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Andrea Cavalletti / La maquinaria de la nueva derecha

Traducción de «The New Right Machinery», publicado por primera vez en Crisis and Critique, vol. 11, núm. 1, 16 de julio de 2024.

 

1. Si no creemos o no nos interesa creer en una autodefinición técnica, ¿podemos realmente creer en la existencia de una «nueva Derecha»? ¿Este adjetivo «nuevo» es aplicable a la facción que, a cualquier costo y por cualquier medio, siempre ha trabajado por la preservación de las condiciones de dominación y explotación? Sea cual sea la respuesta, el riesgo es caer en el hábito (un viejo vicio, en verdad) de buscar siempre fenómenos «nuevos» que comprender, es decir, creer en el mito de la novedad (el término positivo) que necesariamente sustituye todo lo que ha sido escrito y transmitido (el término negativo, lo no-nuevo). Este mito se basa en la linealidad del progreso y, por lo tanto, en la presunción de que el fenómeno antiguo es el ya comprendido, mientras que el nuevo es el inusual, el que necesitamos entender. En otras palabras, se nos pide que comprendamos un cambio, una novedad cuyas condiciones, sin embargo, asumimos que ya conocemos. Tal concepción de la novedad es evidentemente paradójica, pero su razón de ser radica en la misma fuerza de la costumbre que oculta esta evidencia. De hecho, la misma idea de que siempre hay algo nuevo no es más que la afirmación de que los acontecimientos siguen siempre el mismo orden, es decir, la pretensión de introducir lo usual en lo inusual, lo estable en lo inestable: es siempre la misma vieja idea de un impulso de renovación que se mantiene idéntico. En lo que respecta a nuestro problema, esta idea es la otra cara de la concepción del fascismo como un «fenómeno eterno», una definición quizás no incongruente, pero que debe manejarse con suma cautela, ya que es precisamente el fascismo (ya sea «viejo» o «nuevo») el que define sus conceptos con la partícula Ur-.
En la década de 1970, cuando el fascismo italiano (cuya continuidad estaba representada en el parlamento por el Movimiento Social Italiano) se impuso en la escena política como algo nuevo, es decir, como neofascismo, el mitólogo Furio Jesi describió en su libro Cultura di destra «el elemento más característico y difundido de la cultura de derecha» como una «auténtica inmovilidad cadavérica que pretende ser una fuerza vital perenne». Citando la expresión de Oswald Spengler «ideas sin palabras», Jesi describió la ideología de derecha como una «máquina lingüística o mitológica» que funciona difundiendo una densa red de clichés, estereotipos, lugares comunes, fórmulas que parecen claras precisamente porque no necesitan ser comprendidas. De este modo, cada palabra queda reducida aquí a un simple intermediario de lo que precede a todas las palabras, como si cada una aludiera a algo que no debe decirse, un secreto que siempre ha sido compartido por los sujetos y que, por lo tanto, los define como pertenecientes a un grupo específico.
La máquina mitológica alude siempre a un mito, a algo que se remonta al pasado más remoto (identidad, patria, origen, sangre y suelo). En otras palabras, ofrece relatos del mito (mitologías) que remiten al mito y al mismo tiempo lo ocultan. La máquina nos entrega las mitologías de las que está hecha su superficie, y al mismo tiempo alude a la presencia inverificable del mito dentro de ella. En ciertos aspectos, este modelo lingüístico y cognitivo recuerda la famosa descripción de Foucault sobre el dispositivo disciplinario del Panóptico, en el que la presencia inverificable del guardián en el centro de la torre garantiza que los prisioneros se sientan siempre vigilados. Del mismo modo, para el funcionamiento de la máquina mitológica, no es esencial que la existencia de su contenido sea cierta: lo que se requiere es simplemente que esta existencia sea posible, es decir, inverificable. Y si en el modelo de Bentham la condición coercitiva excluye estrictamente la posibilidad de no creer en la presencia del guardián, en el caso de la máquina, es decir, en la ausencia de coerción, creer o no creer en la existencia del mito no es realmente una alternativa. La plena eficiencia de la máquina corresponde a su absoluta indiferencia ante las dicotomías verdadero/falso, creencia/incredulidad. Lo que afirma contener no tiene que ser absolutamente verdadero, sino simplemente creíble, no necesariamente cierto, pero sí posiblemente verosímil o plausible. Por ejemplo, en lo que respecta al racismo antisemita: quienes creen en los Protocolos de los Sabios de Sion se preocupan poco por su autenticidad. La conspiración no tiene que ser un hecho comprobado, sino simplemente una posibilidad. La máquina, por lo tanto, no opera en el nivel de la mentira política ni de la acción política que requiere mentiras: opera en el nivel del rumor, que, por así decirlo, actúa sobre las acciones e influye en ellas. Y si «el punto en el que la mentira se vuelve contraproducente» llega siempre, si «el intento de librarse de los hechos»1 es en última instancia falaz, la máquina mitológica no corre estos riesgos.
La cultura de derecha es, por lo tanto, por definición, una cultura de la conspiración. En términos de Jesi, es la cultura o el lenguaje compuesto de ideas sin palabras, es decir, de palabras alusivas, con mayúscula: Nación, Familia… pero también: Libertad, Revolución.2 Como explica Jesi: «La mayor parte del patrimonio cultural, incluso de quienes hoy no quieren ser de derecha en absoluto, es de derecha por la presencia de estos residuos, pero también es necesario intentar saber de dónde provienen».3 Las mitologías pueden cambiar y renovarse, pero la máquina sigue funcionando a su manera. Para ser más precisos (y un poco repetitivos), es precisamente la novedad la que oculta el centro inmóvil, la que alude al origen, al pasado muy remoto o inverificable. Además, la máquina puede compararse con el Panóptico porque es el huevo de Colón en el orden de lo que Karl Kerényi llamó la «tecnificación del mito». Lleva a cabo, de manera automática y con máxima eficiencia, la producción y explotación de mitologías con fines políticos. Ahora bien, como sabemos, las mitologías políticas se producen para influir en las masas: el funcionamiento de la máquina mitológica no es otra cosa que la producción de la propia «masa». Podríamos decir que la máquina mitológica produce —o ayuda a producir— al hombre-masa, y también podríamos definirla como un dispositivo de subjetivación capaz de operar a gran escala.
En este sentido, la ideología de derecha es siempre vieja y siempre nueva, porque las mitologías se renuevan y cambian cuando es necesario, en el polo positivo o negativo de este dispositivo incansable: mitologías del bienestar o de la seguridad, mitologías de la libertad de expresión, mitologías del Crédito o la Deuda ilimitados, mitología de los inmigrantes que «envenenan la sangre del país», mitologías del Gran Reemplazo y del American way of life, mitología de la familia cristiana heterosexual y del legado ario.

 

2. ¿Qué es una masa, es decir, el producto y al mismo tiempo el sujeto actuante de la máquina mitológica? En 1936, Walter Benjamin describió a las masas como la pequeña burguesía, cuya esencia es puramente psicológica.

 

…la masa, concebida como una entidad impenetrable y compacta, que Le Bon y otros han convertido en objeto de su «psicología de masas», es la de la pequeña burguesía. La pequeña burguesía no es una clase; en realidad, es sólo una masa. Y cuanto mayor es la presión que actúa sobre ella entre las dos clases antagónicas —la burguesía y el proletariado— más compacta se vuelve. En esta masa, el elemento emocional descrito en la psicología de masas es un factor determinante.4

 

Esta no-clase, esta masa compacta o masa en cuanto tal, este «fenómeno sociológico anómalo», es la multitud de consumidores reunidos por el mercado capitalista, cuya agregación casual, marcada por antagonismos mutuos, es para los propios sujetos simplemente perturbadora: «En esta masa, el elemento emocional descrito en la psicología de masas es efectivamente un factor determinante, ya sea que den rienda suelta al fervor bélico, al odio a los judíos o al instinto de autoconservación».5 Pero esta proximidad inquietante entre individuos que se desconocen entre sí puede ser racionalizada por ellos como un «“destino” en el que la “raza” se reencuentra» (Benjamin), o, podríamos decir también, como identidad, o identidad del «pueblo». Las fuerzas disgregadoras internas, por lo tanto, se dirigen contra el extranjero, percibido también como «el enemigo oculto entre nosotros».
Si retomamos ahora el modelo de Jesi, podríamos decir que la máquina mitológica funciona como un instrumento capaz de producir y orientar estas fuerzas. Su origen activo es la difícil o imposible integración del individuo en el colectivo, es decir, ese sentimiento de agresividad mutua entre los consumidores que no puede ni debe apaciguarse, sino más bien ser explotado y dirigido hacia un objetivo que la máquina siempre es capaz de fabricar. La masa, encaminándose hacia ese enemigo, es simplemente una multitud, pero que se autodenomina pueblo, es decir, presume tener una voluntad única. Sin embargo —y a riesgo de ser repetitivos y obvios— debemos ser claros: la masa en cuanto tal no es un fenómeno natural, sino un producto históricamente determinado. Es la masa de individuos consumidores, aislados, egoístas, en competencia entre sí, pero unidos en el espacio del mercado capitalista. La masa que racionaliza esta condición y se reconoce como «el pueblo» es, por lo tanto, el resultado de una manipulación adicional. Este trabajo de fabricación es llevado a cabo y controlado a través de proyecciones mitológicas (y una práctica coherente de intimidación y persuasión) por el aparato estatal: «el pueblo» no es, en realidad, otra cosa que el sujeto de la soberanía estatal.
Por otro lado, una transformación perfecta de la masa en pueblo nunca puede lograrse, pues el mercado siempre necesita clientes, y el carácter antagonista y competitivo de éstos contradice el carácter unitario de «el pueblo». El conflicto interno de la multitud (o la competencia mutua entre los individuos reunidos por el mercado capitalista) corresponde así a la tensión continuamente no resuelta entre «masa» y «pueblo». En otras palabras, es la tendencia contradictoria de la multitud de individuos que consideran opresivo y no liberal el mismo aparato que debería constituirlos como «pueblo», es decir, como la unidad organizada que afirman querer ser (incluso cuando protestan).

 

3. La masa —o la multitud— es un ser escindido y, como se ha señalado muchas veces, es un ser efímero («un rayo de luz la reúne; un aguacero la dispersa», escribió Gabriel Tarde, y Elias Canetti lo retomará: «la lluvia es la multitud en el momento de la descarga, y representa también su disgregación»).6 Pero está escindida porque su carácter efímero depende precisamente de su pretensión de ser duradera. La economía de mercado capitalista, con su superestructura estatal, es el a priori histórico de su peculiar sociabilidad inestable o «insociable sociabilidad». Por lo tanto, también aquí debemos reconocer la oposición clásica, destacada por Hobbes, entre el pueblo y la multitud («la multitud contra el pueblo»). Como leemos en De Cive (XII, 8):

 

El pueblo es algo que es uno, que tiene una única voluntad, y al que puede atribuírsele una única acción; ninguna de estas cosas puede decirse propiamente de una multitud. El pueblo gobierna en todos los regímenes. Pues incluso en las monarquías, el pueblo manda, ya que el pueblo quiere mediante la voluntad de un solo hombre; pero la multitud son los ciudadanos, es decir, los súbditos. En una democracia y en una aristocracia, los ciudadanos son la multitud, pero la corte es el pueblo. Y en una monarquía, los súbditos son la multitud, y (por paradójico que parezca) el rey es el pueblo. El vulgo y aquellos que poco reflexionan sobre estas verdades siempre hablan de un gran número de hombres como si fueran el pueblo, es decir, la ciudad; dicen que la ciudad se ha rebelado contra el rey (lo cual es imposible), y que el pueblo quiere o no quiere lo que los súbditos murmuradores y descontentos querrían o no querrían, bajo el pretexto de que el pueblo incita a los ciudadanos contra la ciudad, es decir, la multitud contra el pueblo.7

 

Hemos citado antes la famosa fórmula de Kant. Pero ahora también debemos recordar las palabras escritas por Carl Schmitt precisamente sobre la teoría de Hobbes y el paso de la multitud (es decir, el estado de naturaleza o la guerra de todos contra todos) al pueblo (es decir, el estado civil): «Los hombres que se reúnen en una enemistad angustiada no pueden superar la enemistad, que es la premisa de su unión».8 Además, no podemos olvidar que la oposición hobbesiana también ha sido descrita muchas veces en la jerga de los sociólogos políticos. Con referencia a la democracia moderna y a la psicología de masas de Le Bon, esto fue brillantemente expresado por Theodor Geiger:

 

La democracia no es en absoluto el gobierno de muchos (oclocracia), sino el gobierno de todos […]. Cuando Le Bon habla simultáneamente del «poder de la democracia» y del «poder de las masas», no hace más que confundir demos y plethos (ochlos), democracia y populacho. La democracia es particularmente inestable en su estructura intelectual; una oligarquía no puede desarrollarse del todo bajo formas democráticas […], ni tampoco puede surgir una oclocracia de ella sin afectar las formas democráticas. En la democracia real, que es extremadamente rara, no hay ochlos. Éste sólo aparece cuando la democracia comienza a fallar debido al problema del líder.
En una democracia, el conjunto es el portador de una política planificada, organizada y legal. La política de la calle es una política del resentimiento, cuyos sujetos son los polloi, una política cuya característica esencial es precisamente el rechazo de la política legal y constitucional.
[…] Y el sentimiento de que todo vínculo debe volverse esclavitud en algún punto conduce a la negación del vínculo consciente, del sistema legal en general. Todas las masas son anarquistas. En el espíritu de Tönnies, podríamos decir: es el retorno a la voluntad de quienes desesperan del orden arbitrario; y la paradoja evidente de esta voluntad es la tragedia sociológica de las masas.9

 

Si, como se ha observado, la transformación completa de la masa en pueblo es inalcanzable, expresiones como «paradoja» o «tragedia sociológica» describen —bajo el mismo esquema lógico— un punto muerto irresoluble. En efecto, estamos ante dos caras de la misma moneda: la voz del pueblo nunca será un murmullo sedicioso precisamente porque la masa nunca formará una unidad, porque una multitud de individuos reunidos nunca tendrá, en última instancia, una única voz. Por lo tanto, el «pueblo», como concepto eficiente dentro de la lógica del Estado, existe paradójicamente porque la multitud nunca será un pueblo. Es, por tanto, perfectamente lógico y necesario que, desde la perspectiva del capitalismo, una de las respuestas a esta situación sea el anarcocapitalismo individualista. El hecho de que esta ideología reaccione ante la toma de conciencia por parte de la masa sobre su paradoja trágica se demuestra en su primera declaración quejumbrosa: «El Estado no es “nosotros”».10 Cuando la afirmación fundamental del anarquismo («el Estado es esa organización en la sociedad que intenta mantener el monopolio del uso de la fuerza y la violencia en un área territorial dada»)11 se asocia con la aclaración de que «el Estado necesariamente vive de la confiscación obligatoria del capital privado, y […] es profundamente y esencialmente anticapitalista»,12 es evidente que ni el Estado ni la anarquía, sino el Capital, es la verdadera fuente de este murmullo que ahora intenta convertir su propia debilidad en una fortaleza, su problemática dispersión en voces individuales discordantes en la solución a su problema. Por supuesto, este truco de magia sólo puede tener cierto éxito en el escenario del Estado.
Por otro lado, ante la imposibilidad de constituir sujetos mutuamente antagonistas en un pueblo, sólo cabe responder —como lo hizo Schmitt— ofreciendo el mito de la identidad entre el pueblo y el enemigo: podría creerse que esta respuesta se da de buena fe, porque proviene de quienes no pueden sino creer en el pueblo; sin embargo, es la respuesta de la contrarrevolución preventiva, es decir, de aquellos que, intimidados o no, confían en la fuerza del aparato estatal y deben salvaguardarlo a toda costa. Los dos polos, masa y pueblo, no son en realidad más que los dos polos funcionales (en su tensión más o menos latente) de la maquinaria estatal: mantener firmemente la capacidad de gobernar dentro de su campo de tensión, a veces muy turbulento, es lo que da sentido mismo al nombre de gobierno o arte de gobernar.
Los dos extremos, históricamente caracterizados y en colaboración dentro de este sistema en constante oscilación, son: la prevalencia del demos, la democracia organizada y legal en el sentido de Geiger; la prevalencia de la multitud, la locura disgregadora de la masa, que sin embargo debe necesariamente asumir la forma del Estado, esta vez totalitario. Este último punto es una evidencia innegable, algo que ya resultaba obvio para Ortega y Gasset:

 

…azora un poco oír que Mussolini pregona con ejemplar petulancia, como un prodigioso descubrimiento hecho ahora en Italia, la fórmula: «Todo por el Estado; nada fuera del Estado; nada contra el Estado». Bastaría esto para descubrir en el fascismo un típico movimiento de hombre-masa. Mussolini se encontró con un Estado admirablemente construido —no por él, sino precisamente por las fuerzas y las ideas que él combate: por la democracia liberal—. Él se limita a usarlo incontinentemente. […] Al través y por medio del Estado, máquina anónima, las masas actúan por sí mismas.13

 

Esta acción, verdaderamente típica de las masas, no niega en absoluto su «tragedia», sino que la confirma y la lleva al extremo. Ahora, mitológicamente identificadas con el pueblo o con el Estado, las masas, creyendo en este mito, ya no pueden sino volverse contra sí mismas, atrapadas en la locura de la guerra, en un impulso que es a la vez destructivo y autodestructivo.

 

4. Se dirá que este esbozo rápido, en el mejor de los casos, sólo muestra algunos aspectos del antiguo fenómeno del siglo XX, pero que la nueva derecha es algo muy distinto, del mismo modo en que es cierto que el capitalismo no permanece igual a lo largo de los siglos. Veamos entonces las circunstancias actuales. Se ha señalado repetidamente que el liberalismo democrático se está desmoronando y que en su lugar están surgiendo dos nuevas formas: por un lado, la democracia no liberal o la democracia identitaria sin derechos (por ejemplo, la Hungría de Orbán); por otro, el liberalismo global antidemocrático (el neoliberalismo radical europeo o estadounidense). Como también se ha observado recientemente y con acierto, esta situación no corresponde a una verdadera dicotomía entre los dos sistemas, sino a un «equilibrio bipolar».14
Por nuestra parte, podemos inferir que este equilibrio, peligrosamente tensado hasta el extremo del conflicto, es en realidad posible dentro del marco construido por la propia democracia liberal (un trasfondo que sólo una situación verdaderamente dicotómica eliminaría por completo de la escena). Sin embargo, el equilibrio bipolar lo mantiene y también existe dentro de los dos sistemas, que luego experimentan influencias mutuas, confirmando en uno u otro sentido la vieja paradoja de la masa: la democracia sin derechos debe fortalecer sus defensas (autoritarias y policiales) contra las presiones de una masa democrática latente; la democracia no liberal, por su parte, no se encuentra internamente pacificada, ni tampoco los últimos vestigios de las democracias liberales (baste pensar en la actual amenaza neonazi en Alemania).
Benjamin, el marxista heterodoxo, citaba en 1936 al viejo y reaccionario Le Bon. Siguiendo la misma lógica, tal vez aún podríamos recordar a Ortega y Gasset y su «señorito satisfecho»:15 la insatisfacción es un lujo que el señorito autosatisfecho puede permitirse; no es más que la marca negativa en la escala de la satisfacción, la cual puede incluso alcanzar (y en esto no hay contradicción) el extremo de la miseria real. La masa crónicamente insatisfecha, que murmura contra el Estado, es siempre y únicamente la masa-pueblo, paradójicamente unida en su mutuo desacuerdo y dirigida, de manera más o menos violenta y explícita, contra los más débiles, los últimos de la tierra. Esto ocurre tanto cuando reivindica democráticamente «sus» derechos civiles o incluso los derechos del individuo capitalista frente al poder excesivo del Estado, como cuando, en el polo opuesto, vota por partidos de extrema derecha o desata su violencia al unirse a grupos fascistas. La masa pequeñoburguesa de clientes satisfechos-insatisfechos, alimentada por la «cultura de derecha», nunca experimentará una situación de verdadera contradicción. Al mismo tiempo —y éste es su aspecto paradójico e incluso trágico—, debe evitar a toda costa que la verdadera contradicción madure. Para la multitud de clientes insatisfechos e inseguros que protestan o murmuran contra el Estado, las cadenas nunca podrían ser radicales. Y las cadenas nunca serán radicales mientras la máquina aluda a ideas sin palabras al propagar mitologías contradictorias, pero que por ello mismo resultan en última instancia coherentes (Patria, Suelo, Tradición, Identidad… pero también: Democracia, Libertad, Derechos, Progreso…).

 

5. Los conceptos de clase, clase revolucionaria, lucha de clases, que Benjamin oponía a la multitud fascista, gozan hoy de muy poco crédito. Pero el error está en la mirada, se podría responder: las «cadenas radicales» no pueden ni deben aparecer en la perspectiva dominante de las masas, o de la «pequeña burguesía planetaria en la que se han disuelto todas las viejas clases sociales».16
Por otro lado, aún debemos preguntarnos si nuestro marco interpretativo es útil o completamente inútil para comprender el tema de la «Nueva Derecha» o, más bien, la novedad en cuanto tal. Esta incapacidad podría, de hecho, corresponder a un condicionamiento de la máquina mitológica. El riesgo, contra el que el propio Jesi advirtió, es tomar el modelo demasiado en serio y, por lo tanto, quedar paradójicamente fascinado por él.
Intentemos volver una vez más, desde este punto de vista, a las circunstancias actuales y referirnos a un ejemplo tomado de noticias muy recientes. En un artículo publicado hace unas semanas (en el número de abril de Le Monde diplomatique), el ensayista franco-israelí Marius Schattner reflexionó sobre las palabras utilizadas por Benjamín Netanyahu después del 7 de octubre, y sobre todo sobre la cuestión de su real y efectiva novedad. Como es sabido, «en una conferencia de prensa en Tel Aviv el 28 de octubre de 2023 y en una carta del 3 de noviembre dirigida a los soldados de las FDI, en la que elogiaba su “lucha contra los asesinos de Hamás”», el primer ministro israelí citó el pasaje del Deuteronomio (25.17): «Recuerda lo que Amalec te hizo». El uso de esta retórica corresponde evidentemente a la pretensión de afirmar la novedad o el carácter inédito del conflicto en curso, otorgándole un «barniz religioso». Pero es precisamente contra esta pretensión que Schattner restablece los derechos del principio de realidad. De hecho, como señala, «este lenguaje […] es anterior a la reacción ante las atrocidades de Hamás del 7 de octubre». Las autoridades israelíes han utilizado esta retórica durante varios años, «aunque de manera menos abierta»:

 

Durante la Operación Plomo Fundido en 2008-2009, el rabino jefe de las FDI, Avichai Rontzki, instó a los soldados del «ejército de Dios» a no mostrar piedad hacia el enemigo, invocando las guerras de conquista en Canaán, la Tierra Prometida. Y en 2014, durante la Operación Margen Protector en Gaza, el general Ofer Winter […] escribió en un despacho oficial: «La historia nos ha elegido para estar a la vanguardia del combate contra el enemigo terrorista gazatí, que abusa, blasfema y maldice a las fuerzas [de defensa] del Dios de Israel». En ese momento, tales declaraciones de un alto oficial militar provocaron un escándalo y truncaron su carrera en el ejército.17

 

Parece, entonces, que la «novedad» consiste en esto: para desplegarse de la manera más flagrante, la retórica político-religiosa debe encontrar su momento oportuno. Este momento fue ofrecido por la violencia sin precedentes del ataque del 7 de octubre, que también posee un innegable carácter mitológico, opuesto y a la vez correspondiente.
En la misma página del periódico, Anne Waeles menciona al historiador del judaísmo Amnon Raz-Krakotzkin, autor de Exil et souveraineté. Recordando también la advertencia de Gershom Scholem sobre los peligros y ambigüedades del hebreo moderno como lengua nacional, Raz-Krakotzkin subraya que la ideología de los colonos de extrema derecha (representada hoy por el ala religiosa ultranacionalista del gobierno israelí) es coherente con una actitud política de largo plazo, es decir, con la explotación del judaísmo que el sionismo ha llevado a cabo en función de su mesianismo secular. La postura de los colonos —escribe— «no es diferente de la de los sionistas seculares; simplemente la han llevado hasta su conclusión lógica».18

 

6. En este punto, para esbozar una conclusión, volvamos a considerar una vez más el modelo de la «máquina mitológica» y tratemos de desplazar la mirada de las noticias de hoy a las de ayer.
En un artículo de 1968, titulado «Gli arabi e Israele. Sionismo politico e spirituale», Jesi manifestó su reticencia ante la confianza del sionismo espiritual en el Estado como medio o camino hacia la meta espiritual de Sion. Expresó la duda de que ese camino hacia el objetivo espiritual de la perfección pudiera detenerse precisamente en el Estado de Israel, el cual, como todos los Estados, estaba entonces y siempre estará fatalmente involucrado en un complejo juego de intereses políticos. Más allá de esto, Jesi también criticó con dureza el sionismo político que, ajeno a la religión, tomaba de ella elementos propagandísticos. Expresó su

 

…repugnancia hacia toda explotación política de los mitos o creencias religiosas, […] repugnancia hacia el comportamiento de hombres como David Ben Gurion, un erudito conocedor de los textos bíblicos, pero notoriamente un secularista, dispuesto —cuando la razón política lo exige— a ponerse el manto ritual y rezar en público.19

 

Si hoy nuestra preocupación por la retórica de Netanyahu se asemeja al sentimiento de repulsión que experimentó Jesi hace casi sesenta años, no es porque esa retórica sea vieja y no nueva. Si ocurre, es porque ayer como hoy la máquina opera refiriendo los acontecimientos históricos actuales a un pasado mítico, es decir, transformando al enemigo de hoy en el «enemigo eterno». De este modo, proyecta ese Ur-pasado sobre la actualidad del presente para fabricarla. De este modo, también, la cultura de derecha —«una inmovilidad verdaderamente cadavérica que pretende ser una fuerza viva y perenne»— nunca ha dejado de renovarse.
Dicho de otro modo, la máquina opera manipulando el tiempo histórico: hace aparecer continuamente la novedad, poniéndola en relación con un fenómeno eterno. ¿Es, entonces, invencible o indestructible? Plantear siquiera esta pregunta significa, en cierto sentido, activar ya el mecanismo y, por tanto, ceder efectivamente a su poder de fascinación. En cambio, como ha señalado Jesi, «no es necesario destruir las máquinas en sí mismas, que se reformarían como las cabezas de la Hidra, sino la situación que hace que las máquinas sean reales y productivas. La posibilidad de esta destrucción es exclusivamente política…».20
La respuesta a la cuestión de la novedad de la derecha, y al problema y los peligros de la nueva derecha, reside en la cuestión de la destrucción. Toda destrucción que permanezca dentro del funcionamiento de la máquina está, de hecho, condenada al fracaso, a la inanidad, al resentimiento o al sacrificio de uno mismo y de los otros (fiebre de guerra, odio a los «extranjeros» y demás). Sin embargo, es posible no sorprenderse ante la presencia de residuos de la cultura de derecha, incluso donde menos los esperaríamos. Es posible analizar el funcionamiento de la máquina y, en consecuencia, ver también cuáles son las condiciones de ese funcionamiento. Finalmente, y como resultado de ello, es posible no solidarizarse con esas condiciones ni con el papel que nos asignan. Sólo esta posibilidad coincide con un tipo de solidaridad verdaderamente nueva, que será, en el sentido más pleno y positivo, destructiva.

 

1 Hannah Arendt, Lying in Politics. Reflections on the Pendragon Papers, en Crises of the Republic. Lying in Politics, Civil Disobedience, On Violence, Thoughts on Politics and Revolution, Nueva York, Harcourt Brace & Co., 1972, pp. 7-12.
2 Furio Jesi, Cultura di destra. Con tre inediti e un’intervista, ed. Andrea Cavalletti, Milán, nottetempo, 2011, p. 285. (Sobre el término Revolución, véanse las consideraciones de Jesi sobre Rosa Luxemburgo y su «pesimismo concreto ante las utopías de una revolución que triunfó de una vez y para siempre», en Furio Jesi, «The Right Time of Revolution: Rosa Luxemburg and the Problem of Worker’s Democracy», en Spartakus. The symbology of revolt, ed. Andrea Cavalletti, trad. Albarto Toscano, Londres, Seagull, 2014, pp. 173-182).
3 Id.
4 Walter Benjamin, The Work of Art in the Age of Its Technological Reproducibility (Second Version), en Selected Writings, Volume 3, 1935-1938, eds. Howard Eiland y Michael W. Jennings, Cambridge, Belknap Press, 2002, p. 129.
5 Id.
6 Véase Gabriel Tarde, «Le Public et la foule» (1898), en L’Opinion et la foule, París, PUF, 1989 [1901], p. 39; Elias Canetti, Crowds and Power, trad. Carol Stewart, Nueva York, Continuum, 1973 [1960], p. 82.
7 Thomas Hobbes, De Cive or The Citizen, ed. Sterling P. Lamprecht, Nueva York, Appleton-Century-Crofts, 1949, p. 135.
8 Carl Schmitt, Der Leviathan in der Staatslehre des Thomas Hobbes [1938], Colonia, Hohenheim Verlag, 1982, p. 51. Desafortunadamente, sabemos desde qué punto de vista político Schmitt realizó su análisis crítico del Leviathan en 1938.
9 Theodor Geiger, Die Masse und ihre Aktion: ein Beitrag zur Soziologie der Revolutionen, Stuttgart, Ferdinand Enke, 1926, pp. 44, 101.
10 Murray N. Rothbard, Anatomy of the State, Auburn, Ludwig von Mises Institute, [1974] 2009, p. 11.
11 Id.
12 Ibid., p. 42.
13 José Ortega y Gasset, The Revolt of the Masses, Nueva York, Norton & Company, 1994 [1960], pp. 89-90.
14 Massimo De Carolis, Convenzioni e governo del mondo, Macerata, Quodlibet, 2023, p. 180.
15 José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Espasa-Calpe, Madrid, 1979, pp. 130 y ss.; The Revolt of the Masses, cit., pp. 97 y ss.
16 Giorgio Agamben, The Coming Community, trad. Michael Hardt, Minneapolis, University of Minnesota Press, 2007 [1993], p. 63.
17 Marius Schattner, «The Biblical Pretexts of the Far Right for Mass Expulsion», Le Monde diplomatique, abril de 2024, p. 10.
18 Anne Waeles, «Zionism’s Cooption of Judaism», en Le Monde diplomatique, abril de 2024, p. 10. Véase también Amnon Raz-Krakotzkin, Exil et souveraineté. Judaïsme, sionisme et pensée binationale, pref. Carlo Ginzburg, trad. Catherine Neuve-Église, París: La Fabrique, 2007.
19 Furio Jesi, «Gli Arabi e Israele. Sionismo politico e spirituale», Resistenza. Giustizia e libertà, marzo de 1968, p. 3.
20 Furio Jesi, Knowability of the Festival (1976), en Time and Festivity: Essays on Myth and Literature, ed. Andrea Cavalletti, trad. Cristina Viti, Londres, Seagull, 2021, p. 91.

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