volver, encuentra su modelo ejemplar no en las artes productivas, sino en aquellas que se agotan en su ejecución. La sabiduría, escribe Cicerón siguiendo a sus maestros estoicos, se asemeja a la recitación de un actor y a la danza, en las cuales «el fin no es buscado fuera» (non foris petatur extremum), sino que consiste en su misma «efectuación» (artis effectio: De fin., 3, 7, 24). El fin no queda por esto eliminado y, en la forma del fin en sí, continúa proporcionando el paradigma de la acción: un fin que no puede nunca ser medio es íntegramente solidario con un medio que nunca puede ser fin.
La crítica radical de cualquier teleologismo tiene su lugar tópico en el epicureismo. Incluso llega, en Lucrecio, a negar que pueda darse en un ser vivo algo como una finalidad. Ningún órgano ha sido creado con vistas a un fin, ni los ojos para la visión, ni las orejas para la audición, ni la lengua para el habla: «…aquello que ha nacido genera su uso [quod natumst id procreat usum]. / Ni la vista fue antes de que naciera la luz de los ojos, / ni el proferir palabras antes de que fuera creada la lengua, / más bien el nacimiento de la lengua anticipa realmente al hablar y las orejas nacieron antes de que escucharan los sonidos y, en definitiva, todos los miembros / precedieron, yo creo, a su uso» (De rer. nat., 4, 835-841). La inversión de la relación entre órgano y función despeja el campo de cualquier teleología preestablecida. La vida es aquello que se produce en el acto mismo del ejercicio como una delicia interior al acto, como si a fuerza de gesticular la mano ésta encontrara al final su placer y su «uso», el ojo a fuerza de mirar se enamorara de la visión, las piernas, doblándose rítmicamente, inventaran el paseo.

 

8. Es evidente que en la teología cristiana el paradigma aristotélico del bien-fin supremo alcanza su formulación extrema, hasta presentarse como la piedra angular tanto del edificio cósmico como de aquel moral. En efecto, no solamente la idea de bien es aristotélicamente inseparable de aquella de fin (en las palabras de Tomás, bonun rationem finis importat), sino que Dios, en cuanto bien supremo (summum bonum o finis ultimus), es aquello con respecto a lo cual todo lo creado necesariamente queda ordenado. La finalidad necesaria de toda acción proporciona aquí, de hecho, una de las pruebas de la existencia de Dios: todas las creaturas que no tienen la razón pueden tender a un fin sólo si, «como la flecha del arquero» (sicut sagitta a sagittante), son dirigidas por un ser que tiene conocimiento e inteligencia. «Hay por tanto un ser inteligente por el cual todas las cosas quedan ordenadas con respecto a un fin, y a este ser lo llamamos Dios» (Sum. theol., I, q. 2, a. 3).
En el libro en el que Tomás ha resumido su pensamiento, la Summa contra Gentiles, el teorema omnis agens agit propter finem precede inmediatamente aquel omnis agens git propter bonum, del cual es inseparable. La distinción aristotélica entre la acción que tiende a un fin externo y aquella que tiene en sí misma su fin es, sin embargo, conservada: «A veces la acción termina en un cierto producto [ad aliquod factum], como la construcción en la casa y la medicina en la curación; a veces no, como en la inteligencia y en la sensación […] cuando no termina en un producto, el impulso del agente tiende a la misma acción [tendit in ipsam actionem]» (Sum. contr. Gent., 3, 2, 2).
Sin embargo, justamente al final del capítulo, Tomás tropieza con una clase de actos humanos que no parecen dirigidos a algún fin y que amenazan, por lo tanto, con poner en cuestión los dos teoremas. «Hay algunas acciones —escribe— que no parecen cumplidas con vistas a un fin, como aquellas hechas por juego o aquellas contemplativas [sicut actiones ludicrae et contemplatoriae] y las acciones que se hacen distraídamente [absque attentione], como el tocarse la barba [confricatio barbae] y similares, de las cuales podríamos ser inducidos a creer que un agente puede actuar sin un fin» (ibid., 3, 2, 9). Mientras que las acciones contemplativas se dejan fácilmente reconducir a aquellas que «tienen en sí mismas su fin» (ipsae sunt finis: id.), más inquietante es el caso de los actos hechos por juego y de aquellos gestos involuntarios, como el tocarse la barba o el rascarse la cabeza, que parecen escapar a toda finalidad. Aunque Tomás se da cuenta de que reintroducir el juego, los tics y los gestos que escapan al control de la consciencia en la categoría del fin —es decir, del bien— sea de alguna manera impropio, debe hacerlo a toda costa, porque sus teoremas no toleran excepciones. «Las acciones lúdicas son a veces ellas mismas el fin, como cuando quien juega lo hace sólo por el placer de jugar; otras veces tienen un fin, como cuando jugamos para poder actuar después con mayor fuerza. En cuanto a las acciones que se cumplen distraídamente, ellas no provienen del intelecto, sino de alguna imaginación repentina o causa natural, como un desorden de los humores que produce una comezón es causa del tocarse la barba, que adviene sin la atención del intelecto. Y sin embargo también estos actos tienden a un fin, aunque fuera del orden del intelecto» (id.).
La atribución de una finalidad a los gestos involuntarios —una categoría sobre la cual tendremos la oportunidad de volver— es una evidente acción forzada. Quien tiene el tic de tocarse la barba o quien cumple uno de los tantos gestos inmotivados que hacemos cada día, no lo hace ciertamente por una comezón; él se encuentra más bien con sus actos en una relación que no es la de medio para un fin ni de un fin en sí.

 

9. Se suele atribuir a Kant el intento de hacer salir la moral de la dialéctica entre fines y medios. Lo hizo desarrollando hasta las extremas consecuencias la idea de «fin en sí» (Zweck an sich selbst) y conectándola con la de «fin último» (Endzweck), es decir, a través de una paradójica absolutización de la idea de finalidad. Ya en la Kritik der reinen Vernunft el principio de «una unidad de las cosas conforme a un fin» (Zweckmässige Einheit der Dinge) se había asomado como una idea regulativa de la razón, según la cual la razón requiere «que toda conexión del mundo sea considerada sobre la base de los principios de una unidad sistemática, es decir, como si tales conexiones derivaran todas de un ser único omnicomprensivo, causa suprema y omnisuficiente» (Kant I, B 714, p. 534). Este principio valía, sin embargo, sólo como una idea regulativa y no podía fundar ningún conocimiento científico de la naturaleza.
Sin embargo, según Kant existe un ámbito en el cual el principio de la finalidad puede afirmarse de manera incondicionada, a saber, el de la moral. Éste se presenta aquí en primer lugar en la forma de un «fin en sí»: «el hombre y, en general, cualquier ser racional —se lee en la Grundlegung zur Metaphysik der Sitten— existe como fin en sí mismo [als Zweck an sich selbst], no simplemente como medio para ser usado por esta o aquella voluntad» (Kant 2, BA 64, p. 86). Como todas las ocasiones que está en cuestión una problemática de orden ético, se trata, en realidad, de garantizar un principio directivo para la acción humana: sin la idea de un fin en sí, en efecto, «no se podría nunca encontrar algo provisto de valor absoluto» y, desde el momento en que todo se volvería casual, «no sería posible encontrar para la razón un principio práctico supremo» (ibid., BA 65-66, p. 87).
Estrechamente conectada con la idea de un fin en sí está la idea de «fin último» (Endzweck), a la cual está dedicada toda la segunda parte de la Kritik der Urteilskraft. Si fin último «es aquel que no requiere ningún otro como condición de su posibilidad» (Kant 3, § 84, p. 311), el único ser que se puede pensar como «objetivo último [de la naturaleza], de tal modo que con respecto a él todas las demás cosas naturales constituyen un sistema de fines» (ibid., § 83, p. 306) es el hombre como ser moral. En él, fin último y fin en sí coinciden: «del hombre […] en cuanto ser moral, no se puede preguntar aún para qué fin (quem in finem) existe. Su existencia tiene en sí misma el objetivo supremo, al cual, por cuanto está en su facultad, él puede someter la naturaleza completa» (ibid., § 84, pp. 312-313).

 

10. Las dos expresiones «fin en sí» y «fin último» se presuponen una a otra y significan, en realidad, la misma cosa. Es Kant mismo quien lo sugiere, cuando, en el § 82 de la Kritik der Urteilskraft, busca definir este concepto. Comienza con oponerlo a la «finalidad externa» (aussere Zweckmässigkeit), en la cual una cosa sirve a otra como medio con vistas a un fin, sirve a la finalidad «interna» (innere), que se refiere a un objeto «independientemente de la consideración de si la existencia misma del objeto es o no un fin». Decir que el fin de la existencia de un ser natural está en él mismo, agrega a continuación, significa que no es simplemente «fin» (Zweck), sino también «fin último» (Endzweck: ibid., § 82, pp. 301-302). Fin en sí y fin último se legitiman y se definen circularmente el uno al otro: aquello que tiene en sí mismo su fin es necesariamente también un fin último, puesto que, si hubiera un fin ulterior, cesaría de ser fin en sí; por otra parte, un fin último, en cuanto no puede ser condicionado por otro fin, debe tener su fin necesariamente en sí.
Justamente en este círculo vicioso consiste la insuficiencia de la argumentación kantiana, sobre la cual ya Schopenhauer tenía que ironizar. «Existir como fin en sí mismo —observa en el § 8 de la Presschrift über die Grundlage der Moral— es una cosa inconcebible, una contradictio in adiecto. Ser un fin, quiere decir ser objeto de una voluntad [gewolt sein]. Todo fin es tal solamente en relación con un querer, del cual él es el fin, es decir, como se ha dicho, el motivo directo. Sólo en esta relación el concepto de fin tiene un sentido, y lo pierde si es desvinculado de aquella relación. Pero esta relación que le es esencial excluye necesariamente todo “en sí”. “Fin en sí” es justamente como “amigo en sí”, “enemigo en sí”, “tío en sí”, “norte o sur en sí”, “sobre o bajo en sí”, y asi sucesivamente» (Schopenhauer 2, pp. 238-239).
La crítica de Schopenhauer, que se funda en la necesaria complementariedad de medios y fines, es, en verdad, menos probatoria de lo que parece. Kant era ciertamente consciente del vínculo que aprieta juntas las dos nociones en un dispositivo unitario y es posible que él buscara precisamente una estrategia para neutralizarlo. Y, tal vez, intentó hacerlo operando sobre el concepto de fin. La frase «independientemente de la consideración de si la existencia misma del objeto es o no un fin» en la definición de la finalidad interna podría sugerir justamente esta indeterminación de fines y medios. Así pues, el problema no es tanto si la expresión «fin en sí» —como aquella de «tío en sí»— tiene o no sentido o es o no contradictoria, sino medir la eficacia de la estrategia en la cual ellas se inscriben. Si la idea de un «tío en sí» consiguiera hacer saltar la relación de parentesco en la cual supuestamente actúa, ella, a pesar de su contradictoriedad, habría conseguido su objetivo.

 

11. Kant no era nuevo en estrategias de este género. Él había concluido la analítica de lo bello con la célebre —y asimismo contradictoria— definición de la belleza como «la forma de la finalidad de un objeto, en cuanto que ésta es percibida sin la representación de un fin» (Kant 3, § 17, p. 81). En esta «finalidad sin fin» él se acercó ciertamente a una emancipación de la relación medios-fines, con respecto a la esfera estética, bastante más de lo que consiguió hacerlo en la segunda parte de la obra con respecto a la esfera moral.
Con razón se ha objetado a la idea kantiana de fin en sí que ella opera, en realidad, una «introversión del telos», que permite resolver toda relación de fines en una relación consigo (Spaemann, p. 53). En conformidad con la interpretación freudiana del narcisismo como introversión de la libido, el hombre que tiene en sí mismo su fin se encuentra, exactamente como Narciso, en la imposibilidad de alcanzarse. En la Metaphysik der Sitten, Kant había definido, en efecto, el fin como «un objeto del arbitrio (de un ser razonable), cuya representación determina la voluntad a una cierta acción que realiza el objeto mismo» (Kant 4, p. 229). Un sujeto que —como Narciso con su deseo— haya introyectado en sí mismo su fin se encontrará entonces de frente a la imposible tarea de tenerse que determinar, a través de la representación de sí, a producirse a sí mismo.
Kant no podía, por lo tanto, no darse cuenta de que, definiendo al hombre como fin en sí, lo situaba en una aporía, es decir, literalmente en una ausencia de camino. La idea de un fin en sí es, en efecto, la de una finalidad con respecto a la cual no existen medios posibles; pero una finalidad sin medios es tanto más alienante e imposible de pensar que una medialidad sin posible fin. Es la condición de parálisis de toda acción que Kafka, en uno de los cuadernos en octavo, resumió, con su habitual drasticidad, en la fórmula: «hay una meta, pero ningún camino». Que Kant fuera o no consciente de esto, su idea de un fin en sí equivalía, en realidad, a revocar radicalmente en su cuestionamiento la idea misma de finalidad. Sin embargo, frente a esta revocación de cualquier finalidad, él retrocedió. Y lo hizo recurriendo a la idea teológica de un fin último, es decir, de un fin con respecto al cual todo lo demás se transforma en medio. Concibiendo al hombre, en cuanto ser moral, no sólo como un fin en sí, sino también como fin último de la creación, reintrodujo el dispositivo medios-fines que tal vez en un primer momento había intentado poner en cuestión. Sin el hombre, «la cadena de los fines subordinados uno a otro no tenía un verdadero principio, y sólo en el hombre, pero en el hombre en cuanto sujeto de la moralidad, se puede encontrar esta legislación incondicionada relativamente a los fines, que sólo a él lo vuelve capaz de ser un fin último, al cual la naturaleza está teleológicamente subordinada» (Kant 3, § 84, p. 313). Que el hombre como fin último sea el garante de la perfecta jerarquía entre medios y fines que define aquello que él llama una «teología ética» (Ethiktheologie) no podría ser afirmado con más fuerza. La determinación del hombre como ser moral coincide así con el triunfo definitivo de la finalidad en la esfera de la acción. Como Schopenhauer había intuido, atacando a la ética kantiana de ser solamente una teología enmascarada, el desarrollo de la teleología moral demuestra, aunque sólo para el uso práctico de la razón y no para el juicio determinante, la realidad de un autor supremo y legislador moral del universo: «según la naturaleza de nuestra razón, en ella es imposible concebir la posibilidad de tal finalidad relativa a la ley moral y a su objeto, el cual se encuentra en este fin último, sin un autor y regente del mundo que sea al mismo tiempo un legislador moral» (ibid., § 88, p. 336).

 

12. Como suele ocurrir, es en la obra de un jurista donde el concepto de fin y, en particular, el de fin en sí traicionan a sus razones últimas. Se trata de un estudioso que trató de construir una teoría del derecho enteramente desde el punto de vista del fin. En 1877 Rudolf von Jhering, que había alcanzado ya una fama duradera gracias a un opúsculo, Der Kampf ums Recht —que ya en el título declaraba su deuda con las teorías de Darwin—, publica Der Zweck im Recht. Comienza enunciando sin reservas una verdadera y propia «ley del fin», que gobierna el ámbito completo del actuar humano. «El hombre que actúa lo hace no sobre la base de un “por qué”, sino de un “para qué”, es decir, del fin de alcanzar algo. Para la voluntad este “para qué” es indispensable tanto como el “por qué” para la piedra. Como el movimiento de la piedra no es posible sin una causa, así el movimiento de la voluntad no es posible sin un fin […]. La ley de causalidad se puede formular así: no hay acontecimiento del mundo sensible externo sin algo antecedente y diferente que lo haya causado o (según la formulación más conocida) no hay efecto sin causa. La formulación de la ley del fin es en cambio la siguiente: no hay voluntad, esto es, para usar un término equivalente, no hay acción sin un fin» (Jhering 1, pp. 17-18). Según un paradigma que nos es ahora familiar, acción y voluntad están identificadas y justamente esta identificación funda el rango primordial del fin en toda acción humana: «No existe una diferencia de significado entre querer y querer para alcanzar un objetivo, desde el momento en que no existen acciones privadas de objetivo» (ibid., p. 29).
En 1883, Jhering publica el segundo volumen de la obra, enteramente dedicado a la ética en todos sus aspectos, comprendidas la moda, la buena educación y las reglas de cortesía. Y es en este contexto donde él se ocupa del fin en sí. «El concepto de valor —escribe—, es decir, de la gradual idoneidad de una cosa con respecto a los fines humanos, encuentra aplicación también para el hombre. Pero mientras la cosa y, donde estaba vigente o todavía lo está la esclavitud, también el hombre, no son nada más que un medio para fines humanos, el hombre, donde ha reconocido e impuesto su vocación sobre la Tierra, es al mismo tiempo un fin en sí [Selbtzweck], en el lenguaje del derecho: él es persona [er ist Person]» (Jhering 2, p. 496).
No es ciertamente una coincidencia si Jhering se sirve aquí de un término que significa en su origen «máscara» y que, como él sabía perfectamente, designa ya a partir del derecho romano la capacidad jurídica de un sujeto responsable de sus acciones. Persona nombra no a un sujeto físico, sino a la máscara o la ficción a través de la cual él se vuelve un sujeto de derecho, que puede llevar a la práctica con su voluntad acciones jurídicamente válidas y, por consiguiente, ser obligado a responder por ellas. Se trata, por tanto, una vez más, constituyéndolo como fin en sí y persona, de inscribir al hombre en el dispositivo voluntad-acción-imputación. Como en Kant, este dispositivo tiene evidentes implicaciones teológicas, que pueden sorprender en un jurista no extraño a simpatías positivistas: «La fuerza verdaderamente creadora en el mundo […] es la voluntad, tanto de Dios como del hombre, creado a su imagen y semejanza. El resorte de esta fuerza es el fin. En el fin se encuentran el hombre, la humanidad y la historia. En las dos partículas quia (por qué) y ut (para qué) se refleja el contraste de dos mundos: el quia es la naturaleza, el ut es el hombre […] con el ut, Dios ha dado al hombre toda la Tierra, como él mismo ha anunciado en la historia mosaica de la creación» (Jhering 1, p. 32).

 

13. Podemos proponer en este punto la siguiente hipótesis: el dispositivo —o la «ley» como la llama Jhreing— del fin encuentra su sentido y su función precisamente en la creación de un sujeto para la acción humana. La arqueología de la subjetividad no puede ser sólo gnoseológica: ella es, primero que nada, pragmática. Antes de nacer, ya en los precursores medievales de Descartes, como sujeto del conocimiento, algo como un sujeto fue postulado y producido en la esfera de la praxis como centro de imputaciones de la acción voluntaria. Desde esta perspectiva, se podría decir tanto que el fin no es más que el punto de fuga que —ya a partir de la proairesis aristotélica— las intenciones y las acciones de un sujeto proyectan enfrente de él, como que el sujeto de la acción no es más que la sombra proyectada que el fin arroja detrás de sí.
Se trata, en cualquier caso, de encontrar un centro de imputación para el crimen/karman, para el misterio de la acción humana. Se comprende entonces el sentido de aquella separación entre el karman y el Atman, entre la acción y el sujeto que define el núcleo más problemático de la doctrina budista. Ésta queda enunciada con claridad en estos términos: «Oh monjes, yo enseño una sola cosa, a saber, el karman. El acto existe, su fruto existe, pero el agente, que pasa de una existencia a otra para gozar del fruto del acto, no existe» (Silburn, p. 189). Los estudiosos occidentales se han preguntado cómo fue posible conciliar las dos tesis al menos en apariencia opuestas: por un lado, la realidad y la eficacia de los actos y, por el otro, la inexistencia de un sujeto permanente al cual imputar las consecuencias de la acción. Si se la traduce, no sin alguna arbitrariedad, en los términos de nuestra investigación, la estrategia del Buda se vuelve perfectamente coherente: se trata de romper el nexo que liga el dispositivo acción-voluntad-imputación a un sujeto. La acción existe en la rueda de la co-producción condicionada según el principio puramente factual «si esto, entonces aquello» y, por esto, ella parece implicar en la transmigración a aquel que se ha reconocido en ella; el sujeto como actor responsable de la acción es sólo una apariencia o una fachada debidas a la ignorancia o a la imaginación (en los términos de nuestra investigación, es una ficción producida por los dispositivos del derecho y de la moral). Esto significa, sin embargo, que el problema se transforma en este punto en aquel de pensar de manera nueva la relación, o la no-relación, entre las acciones y su supuesto sujeto.

 

14. Un intento de pensar la relación entre el sujeto y sus acciones de forma distinta a aquella a partir del paradigma de la finalidad ha sido realizado en uno de los textos ejemplares de la tradición tántrica, los Aforismos de Shiva (Shivasutra) de Vasugupta. En el centro del «camino de los Mantra» —como queda definido el corpus de las escrituras a las que ellos pertenecen— está la figura de Shiva, el «benigno», el dios inaferrable de los extremos y del movimiento incesante, cuyo emblema es el linga, el falo perpetuamente erecto (como en Pan y en los sátiros del mito griego). Este dios —recita uno de los aforismos (Vasugupta, p. 204)— exento de los impulsos kármicos de los nacimientos, está directamente presente en todas las creaturas, pero éstas, enceguecidas por Maya, la potencia de la ofuscación, no pueden verlo. Aquel que queda aprisionado en el «lazo de Maya» (ibid., p. 196) conoce y siente, pero su discernimiento queda limitado a la visión de los lazos. Por esto, «en el lazo de Maya encuentra fundamento tanto el mérito moral como el demérito» (id.), es decir, la responsabilidad kármica para las acciones realizadas.
Resulta decisivo que la transformación que adviene en aquel que ha vencido la ofuscación y se ha despertado esté descrita a través de la metáfora de la danza. «“El Sí (Atman) es un danzante (nartaka)” enuncia un aforismo del Tercer desocultamiento» (ibid., p. 210). Y el comentario precisa que, danzando, el sujeto que se ha despertado «manifiesta con el libre juego de sus movimientos toda una variedad de figuraciones» y, en este sentido, es comparado con un «intérprete del teatro del mundo». Lo que el texto quiere sugerir es que la relación del Sí despertado con sus acciones no es ya aquella kármica del mérito y del demérito, del medio y del fin, sino que se asemeja más bien a aquella de un danzante con sus gestos. Y, para aquel cuyas acciones se han vuelto gestos, «el Sí interior es la escena» y «los sentidos son los espectadores». «Desaparece toda división […] ellos disfrutan el sabor de la maravilla en toda su plenitud» (ibid., p. 215).

 

15. Una comparación del conocimiento perfecto con la danza (y con el actor) la habíamos ya encontrado en los estoicos. La distinción entre las artes que tienen un fin externo y aquellas (como la danza) cuyo fin coincide con su efectuación (artis effectio) aparece más veces en la tradición occidental. «Algunas artes —observa Quintiliano— consisten en la acción [in agendo], porque en ellas el fin se realiza en el acto mismo y no deja después de esto ninguna obra [nihilque post actum operis relinquit]. Un arte de este género, que se llama por esto praktike, es la danza» (Inst. or., 2, 18). Ambrosio, retomando el pasaje de Quintiliano, distingue en el mismo sentido entre artes actuosae, «que consisten sólo en el movimiento del cuerpo o en el sonido de la voz, y en el cual no queda nada después de la operación», y aquellas artes, como la arquitectura y el tejido, en que «el cese de la operación, da como resultado el producto de la obra […] de tal modo que proporciona al operador un testimonio de su obra» (Hexaem., 1, 5, 17).
La distinición nos interesa de modo particular, porque pone en cuestión el nexo necesario que Aristóteles, en un pasaje de la Ética nicomáquea, había instituido entre las technai y la poiesis, contrapuesta una vez más a la praxis: «todo arte lleva algo a la existencia [esti de techné pasa peri genesin] […] puesto que poiesis y praxis son distintas, el arte pertenece necesariamente a la poiesis y no a la praxis» (Eth. Nic., 1140 a, 11-17). Tanto los estoicos como Quintiliano (que sin embargo, hablando de un «arte práctica», debía darse cuenta de entrar en flagrante contradicción con la tesis de Aristóteles) continúan sirviéndose del paradigma del fin en sí, que Ambrosio, en cambio, abandona. En cualquier caso, las artes que nosotros llamamos «performativas» constituyen el ejemplo de una acción humana que parece escapar de la categoría de la finalidad.

 

16. En el ensayo de 1921 Zur Kritik der Gewalt Benjamin buscó a su manera romper el nexo entre medios y fines. Y lo hizo no, como Kant, empujando al extremo la polaridad del fin, sino buscando pensar de otra forma el concepto de medio, desde la perspectiva de aquello que él llama una «política de medios puros» (Politik der reinen Mittel: Benjamin 2, p. 19). Que tuviera en mente una confrontación con Kant está demostrado por el hecho de que, en una carta a Scholem de diciembre de 1929, él comunica a su amigo que uno de los capítulos del libro sobre la política que está escribiendo llevará el título de «teleología sin fin último» (Teleologie ohne Endzweck: Benjamin 3, p. 247). Retomando, con alguna variación no casual, la definición kantiana de lo bello («finalidad sin fin», Zweckmässigkeit ohne Zweck), él trataba verosílmente de lanzarla contra la «teleología moral» que concluye la Kritik der Urteilskraft, en la cual el Endzweck designa precisamente la posición del hombre como «fin último» de la creación.
En el centro del ensayo sobre la violencia está el concepto de «medio puro». Después de haber caracterizado la esfera del derecho como aquella en la cual domina la relación entre medios y fines, Benjamin comienza denunciando cualquier teoría que trate de fundar la legitimidad de la violencia como un medio para fines justos. No se trata, de hecho, de valorar la violencia en relación con los fines que ella persigue, sino de buscar su criterio en «una distinción en la esfera misma de los medios, sin consideración de los fines a los cuales ellos sirven» (Benjamin 2, p. 5). Tanto el derecho natural, que pretende «“justificar” los medios con la justeza de los fines», como el derecho positivo, que quiere «“garantizar” la justicia de los fines con la legitimidad de los medios» (ibid., p. 6), comparten el falso presupuesto de que sea posible enlazar medios (legítimos) y fines (justos). Esta crítica del finalismo implica, como era predecible, también al imperativo categórico kantiano («Actúa de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca solamente como medio»), que Benjamin, desde la perspectiva de una definición de los medios puros, propone irónicamente invertir («se podría poner en duda si esta célebre fórmula no contiene demasiado poco, y por tanto si es lícito servirse, o dejar que otros se sirvan […] de sí o de otro también como de un medio»: ibid., p. 13 n).
Es como paradigma de una «medialidad pura», es decir, sustraída de cualquier relación inmediata con un fin, como debe entenderse esa violencia que, en oposición a la violencia que funda el derecho o lo conserva, Benjamin llama «violencia pura o divina» (ibid., p. 25), que ni funda el derecho ni lo conserva, sino que lo «depone» (entsetz). «¿Y si […] se pudiera identificar —pregunta él— una violencia de otro género, que ciertamente no podría ser medio legítimo o ilegítimo para aquellos fines, pero que no se encuentra en absoluto en la relación de medio con ellos, sino en alguna otra relación [nicht als Mittel zu ihnen, vielmehr irgendwie anders, sich verhalten würde]?» (ibid., p. 21).

 

17. ¿Qué es un medio puro? La pureza, escribe Benjamin en una carta a Ernst Schoen de enero de 1919, no es algo que tenga su criterio en sí misma y deba, como tal, ser preservada, sino que está siempre subordinada a una condición, es decir, a la relación con algo externo. En el ensayo sobre la violencia, este elemento externo es el derecho, con respecto a cuyos fines la violencia —en cuanto medio puro— nunca se refiere como medio, sino «de algún otro modo», que coincide, por último, con su deposición. Es significativo que Benjamin mantenga aquí el término «medio»: un medio puro es, por tanto, un medio que, mientras sigue siendo tal, se ha emancipado de la relación con un fin. Es como si a la «finalidad sin fin» kantiana, Benjamin hiciera aquí corresponder puntualmente una paradójica «medialidad sin fin»; pero mientras la finalidad sin fin es, por así decirlo, pasiva, porque mantiene la forma vacía del fin sin poder exhibir algún objetivo determinado, al contrario la medialidad sin fin es de algún modo activa, porque en ella el medio se muestra como en el acto mismo en que interrumpe y suspende su relación con el fin. Como los movimientos habitualmente dirigidos a un cierto objetivo son, en la gesticulación de un mimo, repetidos y exhibidos como tales —es decir, como medios— sin que haya ya ninguna conexión con su pretendido fin y, de este modo, adquieren una nueva e imprevista eficacia, así la violencia, que era solamente medio para la creación o la conservación del derecho, se vuelve capaz de deponerlo en la medida en que expone y vuelve inoperosa su relación con aquella finalidad.
El medio puro pierde su enigmaticidad si se lo restituye a la esfera del gesto de la cual proviene. Tanto en las evoluciones del danzante como en las contracciones y los ademanes en que adoptamos poses sin darnos cuenta, el gesto no es nunca para aquel que lo realiza (o, más bien, parece realizarlo) un medio para un fin, pero aún menos puede ser considerado un fin en sí. Y como, a pesar de su ausencia de intención, la danza es la perfecta exhibición de la pura potencia del cuerpo humano, así se diría que, en el gesto, cada miembro, una vez liberado de su relación funcional con un fin —orgánico o social—, puede por primera vez explorar, tantear y mostrar, sin nunca agotarlas, todas las posibilidades de las cuales es capaz. Por esto Alberto Magno, buscando definir el modo de ser de una potencia en cuanto tal, la compara con el mimo y la danza. «Las evoluciones que realizan los mimos —escribe en el comentario a la Física de Aristóteles— son la voluble realización [perfectio] de su ser voluble y la danza de las danzantes que bailan juntas en una escena es la realización de su ser hábiles en el baile y de su potencia de danzar en cuanto potencia [chreizare secundum quod in potentia sunt]» (Maier, p. 13). En el mismo sentido Mallarmé, observando danzar a Loie Fuller, podía escribir que ella era como «la fuente inagotable de sí misma».
La idea de una capacidad de actuar, de una actividad humana que no se fija nunca en un crimen, en un acto culpable e imputable, está aquí expresada con claridad. El Atman es un danzante y sus acciones son solamente gestos. La praxis —la vida humana— no es un proceso (una actio), sino, más bien, un mysterion en el sentido teatral del término, hecho de gestos y palabras.
A cada ser humano le ha sido entregado un secreto y la vida de cada uno es el misterio que pone en escena este arcano, que no se deshace con el tiempo, sino que se vuelve cada vez más denso. Hasta mostrarse por último como aquello que es: un puro gesto, como tal —en la medida en que se arriesga a seguir siendo un misterio y no se inscribe en el dispositivo de los medios y de los fines— injuzgable.

 

18. En su reflexión genial y delirante sobre la lengua latina, Varrón, retomando la distinción aristotélica entre poiesis y praxis, «hacer» y «actuar», introduce entre éstos un «tercer género de acción» (tertium genus agendi), que expresa a través del verbo gerere. «Se puede, de hecho —escribe—, hacer [facere] algo y no actuar [agere], como el poeta hace un drama y no lo actúa [facit fabulam et non agit: agere significa en latín también “recitar”]; por el contrario el actor [actor] actúa el drama y no lo hace. Así el drama es hecho [fit] por el poeta, pero no es actuado [agitur], es actuado por el actor, pero no hecho. En cambio el imperator [el magistrado investido del imperium], con respecto al cual se usa la expresión res gerere, en esto ni hace ni actúa, sino que gerit, es decir, asume y soporta [sustinet], ampliado por aquellos que revisten un cargo [o, según algunos manuscitos, “llevan un peso”], es decir, lo asumen y lo soportan» (De lin. lat., 6, 77).
El verbo gerere, que en las lenguas modernas se ha conservado sólo en el término «gesto» y en sus derivados, significa una manera de comportarse y de actuar que expresa una actitud especial del agente con respecto a su acción. El ejemplo del imperator, del magistrado provisto del poder supremo, no debe inducir al engaño: él nos interesa solamente en la medida en que implica una relación necesaria entre gesto y política. Resulta significativa la explicación que Varrón da de él a través del verbo sustinere, que no significa solamente «sostener», sino también «retener» (por ejemplo incitatos equos, «los caballos en su ímpetu»), «abstenerse de algo» (sustinere ab aliqua re) y también «detenerse» (se sustinere) y, además, «asumir» (causam publicam, munus, una «causa pública» o un «cargo»). Aquel que gerit no se limita a actuar, sino que, en el acto mismo en que realiza su acción, conjuntamente la detiene, la expone y la mantiene a distancia de sí.
Si llamamos «gesto» a este tercer modo de la actividad humana, podemos decir entonces que el gesto, como medio puro, rompe la falsa alternativa entre el hacer que es siempre un medio girado a un fin —la producción— y la acción que tiene en sí misma su fin (la praxis). Pero también y sobre todo aquella entre una acción sin obra y una acción necesariamente operosa. En efecto, el gesto no está simplemente privado de obra, sino que define más bien la propia actividad especial a través de la neutralización de las obras a las que estaba vinculado en cuanto medio (la creación y la conservación del derecho para la violencia pura, los movimientos cotidianos girados a un fin en el caso de la danza y del mimo). Es, por tanto, una actividad o una potencia que consiste en desactivar y volver inoperosas las obras humanas y, de este modo, las abre a un uso nuevo, posible. Esto vale tanto para las operaciones del cuerpo como para aquellas de la mente: el gesto expone y contempla la sensación en la sensación, el pensamiento en el pensamiento, el arte en el arte, la palabra en la palabra, la acción en la acción.

 

19. De aquí la imposibilidad de fijar o agotar el gesto en una acción identificable y, como tal, imputable a un sujeto y, a la vez —si, según nuestra hipótesis, el sujeto no precede al crimen, sino que es sólo aquello que resulta de la serie de las acciones responsables—, la imposibilidad de definir a su sujeto.
Cuando Vacchagotta le pregunta si el Atman existe, Gotama se queda en silencio. La «vía de en medio» que él profesa entre los eternalistas, que afirman la existencia y la permanencia del Atman, y los nihilistas, que la niegan, consiste en sugerir, ocultando, que aquel que en el ciclo de los nacimientos sufre las consecuencias de sus acciones no es ni el mismo ni otro con respecto a aquel que las ha realizado en la vida precedente. Es sobre este estatuto ontológico particular que es preciso reflexionar. Ejemplo de ello es el nirvana, la extinción de los agregados y la cesación del dolor. El nirvana no es otro mundo que se produce cuando el mundo de los agregados ha sido anulado, otra cosa que sigue al final de todas las cosas. Pero no es tampoco una nada. Es lo no-nacido que aparece en todo nacido, el no-acto (akrta) que aparece en todo acto (krta) en el instante —porque se trata de un instante, aunque sea eterno— en el cual las imaginaciones y los errores condicionados por la ignorancia han sido suspendidos y desactivados.
Así la inoperosidad no es otra acción al lado y más allá de todas las acciones, ni otra obra más allá de todas las obras: ella es el espacio —provisional y, a la vez, intemporal, localizado y, a la vez, extraterritorial— que se abre cuando los dispositivos que enlazan las acciones humanas en la conexión de los fines y de los medios, de la imputación y de la culpa, del mérito y del demérito, son vueltos inoperosos. Ella es, en este sentido, una política de los medios puros.

 

Bibliografía

 

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«Al di là dell’azione», cuarto capítulo de Karman. Breve tratatto sull’azione, la colpa e il gesto, Turín, Bollati Boringhieri editore, agosto de 2017 pp. 100-139.

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