Traducción del italiano de Nicola Massimo de Feo, «La rivoluzione marxista», en Il nuevo Barletta, abril de 1965, p. 3, recuperado del sitio web del Archivio De Feo.
Queremos detener nuestra atención en una característica de nuestra condición y costumbre social: nos volvemos extraños en la medida en que nos acercamos unos a otros. El extrañamiento aumenta, en nuestra vida cotidiana, cuanto más se complica e intensifica nuestro contacto con los demás, en el trabajo, en las reuniones, en la calle, en la familia, en la amistad, en el amor.
El proceso de socialización al que hoy está sometida nuestra vida individual y en el que se organizan y regulan todos los proyectos e iniciativas de nuestra existencia, ha colocado la importancia y el significado de los fenómenos de alienación individual y social cada vez más en primer plano en la consideración del hombre común y en la del observador científico. No pretendemos abordar ahora este problema, cuya referencia sólo nos sirve para analizar el significado que tiene hoy para nosotros uno de los valores cardinales de la praxis científica y existencial del marxismo: el de revolución. ¿Cuál es la relación entre el extrañamiento en que se desarrolla el proceso de socialización en nuestra sociedad burguesa y el valor de la revolución marxista?
Creemos que el actual proceso de socialización conduce necesariamente a la extrañación de los individuos, no porque la socialización sea en sí misma un proceso alienante, sino porque tiene lugar en condiciones inadecuadas, en las condiciones de una sociedad estructurada todavía y sólo para las necesidades de una vida individualizada, que aún no ha percibido la exigencia de un control y verificación colectiva de su propia existencia y posibilidades. Aunque la cultura conservadora y la ética tradicional no acompañen el actual proceso de socialización alienante, por considerarlo indispensable para la evolución natural de la sociedad burguesa, tratan por todos los medios de obstaculizar una estructuración socialista de nuestra sociedad, sustentada en la constatación de que toda forma de socialización, cualquiera que sea la que se produzca hoy, conduce necesariamente a la extinción de toda forma de vida personal, es decir, a la alienación del individuo singular.
Por el contrario, pensamos que el problema de la socialización hoy es esencialmente un problema de técnica de socialización, es decir, un problema de elección de medios y objetivos, un problema de evaluación de la finalidad de la propia socialización y, por tanto, de sus límites y dimensiones, que cada individuo, cada grupo social y cada clase debe llevar a cabo responsablemente en función de los modos y los tiempos con los que la socialización debe tener lugar.
Pero en nuestra sociedad actual se dan ya unas condiciones, ajenas e independientes de la voluntad y el consenso y los intereses de los individuos, los grupos y las clases, que hacen imposible la realización de una vida social no alienada, condiciones que son económicas, políticas, pero también culturales e ideológicas, condiciones que hacen incluso imposible que nadie adopte una postura crítica frente al proceso de socialización — y cuando hablamos de postura crítica no nos referimos a las posiciones teóricas que adoptan con demasiada facilidad los llamados idealistas hastiados, sino al empeño en un pensamiento capaz de cambiar el curso de los acontecimientos.
Hoy nos vemos obligados a someternos a la vida social, el contacto y la comunión con los demás. Nos sometemos al desarrollo de nuestra personalidad, que se ve obligada a vivir y producir con medios, con instrumentos, con direcciones y finalidades muy a menudo ajenas a nosotros mismos, de modo que el máximo éxito de nuestra vida individual y de su naturaleza social implica el máximo envilecimiento y la indispensable involución de sus necesidades reales. El contacto con nuestros semejantes, la integración de los nuestros con sus intereses y necesidades, lo pagamos con la renuncia a nosotros mismos, con la renuncia al derecho a la «conciencia», que para nosotros no es una «propiedad» sino un estado, una condición siempre provisional y precisamente por ello indispensable para dirigir y controlar nuestra relación con los demás.
Para poner fin, al menos temporalmente, a esta condición de pasividad y dependencia, consideramos hoy indispensable y posible «transformar» las condiciones económicas, políticas, sociales y culturales en las que nuestras vidas se ven obligadas a desenvolverse, de modo que podamos controlar y dirigir activamente nuestra socialización, sin tener que seguir sometidos a ella.
Una socialización activa se identifica con el desarrollo racional del individuo en y para su sociedad. El individuo no puede desarrollarse, es decir, no puede producir, sin estar en una determinada relación social que condiciona su productividad, ofreciéndole o negándole los medios de producción, es decir, sin existir en lo que comúnmente se denomina «relación de producción». La condición social del hombre, es decir, esta relación de producción, determina el desarrollo de la vida del individuo, en la medida en que ofrece los medios y, muchas veces, también los fines de su actividad, y ello en toda forma y tipo de sociedad, sea burguesa o socialista. Para que el condicionamiento social, que se acentúa y complica cuanto más se intensifica la socialización —como es el caso hoy en día—, no sea sufrido pasivamente, es necesario que todos los individuos, como grupos y como clases, sean dueños, es decir, actores y controladores de este condicionamiento.
En el condicionamiento social, el individuo encuentra y aprehende los medios de su producción, así como los fines. Sólo cuando el individuo es dueño de estos medios y fines puede dirigir activa y racionalmente su propia existencia personal, reconociendo en los «otros» los medios para su propia productividad y haciendo de su propia producción los medios para la producción de los demás. Éste es el objetivo de la revolución marxista, que lleva a cabo la transformación de las relaciones de producción existentes en la sociedad burguesa, en la que los productores no tienen la propiedad de los medios de producción y están ligados a los propietarios de estos medios por la degradante relación salarial.
Los medios de producción son todo lo que hace posible el desarrollo y la satisfacción de las necesidades humanas, todo lo que hace posible el trabajo. Los medios de producción son un objeto, una máquina, pero también un valor, una idea, una cultura, un sentimiento, una emoción. Abolir la propiedad privada de los medios de producción significa hacer a los hombres productores, es decir, a los trabajadores, dueños de los medios necesarios para su existencia, tanto en la esfera de la vida económica como en la de la vida moral, artística y científica. Al mismo tiempo, esa abolición educa las conciencias en la convicción racional de que cada cosa, cada sujeto, máquina, idea, sentimiento, no es en sí misma una «propiedad», algo estático, de lo que basta tener la «propiedad» o la «posesión» para que su contenido se realice. Todo es, de hecho, un instrumento de la producción y la actividad humanas. No hay ningún objeto que valga sólo por sí mismo; la justificación de las cosas consiste en su posibilidad de aumentar, desarrollar y satisfacer la productividad del hombre. El hombre mismo cambia a través de este proceso continuo de producción y transformación de las cosas.
Pero para que realicemos racionalmente nuestra naturaleza productiva, es indispensable que eliminemos nuestra pasividad social. Nuestra revolución consiste en la apropiación gradual que hacemos de nuestra naturaleza productiva, en la liberación gradual y continua de la sujeción a los propietarios de los medios de nuestra producción; consiste en nuestra capacidad de sujetar cada vez más nuestra existencia. De este modo, la producción humana humaniza la naturaleza y, al mismo tiempo, naturaliza al hombre. Las máquinas, las ideas, se convierten en instrumentos de la acción humana; la acción humana, realizada en el producto, se convierte en el medio de una nueva fase del proceso de producción. Realizándonos en nuestro producto, nos convertimos en naturaleza, objeto, cosa, y luego nos convertimos en hombre cuando somos colocados como medios en una nueva producción. De este modo, el hombre se convierte en productor y producto del trabajo; el nacimiento y la muerte del hombre individual son dos momentos del proceso de producción del trabajo humano.
En esta continuidad de fases del proceso productivo, que es individual, social y natural, se realiza la continuidad del valor de la revolución marxista.
La revolución es producción porque modifica las condiciones de la realidad para realizar en ella las condiciones que hacen posible la máxima productividad del trabajo humano. La revolución marxista no sólo se resuelve en el derrocamiento de la estructura individualista y privatista de la sociedad burguesa, capitalista o neocapitalista, sino también en el establecimiento de las condiciones para la auténtica realización de la libertad productiva del hombre.
El hombre es el destino del hombre: ésta es una proposición con la que el marxismo indica, controla y realiza un proceso histórico real de desarrollo de la sociedad. Sólo tomando conciencia, aceptando y realizando este significado real de la revolución marxista podremos superar, en nuestra vida cotidiana, el extrañamiento y la desesperación con los que vivimos nuestra existencia.
Particularmente en la condición actual de nuestra vida social, las dos direcciones en las que hemos visto encaminarse la revolución marxista están íntimamente ligadas: es necesario derrocar la dependencia del hombre respecto al hombre, de la clase y del grupo respecto a la clase y al grupo, para que cada hombre pueda no sólo realizar su propia naturaleza productiva, sino también encontrar el significado humano de su producto y, por tanto, de su existencia.