Los juristas romanos sabían perfectamente qué significaba “profanar”. Sagradas o religiosas eran las cosas que pertenecían de algún modo a los dioses. Como tales, ellas eran sustraídas al libre uso y al comercio de los hombres, no podían ser vendidas ni dadas en préstamo, cedidas en usufructo o gravadas de servidumbre. Sacrílego era todo acto que violara o infringiera esta especial indisponibilidad, que las reservaba exclusivamente a los dioses celestes (y entonces eran llamadas propiamente “sagradas”) o infernales (en este caso, se las llamaba simplemente “religiosas”). Y si consagrar (sacrare) era el término que designaba la salida de las cosas de la esfera del derecho humano, profanar significaba por el contrario restituirlos al libre uso de los hombres. “Profano —escribe el gran jurista Trebacio— se dice en sentido propio de aquello que, habiendo sido sagrado o religioso, es restituido al uso y a la propiedad de los hombres”. Y “puro” era el lugar que había sido desligado de su destinación a los dioses de los muertos, y por lo tanto ya no era más “ni sagrado, ni santo, ni religioso, liberado de todos los nombres de este género” (D. 11,7,2).
Pura, profana, libre de los nombres sagrados es la cosa restituida al uso común de los hombres. Pero el uso no aparece aquí como algo natural: a él se accede solamente a través de una profanación. Entre “usar” y “profanar” parece haber una relación particular, que es preciso poner en claro.
Es posible definir la religión como aquello que sustrae cosas, lugares, animales o personas del uso común y los transfiere a una esfera separada. No sólo no hay religión sin separación, sino que toda separación contiene o conserva en sí un núcleo auténticamente religioso. El dispositivo que realiza y regula la separación es el sacrificio: a través de una serie de rituales minuciosos, según la variedad de las culturas, que Hubert y Mauss han pacientemente inventariado, el sacrificio sanciona el pasaje de algo que pertenece al ámbito de lo profano al ámbito de lo sagrado, de la esfera humana a la divina. En este pasaje es esencial la censura que divide las dos esferas, el umbral que la víctima tiene que atravesar, no importa si en un sentido o en el otro. Lo que ha sido ritualmente separado, puede ser restituido por el rito a la esfera profana. Una de las formas más simples de profanación se realiza así por contacto (contagione) en el mismo sacrificio que obra y regula el pasaje de la víctima de la esfera humana a la esfera divina. Una parte de la víctima (las vísceras, exta:1 el hígado, el corazón, la vesícula biliar, los pulmones) es reservada a los dioses, mientras que lo que queda puede ser consumido por los hombres. Es suficiente que los que participan en el rito toquen estas carnes para que ellas se conviertan en profanas y puedan simplemente ser comidas. Hay un contagio profano, un tocar que desencanta y restituye al uso lo que lo sagrado había separado y petrificado.
El término religio no deriva, según una etimología tan insípida como inexacta, de religare (lo que liga y une lo humano y lo divino), sino de relegere, que indica la actitud de escrúpulo y de atención que debe imprimirse a las relaciones con los dioses, la inquieta vacilación (el “releer”)2 ante las formas —las fórmulas— que es preciso observar para respetar la separación entre lo sagrado y lo profano. Religio no es lo que une a los hombres y a los dioses, sino lo que vela para mantenerlos separados, distintos unos de otros. A la religión no se oponen, por lo tanto, la incredulidad y la indiferencia respecto de lo divino sino la “negligencia”, es decir una actitud libre y “distraída” —esto es, desligada de la religio de las normas— frente a las cosas y a su uso, a las formas de la separación y a su sentido. Profanar significa abrir la posibilidad de una forma especial de negligencia, que ignora la separación o, sobre todo, hace de ella un uso particular.
El pasaje de lo sagrado a lo profano puede, de hecho, darse también a través de un uso (o, más bien, un reuso) completamente incongruente de lo sagrado. Se trata del juego. Es sabido que la esfera de lo sagrado y la esfera del juego están estrechamente conectadas. La mayor parte de los juegos que conocemos deriva de antiguas ceremonias sagradas, de rituales y de prácticas adivinatorias que pertenecían tiempo atrás a la esfera estrictamente religiosa. La ronda fue en su origen un rito matrimonial; jugar con la pelota reproduce la lucha de los dioses por la posesión del sol; los juegos de azar derivan de prácticas oraculares; el trompo y el tablero de ajedrez eran instrumentos de adivinación. Analizando esta relación entre juego y rito, Émile Benveniste ha mostrado que el juego no sólo proviene de la esfera de lo sagrado, sino que representa de algún modo su inversión. La potencia del acto sagrado —escribe Benveniste— reside en la conjunción del mito que cuenta la historia y del rito que la reproduce y la pone en escena. El juego rompe esta unidad: como ludus, o juego de acción, deja caer el mito y conserva el ritual; como jocus, o juego de palabras, elimina el rito y deja sobrevivir el mito. “Si lo sagrado se puede definir a través de la unidad consustancial del mito y el rito, podremos decir que se tiene juego cuando solamente una mitad de la operación sagrada es consumada, traduciendo sólo el mito en palabras y sólo el rito en acciones.”
Esto significa que el juego libera y aparta a la humanidad de la esfera de lo sagrado, pero sin abolirla simplemente. El uso al cual es restituido lo sagrado es un uso especial, que no coincide con el consumo utilitario. La “profanación” del juego no atañe, en efecto, sólo a la esfera religiosa. Los niños, que juegan con cualquier trasto viejo que encuentran, transforman en juguete aun aquello que pertenece a la esfera de la economía, de la guerra, del derecho y de las otras actividades que estamos acostumbrados a considerar como serias. Un automóvil, un arma de fuego, un contrato jurídico se transforman de golpe en juguetes. Lo que tienen en común estos casos con los casos de profanación de lo sagrado es el pasaje de una religio, que es sentida ya como falsa y opresiva, a la negligencia como verdadera religio. y esto no significa descuido (no hay atención que se compare con la del niño mientras juega), sino una nueva dimensión del uso, que niños y filósofos entregan a la humanidad. Se trata de un tipo de uso como el que debía tener en mente Walter Benjamin, cuando escribió, en El nuevo abogado, que el derecho nunca aplicado, sino solamente estudiado es la puerta de la justicia. Así como la religio no ya observada, sino jugada abre la puerta del uso, las potencias de la economía, del derecho y de la política desactivadas en el juego se convierten en la puerta de una nueva felicidad.
El juego como órgano de la profanación está en decadencia en todas partes. Que el hombre moderno ya no sabe jugar más lo prueba precisamente la multiplicación vertiginosa de juegos nuevos y viejos. En el juego, en los bailes y en las fiestas el hombre busca, de hecho, desesperada y obstinadamente, justo lo contrario de lo que podría encontrar: la posibilidad de volver a acceder a la fiesta perdida, un retorno a lo sagrado y a sus ritos, aunque sea en la forma de las insulsas ceremonias de la nueva religión espectacular o de una lección de tango en un salón de provincia. En este sentido, los juegos televisivos de masas forman parte de una nueva liturgia, secularizan una intención inconscientemente religiosa. Restituir el juego a su vocación puramente profana es una tarea política.
Es preciso distinguir, en este sentido, entre secularización y profanación. La secularización es una forma de remoción que deja intactas las fuerzas, limitándose a desplazarlas de un lugar a otro. Así, la secularización política de conceptos teológicos (la trascendencia de Dios como paradigma del poder soberano) no hace otra cosa que trasladar la monarquía celeste en monarquía terrenal, pero deja intacto el poder. La profanación implica, en cambio, una neutralización de aquello que profana. Una vez profanado, lo que era indisponible y separado pierde su aura y es restituido al uso. Ambas son operaciones políticas: pero la primera tiene que ver con el ejercicio del poder, garantizándolo mediante la referencia a un modelo sagrado; la segunda, desactiva los dispositivos del poder y restituye al uso común los espacios que el poder había confiscado.
Los filólogos no cesan de sorprenderse del doble, contradictorio significado que el verbo profanare parece tener en latín: por una parte, hacer profano; por otro —en una acepción utilizada en muy pocos casos—, sacrificar. Se trata de una ambigüedad que parece pertenecer al vocabulario de lo sagrado como tal: el adjetivo sacer, en un contrasentido que ya Freud había notado, significaría así tanto “augusto, consagrado a los dioses” como “maldito, excluido de la comunidad”. La ambigüedad, que está aquí en cuestión, no se debe solamente a un equívoco sino que es, por así decir, constitutiva de la operación profanatoria (o de aquella, inversa, de la consagración). En cuanto se refieren a un mismo objeto, que debe pasar de lo profano a lo sagrado y de lo sagrado a lo profano, ellas deben tener en cuenta siempre algo así como un residuo de profanidad en roda cosa consagrada y un residuo de sacralidad presente en todo objeto profanado.
Veamos el término sacer. Él designa aquello que, a través del acto solemne de la sacratio o de la devotio (con el cual el comandante consagra su vida a los dioses infernales para asegurarse la victoria) ha sido consignado a los dioses, pertenece exclusivamente a ellos. Y sin embargo, en la expresión homo sacer, el adjetivo parece designar a un individuo que, habiendo sido excluido de la comunidad, puede ser matado impunemente, pero no puede ser sacrificado a los dioses. ¿Qué es lo que ha sucedido aquí? Que un hombre sagrado, es decir, que pertenece a los dioses, ha sobrevivido al rito que lo ha separado de los hombres y sigue llevando una existencia aparentemente profana entre ellos. En el mundo profano, a su cuerpo es inherente un residuo irreductible de sacralidad, que lo sustrae al comercio normal con sus pares y lo expone a la posibilidad de una muerte violenta, la cual lo restituye a los dioses a los que en verdad pertenece. Considerado, en cambio, en la esfera divina, él no puede ser sacrificado y está excluido del culto, porque su vida es ya propiedad de los dioses y sin embargo, en la medida en que sobrevive, por así decir, a sí misma, ella introduce un resto incongruente de profanidad en el ámbito de lo sagrado. Sagrado y profano representan, así, en la máquina del sacrificio, un sistema de dos polos, en los cuales un significante flotante transita de un ámbito al otro sin dejar de referirse al mismo objeto. Pero es precisamente de este modo que la máquina puede asegurarse la repartici6n del uso entre los humanos y los divinos, y restituir eventualmente a los hombres aquello que había sido consagrado a los dioses. De aquí la promiscuidad entre las dos operaciones en el sacrificio romano, en el cual una parte de la propia víctima consagrada es profanada por contagio y consumida por los hombres, mientras que otra es asignada a los dioses.
Desde esta perspectiva se vuelven quizá más comprensibles la cura obsesiva y la implacable seriedad de las cuales debían dar prueba, en la religión cristiana, teólogos, pontífices y emperadores para asegurarse en la medida de lo posible la coherencia y la inteligibilidad de la noción de transustanciación en el sacrificio de la misa y de encarnación y homousía en el dogma trinitario. Estaba en juego nada menos que la supervivencia de un sistema religioso que había involucrado al propio Dios como víctima en el sacrificio y, de este modo, había introducido en él esa separación que, en el paganismo, tenía que ver solamente con las cosas humanas. Se trataba, así, de hacer frente, a través de la presencia contemporánea de dos naturalezas en una única persona o en una única víctima, a la confusión entre divino y humano que amenazaba con paralizar la máquina sacrificial del cristianismo. La doctrina de la encarnación garantizaba que la naturaleza divina y la humana estuvieran presentes sin ambigüedad en la misma persona, así como la transustanciación aseguraba que las especies del pan y del vino se transformaran sin residuos en el cuerpo de Cristo. Resulta de esto que, en el cristianismo, con el ingreso de Dios como víctima en el sacrificio y con la fuerte presencia de tendencias mesiánicas que ponían en crisis la distinción entre lo sacro y lo profano, la máquina religiosa parece alcanzar un punto limite o una zona de indecibilidad, en la cual la esfera divina está siempre en acto de colapsar en la humana y el hombre traspasa ya siempre en lo divino.
El capitalismo como religión es el título de uno de los más penetrantes fragmentos póstumos de Benjamin. Según Benjamin, el capitalismo no representa sólo, como en Weber, una secularización de la fe protestante, sino que es él mismo esencialmente un fenómeno religioso, que se desarrolla en modo parasitario a partir del cristianismo. Como tal, como religión de la modernidad, está definido por tres características: 1) Es una religión cultual, quizá la más extrema y absoluta que haya jamás existido. Todo en ella tiene significado sólo en referencia al cumplimiento de un culto, no respecto de un dogma o de una idea. 2) Este culto es permanente, es “la celebración de un culto sans trêve et sans merci”3. Los días de fiesta y de vacaciones no interrumpen el culto, sino que lo integran. 3) El culto capitalista no está dirigido a la redención ni a la expiación de una culpa, sino a la culpa misma. “El capitalismo es quizá el único caso de un culto no expiatorio, sino culpabilizante… Una monstruosa conciencia culpable que no conoce redención se transforma en culto, no para expiar en él su culpa, sino para volverla universal… y para capturar finalmente al propio Dios en la culpa… Dios no ha muerto, sino que ha sido incorporado en el destino del hombre.”
Precisamente porque tiende con todas sus fuerzas no a la redención, sino a la culpa; no a la esperanza, sino a la desesperación, el capitalismo como religión no mira a la transformación del mundo sino a su destrucción. Y su dominio es en nuestro tiempo de tal modo total, que aun los tres grandes profetas de la modernidad (Nietzsche, Marx y Freud) conspiran, según Benjamin, con él; son solidarios, de alguna manera, con la religión de la desesperación. “Este pasaje del planeta hombre a través de la casa de la desesperación en la absoluta soledad de su recorrido es el éthos que define Nietzsche. Este hombre es el Superhombre, esto es, el primer hombre que comienza conscientemente a realizar la religión capitalista”. Pero también la teoría freudiana pertenece al sacerdocio del culto capitalista: “Lo reprimido, la representación pecaminosa… es el capital, sobre el cual el infierno del inconsciente paga los intereses”. Y en Marx, el capitalismo “con los intereses simples y compuestos, que son función de la culpa… se transforma inmediatamente en socialismo”.
Tratemos de proseguir las reflexiones de Benjamin en la perspectiva que aquí nos interesa. Podremos decir, entonces, que el capitalismo, llevando al extremo una tendencia ya presente en el cristianismo, generaliza y absolutiza en cada ámbito la estructura de la separación que define la religión. Allí donde el sacrificio señalaba el paso de lo profano a lo sagrado y de lo sagrado a lo profano, ahora hay un único, multiforme, incesante proceso de separación, que inviste cada cosa, cada lugar, cada actividad humana para dividirla de sí misma y que es completamente indiferente a la cesura sacro/profano, divino/humano. En su forma extrema, la religión capitalista realiza la pura forma de la separación, sin que haya nada que separar. Una profanación absoluta y sin residuos coincide ahora con una consagración igualmente vacua e integral. Y como en la mercancía la separación es inherente a la forma misma del objeto, que se escinde en valor de uso y valor de cambio y se transforma en un fetiche inaprensible, así ahora todo lo que es actuado, producido y vivido —incluso el cuerpo humano, incluso la sexualidad, incluso el lenguaje— son divididos de sí mismos y desplazados en una esfera separada que ya no define alguna división sustancial y en la cual cada uso se vuelve duraderamente imposible. Esta esfera es el consumo. Si, como se ha sugerido, llamamos espectáculo a la fase extrema del capitalismo que estamos viviendo, en la cual cada cosa es exhibida en su separación de sí misma, entonces espectáculo y consumo son las dos caras de una única imposibilidad de usar. Lo que no puede ser usado es, como tal, consignado al consumo o a la exhibición espectacular. Pero eso significa que profanar se ha vuelto imposible (o, al menos, exige procedimientos especiales). Si profanar significa devolver al uso común lo que fue separado en la esfera de lo sagrado, la religión capitalista en su fase extrema apunta a la creación de un absolutamente Improfanable.
El canon teológico del consumo como imposibilidad de uso fue fijado en el siglo XIII por la Curia romana en el contexto del conflicto que la opuso a la orden franciscana. En su reivindicación de la “altísima pobreza”, los franciscanos afirmaban la posibilidad de un uso completamente sustraído a la esfera del derecho, que ellos, para distinguirlo del usufructo y de todo otro derecho de uso, llamaron usus facti, uso de hecho (o del hecho). Contra ellos, Juan XXII, adversario implacable de la orden, emana su bula Ad conditorem canonum. En las cosas que son objeto de consumo, argumenta, como la comida, los vestidos, etc., no puede existir un uso distinto de la propiedad, porque él se resuelve integralmente en el acto de su consumo, es decir de su destrucción (abusus). El consumo, que destruye necesariamente la cosa, no es sino la imposibilidad o la negación del uso, que presupone que la sustancia de la cosa quede intacta (salva rei substantia). Y no sólo eso: un simple uso de hecho, distinguido de la propiedad, no existe en la naturaleza, no es en ningún modo algo que se pueda “tener”. “El acto mismo del uso no existe en la naturaleza antes de ejercitarlo, mientras se lo ejercita ni después de haberlo ejercitado. El consumo, en efecto, aun en el acto de su ejercicio, es siempre ya pasado o futuro y, como tal, no se puede decir que exista en la naturaleza, sino sólo en la memoria o en la expectativa. Por lo tanto no se lo puede tener si no en el instante de su desaparición.”
De este modo, con una inconsciente profecía, Juan XXII provee el paradigma de una imposibilidad de usar que debió alcanzar su cumplimiento muchos siglos después, en la sociedad de consumo. Esta obstinada negación del uso capta, sin embargo, más radicalmente la naturaleza de lo que lo pudieron hacer los que lo reivindicaban dentro del orden franciscano. Dado que el puro uso aparece, en su argumentación, no tanto como algo inexistente —él existe, de hecho, instantáneamente en el acto del consumo— sino más bien como algo que no se puede tener jamás, que no puede constituir nunca una propiedad (dominium). El uso es, así, siempre relación con un inapropiable; se refiere a las cosas en cuanto no pueden convertirse en objeto de posesión. Pero, de este modo, el uso también desnuda la verdadera naturaleza de la propiedad, que no es otra que el dispositivo que desplaza el libre uso de los hombres a una esfera separada, en la cual se convierte en derecho. Si hoy los consumidores en las sociedades de masas son infelices, no es sólo porque consumen objetos que han incorporado su propia imposibilidad de ser usados, sino también —y sobre todo— porque creen ejercer su derecho de propiedad sobre ellos, porque se han vuelto incapaces de profanarlos.
La imposibilidad de usar tiene su lugar tópico en el Museo. La museificación del mundo es hoy un hecho consumado. Una después de la otra, progresivamente, las potencias espirituales que definían la vida de los hombres —el arte, la religión, la filosofía, la idea de naturaleza, hasta la política— se han retirado dócilmente una a una dentro del Museo. Museo no designa aquí un lugar o un espacio físico determinado, sino la dimensión separada en la cual se transfiere aquello que en un momento era percibido como verdadero y decisivo, pero ya no lo es más. El Museo puede coincidir, en este sentido, con una ciudad entera (Evora, Venecia, declaradas por esto patrimonio de la humanidad), con una región (declarada parque u oasis natural) y hasta con un grupo de individuos (en cuanto representan una forma de vida ya desaparecida). Pero, más en general, todo puede convertirse hoy en Museo, porque este término nombra simplemente la exposición de una imposibilidad de usar, de habitar, de hacer experiencia.
Por esto, en el Museo, la analogía entre capitalismo y religión se vuelve evidente. El Museo ocupa exactamente el espacio y la función que hace un tiempo estaban reservados al Templo como lugar del sacrificio. A los fieles en el Templo —o a los peregrinos que recorrían la tierra de Templo en Templo, de santuario en santuario— corresponden hoy los turistas, que viajan sin paz en un mundo enajenado en Museo. Pero mientras los fieles y los peregrinos participaban al final de un sacrificio que, separando la víctima de la esfera sagrada, restablecía las justas relaciones entre lo divino y lo humano, los turistas celebran sobre su persona un acto sacrificial que consiste en la angustiosa experiencia de la destrucción de todo uso posible. Si los cristianos eran “peregrinos”, es decir, extranjeros sobre la tierra, porque sabían que tenían su patria en el cielo, los adeptos del nuevo culto capitalista, no tienen patria alguna, porque viven en la pura forma de la separación. Dondequiera que vayan, ellos encuentran multiplicada y llevada al extremo la misma imposibilidad de habitar que habían conocido en sus casas y en sus ciudades, la misma incapacidad de usar que habían experimentado en los supermercados, en los shoppings y en los espectáculos televisivos. Por esto, en la medida que representa el culto y el airar central de la religión capitalista, el turismo es hoy la primera industria del mundo, que involucra cada año más de 650 millones de hombres. Y nada es tan asombroso como el hecho de que millones de hombres comunes lleguen a vivir en carne propia la experiencia quizá más desesperada que es dada a hacer a todos: la de la pérdida irrevocable de todo uso, de la absoluta imposibilidad de profanar.
Es posible, sin embargo, que lo Improfanable, sobre lo cual se funda la religión capitalista, no sea verdaderamente tal, que se den todavía hoy formas eficaces de profanación. Para esto es preciso recordar que la profanación no restaura simplemente algo así como un uso natural, que preexistía a su separación en la esfera religiosa, económica o jurídica. Su operación —como muestra con claridad el ejemplo del juego— es más astuta y compleja, y no se limita a abolir la forma de la separación, para reencontrar, más acá o más allá de ella, un uso incontaminado. También en la naturaleza se dan profanaciones. El gato que juega con el ovillo como si fuera un ratón —exactamente como el niño juega con antiguos símbolos religiosos o con objetos que pertenecieron a la esfera económica— usa conscientemente en el vado los comportamientos propios de la actividad predatoria (o, en el caso del niño, del culto religioso o del mundo del trabajo). Éstos no son borrados, sino que, gracias a la sustitución del ratón por el ovillo, o del objeto sagrado por el juguete, son desactivados y, de este modo, se los abre a un nuevo, posible uso.
Pero, ¿de qué uso se trata? ¿Cuál es, para el gato, el uso posible del ovillo? Éste consiste en liberar un comportamiento de su inscripción genética en una esfera determinada (la actividad predatoria, la caza). El comportamiento así liberado reproduce e incluso imita las formas de la actividad de que se ha emancipado, pero vaciándolas de su sentido y de la relación obligada a un fin, las abre y dispone a un nuevo uso. El juego con el ovillo es la liberación del ratón de su ser presa y de la actividad predatoria de su necesario estar orientada a la captura y la muerte del ratón: y, sin embargo, pone en escena los mismos comportamientos que definían la caza. La actividad resultante deviene, así, un medio puro, es decir una praxis que, aun manteniendo tenazmente su naturaleza de medio, se ha emancipado de su relación con un fin, ha olvidado alegremente su objetivo y ahora puede exhibirse como tal, como medio sin fin. La creación de un nuevo uso es, así, posible para el hombre solamente desactivando un viejo uso, volviéndolo inoperante.
La separación se lleva a cabo también, y sobre todo, en la esfera del cuerpo, como represión y separación de determinadas funciones fisiológicas. Una de éstas es la defecación, que, en nuestra sociedad, es aislada y escondida a través de una serie de dispositivos e interdictos (que tienen que ver tanto con los comportamientos como con el lenguaje). ¿Qué querría decir profanar la defecación? No ya reencontrar una pretendida naturalidad, ni simplemente gozar de ello en forma de trasgresión perversa (que es sin embargo mejor que nada). Se trata, en cambio, de alcanzar arqueológicamente la defecación como campo de tensiones polares entre la naturaleza y la cultura, lo privado y lo público, lo singular y lo común. Es decir: aprender un nuevo uso de las heces, como los niños intentaban hacerlo a su manera, antes de que intervinieran la represión y la separación. Las formas de este uso común podrán ser inventadas solamente de manera colectiva. Como hizo notar una vez Italo Calvino, incluso las heces son una producción humana como las otras, sólo que de ellas no se ha hecho nunca una historia. Por eso, cada intento del individuo de profanarlas sólo puede tener valor paródico, como en la escena de la defecación alrededor de una mesa en la película de Buñuel.
Las heces —está claro— son aquí solamente un símbolo de aquello que ha sido separado y puede ser restituido al uso común. ¿Pero es posible una sociedad sin separaciones? La pregunta está, quizá, mal formulada. Ya que profanar no significa simplemente abolir y eliminar las separaciones, sino aprender a hacer de ellas un nuevo uso, a jugar con ellas. La sociedad sin clases no es una sociedad que ha abolido y perdido toda memoria de las diferencias de clase, sino una sociedad que ha sabido desactivar los dispositivos para hacer posible un nuevo uso, para transformarlos en medios puros.
Nada es, sin embargo, más frágil y precario que la esfera de los medios puros. Aun el juego, en nuestra sociedad, tiene un carácter episódico, después del cual la vida normal debe retomar su curso (y el gato, su caza). Y nadie sabe mejor que los niños cuán atroz e inquietante puede ser un juguete, cuando el juego del que formaba parte ha terminado. El instrumento de liberación se convierte, entonces, en un torpe trozo de madera, la muñeca sobre la cual la niña ha vertido su amor, en un gélido y vergonzoso muñeco de cera, que un mago malvado puede capturar y hechizar para servirse de él en contra de nosotros.
Este mago malvado es el gran sacerdote de la religión capitalista. Si los dispositivos del culto capitalista son tan eficaces, es porque actúan no sólo, y no tanto, sobre los comportamientos primarios, como sobre los medios puros, es decir sobre comportamientos que le han sido separados de sí mismos y, de este modo, desligados de su relación con un fin. En su fase extrema, el capitalismo no es más que un gigantesco dispositivo de captura de los medios puros, es decir de los comportamientos profanatorios. Los medios puros, que representan la desactivación y la ruptura de cada separación, son a su vez separados en una esfera especial. Un ejemplo es el lenguaje. Ciertamente, el poder siempre ha tratado de asegurarse el control de la comunicación social, sirviéndose del lenguaje como medio para difundir la propia ideología y para inducir a la obediencia voluntaria. Pero hoy esta función instrumental —todavía eficaz en los márgenes del sistema, cuando se verifican situaciones de peligro y de excepción— ha dejado lugar a un procedimiento de control diferente, que, separándolo en la esfera espectacular, inviste el lenguaje en su girar en el vacío, es decir en su posible potencial profanatorio. Más esencial que la función de propaganda, que concierne al lenguaje como instrumento para un fin, es la captura y la neutralización del medio puro por excelencia, es decir del lenguaje que se ha emancipado de sus fines comunicativos y se dispone, así, para un nuevo uso.
Los dispositivos mediáticos tienen precisamente el objetivo de neutralizar este poder profanatorio del lenguaje como medio puro, de impedir que abra la posibilidad de un nuevo uso, de una nueva experiencia de la palabra. Ya la iglesia, después de los dos primeros siglos de esperanza y espera, había concebido su función como dirigida esencialmente a neutralizar la nueva experiencia de la palabra que Pablo, poniéndola en el centro del anuncio mesiánico, había denominado pístis, fe. Del mismo modo, en el sistema de la religión espectacular, el medio puro, suspendido y exhibido en la esfera mediática, expone el propio vado, dice solamente su propia nada, como si ningún nuevo uso fuera posible, como si ninguna otra experiencia de la palabra fuera ya posible.
Esta nulificación de los medios puros es evidente en el dispositivo que más que ningún otro parece haber realizado el sueño capitalista de la producción de un Improfanable. Se trata de la pornografía. Quien tiene alguna familiaridad con la historia de la fotografía erótica sabe que, en sus comienzos, las modelos ostentan una expresión romántica y casi soñadora, como si el objetivo las hubiera sorprendido, no visto, en la intimidad de su boudoir. A veces, perezosamente rumbadas sobre un canapé, fingen dormir o hasta leer, como en cierras desnudos de Braquehais y de Camille d’Olivier; otras veces, el fotógrafo indiscreto las ha sorprendido justo mientras, solas consigo mismas, están mirándose en el espejo (es la puesta en escena preferida por Auguste Belloc). Pronto, no obstante, de la mano de la absolutización capitalista de la mercancía y el valor de cambio, su expresión se transforma y se vuelve atrevida, las poses se complican y se mueven, como si las modelos exageraran intencionalmente la indecencia, exhibiendo, de este modo, su conciencia de estar expuestas al objetivo. Pero es recién en nuestra época que este proceso alcanza su estadio extremo. Los historiadores del cine registran como una novedad desconcertante la secuencia de Monika (1952), en la cual la protagonista Harriet Andersson mantiene de manera imprevista la mirada fija por algunos segundos en el objetivo (“aquí por primera vez en la historia del cine”, comentará retrospectivamente el director, Ingmar Bergman, “se establece un contacto descarado y directo con el espectador”). Desde entonces, la pornografía ha vuelto ciertamente banal el procedimiento: las pornstars, en el acto mismo de practicar sus caricias más íntimas, miran ahora resueltamente al objetivo, mostrando que están más interesadas en el espectador que en sus partners.
De este modo se realiza plenamente el principio que Benjamin había ya enunciado en 1936, mientras escribía el ensayo sobre Fuchs, es decir que “aquello que en estas imágenes funciona como estímulo sexual, no es tanto la visión de la desnudez, como la idea de la exhibición del cuerpo desnudo delante del objetivo”. Un año antes, para caracterizar la transformación que sufre la obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica, Benjamin creó el concepto de “valor de exposición” (Ausstellungswert). Nada mejor que este concepto podría caracterizar la nueva condición de los objetos y hasta del cuerpo humano en la edad del capitalismo realizado. En la oposición marxiana entre valor de uso y valor de cambio, el valor de exposición insinúa un tercer término, que no se deja reducir a los dos primeros. No es valor de uso, porque lo que está expuesto es, en cuanto tal, sustraído a la esfera del uso; no es valor de cambio, porque no mide en modo alguno una fuerza de trabajo.
Pero es quizá sólo en la esfera del rostro humano que el mecanismo del valor de exposición encuentra su lugar propio. Es una experiencia común que el rostro de una mujer que se siente mirada se vuelve inexpresivo. La conciencia de estar expuesta a la mirada hace, así, el vacío en la conciencia y actúa como un potente disgregador de los procesos expresivos que animan generalmente el rostro. Es la indiferencia descarada lo que las mannequins, las pornstars y las otras profesionales de la exposición deben, ante todo, aprender a adquirir: no dar a ver otra cosa que un dar a ver (es decir, la propia absoluta medianía). De este modo el rostro se carga hasta estallar de valor de exposición. Pero precisamente por esta nulificación de la expresividad, el erotismo penetra allí donde no podría tener lugar: en el rostro humano, que no conoce desnudez, porque está siempre ya desnudo. Exhibido como puro medio más allá de toda expresividad concreta, se vuelve disponible para un nuevo uso, para una nueva forma de comunicación erótica.
Una pornstar, que hace pasar sus prestaciones por performances artísticas, ha llevado recientemente al extremo este procedimiento. Se hace fotografiar en el acto de cumplir o padecer los actos más obscenos, pero siempre de modo que su rostro sea bien visible en primer plano. Y en vez de simular, según la convención del género, el placer, ella afecta y exhibe —como los mannequins— la más absoluta indiferencia, la más estoica ataraxia. ¿A quién es indiferente Chloë des Lysses? A su partner, ciertamente. Pero también a los espectadores, que se enteran con sorpresa que la estrella, incluso sabiendo perfectamente que está expuesta a la mirada, no tiene con ellos la más mínima complicidad. Su rostro impasible despedaza así toda relación entre la vivencia y la esfera expresiva, ya no expresa nada, pero se deja ver como lugar inexpresado de la expresión, como puro medio.
Es este potencial profanatorio lo que el dispositivo de la pornografía quiere neutralizar. Lo que es capturado en ella es la capacidad humana de hacer girar en el vacío los comportamientos eróticos, de profanarlos, separándolos de su fin inmediato. Pero mientras ellos se abrían, de este modo, a un posible uso diferente, que concernía no tanto al placer del partner, como a un nuevo uso colectivo de la sexualidad, la pornografía interviene en este punto para bloquear y desviar la intención profanatoria. El consumo solitario y desesperado de la imagen pornográfica sustituye, así, a la promesa de un nuevo uso.
Todo dispositivo de poder es siempre doble: él resulta, por un lado, de un comportamiento individual de subjetivación y, por el otro, de su captura en una esfera separada. El comportamiento individual en sí no tiene, a menudo, nada censurable y puede expresar más bien un intento liberatorio; es reprobable eventualmente —cuando no ha sido constreñido por las circunstancias o por la fuerza— solamente su haberse dejado capturar por el dispositivo. Ni el gesto descarado de la pornstar, ni el rostro impasible de la mannequin son, como tales, reprochables: son infames, en cambio —políticamente y moralmente— el dispositivo pornografía, el dispositivo desfile de moda, que los han apartado de su posible uso.
Lo Improfanable de la pornografía —todo improfanable— se funda sobre la detención y sobre la distracción de una intención auténticamente profanatoria. Por esto es necesario arrancarles a los dispositivos —a cada dispositivo— la posibilidad de uso que ellos han capturado. La profanación de lo improfanable es la tarea política de la generación que viene.
El capítulo fue tomado de Profanaciones publicado por Adriana Hidalgo editora.
1 [N. de T.] Exta, Mrum: entrañas, intestinos.
2 [N. de T.] En italiano, «rileggere». El autor hace aquí un juego con «relegere».
3 [N. de T.] Sans trêve et sans merci: sin tregua y sin respiro.