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Junius Frey / La guerra, la confesión y la moral

El siguiente texto fue publicado el 5 de mayo de 2022 en el blog alemán Von Seelenwanderungen und Klassenkampf, bajo el título «Der Krieg, das Bekenntnis und die Moral». Posteriormente fue retomado en un tercer boletín (5 de abril de 2024) con motivo de la organización del Non-Kongress en Berlín, Alemania, celebrado del 21 al 23 de junio de 2024.

 

Confieso… Putin es un violador, cada ucraniana y cada ucraniano tiene derecho a la autodefensa, la guerra de agresión rusa es un ataque contra todo…

 

Déjà-vu:

 

Confieso… el coronavirus es una pandemia que amenaza a la humanidad… la solidaridad consiste en encerrarse, considerar todas las medidas estatales como algo a priori razonable… negarse a vacunarse es una regresión atávica.

 

Moral y ciencia

 

Sobre la cuestión de la moral: en los últimos años parecía estar en marcha un renacimiento de la razón cientificista y tecnocrática, que aspiraba a convertirse en la nueva —y a la vez vieja— flamante hermenéutica rectora. Tanto en el movimiento climático más reciente, sobre todo en torno a Fridays For Future, como de manera muy significativa en la gestión de la pandemia de covid-19, las ciencias naturales se convirtieron en los nuevos astros brillantes en el cielo —por lo demás oscurecido— de la orientación social. Supuestos datos objetivos sobre puntos de inflexión, límites de emisiones de CO₂ o pronósticos de supervivencia a escala mundial determinaron las decisiones y las exigencias políticas del joven movimiento. Poco después, durante el debate sobre las medidas pandémicas, modelos matemáticos de la dinámica de propagación se adueñaron del mapa del mundo.
Pero eso era sólo una de las caras de la creciente confusión sobre el estado del mundo y sobre cómo entenderlo. En una relación a primera vista contradictoria con la «cientifización» de los problemas políticos y sociales, avanzaba simultáneamente una moralización cada vez más extendida de la política y la práctica social. La sustancia orientadora del conocimiento científico (natural) no parecía tan firme después de todo. Esta moralización empezó arrojando su sombra sobre la izquierda, especialmente sobre la izquierda radical: el agotamiento ante la reflexión, el asco ante los esfuerzos de la libertad y la autonomía derivaron desde hace años en una moralización práctica de la existencia de muchos izquierdistas, para quienes el pensamiento, la reflexión y la dialéctica se volvían aborrecibles. Su incapacidad y falta de voluntad para comprender tanto su propia miseria como la ajena los empujó hacia un moralismo identitario, un pietismo secularizado como en el siglo XVII. Como ya lo diagnosticaban hace tiempo algunas compañeras y compañeros, su centro era una «exploración del alma» y una compulsión por la perfección moral, incluso hacia afuera, que se resguardaba en una fuerte orientación interna hacia la comunidad espiritual, la ecclesiola. Hoy, esto se expresa en una crítica al poder como comportamiento políticamente correcto en el debate, en la crítica al white saviorism, a los privilegios propios, a formas hiperreguladas de discurso y discusión, etc., y encuentra su comunidad espiritual en el grupo rojo políticamente regresivo, en la asamblea o en la acampada. En esta supuesta forma de crítica al poder se pretende combatir la miseria propia y la del mundo mediante una exigencia de perfectibilidad moral llevada al límite de lo obsceno. Éste es el trágico reverso de la compulsión neoliberal-capitalista por la autooptimización, que se convierte en una vigilancia permanente sobre la propia integridad moral.1
Sin embargo, el retorno de la moral no se limita a la voluntad de supervivencia del último puñado de activistas bienintencionados: se ha expandido socialmente. Más bien, lo que en la izquierda era una vanguardia moralizadora, ahora aparece como un vuelco en el conjunto de la sociedad. En casi todos los ámbitos sociales escasea cada vez más la fuerza de la reflexión, la crítica y la dialéctica. Los dos últimos años de pandemia intentaron ahogarnos en una moralidad que anulaba cualquier argumento sobre lo sensato o absurdo de las medidas, reemplazándolo por el garrote del supuesto deber de solidaridad con los prójimos y los lejanos, con los seres queridos y con la nación. Sin embargo, se invisibilizó el hecho de que esto no podía ser solidaridad porque no se podía derivar de un argumento, sino que se suponía como «evidente», innegociable e incuestionable. Sin mencionar el hecho de que esa supuesta solidaridad solo se expresaba en forma de distanciamiento, miedo y autocontrol: «…la generación que crece en la era pandémica omnidigital probablemente estará afectada por una forma masiva de autismo, de reclusión psíquica autoimpuesta, de una sensibilización fóbica ante la presencia del otro».2 También aquí vivimos una regresión pietista muy particular. A la sombra de la pandemia y de la evidencia moral de que debíamos comportarnos de manera tan moral, nos deslizamos en cualquier caso hacia un estado de excepción coercitivo y una sociedad de control, cuyos alcances son monstruosos: ¡la moral justifica todos los medios! ¿Será ésta una nueva forma de retorno fatal de una religión presentista que permanece atrapada en el estado de cosas actual?

 

La sobrecarga de la libertad

 

Entonces sería como escribió Bifo al comienzo de la pandemia: «…la nueva generación, en términos generales, no tiene muchas esperanzas de tomar en sus manos su propio futuro, ni muchas esperanzas de alcanzar una autonomía política, y quizás ni siquiera existencial. Si aceptaron el confinamiento sanitario, si no fueron capaces de apartarse, de construir una forma de vida autónoma durante este periodo, aceptarán cualquier otra humillación que el mundo les tenga preparada».3
Parece que el capitalismo neoliberal y posfordista se caracteriza por una sobrecarga de libertad, que lleva a cada vez más personas insistan con resignación —pero también con un acento fundamentalista— en el cumplimiento de supuestas «buenas costumbres»: es decir, la moral. Con resignación, porque ya no se puede concebir un mundo mejor; ferozmente fundamentalista, porque detrás de eso se esconde un furibundo código de conducta, fundado en supuestos valores morales irrefutables.

 

Guerra, apocalipsis y e-movilidad

 

El imperialismo de los derechos humanos que Baerbock ha vociferado en público es sólo un ejemplo de la extensión de la mentalidad pandémica en los tiempos actuales de guerra: el hecho de que esta guerra del «fascista Putin» contra los «valores de Occidente» y la «nación libre de Ucrania» sólo pueda terminar con una victoria, representa la sustitución de la política por la locura moral, cuyo final sólo puede ser —de nuevo— la guerra. Y así como ya ocurrió con Lauterbach y su borrachera catastrófica durante la pandemia, ahora estamos experimentando una mentalidad apocalíptica que oculta su disposición a un final sangriento tras gritos de solidaridad y derechos humanos. Pero se trata de una mentalidad apocalíptica a la que no le cuesta nada arriesgarlo todo y, al mismo tiempo, continuar con sus quehaceres cotidianos: impulsar el capitalismo posfósil mientras se instrumentaliza la guerra con este fin.
Así se puede exigir «que Rusia no vuelva a ponerse en pie en los próximos años» (Baerbock) y, al mismo tiempo, se sueña y se consume la próxima generación de e-movilidad. Esta locura moral podría revelarse como una forma extrema del nihilismo centrado en la nuda vida, a la que ya ni siquiera le interesa sobrevivir, mucho menos vivir. La cuestión política y ética sobre cómo afrontar la guerra —esa que se atreve a pensar que podría haber una salida distinta a la «victoria»— ha quedado prácticamente descartada. Cualquier intento de análisis político e histórico de esta guerra es estigmatizado, incluso por sectores de la izquierda, como una traición potencial a la libertad y los derechos humanos, o al menos una forma trasnochada de tradicionalismo de izquierda, que aún quiere hablar de Imperios y militarización también en Occidente. «Estigmatización», por cierto, parece aquí el término apropiado: en la Edad Media, se refería a la marca de la deshonra, una señal pública de conducta antisocial, quizás insolidaria, en cualquier caso inmoral.

 

Sobre la esencia europea…

 

Por supuesto, gran parte de esta disposición a la guerra también se oculta tras argumentos aparentemente objetivos, tras cálculos políticos. Ya sea Cohn-Bendit, que ve en las bombas atómicas francesas, británicas o estadounidenses la garantía de la libertad alemana, o Joschka Fischer, que atribuye el error de la política alemana a la ilusión de creer que a largo plazo se puede lograr un cambio de sistema pacífico en Rusia mediante el intercambio. Yo calificaría de lamentable la estupidez de su burda convicción de ver un futuro para la humanidad en el capitalismo, la democracia representativa, etc. Pero es extremadamente peligrosa. Supera con creces el belicismo de la Federación Rusa.
Y por cierto, un saludo con el culo al aire para los sectores de la izquierda que siguen viendo al principal enemigo en los residuos de la AfD (Alternativa para Alemania) o en el movimiento crítico con el coronavirus. ¿Todavía gritan «¡Los vamos a vacunar a todos!», sin importarles una mierda que los tanques alemanes sirvan para construir la paz? ¿Y quieren vendernos eso como lucha antifascista? Cuando oigan el disparo, ya será demasiado tarde.
Ni hablar: nos lo hemos ganado. La proclamación del «cambio de era» (Zeitenwende), de la que habla a la ligera nuestro canciller matón del G20, era necesaria porque hace tiempo es una realidad mundial. Y la amenaza de que no habrá retaguardia tranquila no viene de nosotros, sino que complementa el estado de excepción con una movilización total, económica e ideológica. Una que llega al extremo de convertir a un ícono del feminismo en una potencial cómplice de violaciones: «Lo que le está ocurriendo a Ucrania es el equivalente estatal de una violación por parte de un exmarido, con la amenaza de aniquilación en caso de resistencia…». Schwarzer hace responsable a la víctima de violación de un inminente genocidio derivado de su resistencia…4
Ahí está de nuevo esa carga moral de los juicios y su camuflaje en argumentos políticos. La encontramos también en aquellas intervenciones que declaran a Putin un (pre)fascista,5 que tildan cualquier crítica a Zelenski de antisemita, que difaman cualquier intento de rastrear conflictos de intereses imperiales detrás de esta guerra como tradicionalismo de izquierda o antiimperialismo trasnochado (campismo), y que consideran cualquier apelación a la defensa social como algo «pasado de moda».
Cuánta energía socioemocional para terminar transmitiendo la idea de que todo puede seguir igual que antes, en nuestra sepulcral tranquilidad burguesa-capitalista, intentando ahogar la miseria de la nuda vida con un estruendo moral.

1 https://www.nd-aktuell.de/artikel/1148506.gesellschaftliche-linke-der-verweltlichte-pietismus.html
2 https://operavivamagazine.org/il-sistema-psico-immunitario-della-generazione-proto-digitale/
3 https://operavivamagazine.org/il-sistema-psico-immunitario-della-generazione-proto-digitale/
4 https://www.spiegel.de/politik/offener-brief-in-emma-das-ist-taeter-opfer-umkehr-in-reinkultur-debattenbeitrag-a-f2720094-9246-4c63-8d2e-31a661750f2a
5 https://www.krisis.org/2022/die-autoritaere-offensive-warum-die-abwehr-des-russischen-angriffs-transnationalen-charakter-haben-muss/

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