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Carta a nuestros primos de Estados Unidos (lundimatin, n° 81)

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Hoy en día, son muy pocos los que aún saben qué es, o más bien qué era, el Estado y lo político (y, por lo tanto, «la historia»).
Carta de Alexandre Kojève a Carl Schmitt (28 de junio de 1955)

 

Así que el Joker tomó la Casa Blanca. Y esto no estaba previsto en el guión. No necesitó un camión lleno de explosivos ni una cuenta regresiva en un reloj de cristal líquido. Le bastó con postularse a las elecciones, de la manera más democrática del mundo, y ganarlas.
La noticia fue recibida universalmente con incredulidad,  con aflicción por unos, con júbilo por otros. Siempre es un acontecimiento, en este mundo, que una verdad salga a la luz y se manifieste; lo habitual es enterrarla lo más rápido posible bajo montañas de «comentarios», «explicaciones» y demás habladurías. Se anula el hecho consumado con el argumento de que no debería haber ocurrido, de que es un accidente. El problema es que, a medida que el accidente se convierte en la regla, con el Brexit imponiéndose en el Reino Unido o el sanguinario Duterte en Filipinas, resulta cada vez más difícil disimular la irrealidad de «lo que debería ser». Descalificar como «fascista» el resultado de procedimientos que, por otro lado, se consideran «democráticos» no hace más que añadir deshonestidad y aberración.
La elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos debe tomarse más bien como un momento de verdad. Formulemos las verdades antiguas o nuevas que salieron a la luz con ello. Veamos la realidad que esto dibuja y cómo orientarnos a partir de ahí.

 

1. La elección no es en absoluto un procedimiento «democrático». Se ha practicado en todo tipo de regímenes monárquicos. Incluso el Papa es un elegido. El sufragio universal es un procedimiento plebiscitario. Y el plebiscito siempre ha sido del agrado de los dictadores. Así, el primer presidente de la República «elegido democráticamente» en Francia fue el dictador Luis Napoléon Bonaparte.

 

2. La dictadura es una institución, no la negación de toda institución. Fue inventada por la República romana para hacer frente de la manera más eficaz posible a una situación de emergencia —una secesión de la plebe, por ejemplo—. Si al dictador se le otorgan plenos poderes, es para salvar la República o restablecer la «situación normal». La dictadura es una institución republicana.

 

3. La política es esencialmente el arte de la manipulación de las apariencias, del engaño, de la estratagema, del juego de múltiples caras, del golpe de Estado permanente, de la mala fe y de la dominación; en resumen: de la mentira eficaz. ¿Qué podría ser más lógico que elegir como presidente a un mentiroso consumado? Quienes ven en esta elección el triunfo de una política de la «posverdad» porque el ganador nunca se preocupó por «respetar los hechos» intentan, de manera patética, ocultar la evidencia de que, si fue elegido, fue precisamente porque encarnaba la verdad de la política: la verdad de su mentira. Lo que hace que la izquierda sea detestable en todas partes es que miente sobre la mentira, al hacer política con buenos sentimientos. Cada vez que la izquierda atacó la obscenidad de Trump, sólo evidenció el carácter hipócrita de su propio moralismo. La contención de la que presume la izquierda no es más que una contención de la verdad, que perpetúa el reino de la mentira. Así es como Trump se convirtió, para algunos, en el nombre del fin de la mentira. Sólo le falta haber leído a Gracián, quien decía sobre el hombre de corte: «Auméntase la simulación al ver alcanzado su artificio, y pretende engañar con la misma verdad: muda de juego por mudar de treta, y hace artificio del no artificio, fundando su astucia en la mayor candidez».

 

4. Si gobernar hoy se reduce al ejercicio de una comunicación de crisis; si los políticos no hacen más que representar su propio papel en una especie de espectáculo de entretenimiento accesible para todos; si su única preocupación es posponer, día tras día, el examen de todas las cuestiones vitales cuya irresolución mina nuestras existencias; si el ejercicio del poder estatal no tiene otro objetivo que proporcionar una distracción que permita a aquellos con un poder real, porque tienen intereses reales en el mundo, seguir sirviéndose de él; si, en resumen, el gobierno ya no está en el gobierno y los palacios están vacíos; entonces, es perfectamente racional elegir como presidente a un charlatán profesional salido de la telerrealidad. Una marioneta es, sencillamente, el mejor candidato para interpretar el papel principal en un teatro de marionetas.

 

5. Desde que la «democracia está en crisis», los expertos se han perdido en consideraciones inútiles sobre el «voto de adhesión» y el «voto de protesta». Harían bien en agregar a sus pobres categorías un nuevo el emento: el «voto de desprecio». No puede considerarse irrelevante el hecho de que un grupo de libertarianos enemigos de todo gobierno haya votado por Donald Trump. Llevar a un ser despreciable a un cargo que se desprecia, poner a un personaje grotesco al frente de una institución que se juzga superflua, ¿hay una manera más eficaz de manifestar su inanidad? Hacer de la nada el presidente es, en última instancia, una forma de nadificar la función presidencial.  No deja de ser posible que algunos se crean astutos al lemntar el triunfo de la «idiocracia».

 

6. El encuentro con el hombre blanco dejó un recuerdo imperecedero en varios pueblos amerindios, un recuerdo que no se ha perdido ni siquiera donde esos pueblos fueron exterminados. Según la opinión general, el hombre blanco es un ser vulgar, mentiroso, insensible, narcisista, feroz, hipócrita, ávido de ganancia, ignorante de todo lo que le rodea y para quien nada es sagrado; es un criminal, un violador, un nihilista, un enfermo, un miserable incluso en la opulencia. Al elegir como presidente del «hemisferio occidental» a un degenerado de la talla de Donald Trump, los ciudadanos de Estados Unidos quisieron hacer de esta verdad un hecho resplandeciente, y para algunos cegador.1

 

7. En todo el mundo, el edificio jurídico-formal del Estado está siendo desmantelado en nombre del criterio policial de la eficacia, el cual no coincide por casualidad con un ideal del management. Donde faltan los fines, ¿qué otra finalidad presentable queda aparte de la intensificación infinita de los medios puros? Purgas de magnitud soviética, represión con balas reales, encarcelamiento masivo, «lucha contra el terrorismo», estado de emergencia, «política migratoria», propaganda descarada, «guerra contra las drogas», masacres paramilitares y ciudadanas, eliminación de oponentes sin previsión de esclarecimiento: no es que «el estado de excepción se vuelva la norma», sino que una cierta forma de gubernamentalidad se está propagando vertiginosamente por el mundo. El presidente Duterte, el «Trump filipino», quien propone numerosas ejecuciones extrajudiciales en las calles del país como medida de la eficacia de su política e incita a los ciudadanos a unirse con entusiasmo a la matanza, señala un camino a seguir y, al mismo tiempo, un nuevo paradigma del ejercicio del poder basado en la «transgresión». Lo más inquietante de este paradigma filipino es que apun existan asociaciones de derechos humanos que se pregunten públicamente si no se está «saliendo del Estado de derecho».

 

8. La civilización occidental no deja de morir. Desde hace más de un siglo, esto forma parte de la tortura que se autoinflige; tanto así que ni siquiera sus partidarios más fanáticos la soportaban ya. Por ello votaron por Donald Trump en un gigantesco «¡Acabemos con esto». Literalmente, prefirieron un final espantoso a un espanto sin fin. Lo que aquí se expresa es, además de cierto gusto calvinista por el apocalipsis, una voluntad de catástrofe genuinamente occidental. Hay en ello una entrega al vértigo, un dejarse caer, una necesidad de enfrentamiento decisivo, o dicho en términos teológicos, una ruptura del katechon que traerá consecuencias mucho más allá de Estados Unidos.

 

9. Desde su nacimiento griego, la democracia ha trabajado esencialmente para conjurar la guerra civil; la guerra civil que la engendró tanto como aquella que le permite mantenerse, pero sobre todo la guerra civil en cuanto realidad última de la coexistencia entre las diferentes formas-de-vida, humanas y no humanas. La guerra externa ha sido, desde Atenas, la manera más habitual de evitar la guerra intestina. Es una característica de la democracia tratar a sus enemigos como «enemigos de la civilización», «bárbaros», «monstruos», «criminales» y, más recientemente, «terroristas», es decir, excluirlos de «la humanidad». Trump ha «repatriado» esta forma de hacer la guerra, la ha traído de vuelta al interior mismo de la política clásica al tratar a Hillary Clinton no como una adversaria con la que se deba debatir, sino como una «criminal» a la que prometió encarcelar. Así, la política democrática se ha convertido, una vez más, en la continuación de la guerra por otros medios. Durante mucho tiempo, entre personas distinguidas, se prefirió hablar de «pacificación» en lugar de contrainsurgencia. Pero ya no es el caso. Si la democracia es esencialmente una forma de guerra civil que consiste en negar la guerra civil, un cierto número de ciudadanos estadounidenses han querido que sea ahora visiblemente lo que siempre ha sido. Éste es uno de los primeros pasos que la democracia en Estados Unidos da fuera de los senderos previstos por Tocqueville, siguiendo en esto a Rusia.

 

10. La victoria de Trump se presenta de manera tan evidente como la revancha de los vencidos de la Guerra Civil Estadounidense de la década de 1860 que el riesgo es grande, al percibir el continuum subterráneo de la guerra civil, de verlo como una maldición que hay que lamentar y no como un hecho que hay que asumir. Esta elección puede funcionar, más allá del carácter de farsa de la presidencia estadounidense, como una señal de venganza, como un cheque en blanco otorgado a la policía para asesinar a tantos negros e izquierdistas como quiera. Siempre es difícil perdonar a las víctimas todo el daño que se les ha hecho. Y es cierto que los partidarios de Trump, en general, parecen estar bien armados. Pero también se puede imaginar que la locura manifiesta del nuevo gobierno lo lleve a enfrentar una nueva guerra de secesión con los frentes invertidos, que la ilegitimidad del nuevo poder alimente una fragmentación infinita del territorio nacional, una disolución de los Estados Unidos de América, donde a la proliferación de milicias responda finalmente la multiplicación de comunas. Lo esencialmente inelegible en este personaje podría destruir, por contacto, la función que debía ocupar y el sistema en el que esta función se inscribía. La aberración reinante en el centro podría llevar al fin de toda centralidad. Sin Estado, sólo quedarían territorios por recorrer o evitar. Fin de las hegemonías. Luego, el descrédito se propagaría por simple contacto a todos los dirigentes occidentales: ¿cómo seguir tomando en serio a un jefe de Estado que finge tomar en serio a este Donald? Una última pregunta para el camino: ¿qué será de la administración de las cosas y del gobierno de los hombres cuando ya no puedan esconderse tras la máscara impersonal del Estado?

 

Desde Francia, queridos primos, les enviamos estos pensamientos para decirles que no están solos, sea cual sea el destino que el sistema electoral nos reserve aquí en unos meses… o no.

 


Traducción de «Lettre à nos cousins d’Amérique», publicada en lundimatin n° 81, el 14 de noviembre de 2016.
1 Nos permitimos recomendarles, para profundizar esta intuición, la lectura del artículo ignorado de Georges Devereux «La schizophrénie, psychose ethnique ou la schizophrénie sans larmes».

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