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Pierres Clastres / Los marxistas y su antropología

 

No es que sea muy divertido, pero tenemos que reflexionar un poco en la antropología marxista, en sus causas y efectos, sus ventajas y desventajas*. Pues si por una parte el etnomarxismo todavía constituye una poderosa corriente de las ciencias humanas, por la otra la etnología de los marxistas carece absolutamente (o más bien: radicalmente) de valor. No es necesario, por ello, examinar sus obras con detalle: La abundante producción de los etnomarxistas fácilmente puede tomarse en bloque, como un todo homogéneo igual a cero. Conviene, pues, preguntarse por esta nada desbordante de ser (ya veremos de qué ser se trata), por esta conjunción entre el discurso marxista y la sociedad primitiva.
Antes que nada, algunas referencias históricas. La antropología francesa se ha desarrollado, desde hace veinte años, gracias a la promoción institucional de las ciencias sociales (la creación de varios cursos de etnología en las universidades y en el Centro Nacional de Investigaciones Sociales), pero también a la influencia de una empresa considerable por su originalidad: la de Lévi-Strauss. Por lo mismo, la etnología se había desarrollado, hasta hace muy poco, principalmente bajo el signo del estructuralismo. Sin embargo, hace aproximadamente diez años se invirtió esta tendencia: el marxismo (lo que ellos llaman marxismo) fue imponiéndose poco a poco como una línea importante de la investigación antropológica, reconocida por numerosos investigadores no marxistas como un discurso legítimo y respetable sobre las sociedades que estudian los etnólogos. De esta manera, el discurso estructuralista le cedió el paso al discurso marxista como discurso dominante de la antropología.
¿Por qué razones? Proclamar que tal o cual marxista posee un talento superior al de Lévi-Strauss, por ejemplo, desataría la hilaridad general. Si los marxistas brillan no es por su talento, del que están escasamente dotados, podríamos decir que por definición, como se verá, la máquina marxista no funcionaría precisamente si sus mecánicos tuvieran el menor talento. Por otra parte, parece totalmente superficial atribuir la regresión del estructuralismo a los vaivenes de la moda, como frecuentemente se hace. En la medida en que el discurso estructuralista sirve de vehículo a un pensamiento sólido (un pensamiento), es transcoyuntural e indiferente a la moda: un discurso vacío se olvida pronto. Ya veremos qué queda de él. Desde luego, no se puede atribuir a la moda la progresión del marxismo en la etnología. El marxismo ya desde antes estaba listo para llenar una enorme laguna del discurso estructuralista (en realidad, el marxismo no llena nada, como trataré de demostrar). ¿Qué laguna es ésta en la que se arraiga el fracaso del estructuralismo? Es que este discurso mayor de la antropología social no habla de la sociedad. Lo que está desterrado, ausente del discurso estructuralista (esencialmente del de Lévi-Strauss: pues aparte de algunos discípulos más o menos hábiles —capaces, en el mejor de los casos, de hacer sub-Lévi-Strauss— ¿quiénes son los estructuralistas?), de lo que este discurso no puede hablar, porque no está hecho para ello, es de la sociedad primitiva concreta, de su manera de funcionar, de su dinámica interna, de su economía y de su política.
Pero con todo —nos dirán— el parentesco y los mitos cuentan. Claro. Con la excepción de algunos marxistas, todos estamos de acuerdo en reconocer la importancia decisiva del trabajo de Lévi-Strauss sobre Las estructuras elementales del parentesco, libro que provocó un alud de estudios sobre el parentesco: no paran de hablar del hermano de la madre y de la hija de la hermana. ¡Vaya usted a saber si podrán hablar de otra cosa! Pero hagamos de una vez por todas la pregunta que nos interesa: ¿el discurso sobre el parentesco es un discurso sobre la sociedad?, ¿el conocimiento del sistema de parentesco de tal o cual tribu nos informa sobre su vida social? Para nada: una vez que se desmenuza bien un sistema de parentesco, no se ha avanzado gran cosa en el conocimiento de la sociedad en que está establecido, seguimos casi en ascuas. El cuerpo social primitivo no descansa en los lazos de sangre y de la alianza; no es una máquina que sólo fabrique relaciones de parentesco: parentesco no es sociedad. ¿Quiere esto decir que las relaciones de parentesco son secundarias en la urdimbre social primitiva? Todo lo contrario, son fundamentales. En otras palabras, la sociedad primitiva, menos que cualquier otra, no puede concebirse sin las relaciones de parentesco, y todo el estudio del parentesco (por lo menos como se ha practicado hasta hoy) no enseña nada acerca del ser social primitivo. ¿Para qué sirven las relaciones sociales de parentesco en las sociedades primitivas? El estructuralismo no puede proporcionar más que una respuesta global: codificar la prohibición del incesto. Esta función del parentesco sólo explica que los hombres no son animales: eso es todo. No explica por qué el hombre primitivo es singular, diferente de los otros; por qué la sociedad primitiva no puede tratarse como las demás. Y sin embargo los lazos de parentesco cumplen una función determinada, inmanente a la sociedad primitiva como tal, es decir, como sociedad indivisa constituida por iguales: parentesco, sociedad e igualdad: la misma lucha. Pero ésta es otra historia, de la que ya hablaremos.
El otro triunfo importante de Lévi-Strauss se encuentra en el terreno de la mitología. El análisis de los mitos ha despertado menos vocaciones que el análisis del parentesco, entre otras razones porque es más difícil, e indudablemente nadie lo haría tan bien como el maestro. ¿Qué condiciones se necesitan para este análisis? La condición de que los mitos constituyan un sistema homogéneo, de que “se piensen entre sí”, como dice el propio Lévi-Strauss. Así que los mitos están relacionados entre sí, son pensables. Muy bien. ¿Pero el mito (un mito particular) se limita a pensar en los que están cerca para que la mitología pueda pensar en todos ellos juntos? No, por supuesto. También en este caso la concepción estructuralista ha abolido de manera especialmente clara la relación con lo social: lo que resalta antes que nada es la relación de los mitos entre sí, y omite el lugar de producción y de invención del mito, la sociedad. Que los mitos se piensan entre sí y que su estructura es analizable es seguro: Lévi-Strauss nos da la prueba brillante; pero es en un sentido secundario: pues primero piensan en la sociedad que en ellos se piensa, y en esto reside su función. Los mitos constituyen el discurso de la sociedad primitiva sobre sí misma; envuelven una dimensión sociopolítica que el análisis estructural naturalmente procura no tomar en cuenta, so pena de tener una avería. El estructuralismo sólo es operativo si cuenta los mitos de la sociedad, si los ase etéreos, cuando flotan a buena distancia de su espacio original. Y desde luego por esto nunca trata de lo que sin embargo se impone como experiencia privilegiada de la sociedad primitiva: es decir el rito. En efecto, ¿qué es más colectivo y más social que un ritual? El rito es la mediación entre el mito y la sociedad, pero para el analista estructural la dificultad proviene de que los ritos no se piensan entre sí. Imposible pensarlos. Así que exit el rito y, con él, la sociedad.
Ya sea que se aborde el estructuralismo por su cima (la obra de Lévi-Strauss) o que esta cima se considere por sus dos vertientes principales (el análisis del parentesco y el análisis de los mitos), se impone una constante: la de una ausencia: este discurso elegante, frecuentemente muy rico, no habla de la sociedad. El estructuralismo es como una teología sin dios: es una sociología sin sociedad.
De manera que junto a la mayor potencia de las ciencias humanas se abre paso una petición insistente —y legítima— de parte de los investigadores y de los estudiantes: ¡Queremos hablar de la sociedad, hablemos de ella! Entonces cambia la escena. Al gracioso minué de los estructuralistas, despedidos amablemente, sucede un ballet nuevo, el de los marxistas (como se llaman a sí mismos), que bailan una pesada danza, golpeando con fuerza el piso de la investigación con sus zuecos gruesos y claveteados. Por varias razones (políticas y no científicas) el nutrido público aplaude. Sucede que el marxismo, en tanto teoría de la sociedad y de la historia, es por naturaleza la habilidad para extender el discurso hasta el campo de la sociedad primitiva. Mejor: la lógica de la doctrina marxista la obliga a no descuidar ningún tipo de sociedad; en su naturaleza está decir la verdad a propósito de todas las formaciones sociales que marcan a la historia. Por esto, inmanente al discurso marxista global hay un discurso ya listo de antemano acerca de la sociedad primitiva.
Los etnólogos marxistas constituyen una falange oscura pero numerosa. En vano buscaremos en este cuerpo disciplinado una individualidad destacada o un espíritu original: todos, como devotos de la misma doctrina, profesan la misma creencia y salmodian el mismo credo; cada uno está pendiente de que su vecino respete ortodoxamente la letra de los cánticos que entona este coro poco angélico. Se me objetará que, con todo, existen tendencias que se enfrentan. y fuertemente. En efecto, cada cual pasa el tiempo diciendo que los demás son unos impostores pseudomarxistas; cada quien defiende su interpretación del Dogma como la única buena. Naturalmente no me toca a mí decidir a quién corresponde el título de marxista autentico… (que se arreglen entre ellos). Pero en cambio (no es un placer, sino una obligación) puedo tratar de demostrar que sus pleitos de sectas agitan a la misma parroquia, y que el marxismo de Fulano no vale más que el de Mengano.
Tomemos por ejemplo a Meillassoux. Se dice que es una de las cabezas pensantes (¡pensantes!) de la antropología marxista. En este caso particular no tengo que trabajar mucho, gracias al minucioso análisis que Adler dedicó a una obra reciente de este autor1. Que el lector se refiera pues a dicha obra y a la crítica de ella: el libro de Adler es serio, riguroso, más que atento. (Adler es en realidad especialista en África, como Meillassoux… o más bien a diferencia de Meillassoux). El pensador marxista debiera estar orgulloso de tener que ver con un lector tan concienzudo y probarle su reconocimiento: nada de ello. A las razonabilísimas objeciones de Adler (que, como era de esperarse, destruye la maniobra del autor), Meillassoux opone una respuesta2 que puede resumirse fácilmente: los que no están de acuerdo con la antropología marxista son partidarios de Pinochet. Así nada más. Sucinta pero clara. Nada de matices cuando uno es un altivo protector de la doctrina. Este hombre es una especie de integrista, tiene algo de monseñor Lefebvre: su mismo fanatismo obtuso, su misma incurable alergia a la duda. Con esta madera hacen títeres inofensivos. Pero cuando el títere está en el poder empieza a preocupar y se llama, por ejemplo Vichinsky. ¡A Gulag los incrédulos! ¡Ya les enseñarán a dudar de que las relaciones de producción dominan la vida social primitiva!
Sin embargo, Meillassoux no está solo, y sería injusto con los demás hacer creer que posee el monopolio del marxismo antropológico. En aras de la equidad hay que dar a sus colegas el lugar que se merecen.
A Godelier, por ejemplo, que en el principio de la calle de Tournon ha adquirido una buena reputación de pensador marxista. Su marxismo atrae la atención porque parece menos áspero, más ecuménico que el de Meillassoux. Este hombre tiene algo de radical socialista (rojo por fuera, blanco por dentro). ¿Se tratará de un oportunista? ¡Vaya, es un atleta del pensamiento que se ha echado a cuestas hacer la síntesis del estructuralismo con el marxismo! Hay que verlo brincotear de Marx a Lévi-Strauss (¿brincotear, como si fuera un pajarito? ¡Da bandazos como un elefante!).
Hojeemos su última obra3, sobre todo el prefacio a la segunda edición —cosa que, dicho sea de paso, produce poco placer. En efecto, el estilo es el hombre, y este no es precisamente proustiano (bien se ve que este muchacho no aspira a la Academia Francesa). En suma: la conclusión a este prefacio es un poco embrollada, pues Godelier explica que Lefort y yo planteamos la cuestión del origen del Estado en nuestro trabajo sobre La Boétie (para nada se trata de eso); que Deleuze y Guattari ya le habían dado respuesta en Anti-Edipo, pero que sus planteamientos “probablemente estaban inspirados en Clastres” (p. 25, n. 3). ¡Compréndalo usted! En todo caso, Godelier es honrado: reconoce que no entiende nada de lo que lee (sus citas están cuajadas de signos de exclamación e interrogación). A Godelier no le gusta la categoría de deseo, que por lo demás, le paga con la misma moneda. Perdería mi tiempo si tratara de explicarle lo que Lefort y yo identificamos con esta palabra, que no tiene mucho que ver con el uso que le dan Deleuze y Guattari: Godelier no me entendería. Dejémoslo. De todas maneras estas ideas le parecen sospechosas porque la burguesía las aplaude, y hace falta lo que hace falta “para que la burguesía sea la única que las aplauda”.
A Godelier le aplaude el proletariado. ¡Qué ovaciones de Billancourt para sus valientes palabras! Reconozcamos que esta ruptura ascética tiene algo conmovedor (e inesperado): renuncia a la Universidad de la burguesía, a sus pompas y carreras, a sus obras y ascensos. Es el San Pablo de las ciencias humanas. Amén. De todos modos, protesta el lector impaciente, ¿este torpe no dirá más que tonterías? ¡De vez en cuando tendrá alguna idea! Es difícil encontrar las ideas de Godelier en esta abrumadora retórica marxista. Si se hacen a un lado las citas de Marx, y las vulgaridades que todos podemos decir si nos descuidamos, no queda gran cosa. Con todo, admitamos que en el prólogo a la primera edición y en el prefacio a la segunda nuestro paquidermo despliega un esfuerzo considerable (lo que le falta no es buena voluntad). Este navegante audaz, que se embarca para un verdadero “periplo”, como él mismo dice, franquea océanos de conceptos. ¿Y qué descubre? Por ejemplo, que las representaciones de las sociedades primitivas (religiones, mitos, etc.,) pertenecen al campo de la ideología. Ahora bien, aquí conviene ser marxista (a diferencia de Fodelier), es decir, fiel al texto de Marx. ¿Y qué es para Marx la ideología? Es el discurso que entabla sobre sí misma una sociedad dividida, estructurada en torno al conflicto social. Este conflicto tiene como misión ocultar la división y el conflicto, dar la apariencia de la homogeneidad social. En una palabra, la ideología es la mentira. Para que haya ideología se necesita cuando menos que haya división social. Godelier lo desconoce. ¿Cómo sabría entonces que la ideología, en el sentido en que Marx habla de ella, es un fenómeno moderno, surgido en el siglo XVI, contemporáneo precisamente del nacimiento del Estado moderno democrático? Lo que colma el cerebro de Godelier no es el saber histórico: para él, la religión y el mito son la ideología; sólo lo son en la cabeza de Godelier: para él seguramente su religión es su ideología marxista. ¿Qué significa hablar de ideología a propósito de las sociedades primitivas, es decir, de las sociedades indivisas y sin clases, ya que por naturaleza excluyen la posibilidad de dicho discurso? En primer lugar significa que Godelier se sirve de Marx a su gusto; en segundo, que no comprende nada de lo que es una sociedad primitiva. Ni marxista, ni etnólogo. ¡Magistral!
En buena lógica, su concepción “ideológica” de la religión primitiva debiera llevarlo a determinar que el mito es el opio del salvaje. No lo apresuremos: hace lo que puede, ya lo dirá en otra ocasión. Pero si su lógica es nula, su vocabulario es pobre. Este vigoroso montañés se adentra en los Andes (p. 21-22). ¿Y qué descubre? Que la relación entre la casta dominante de los incas y el campesinado dominado constituye un intercambio desigual (el subrayado es de él, además). ¿De dónde lo saca? ¿Así que entre el Amo y el Súbdito hay un intercambio desigual? También lo habrá entre el capitalista y el obrero, ¿no? ¿Y eso no se llamará corporatismo? ¿Godelier-Salazar, la misma lucha? ¡Quien lo hubiera creído! Habrá que enriquecer el vocabulario de Godelier: el intercambio desigual se llama sencillamente robo, o, en términos marxistas, explotación. Esto es lo que resulta de tratar de ser al mismo tiempo estructuralista (intercambio y reciprocidad) y marxista (desigualdad): no es uno ni chicha ni limonada. Godelier trata aquí de trasplantar la categoría de intercambio (que sólo sirve para las sociedades primitivas, es decir, para las sociedades de Iguales) a las sociedades divididas en clases: o sea, estructuradas a partir de la desigualdad (lo mezcla todo y escribe tonterías… reaccionarias, por supuesto); a veces incluye a la religión en la ideología; a veces al intercambio en la desigualdad.
Y así por el estilo. Cuando se interesa por las sociedades australianas, lleno de penetración, como siempre, advierte que en ellas “las relaciones de parentesco también eran relaciones de producción que constituían la estructura económica” (p. 9; nuevamente el subrayado es suyo). ¡Basta, la producción está aquí! Esta proposición en rigor carece de contenido. O bien significa que dichas relaciones de producción se establecen entre parientes. ¿Y con quien quiere que se establezcan? ¿Con los enemigos tal vez? Excepto la guerra, aparte, todas las relaciones sociales se establecen entre parientes, por supuesto. Cualquier etnólogo principiante lo sabe. En consecuencia, se trata de una intrascendencia. Pero no es eso lo que quiere decirnos el marxista Godelier. A fuerza quiere hacer que encajen en la sociedad primitiva (donde nada tienen que hacer) las categorías marxistas de las relaciones de producción, de fuerzas productivas, de desarrollo de las fuerzas productivas (¡qué lenguaje tan pesado y acartonado tiene siempre en la boca!), mientras sigue aferrado al estructuralismo: sociedad primitiva = relaciones de parentesco = relaciones de producción. Así nada más.
Y ahora unas cuantas observaciones. Primero sobre la categoría de producción. Los especialistas de la economía primitiva, como Marshall Sahlins, de los Estados Unidos, y Jacques Lizot, de Francia, más capaces y más atentos a los hechos que Godelier (lo que no es difícil) y que se ocupan de etnología, no de catecismo, han establecido que la sociedad primitiva funciona precisamente como una máquina de antiproducción; que el modo de producción doméstica siempre opera por debajo de sus posibilidades; que no hay relaciones de producción porque no hay producción, dado que ésta es la menor de las preocupaciones de la sociedad primitiva (cf. el prólogo a Marshall Sahlins). Naturalmente Godelier (aquí vemos que su marxismo es precisamente de la misma tela que el de su opositor Meillassoux: verdaderamente son los Marx Brothers) no puede renunciar a la Santa Producción: porque fracasaría y perdería el trabajo. Dicho lo anterior, a Godelier no le falta salud: tenemos aquí a un buen hombre que, con la bonhomía de una aplanadora, aplasta los hechos etnográficos bajo la doctrina que lo hace vivir, y además tiene la frescura de reprochar a los demás “un total desprecio por los hechos que los contradicen” (p. 24). Este muchacho sabe de que habla.
Y luego sobre el parentesco: aunque sea estructuralista, un marxista no puede comprender lo que son las relaciones de parentesco. ¿Para qué sirve un sistema de parentesco? Alumno Godelier: sirve para fabricar parientes. ¿Y para qué sirve un pariente? Desde luego, no para producir lo que fuere. Sirve, hasta nuevo aviso, para llevar precisamente el nombre de pariente. Ésta es la principal función sociológica del parentesco en la sociedad primitiva (no la de instituir la prohibición del incesto). Indudablemente yo podría ser más claro. Ya que un poco de suspenso produce tan buenos resultados, por el momento me limitare a decir que la función de nominación, inscrita en el parentesco, determina todo el ser sociopolítico de la sociedad primitiva. Ahí reside el nudo del parentesco con la sociedad. En otra ocasión lo desataremos. Si Godelier logra decir algo más sobre esto, le regalaremos una suscripción a Libre.
Este prefacio de Godelier es un ramo compuesto por las flores más exquisitas: la obra de un artista. Entresaquemos la última cita: “Pues han existido y existen todavía —y muchos lo ignoran— numerosas sociedades divididas en órdenes, castas o clases, en explotadores y explotados, que sin embargo no conocen el Estado.” ¿Por qué no nos aclara primero, lo que es importante, de qué sociedades habla? Se anda con rodeos. Por lo demás, en realidad quiere decir que puede pensarse en la división social sin el Estado, que la división en dominantes y dominados no implica en cualquier caso al Estado. ¿Qué puede ser el Estado para Godelier? Apostamos que los Ministerios, el Elíseo, la Casa Blanca, el Kremlin. ¡Qué simpática su inocencia de pueblerino que visita la capital! I like it, palabra. Pero basta de efusiones. A Godelier se le olvida una cosa, la principal (una que los marxistas tienen muy presente cuando controlan el aparato del Estado): o sea, que el Estado es el ejercicio del poder político. No puede pensarse en el poder sin el Estado, ni en el Estado sin el poder. En otras palabras, donde se observa que una parte de la sociedad ejerce efectivamente el poder sobre el resto de ella, nos encontramos confrontados con una sociedad dividida, es decir, una sociedad con Estado (aunque la [?] del Déspota no sea muy grande). La división social en dominantes y dominados es política de cabo a rabo: divide a los hombres en Dueños del Poder y Sujetos del Poder. Que la economía, el tributo, la deuda y el trabajo alienado aparecen como los signos y efectos de la división política según el eje del poder, ya en otra ocasión lo demostré con amplitud (y Godelier no es el último en aprovecharse —p. 22 por ejemplo— aunque sin mencionarme, el granuja. Como decía Kant, a algunos no les gusta saldar sus deudas). La sociedad primitiva es indivisa porque no contiene un órgano separado del poder político. La división social se inicia con la separación entre la sociedad y el órgano [?] del poder. De manera que cualquier sociedad que no sea primitiva (o sea, cualquier sociedad dividida) contiene, más o menos desarrollada, la figura del Estado. Donde hay amos, donde hay súbditos que paguen un tributo, donde hay deuda, ahí hay poder, existe el Estado. Por supuesto, entre la figura mínima del Estado tal como lo encarnan algunas realezas polinesias, africanas o de otros países, y las formas más estatales del Estado (mezcladas con la demografía, el fenómeno urbano, la división del trabajo, la escritura, etc.), el poder se ejerce en diferentes grados y la opresión se sufre con diferente intensidad: y el mayor grado y la mayor intensidad se alcanzan con el tipo de poder que ponen en práctica los fascistas y los comunistas: ahí es total el poder del Estado, absoluta la opresión. Pero este punto medular sigue siendo irreductible: así como no puede pensarse en la sociedad indivisa sin la ausencia del Estado, tampoco puede pensarse en la sociedad dividida sin la presencia del Estado. Y meditar en el origen de la desigualdad, la división social, las clases y la dominación, es meditar en el campo de la política, del poder y del Estado, y no en el campo de la economía, la producción, etc. La economía se engendra a partir de lo político, las relaciones de producción proceden de las relaciones de poder; el Estado engendra las clases.
Y ahora, ya que nos divertimos con estas payasadas, abordemos la cuestión importante: ¿Qué sucede con el discurso marxista en antropología? Al inicio de este texto hablaba yo de la nulidad radical de la etnología marxista (entiéndase, lectores, las obras de Meillassoux, Godelier y compañía: es edificante). Radical, es decir de principio. ¿Por qué? Porque este discurso no es un discurso científico (es decir, interesado en la verdad), sino un discurso puramente ideológico (es decir, interesado en la eficacia política). Para ver claro conviene distinguir primero entre el pensamiento de Marx y el marxismo. El pensamiento de Marx constituye una tentativa grandiosa (unas veces acertada, otras no) de pensar en la sociedad de su tiempo (el capitalismo occidental) y la historia que la dio a luz. El marxismo contemporáneo es una ideología al servicio de una política, de manera que los marxistas nada tienen que ver con Marx, y son los primeros en reconocerlo. ¿No se califican de impostores pseudo-marxistas Godelier y Meillassoux? Es totalmente cierto; estoy de acuerdo con ellos; ambos tienen razón. Descaradamente se refugian en las barbas de Marx para colocar sus mercancías. Bonito caso de publicidad engañosa. Pero para deshonrar a Marx hace falta más de un [?].
El marxismo pos-Marx, aparte de haberse convertido en la ideología dominante del movimiento obrero, se ha vuelto su enemigo, se ha constituido en la forma más arrogante de lo más tonto que ha producido el siglo XIX: El cientismo. En otras palabras, el marxismo contemporáneo se autoinstituye en el discurso científico sobre la historia y la sociedad, en el discurso que enuncia las leyes del movimiento histórico, las leyes de transformación de las sociedades que se engendran unas a otras. Así pues, el marxismo puede hablar de cualquier tipo de sociedad, pues de antemano conoce el principio por el que funciona. Más todavía: el marxismo debe hablar de cualquier tipo de sociedad posible o real, pues la universalidad de las leyes que descubre no admite ninguna excepción. De otra manera, toda la doctrina se desmorona en bloque. Por lo tanto, para mantener no sólo la coherencia, sino la existencia misma de este discurso, es imprescindible que los marxistas definan la concepción marxista de la sociedad primitiva, que constituyan una antropología marxista, sin la cual no habría teoría marxista de la historia, sino sólo el análisis de una sociedad particular (el capitalismo del siglo XIX) elaborado por un hombre llamado Marx.
Pero he aquí que los marxistas han caído en la trampa de su marxismo: de hecho no tienen salida: deben someter los hechos sociales a las mismas reglas de funcionamiento y transformación que rigen a las demás formaciones sociales. No podría tratarse aquí de dos pesos y dos medidas: si hay leyes de la historia, deben ser tan válidas para su inicio (la sociedad primitiva) como para su transcurso. De manera que un solo peso y una misma medida. ¿Cuál es la medida marxista para los hechos sociales? Es la economía.** El marxismo es un economismo que arroja al cuerpo social sobre la infraestructura económica: la sociedad es lo económico. Por ello, los antropólogos marxistas se ven obligados a introducir al cuerpo social primitivo lo que consideran que funciona en otras sociedades: las categorías de producción, las relaciones de producción, de explotación, etcétera. Con fórceps, como dice Adler. Y de esta manera los mayores explotan a los benjamines (Meillassoux) y las relaciones de parentesco son relaciones de producción (Godelier).
No insistamos en esta sarta de disparates. Mejor aclaremos el oscurantismo militante de los antropólogos marxistas, que trafican desvergonzadamente con los hechos y los pisotean: los trituran hasta no dejar nada de ellos. Sustituyen la realidad de los hechos sociales por la ideología de su discurso. ¿Qué son Meillassoux, Godelier y sus compinches? Son los Lysenko de las ciencias humanas. ¿Hasta dónde llega su frenesí ideológico, su voluntad de saquear la etnología? Hasta el final, o sea, hasta suprimir lisa y llanamente a la sociedad primitiva como sociedad específica, como ser social independiente. En la lógica del discurso marxista la sociedad primitiva sencillamente no puede existir: no tiene derecho a la existencia autónoma, su ser sólo se determina en función de lo que vendrá después de ella, de lo que es su obligado futuro. Los marxistas proclaman doctamente que las sociedades primitivas no son más que sociedades precapitalistas. Éste pues fue el modo de organización de todas las sociedades humanas, de la sociedad durante decenas de milenios… pero sólo para los marxistas [?]. Para ellos, la sociedad primitiva sólo existe en la medida en que se rebaja a esta figura de la sociedad que aparece a fines del siglo XVIII: el capitalismo. Antes de él nada cuenta: todo es precapitalista. Estos bribones no se complican la existencia. Ser marxista debe ser un alivio. Todo se explica a partir del capitalismo: ellos poseen la buena doctrina, la llave que abre a la sociedad capitalista y por ende a todas las formaciones sociales históricas. Resultado: para el marxismo en general, la medida de la sociedad es la economía, y para los etnomarxistas, que van todavía más lejos, la medida de la sociedad primitiva es la sociedad capitalista. Así nada más. Pero los que no escatiman un poco de esfuerzo plantean el problema al estilo de Montaigne o de La Boétie o de Rousseau y juzgan lo que vino después de acuerdo con lo que había antes. ¿Qué sucede entonces con las sociedades posprimitivas? ¿Por qué aparecieron la desigualdad, la división, el poder separado, el Estado?
¿Pero cómo puede funcionar un asunto tan oscuro, se pregunta uno? Porque aunque desde hace algún tiempo está a la sombra, todavía atrae a algunos clientes. Lo menos que podemos decir es que evidentemente estos clientes (las escuelas y los lectores de estos marxismos) no son exigentes en cuanto a la calidad de los productos que consumen. ¡Peor para ellos! Si esa sopa les gusta, que se la traguen. Pero quedarse en esto sería al mismo tiempo muy cruel y demasiado sencillo: al denunciar la maniobra de los etnomarxistas podemos ayudar a que algunos intoxicados no mueran idiotas (este tipo de marxismo es el opio de los pobres de espíritu). Sin embargo, sería muy superficial y casi irresponsable limitarse a destacar (si puedo decirlo) la nulidad de Meillassoux o de Godelier. Es claro que su producción no vale un comino, pero subestimarla sería un error garrafal: el vacío de su discurso en realidad encubre al ser de que se nutre: o sea, su capacidad para difundir una ideología de conquista del poder. En la sociedad francesa contemporánea la Universidad ocupa un lugar destacado. Y en la Universidad, sobre todo en el campo de las ciencias humanas (pues parece más difícil ser marxista en matemáticas o en biología) trata de sentar sus realidades como ideología dominante, esta ideología política que es el marxismo actual. En este dispositivo global, nuestros marxistas ocupan un lugar modesto, ciertamente, pero no despreciable. Hay una división del trabajo político, y ellos cumplen con la parte que les corresponde: asegurar el triunfo de su ideología común. ¡Caramba! ¿No se tratará de meros estalinistas, de buenos aspirantes a burócratas? Nos lo preguntamos… En todo caso, esto explicaría que se burlen tanto de las sociedades primitivas, como hemos visto: para ellos sólo son el pretexto para difundir su ideología de granito y su lenguaje acartonado. Por lo cual no se trata tanto de burlarse de su tontería, como de desalojarlos del verdadero lugar en que se sitúan: el enfrentamiento político en su dimensión ideológica. Los estalinistas no son unos insignificantes conquistadores del poder: lo que quieren es el poder total: el Estado de sus sueños es el Estado totalitario. Enemigos de la inteligencia y de la libertad, como los fascistas, afirman que poseen un saber total para legitimar el ejercicio de un poder total. Con toda razón desconfía uno de esta gente que aplaude los asesinatos de Cambodia y de Etiopía porque los asesinos son marxistas. Si uno de estos días Amin Dada se proclama marxista los oiremos berrear: ¡Bravo Dada!
Y ahora esperemos y sigamos escuchando: tal vez pronto rebuznen los brontosaurios.

Traducción de Merces Córdoba y Magro
* Pierre Clastres redactó estas páginas unos días antes de su muerte. No llegó a transcribirlas ni revisarlas, por lo que el manuscrito presenta algunos problemas. Las palabras dudosas están entre corchetes. Las palabras o expresiones ilegibles se dejan en blanco.
1 C. Meillassoux. Femmes, greniers et capitaux, París, Maspero, 1976: A. Adler L’Ethnologie marxiste : vers un nouvel obscurantisme ?, L’Homme, XVI (4). p. 118-128.
2 C. Meillassoux. Sur Deux critiques de « Femmes, greniers et capitaux » ou « Fahrenheit 450, 5 », L’Homme, XVII (1). p. 123-128.
3 M. Godelier, Horizon, trajets marxistes en anthropologie, 2a edición. París, Maspero. 1977.
** Y a este respecto hay desde luego en Marx una raíz de marxismo, sería ridículo querer apartarlo en este cabo de los marxistas. ¡No llegó en efecto, a escribir en El capital que [falta la cita].

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