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Mikkel Bolt Rasmussen / El movimiento de rechazo

El siguiente artículo del historiador de arte y teórico político danés Mikkel Bolt Rasmussen fue publicado por primera vez en inglés el 2 de octubre de 2023 en el sitio web de Ill Will.

 

La última década y media ha sido una época de agitación. Como ha descrito el antropólogo político francés Alain Bertho en su libro Le temps des émeutes, a principios de la década de 2010 se produjo un fuerte aumento del número de protestas.1 Las huelgas y manifestaciones tuvieron lugar a lo largo de las décadas de 1980, 1990 y 2000, por supuesto, y los disturbios por alimentos no eran infrecuentes en el Sur Global. Sin embargo, a partir de 2008 se produjo un cambio tanto cuantitativo como cualitativo, con protestas, manifestaciones, ocupaciones, motines y levantamientos mucho más generalizados y en muchos más lugares del mundo. Como escribe Dilip Gaonkar, estas protestas y disturbios se están desplazando hacia el norte, y ahora también se producen en las democracias liberales.2
En retrospectiva, podemos señalar las revueltas árabes, la llamada Primavera Árabe ―que estalló en diciembre de 2010 en Túnez y se extendió rápidamente a Egipto y a varios países del norte de África y Oriente Medio en los primeros meses de 2011― como el punto de inflexión decisivo. Estos acontecimientos marcaron la transición de un período caracterizado por la ausencia casi total de disidencia radical a una situación en la que se cuestionaba el orden imperante.3 En particular, las imágenes de El Cairo, donde miles de personas salieron a la calle, ocuparon la plaza Tahrir y exigieron la destitución de Mubarak, abrieron una brecha en el «realismo capitalista» y el discurso de «seguir adelante» de la globalización capitalista tardía.4 Desde El Cairo, las protestas se extendieron al sur de Europa, con manifestantes ocupando plazas en Atenas, Madrid y Barcelona, exigiendo el fin de la austeridad impuesta por los gobiernos nacionales a instancias de la Comisión Europea, el FMI y el Banco Central Europeo. Tales políticas se promulgaron a raíz de la crisis financiera, que rápidamente se convirtió en una crisis económica y social en muchos países del sur de Europa. En el verano de 2011, Londres fue escenario de violentos disturbios, seguidos ese otoño por la ocupación del Parque Zuccotti en Manhattan por parte de Occupy Wall Street. Cuando la primera oleada de protestas se extinguió o fue aplastada, estallaron otras en otros lugares.
Los años transcurridos desde 2011 se han caracterizado por un movimiento de protesta global discontinuo que ha ido y venido por todo el mundo en un patrón staccato de giros y saltos. Las protestas han sido tan generalizadas que tanto en 2011 como en 2019 se proclamó «un nuevo Mayo del 68», y la revista Time eligió al manifestante como «Persona del Año» en 2011.5 Algunos de los episodios más destacados de este nuevo ciclo son las protestas estudiantiles chilenas de 2011-2012; la resistencia brasileña contra el aumento de los precios del transporte de 2013; el movimiento ucraniano Maidan; Nuit debout y los chalecos amarillos en Francia; el movimiento por la democracia en Hong Kong; la Comuna de Sudán; el levantamiento libanés; las protestas contra la policía racista en Estados Unidos, desde Ferguson en 2014 hasta Minneapolis en 2020; la revuelta iraní «Mujeres, vida, libertad» de 2022; y las protestas contra la reforma de las pensiones de Macron en Francia en abril de 2023. Ni siquiera la pandemia de coronavirus y los confinamientos locales pusieron fin al nuevo ciclo de protestas y a la «Bildung clandestina» que viene surgiendo desde hace más de una década.6 La respuesta al asesinato de George Floyd, en el que se produjeron las protestas y motines más generalizados en Estados Unidos desde finales de la década de 1960, lo puso claramente de manifiesto. Se quemó una comisaría y en los barrios ricos, que no suelen ser escenario de protestas, se produjeron saqueos y enfrentamientos entre la policía y los manifestantes.
Durante 2021-2022, pareció que nos encontrábamos brevemente en un intermezzo marcado por el agotamiento pospandémico y el resurgimiento de las luchas interimperialistas, que amenazaban con enterrar el descontento y la desesperación latentes en unos nuevos binarismos de Guerra Fría que dificultaban los actos de disidencia. Pero era sólo cuestión de tiempo que la gente volviera a salir a la calle. A Sri Lanka le siguió Irán, y Francia vuelve a ser escenario de protestas masivas. Dondequiera que miremos, vemos las condiciones socioeconómicas para más disturbios.7 Las guerras culturales fabricadas, a menudo presentadas como conflictos intergeneracionales, son sólo la punta del iceberg. Bajo la superficie se esconde un capitalismo en crisis que parece incapaz de actuar estratégicamente ante la aceleración de la crisis climática y el estancamiento del crecimiento, que en realidad nunca pareció cobrar impulso después de 2008. Los representantes de la burguesía mundial, como el equipo de investigación del Deutsche Bank, han visto las cosas claras y, como Bertho, hablan ahora de «una era de desorden».8 Sin embargo, a pesar de darse cuenta de que hay una crisis, parece extremadamente difícil que la burguesía desarrolle planes reales para una transformación importante de la economía. Como escribe el colectivo neoleninista de Alex Hochuli, George Hoare y Philip Cunliffe en The End of the End of History, las clases dominantes parecen incapaces de unirse en torno a un plan. Hoy en día, el situacionista Gianfranco Sanguinetti no podría escribir un informe, bajo el disfraz de «el Censor», sobre cómo la clase dominante salvará el statu quo capitalista mediante ataques terroristas escenificados y operaciones de falsa bandera.9 En su lugar, Hochuli, Hoare y Cunliffe describen nuestra situación actual como la «crisis nerviosa del neoliberalismo», en la que los multimillonarios de las Big Tech sueñan con viajar al espacio, mientras que a gran parte del establishment político nada le gustaría más que aguantar «cuatro años más», o como mucho una o dos décadas más (Biden en lugar de Trump, etc.).10 Ni siquiera es posible unirse en torno al «capitalismo verde». Pero el genio ha salido de la botella. La crisis económica adopta ahora la forma de inflación, y ninguna de las soluciones normales, como subir o bajar los impuestos o estimular o frenar el consumo, parece funcionar. Más bien parece haber un consenso no articulado de que hay que destruir gran parte del capital existente. Además, cuanto más dura la crisis, mayor es el nivel de inversión en equipamiento militar y de contrainsurgencia.11 Los confinamientos de COVID proporcionaron a los gobiernos de todo el mundo toda una serie de herramientas novedosas con las que monitorear y combatir el descontento, por lo que todo indica que el conflicto se volverá aún más conflictivo — tal es la predicción del Manifiesto conspiracionista.12 La gente está cada vez más dispuesta a recurrir a la violencia, sobre todo en Estados Unidos. Por decirlo sin rodeos: todas las amas de casa de Florida parecen ser ahora una Oath Keeper, y muchos hombres de negocios son Proud Boys. Trump fue un preludio, una figura decorativa. Ahora las fuerzas reales están tomando forma.
Muchos comentaristas han señalado que las protestas de los últimos diez o doce años se han caracterizado por una sorprendente ausencia de reivindicaciones concretas, y rara vez han implicado la elaboración de programas políticos reales. El comunista de izquierdas Jacques Wajnsztejn, de Temps critiques, califica despectivamente el fenómeno de «insurreccionalismo». Tras los disturbios de Londres de 2011, el neomarxista leninista Slavoj Žižek escribió que los sucesos fueron «una actuación ciega», expresión de una deficiencia más generalizada.13 Como dijo Žižek: «la oposición al sistema no puede formularse en términos de una alternativa realista, o al menos de un proyecto utópico coherente, sino que sólo puede tener lugar como un estallido sin sentido».14 Incluso cuando la oposición se expresa mediante un eslogan pesimista y posmoderno de derrota —«es más fácil imaginar el fin del mundo que una alternativa al capitalismo», como dijo Fredric Jameson en su análisis de las grandes transformaciones estructurales que antes había etiquetado de posmodernismo— o incluso cuando Nuit debout, en la plaza de la República de París en la primavera de 2016, rechazaron este mensaje nihilista, lo hicieron en una especie de forma abreviada («Une autre fin du monde est posible», «Otro fin del mundo es posible»), pero sin ninguna visión utópica o política correspondiente.15 No se trata del «otro mundo es posible» del movimiento altermundista, que en sí mismo estaba muy lejos de los muchos lemas socialistas del siglo XX; en su lugar, obtenemos simplemente «otro fin del mundo es posible». Aunque Nuit debout rechazaba el derrotismo posmoderno, no lo hacía al servicio de una visión de otro mundo. No parece haber nada detrás del capitalismo y su crisis, ni tampoco nada que se aproxime en el horizonte. Más bien, lo que ha prevalecido es una crítica resignada y ligeramente sarcástica. Sin duda, el capitalismo estaba (y está) cavando su propia tumba, pero también la nuestra. La actual crisis climática no es más que la expresión más evidente de ese proceso, pero, aunque sólo sea eso, podemos luchar contra el método preferido del capitalismo para acabar con el mundo. Según los ocupantes de la Plaza de la República, la disidencia aún es posible.
El lema de Nuit debout es muy revelador. Aunque las nuevas protestas adoptan formas muy diversas, lo que tienen en común no es tanto una visión compartida de una sociedad diferente como su propio rechazo. Por supuesto, en algunos movimientos, como el estadounidense y el francés, se debaten formas alternativas de sociedad, pero nunca se llega a nada de lo que pueda decirse que constituye un auténtico programa. Los manifestantes simplemente rechazan aceptar la situación.
Tenemos que analizar este rechazo. Las oleadas de levantamientos chocan invariablemente contra muros de ladrillo, pero nuestro lenguaje para entenderlos no nos ayuda a atravesarlos. Nos enfrentamos a un obstáculo lingüístico. En lo que sigue, presentaré una trayectoria teórica e histórica en la que un vocabulario revolucionario heredado de generaciones anteriores retrocede y desaparece gradualmente. Esta trayectoria cuenta la historia de la «victoria» del movimiento obrero, seguida de la desaparición del «obrero» y de una larga crisis económica. Terminaré introduciendo la noción de rechazo tal y como la presentaron Maurice Blanchot y Dionys Mascolo en 1958 cuando se enfrentaron al golpe de Estado de De Gaulle en plena guerra de Argelia. Quizás revisar la noción de rechazo nos permita acercarnos a nuestra situación actual e identificar un nuevo enfoque para las dificultades que experimentamos hoy en día.

 

Chalecos amarillos

 

No cabe duda de que las protestas, manifestaciones y levantamientos masivos de la última década han diferido entre sí. Donatella Di Cesare tiene razón al preguntarse si podemos utilizar un único término para estas luchas divergentes.16 Hardt y Negri señalaron en 2013 que «cada una de estas luchas es singular y está orientada hacia condiciones locales específicas», pero también argumentaron que las protestas constituían de hecho un «nuevo ciclo de luchas».17 Di Cesare está de acuerdo. Muchas de las protestas se reconocieron mutuamente a través de fronteras y contextos, con activistas de Occupy mencionando a los manifestantes de Tahrir en El Cairo, y revolucionarios egipcios pidiendo pizzas para los ocupantes del parque en Manhattan. Los revolucionarios sirios apoyaron al movimiento de los Chalecos Amarillos y proclamaron que «nuestra lucha es común. […] No se puede estar a favor de una revolución en Siria y al mismo tiempo del lado de Macron».18 No sólo los manifestantes se referían unos a otros, sino que las protestas también compartían tácticas: el enfoque utilizado en Egipto, que vio la ocupación de plazas y glorietas, se extendió primero a España y Estados Unidos, y luego a Turquía, Ucrania y Francia, entre otros lugares. Más tarde, en 2019, las tácticas de primera línea de Hong Kong empezaron a extenderse a otros lugares.19
Una de las características más llamativas de este nuevo ciclo de protestas ha sido su escasa organización y la ausencia de reivindicaciones. Por supuesto, como señalaron Hardt y Negri, prácticamente todos los levantamientos, manifestaciones y ocupaciones se dirigen contra condiciones locales o nacionales específicas, pero en la gran mayoría de los casos las protestas recientes no han ido acompañadas de reivindicaciones políticas globales. En algunas protestas, esta falta de programa formaba parte de una táctica más elaborada, que englobaba diversas tácticas de reunión interseccional inclusiva. Éste fue el caso, por ejemplo, del movimiento Occupy, que —como sostiene Rodrigo Nunes— tenía una clara «dimensión horizontal». En otros casos, esta falta de programa ha parecido más bien una expresión de desesperación o de aversión directa a la política.20
Un buen ejemplo es el movimiento de los chalecos amarillos. Las ocupaciones de glorietas en Francia comenzaron en noviembre de 2018 como protesta contra el recargo del impuesto sobre el combustible propuesto por el gobierno de Macron, que iba a entrar en vigor en 2019. Sin embargo, los manifestantes nunca presentaron nada de lo que pudiera decirse que constituía una auténtica demanda política que el gobierno de Macron pudiera cumplir. En este sentido, las protestas fueron antipolíticas, entendidas no como una descripción peyorativa, sino como un término para el rechazo de la política dominante. El descontento con el nuevo impuesto se extendió inmediatamente a la frustración por la creciente desigualdad económica y la brecha entre el campo y la ciudad. Había demasiadas reivindicaciones y ningún —o demasiados— líderes o portavoces. Las protestas no adoptaron la forma que suelen adoptar las protestas políticas en Francia, ni fueron mediadas por las organizaciones que tradicionalmente han asumido el papel de representantes de las clases sociales, los grupos políticos y las profesiones. Ninguno de los principales partidos podía afirmar con gran convicción que respondía a las protestas o que podía mediar con veracidad en ellas, aunque tanto Marine Le Pen como Jean-Luc Melenchon intentaron posicionarse como la expresión política legítima de las ocupaciones, es decir, hasta que los manifestantes saquearon las tiendas de los Campos Elíseos y atacaron el Arco del Triunfo. Simplemente, era difícil entender las protestas en el marco del sistema político existente y su vocabulario. Los estudios sociológicos demostraron que muchos participantes no se definían a sí mismos como significativamente políticos, con un número prácticamente igual de votantes de la Agrupación Nacional y de lo que queda de la izquierda política en Francia. Según el sociólogo Laurent Jeanpierre, los chalecos amarillos rompieron el marco de comprensión de los movimientos sociales en Francia al eludir las instituciones que históricamente han mediado y gestionado las protestas políticas.21 Los ocupantes de las glorietas rechazaron no sólo al gobierno de Macron, sino también «las prácticas habituales de movilización social». Rehuyeron el movimiento obrero, ocuparon glorietas en el campo y zonas semiurbanas, y no se privaron de enfrentarse a la policía y saquear comercios. Los políticos y los medios de comunicación se apresuraron a condenar los saqueos y las manifestaciones «salvajes» y no supieron cómo entablar un diálogo con la variopinta multitud de manifestantes. Los manifestantes eran tan heterogéneos que no fue posible que Macron, sus ministros, los políticos locales o las distintas partes del sector público francés entablaran un diálogo político con los chalecos amarillos. Macron acabó retirando la subida de impuestos, pero la gente siguió saliendo a la calle. De este modo, los ocupantes de las glorietas no sólo desafiaron el orden político, sino que constituyeron, en palabras de Jeanpierre, un «antimovimiento».22
En muchos sentidos, los chalecos amarillos ejemplifican el nuevo ciclo de protestas, muchas de las cuales han tenido lugar al margen de las formas y canales tradicionales de protesta, junto a los partidos políticos y los sindicatos o en oposición directa a ellos. Es más revuelta que revolución, escribe Di Cesare;23 más anarquismo que comunismo, según Saul Newman.24 Los manifestantes se han llenado de rabia, desesperación y odio hacia el sistema político establecido. Marcello Tarì describe las numerosas nuevas protestas como «revueltas destituyentes», refiriéndose a la noción benjaminiana de la Entsetzung de la huelga general. Como señala Tarì, los manifestantes no están exigiendo nada al sistema político; al contrario, están retirando su apoyo, cancelando, por así decirlo, su participación en la democracia política, sea cual sea la forma que adopte, desde Túnez a Francia o Chile.25 Como dicen los amigos de Tarì del Comité invisible en su informe sobre la primera oleada de protestas hasta 2014: «Nos quieren obligar a gobernar. No caeremos en esa provocación».26
Los contornos clave de este nuevo ciclo de protestas pueden distinguirse ya a principios de la década de 2000, antes de que se afianzaran realmente a finales de 2010-2011. En diciembre de 2001, cientos de miles de argentinos salieron a las calles para protestar contra los planes de austeridad del gobierno de De la Rúa, golpeando sartenes y cacerolas y gritando: «¡Que se vayan todos! ». La economía argentina estaba en caída libre tras más de una década de privatizaciones corruptas llevadas a cabo por el ministro de Economía del gobierno anterior, Domingo Cavallo, que gozaba de un fuerte respaldo del FMI y, por tanto, podía gobernar sin distinción de partidos. De la Rúa había sido elegido en 1999 con una plataforma de cambio, pero pronto reinstaló al destituido Cavallo, que siguió imponiendo la privatización y la austeridad. El desempleo aumentó y la pobreza se disparó, pero no se produjo ningún cambio de política. A finales de diciembre de 2001 estalló la revuelta. Hubo enfrentamientos violentos, se saquearon supermercados y la policía disparó a seis manifestantes.
El colectivo activista argentino Colectivo Situaciones, que participó en los enfrentamientos de Buenos Aires, describió posteriormente lo ocurrido en diciembre como «un levantamiento destituyente». Los manifestantes no se posicionaron a favor de los políticos de la oposición ni de otras partes del sistema político argentino, y se abstuvieron de exigir una suavización del plan de austeridad del FMI, la posibilidad de retirar el dinero o cualquier otra cosa concreta. En su lugar, exigieron una ruptura con el sistema político-económico en general: »Si hablamos de insurrección, entonces, no lo hacemos de la misma manera en que hemos hablado de otras insurrecciones […]. El movimiento del 19 y 20 [de diciembre] fue más una acción destituyente que un movimiento instituyente clásico», escribe el Colectivo Situaciones.27 Los que salieron a la calle a finales de diciembre en Buenos Aires y otras ciudades de Argentina rechazaron al gobierno y se negaron no sólo a dar su apoyo a otros políticos, sino también a unirse como sujeto político, es decir, como personas que afirman su poder para derrocar el orden existente e instituir uno nuevo.
Un elemento central del análisis del Colectivo Situaciones fue su identificación de un alejamiento de la idea de establecer un contrapoder o poder «dual» en el sentido marxista tradicional. Argumentaban que los manifestantes no intentaban derrocar al gobierno ni hacerse con el poder político. Exigían no sólo la dimisión de De la Rúa (que se produjo pocos días después), sino que todos los representantes políticos renunciaran a sus mandatos. Todo el sistema político tenía que irse. Tal y como lo describe el Colectivo Situaciones, se produjo una subjetivación política paradójica en la que los manifestantes no se convirtieron en «el pueblo» como forma de soberanía política rechazando establecer algo nuevo. «La revuelta fue violenta. No sólo derrocó a un gobierno y se enfrentó durante horas a las fuerzas represivas. Hubo algo más: Derribó las representaciones políticas imperantes sin proponer otras».28 Lo que llamó la atención fue la ausencia de una nueva constitución y de cualquier intento de tomar el poder.
Si las semillas del modelo de insurgencia destituyente se sembraron en Argentina en 2001, fue en 2011 cuando empezaron a florecer. El Colectivo Situaciones escribió con perspicacia sobre las complejidades de describir el levantamiento de 2001, pero su naturaleza no se adaptaba a los conceptos que el Colectivo había adoptado del obrerismo italiano y del antiimperialismo latinoamericanúm. El mismo reto se repite en el trabajo de muchos comentaristas y analistas que se ocupan de las nuevas revueltas. Un buen ejemplo es el filósofo francés Alain Badiou, quien —en una serie de libros y artículos desde 2011— da testimonio de la gran dificultad de analizar los levantamientos de 2011, las revueltas árabes, los movimientos de ocupación de plazas del sur de Europa y los chalecos amarillos.29 Según Badiou, todos estos movimientos carecen de una idea. Salen a la calle para expresar su descontento, pero, según el veterano maoísta, no producen cambios porque no tienen una idea a la que ser fieles. Son protestas puramente negativas, y eso es un problema. Badiou quiere que los manifestantes desarrollen una estrategia, un nuevo proyecto comunista similar a los de Lenin, Stalin y Mao en su tiempo. Al hacerlo, revela su continuo apoyo a un modelo estatal de felicidad social: los chalecos amarillos y los demás movimientos de protesta carecen de disciplina y dirección, es decir, de organización. Badiou reprende a quienes toman las calles, golpeándoles en la cabeza con nociones heredadas de la práctica revolucionaria. Al hacerlo, paradójicamente acaba aprisionando a los manifestantes en una deficiencia histórica: no son un movimiento revolucionario precisamente porque no tienen una idea (del socialismo y el comunismo) particular (históricamente comprometida).
El pedante análisis de Badiou sobre el nuevo ciclo de protestas es sólo un ejemplo de las dificultades que muchos tienen cuando se enfrentan a las nuevas protestas y a su aparente falta de eslóganes y gestos políticos revolucionarios o reformistas reconocibles. El fallecido Zygmunt Bauman explicaba que los manifestantes «buscan medios nuevos y más eficaces para ganar influencia política, pero […] todavía no se han encontrado esos métodos».30 Con una mezcla de condena y resignación, el historiador del arte inglés y antiguo situacionista T. J. Clark criticó irónicamente a los jóvenes que saquearon tiendas en Londres en 2011: rechazaban el capitalismo mercantil y, al mismo tiempo, lo afirmaban robando tenis y iPhones.31 La conclusión parece ser que los manifestantes están atrapados en un circuito cerrado de imágenes y, como tales, no tienen acceso a una posición crítica desde la que formular una crítica coherente del orden actual. Badiou, Bauman y Clark tienen razón, pero su crítica de los nuevos movimientos tiene un aire condescendiente y tiende a descartar las protestas con un apresurado análisis comparativo de momentos revolucionarios pasados. En su lugar, quizás deberíamos, como el Colectivo Situaciones, hacer hincapié en el elemento de experimentación e intentar describirlo. Hacerlo nos permitiría anclar las nuevas protestas en una trayectoria histórica más larga, en la que un vocabulario anterior desaparece a medida que cambia la economía, pero sin culpar a las nuevas protestas por no continuar o reactivar formas anteriores de protesta. Lo cierto es que las condiciones político-económicas han cambiado, erosionando las premisas de los modelos anteriores que Badiou y Clark añoran. Lo interesante es cómo los nuevos movimientos intentan formular una crítica en una situación de crisis radical y colapso.

 

La larga crisis y la desaparición del obrero

 

La erosión del vocabulario histórico de la protesta debe enraizarse en una trayectoria histórica más larga. Esto es precisamente lo que los viejos intelectuales de izquierda no han hecho. Se trata de una trayectoria en la que el movimiento obrero occidental en el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial tendió a fusionarse con la democracia política. Como dijo con cierta polémica otro viejo pensador comunista, el operaista Mario Tronti, fue la democracia, no el capitalismo, lo que mató al movimiento obrero como alternativa disidente.32 Como sabemos por otro filósofo italiano, el estalinista Domenico Losurdo, la burguesía luchó ferozmente para evitar una transformación socio-material en la que la propiedad de los medios de producción se convirtiera en una cuestión política.33 La democracia representativa se convirtió en una forma de garantizar que esta cuestión nunca se formulara realmente, o al menos se formulara de una manera que nunca cuestionara la lógica de acumulación del modo de producción capitalista.
Durante el periodo de entreguerras, la visión de una sociedad diferente, más allá del trabajo asalariado y la división del trabajo, empezó a evaporarse lenta pero inexorablemente de los partidos socialdemócratas europeos y desapareció para siempre en la sociedad de consumo de la posguerra. Las reformas del mercado laboral de los partidos socialistas —ejemplificadas por las reformas Hartzen de Gerhard Schröder en la década de 1990— constituyeron la fase farsesca de esta evolución. Si en la década de 1840 la democracia era todavía un término para designar el gobierno de los pobres, y Marx y Engels podían por tanto llamarse demócratas, en el siglo XX el significado del término se transformó lentamente para significar gobierno de la mayoría y representación. Esto implicó la aplicación de diversos procesos institucionales destinados a garantizar que los derechos de propiedad privada permanecieran intactos, de modo que la burguesía no sólo mantuviera su poder económico, sino que lo extendiera a la dimensión política. Como Lenin nunca se cansó de enfatizar, la burguesía tiene ventaja en la democracia porque posee «9/10 de los mejores recintos de reunión, y 9/10 de las existencias de periódicos, imprentas, etc.».34 Por lo tanto, continúa, en un acalorado debate en 1918 con socialdemócratas alemanes como Kautsky y Schneidemann, las elecciones nunca tienen lugar «democráticamente». Los socialdemócratas europeos no siguieron el consejo de Lenin, sino que empezaron a participar en la competición democrática nacional. Lo hicieron inicialmente porque creían que la democracia era el terreno más favorable para el derrocamiento del capitalismo. Como es bien sabido, no resultó ser así. Por eso Tronti juzga tan duramente la democracia nacional, describiéndola como la perdición del movimiento obrero. En retrospectiva, está claro que la democracia política transformó al movimiento obrero de una fuerza disidente externa en parte integrante de un sistema político-económico basado en la explotación y la acumulación. Hay que reconocer que hasta después de dos guerras mundiales, una profunda crisis económica y la aparición del fascismo, la democracia política no consiguió mediar en la lucha entre el trabajo y el capital, y la burguesía empezó a sentirse segura de la lealtad de las clases obreras a diversas comunidades nacionales. El conflicto dentro de la sociedad dividida en clases se resolvió con derechos políticos, mercancías baratas y bienestar.
Un relato más positivo de esta trayectoria histórica se encuentra en la obra de Michael Denning, quien sostiene que el movimiento obrero presionó a la burguesía para que ampliara el sufragio y estableciera lo que él denomina «el Estado democrático».35 Denning interpreta el establecimiento de esta forma de Estado como una victoria, pero al mismo tiempo reconoce que esa victoria fue efímera y, en retrospectiva —es decir, después de la globalización neoliberal (Denning llama al periodo desde mediados de la década de 1970 «los nuevos cercamientos», citando al colectivo Midnight Notes)—, parece hueca. El establecimiento del Estado del bienestar, que Étienne Balibar denomina «Estado-nación social», fue una victoria para el movimiento obrero en la medida en que muchos más sujetos (en el «Primer Mundo», es decir, Europa Occidental y Estados Unidos) no sólo fueron reconocidos como sujetos políticos (como ciudadanos), sino que también, en gran medida, obtuvieron acceso a empleos estables, educación, cultura y bienes baratos producidos en masa.36 El Estado-nación democrático emancipó a las familias obreras surbanas de la pobreza provocada por la revolución agraria y la industrialización. Sin embargo, al mismo tiempo, también condujo al abandono gradual del sueño de una superación más radical de la sociedad capitalista, sus coacciones particulares y sus formas de alienación. No sólo la fábrica seguía siendo un infierno para muchas mujeres, jóvenes e inmigrantes, sino que todos ellas seguían sometidas al dominio patriarcal tanto en casa como en el trabajo. Si a esto añadimos la reestructuración neocolonial de la economía mundial después de 1945, el Estado del bienestar de posguerra parece considerablemente menos admirable. El bienestar y la nacionalización «en casa» fueron de la mano del neoimperialismo en las antiguas colonias, ejemplificado por el gobierno laborista «progresista» de Clement Attlee, que a finales de la década de 1940 y principios de la de 1950 nacionalizó el servicio sanitario, el transporte y gran parte de la industria en Gran Bretaña, y sin embargo impuso sanciones a Irán cuando el recién elegido Primer Ministro Mohammad Mosaddeq nacionalizó la industria petrolera del país. Más tarde, en colaboración con Estados Unidos, el gobierno de Attlee ayudó al ejército iraní a llevar a cabo un golpe militar para reinstaurar al Sha.37
La experimentación de la década de 1960 fue un intento de rechazar el poder gerontocrático y desafiar las rígidas instituciones del Estado del bienestar para dar un impulso estético a la vida cotidiana. Mayo de 1968 puede leerse como un intento de reactualizar la visión de una vida diferente como una revolución social, en parte como un redescubrimiento de la ofensiva revolucionaria proletaria de 1917-1921. Sin embargo, estos experimentos seguían teniendo lugar en el marco de las ideas de transformación socio-material a las que el movimiento obrero había formulado diversas respuestas a lo largo de los siglos XIX y XX con vistas a sustituir un poder (estatal) por otro.38 La Nueva Izquierda era precisamente eso —una nueva izquierda— o, como dijo Stuart Hall, la Nueva Izquierda trabajaba tanto con el marxismo como contra él en un intento de desarrollarlo.39 Para Hall y la Nueva Izquierda, el marxismo (entendido en sentido amplio como el proyecto reformista y revolucionario del movimiento obrero de abolir el capitalismo mediante otro tipo de gobierno) seguía siendo el horizonte. Sólo con el movimiento de 1977 en Italia surgió realmente una crítica mordaz de la izquierda: «Después de Marx, abril», como escribieron los indios metropolitanos en los muros de Bolonia en febrero de ese año.
El marxismo ya no es nuestro horizonte. Esto es lo que vemos en las nuevas protestas, que tienen lugar más allá de la teoría de la lucha de clases, de la dictadura del proletariado y del proletariado como sujeto de la historia, y sin la enorme infraestructura institucional que el movimiento obrero construyó en la sociedad capitalista. En un giro un tanto burdo y materialista, la industrialización permitió al movimiento obrero asumir la lucha con la burguesía, ganar influencia y participar en la gestión de la producción nacional. Según John Clegg y Aaron Benanav de Endnotes, «la industrialización iba a ser el motor de la victoria incipiente de los obreros», ya que trajo consigo un número creciente de obreros industriales, una unidad creciente entre los obreros y un poder creciente de los obreros en la producción.40 Sin embargo, ahora que la industrialización parece haber terminado, el movimiento obrero, en las diversas formas desarrolladas a lo largo del siglo XX, ya no es capaz de organizar la oposición a la explotación y al dominio del capital. Como han subrayado el marxista italiano Amadeo Bordiga y otros, el capitalismo es, ante todo, un proceso de subdesarrollo.41 En la posguerra, el panorama era distinto. Si nos fijamos en la evolución en Occidente, casi se nos podría perdonar que pensáramos que el capitalismo se dedicaba a hacer de la privación material parte de la historia. Sin embargo, desde principios de la década de 1970, el capital global ha estado atravesando una crisis prolongada —lo que el comunista de izquierda Loren Goldner denomina «el largo aterrizaje forzoso neoliberal»— con una caída de la productividad y unas tasas de crecimiento que nunca alcanzaron los niveles del boom de la posguerra.42
El grupo comunista de izquierda francés Théorie communiste ha descrito esta transición como un abandono del «programatismo».43 Desde mediados del siglo XIX hasta finales del XX, la revolución era una cuestión de poder obrero. Consistía en que los obreros se afirmaran como tales, ya fuera mediante la dictadura del proletariado, los soviets o diversas formas de autogobiernúm. La revolución era un programa a realizar, que terminaría con la afirmación del proletariado y la superación de las contradicciones de la sociedad de clases. El obrero era el elemento positivo de esta contradicción, el que realizaría la sociedad futura. El programatismo, ya fuera reformismo socialista, leninismo, sindicalismo o comunismo consejista, se basaba en un vínculo entre la acumulación de capital y la reproducción de la clase obrera. El desarrollo de los modos de producción capitalistas no hacía sino fortalecer a los trabajadores (aunque también éstos se veían cada vez más explotados por la intensificación de los procesos de trabajo). Sin embargo, según Théorie communiste, este vínculo ya no existe. El obrero ha desaparecido y ya no constituye un punto de partida para la resistencia colectiva y organizada. Durante la Segunda Guerra Mundial y la posguerra, el gran dispositivo creado por el movimiento obrero pasó a formar parte del Estado social nacional y apareció cada vez menos como alternativa a nada. Posteriormente, como resultado de la amplia reorganización de la economía que comenzó a mediados de la década de 1970, la identidad del obrero fue vaciada de contenido — un desarrollo a menudo denominado neoliberalismo, globalización o posfordismo. En los antiguos centros del capital, la reorganización adoptó la forma de desindustrialización, externalización, precarización, recortes en los programas de bienestar y una vasta expansión de la especulación financiera, en la que la producción de valor se desvinculó del proceso directo de producción.
En el capitalismo tardío, el obrero ya no es una inversión, sino simplemente un gasto que hay que minimizar. La idea keynesiana de una compensación entre salario y productividad fue sustituida por la búsqueda cada vez mayor de costos más bajos. Según Théorie communiste, este cambio constituyó una respuesta contrarrevolucionaria a la resistencia proletaria, y a mayo de 1968 en particular. Como ellos dicen: «No hay reestructuración del modo de producción capitalista sin derrota del obrero. Esta derrota fue una derrota de la identidad del obrero, de los partidos comunistas, de los sindicatos, de la autogestión, de la autoorganización y del rechazo del trabajo. Fue todo un ciclo de lucha derrotado en todos sus aspectos, la reestructuración fue esencialmente una contrarrevolución».44
Sin embargo, como han demostrado economistas e historiadores como Ernst Mandel y Robert Brenner, esta reestructuración no tuvo el efecto deseado, y la economía mundial se ha venido contrayendo desde mediados de la década de 1970.45 La burguesía ha destruido más de lo que ha construido. Éste es el punto de la caracterización de Goldner de los últimos 40-50 años como un largo desmoronamiento o crisis, con el aumento del desempleo, la caída de los salarios reales y los recortes en la reproducción social en Estados Unidos y Europa occidental. En muchas otras partes del mundo, la situación ha sido mucho peor. Los procesos de modernización local en China y el Sudeste Asiático no pueden ocultarlo — e incluso allí, el número de obreros y campesinos pobres ha aumentado exponencialmente.
Éste es el trasfondo político-económico de la erosión del lenguaje anticapitalista que caracterizó los proyectos revolucionarios de la segunda mitad del siglo XIX y del «corto» siglo XX, el «siglo de los extremos», como llamó Eric Hobsbawm al periodo comprendido entre 1914 y 1989.46 En términos de Marx, la clase obrera y el proletariado comienzan a distanciarse durante la década de 1970. Así, cuando el nuevo ciclo de protestas estalló en 2011, lo hizo en un vacío histórico, «lejos de Reims» y desplazado del movimiento obrero, de sus formas de resistencia y de la identidad del obrero.47
Por eso, la mayoría de las protestas no son protestas en los centros de trabajo, sino que adoptan la forma de protestas antipolíticas o saqueos. Son lo que Joshua Clover, en un análisis histórico bastante esquemático, denomina «luchas en torno a la circulación», en las que los manifestantes toman lo que pueden de las tiendas y del «mercado».48
Siguiendo a Asef Bayat, que describe las revueltas árabes como «revoluciones sin revolucionarios», Endnotes ha sugerido describir los nuevos movimientos de protesta como «no movimientos» que producen «revolucionarios sin revolución».49 Endnotes también describe con entusiasmo cómo muchas de las protestas de la última década han surgido de la nada. Un estudiante de secundaria chileno publica una convocatoria de manifestación en Facebook, movilizando a decenas de miles de manifestantes. Una matanza policial estalla rápidamente en las protestas más violentas de la historia reciente de Estados Unidos desde finales de la década de 1960. Un camionero francés, haciendo carreras callejeras en su coche tuneado, convoca una protesta contra los nuevos impuestos del gobierno de Macron y reúne más de 300 000 firmas en cuestión de días. Cada vez, las protestas parecen surgir muy al margen de los partidos y sindicatos preexistentes, que —en el mejor de los casos— sólo pueden tratar de conectar con estas movilizaciones o intentar aprovechar la energía que generan. Sin embargo, incluso eso resulta difícil. El destino de los diversos partidos políticos antipolíticos, sin olvidar a Podemos y Syriza, es testimonio de ello. Tal y como están las cosas, no son más que «socialdemocracias débiles».50 Sencillamente, es difícil trasladar los «no movimientos» a la política estatal. La gran mayoría de los participantes no pertenecen a organizaciones existentes, sino que protestan más allá del horizonte político actual. Se trata de un «proceso» en el sentido descrito por Verónica Gago en su análisis del movimiento Ni Una Menos. Supone cruzar una línea a partir de la cual no parece haber posibilidad de volver a las formas políticas rechazadas.51
Endnotes es, por supuesto, afirmativo con respecto a la autonomía de las protestas. Siguiendo a comunistas de izquierda como Jacques Camatte, Endnotes escribe que las protestas parecen caracterizarse ahora por una dinámica inmanente por la que producen sus propios sujetos. Sin embargo, como indica el término «no-movimiento», este análisis se caracteriza, como ha argumentado Kiersten Solt, por una cierta melancolía: las protestas tienen lugar, pero carecen de forma, no constituyen un movimiento.52 La crisis del capital empuja a la gente a las calles, pero como ya no existe un movimiento obrero organizado, ni ninguna noción de los obreros o los trabajadores como proletariado, las protestas se ven atrapadas en una autorreflexión identitaria, en la que la lucha de clases se ha convertido en resistencia individual, representada conjuntamente en las calles. Las protestas no constituyen un movimiento en el sentido en que lo hicieron tanto el movimiento obrero establecido como el «otro movimiento obrero».53 Más bien, se caracterizan ante todo por la desintegración y la fragmentación.
Sin embargo, tal vez deberíamos ver la ausencia del movimiento obrero como una condición previa para las nuevas protestas y no como un defecto.
Judith Butler lo intenta en su análisis de los movimientos de okupación, en el que habla de la precariedad como condición de posibilidad de un nuevo sujeto de resistencia: «La precariedad es la rúbrica que reúne a las mujeres, lxs queer, lxs transgénero, los pobres, las personas con capacidades diferentes y los apátridas, pero también a las minorías religiosas y raciales».54 Butler muestra cómo el sujeto de las nuevas protestas tiene que luchar necesariamente por una comunalidad que trascienda el caso individual. Sin embargo, no explica realmente cómo se vinculan lo particular y lo universal ―¿mediante actos de voluntad o como resultado de procesos materiales?― y, lamentablemente, ancla su análisis en el marco de la representación política y la democracia. La cuestión, sin embargo, es que no hay necesidad de mirar atrás con nostalgia, como hace Endnotes en «Adelante bárbaros», ya que el movimiento obrero normalmente ha impedido históricamente que el proletariado se convirtiera en la clase destructora de la clase. El comunismo es «una derrota desde dentro»: ésta fue la lección que Walter Benjamin extrajo del putsch de Kapp-Lüttwitz y de la matanza del levantamiento del Ruhr en 1920.55 Los comunistas de izquierda como Camatte son sin duda muy conscientes de este hecho.

 

La estética del rechazo

 

Si queremos complementar la descripción más sociológica y melancólica que hace Endnotes de las nuevas protestas con una terminología menos derrotista y político-estética, podemos remontarnos a finales de la década de 1950, cuando Maurice Blanchot, junto con Dionys Mascolo y otros, intentaron pensar en la posibilidad de otra nueva forma de resistencia, al margen del movimiento obrero, del Estado y de la política en general. A lo largo de la historia del movimiento obrero y de la tradición revolucionaria, ha habido muchos intentos de eludir las instituciones del movimiento, desde huelgas salvajes hasta acciones de bricolaje. Sin embargo, este socialismo salvaje —que en el caso de Blanchot y Mascolo podríamos llamar comunismo literario— se ha visto normalmente eclipsado por el movimiento obrero establecido.56 Lo vemos en Endnotes, que analiza melancólicamente las deficiencias de las nuevas protestas con el trasfondo de la desaparición del «obrero».
En dos breves textos de mayo de 1958, Blanchot y Mascolo desarrollan una noción de rechazo radical en respuesta al golpe de Estado de De Gaulle a principios del verano de ese año.57 El viejo general había utilizado eficazmente la lucha de liberación argelina, que parecía a punto de extenderse a Francia, para maniobrar y hacerse con la presidencia. Los colonos y el ejército francés en Argelia se habían sublevado y amenazaban con invadir París si de Gaulle no era investido jefe de gobiernúm. La amenaza de invasión llevó al presidente René Coty no sólo a dimitir, sino también a suplicar al parlamento que permitiera a De Gaulle establecer un gobierno de emergencia temporal con amplios poderes.
Los acelerados acontecimientos de mayo-junio de 1958 llevaron a Blanchot y Mascolo a formular una noción de rechazo radical. Ante esta situación, Mascolo —antiguo resistente expulsado del Partido Comunista Francés, editor en Gallimard y filósofo que escribía muy poco— lanza, en colaboración con el joven surrealista Jean Schuster, la revista Le 14 Juillet para hacer frente a la situación. En el primer número, Mascolo contribuye con un breve texto titulado «Rechazo incondicional», en el que escribe: «No puedo, nunca aceptaré esto».58 Para Mascolo, el rechazo estaba directamente relacionado no sólo con los soldados que desertaron del ejército francés, sino también con los revolucionarios argelinos que se negaron a hablar bajo interrogatorio: «Hablar así en realidad, decir que no, y justificar este rechazo, es negarse a hablar — me refiero a negarse a hablar con el interrogador, y si está autorizado a hacer esa afirmación, bajo tortura».59 Mascolo no podría haber problematizado de forma más contundente el consenso antifascista sobre el que descansaba la opinión política de posguerra ― y del que el Partido Comunista Francés formaba parte. Francia tenía que salir de Argelia. Los revolucionarios argelinos tenían derecho a rebelarse. De hecho, su lucha no era muy diferente de la resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial. En su breve texto, Mascolo presentó una perspectiva que hacía importante hablar claro, obligando de hecho al intelectual a tomar posición, rápida e inmediatamente, contra la sociedad, en favor de otra comunidad fundada en el rechazo —o la imposibilidad— de aceptar los acontecimientos. «No puedo, nunca aceptaré esto. Non possumus. Esta imposibilidad, o esta impotencia, que es nuestro poder mismo».60 Era necesario rechazar la «solución» política —De Gaulle de nuevo en el poder—, incluso sin poner otra cosa en su lugar.
En el siguiente número de la revista, Blanchot contribuyó con un breve texto titulado «El rechazo». «En un momento dado, ante los acontecimientos públicos, sabemos que debemos rechazar. El rechazo es absoluto, categórico. No discute ni expresa sus razones. Así es como permanece silencioso y solitario, incluso cuando se afirma, como debe ser, a plena luz del día».61 Blanchot rechazó. Dijo núm. Un no «firme, inquebrantable, estricto». Blanchot no sólo rechazó a De Gaulle, sino la política en general. Fue lo que más tarde describió como «una crítica total», dirigida contra el orden tecno-político de la política y el Estado.62
El rechazo fue absoluto. No invitaba a negociar. No proponía nada. Para los que rechazaban, no había compromiso. De Gaulle era el compromiso. La amenaza de ocupación militar de París formaba parte del compromiso que permitió a De Gaulle aparecer como una solución, como si hubiera llegado al poder de forma natural. Simplemente estaba ahí. Una vez más, fue el salvador de Francia. En 1958 como en 1940. Blanchot rechazó todo este proceso. El juego político. Coty, Mitterrand, De Gaulle y los militares. No había necesidad de explicar su rechazo. Era absoluto.
Blanchot rechazó a De Gaulle y la falsa elección entre la guerra civil o el general —la guerra civil ya estaba en marcha en Argelia y continuó tras la llegada de De Gaulle al poder—, pero también rechazó formular una reivindicación política, un camino diferente, una solución distinta. El rechazo fue «silenciosa». En este sentido, había una diferencia entre el rechazo de Blanchot y otras intervenciones contemporáneas (Roland Barthes, Socialisme ou Barbarie, los situacionistas, etc.) que adoptaron la forma de análisis políticos y movilización. Blanchot no se movilizó. El rechazo fue, por supuesto, una intervención política o, al menos, una intervención en política. Anteriormente, Blanchot se había abstenido explícitamente de participar en el debate político.63 O mejor dicho, núm. El rechazo no era un compromiso con la política, sino una anulación de lo político y de la lógica de la representación que rige la política.64
El rechazo no dio lugar a una comunidad política en ningún sentido tradicional. No había identidad, ni nación, ni república, ni siquiera una clase obrera, ni un programa en torno al cual pudiera unirse la comunidad. El rechazo era anónimo. No presentaba un programa que pudiera situarse junto a los existentes. No entró en un debate político. Más bien se retiró. Como dijo Blanchot, «el rechazo no lo hacemos nosotros ni en nuestro nombre, sino que parte de un principio muy pobre que pertenece en primer lugar a los que no pueden hablar».65 El rechazo fue, por tanto, una declaración muda. Señalaba una laguna en la representación y no se refería a ningún sujeto político reconocible.
En estos dos breves textos, Blanchot y Mascolo esbozan un tipo diferente de movimiento, un movimiento que rechaza, que rompe con el Estado pero también con la noción de política como una nueva constitución, una revisión de la ley, una nueva ley o un nuevo gobiernúm. Es un tipo extraño de movimiento revolucionario que no se reconoce en un programa o un partido, que no tiene una lista de miembros, que emerge sin ofrecer promesas, sin la posibilidad de unirse a él. A principios de la década de 1980, Blanchot, en diálogo con Jean-Luc Nancy, lo llamó «la comunidad inconfesable», una comunidad a la que uno no puede unirse ni afirmar como gesto político. El rechazo es un gesto antagónico que abandona tanto el telos como el arché.
Por supuesto, el rechazo de Blanchot y Mascolo se inspira y forma parte de la vanguardia euromodernista y de su contribución a la noción de revolución comunista. Los movimientos de vanguardia, desde el dadá y el surrealismo hasta la Internacional Situacionista, ampliaron la noción de revolución del materialismo histórico, haciendo hincapié en que la transformación socio-material debe ir necesariamente acompañada de una reorganización psicológica. Se trataba de entender la revolución como un proceso abierto, un experimento en el que no hay un plan que seguir ni un programa que realizar. El proceso revolucionario es a la vez material y metafísico. Afecta al hombre, a la sociedad y a la naturaleza. En retrospectiva, podemos decir que la vanguardia y el arte experimental formaron una parte importante, a menudo ignorada, de la tradición revolucionaria.
Como explicó Debord en La sociedad del espectáculo, el dadá y el surrealismo no sólo fueron contemporáneos de la ofensiva revolucionaria proletaria de los años posteriores a 1917, sino que formaron parte de ella. Entre otras cosas, su contribución fue dejar claro que la revolución no es simplemente una cuestión de quién tiene el poder, o de cómo se gestiona la producción, sino que concierne a toda la vida humana.66 Por eso los surrealistas trataron de liberar le merveilleux (lo maravilloso) y entraron en una colaboración imposible con el Partido Comunista Francés: «Rimbaud y Marx» codo con codo, como proclamó Breton.67 Imposible porque la Revolución Rusa se descarriló rápidamente: los bolcheviques se hicieron con el poder e hicieron todo lo posible por conservarlo, incluyendo aplastar al anarquista Mahkno y a los marineros en huelga de Kronstadt, militarizar la sociedad, abolir violentamente el campesinado, implantar una industrialización ecológicamente desastrosa y destruir una aventura revolucionaria tras otra a través de la Comintern y los partidos comunistas nacionales, siendo el francés un ejemplo de ello. Los surrealistas se dieron cuenta de que la aventura revolucionaria sólo podía tener lugar fuera del Partido Comunista mediante lo que los situacionistas llamaron más tarde, tras el fin del modernismo, el «arte de la guerra». Tras la Segunda Guerra Mundial, CoBrA, los grupos letristas y los situacionistas continuaron el experimento antiartístico y antipolítico, en el que la «crítica de la vida cotidiana» se convirtió en un intento de abolir el arte y la política como actividades especializadas en favor de la satisfacción de las necesidades radicales de la humanidad.
Con Blanchot y Mascolo, estamos ante una idea diferente de revolución, en la que la revolución no termina con el establecimiento de un nuevo régimen.68 No se trata de tomar el poder, sino de disolverlo. Si es un poder, es un poder que disuelve el poder — «pouvoir sans pouvoir» («poder sin poder»), como lo llama Blanchot.69 Es una idea de revolución que no puede formularse como una nueva constitución, que no puede manifestarse en forma de derechos. Es el movimiento como comunidad posmetafísica, sin unidad ni programa, en la que todos los sujetos políticos (el ciudadano, el obrero, la vanguardia, la multitud) se desintegran, y donde la revolución no es un objetivo a realizar sino una verdad a habitar aquí y ahora. Es lo que Tarì y el Comité invisible llaman «insurrección destituyente».70
Mi propuesta es complementar los muchos y buenos análisis del nuevo ciclo de protestas (Tarì, el Comité invisible, Juhl, Di Cesare y Jeanpierre) con los intentos de Blanchot y Mascolo de inspirar un movimiento de rechazo. Hacerlo así permite analizar el nuevo ciclo de protestas sin tener que referirse a la desaparición del movimiento obrero como una pérdida, como tiende a hacer Endnotes. Las nuevas protestas se producen en la estela del programatismo, pero no necesitamos sostener las diferentes formas y estrategias políticas del movimiento obrero como un prisma a través del cual interpretar lo que ha tenido lugar desde 2011. De hecho, como sostiene Solt en sus «Siete tesis sobre la destitución», esto impide analizar lo que está ocurriendo y reduce la revolución a un proyecto de izquierdas.71 En lugar de pensar en el nuevo ciclo de protestas como un no-movimiento, tenemos que entenderlo como un movimiento radicalmente abierto. Es lo que Giorgio Agamben, en una conferencia sobre movimientos, refiriéndose a san Pablo, ha hablado de un movimiento hōs mē, un movimiento «como no» — es decir, un movimiento que no afirma una identidad.72
Un punto importante en los esbozos de Blanchot y Mascolo es la autonomía que, según ellos, caracteriza las protestas y las revueltas. Como escribe Carsten Juhl, cuando una protesta se convierte en un levantamiento, se convierte en su propio sustrato.73 Es inmanente, es decir, se construye a sí misma, pero sin perspectiva de redención. Crea lo que los situacionistas llamaban «vacíos positivos», en los que «todo lo que se hace tiene un valor en sí mismo», como escribe Furio Jesi en su análisis del levantamiento berlinés de 1919.74 Endnotes coincide en «Adelante bárbaros», subrayando que algo nuevo sucede en las calles cuando la gente se une de repente y desafía al poder. En otras palabras, las protestas tienen autonomía, una autonomía que corremos el riesgo de perder cuando pensamos necesariamente en la protesta disidente en términos de un continuo de organizaciones políticas existentes (o ausentes).
Las nuevas protestas tienen lugar en la disolución de los ismos anteriores: socialismo, comunismo, anarquismo, leninismo, maoísmo, etc. Esto es lo que a Badiou le resulta tan difícil de entender. Incluso a Endnotes le cuesta afirmar esta desaparición. Las nuevas protestas son anónimas, y lo primero que desaparece es el yo. En un mundo atomizado, tardocapitalista, caracterizado por la rápida fijación de la identidad, la individualidad es, por supuesto, inmediatamente reintroducida. El fascismo tardío es una expresión desesperada de esto, pero también lo es la mercantilización de la protesta, el bloque negro frente a los manifestantes no violentos, etc. Nosotros, por lo tanto, empezamos con esto: el levantamiento es un rechazo de la sociedad y de la individualidad basada en la mercancía. Es una disolución del yo como individualidad y como punto de vista político, como firma. Aunque la gente salga a la calle de acuerdo con su identidad (política), se produce un cambio una vez que la revuelta se pone en marcha. La gente no sale a la calle como individuo, clase o masa. Las protestas son radicalmente inestables. Disipan la familiaridad de la vida tardocapitalista y disuelven todas las identidades de que disponemos. Es el «pobre comienzo» que describía Blanchot, el rechazo no articulado. En este sentido, el movimiento que se produce es un desembarco, el comienzo de una huida más amplia. En él, nadie está interesado en convertirse en «el socio menor de la sociedad civil».74 Más bien, se alejan de la comunidad del capital, la economía monetaria, el Estado y el movimiento obrero — estos dos últimos no son más que «una fábula para incautos».75

 

Octubre de 2023

 


1 Alain Bertho, Le temps des émeutes, Bayard, 2009.
2 Dilip Gaonkar, «Demos Noir: Riot after Riot», en Natasha Ginwala, Gal Kirn y Niloufar Tajeri (eds.), Nights of the Dispossessed. Riots Unbound, Columbia University Press, 2021, p. 31.
3 Cf. Beverly J. Silver y Corey R. Payne, «Crises of World Hegemony and the Speeding Up of History», Piotr Dutkiewicz, Tom Casier y Jan Scholte (eds.), Hegemony and World Order, Routledge, 2020, pp. 17-31.
4 Mark Fisher, Capitalist Realism. Is There no Alternative?, Zero Books, 2010.
5 Cf. Robin Wright, «The Story of 2019: Protests in Every Corner of the Globe», en The New Yorker, 30 de diciembre de 2019. En línea aquí.
6 El bordiguista danés Carsten Juhl utiliza la expresión «Bildung (educación) clandestina» para describir las nuevas protestas y la perspectiva revolucionaria latente que se observa en ellas. Puede resultar difícil ver cómo una protesta es reprimida o se extingue antes de que surja la siguiente en un lugar diferente, pero la idea de Juhl es que prácticamente constituyen la aparición de un nuevo proletariado fantasmal. Carsten Juhl, Opstandens underlag, OVO Press, 2021, p. 35. En muchos lugares, los confinamientos sí interrumpieron las revueltas que estaban en marcha, y el régimen antirrebelión que se puso en marcha durante la década de 2000 tras el 11 de septiembre de 2001 se llevó un paso más allá. Sin embargo, la interrupción no duró mucho.
7 Evidentemente, no existe una relación causal directa entre las crisis económicas y las protestas masivas que se convierten en revueltas o revoluciones. En el periodo de entreguerras, toda una generación de marxistas tuvo que aceptar el hecho de que la «política» no gira necesariamente a la izquierda cuando lo hace la «economía». Las protestas no pueden reducirse a hechos «económicos» o «sociológicos» que puedan entenderse como indicadores de causalidad. De hecho, es difícil identificar el «origen» de una protesta. Como explicó Walter Benjamin en Tesis sobre el concepto de historia, las insurrecciones cortocircuitan tanto el pasado como el presente, y suspenden la continuidad histórica. Siguiendo a Benjamin, Adrian Wohlleben describe este proceso como uno en el que las formas de vida «potencialmente políticas» o «antepolíticas» se movilizan y se ponen al servicio de las protestas. Adrian Wohlleben, «Memes sin fin», en Artillería inmanente, 27 de septiembre de 2021. En línea aquí.
8 Deutsche Bank, «The Age of Disorder», 2020, en el sitio web de Deutsche Bank. En línea aquí.
9 Gianfranco Sanguinetti, Informe verídico sobre las últimas oportunidades de salvar el capitalismo en Italia, Melusina, 2016.
10 George Hoare, Philip Cunliffe y Alex Hochuli, The End of the End of History. Politics in the Twenty-First Century, Zero Books, 2021, pp. 73-76.
11 SIPRI (Stockholm International Peace Research Institute), «Trends in World Military Expenditure, SIPRI Fact Sheet, April 2021», 2022. En línea aquí.
12 Anónimo, Conspiracist Manifesto, trad. de Robert Hurley, Semiotexte, 2023, pp. 353-354.
13 Jacques Wajnsztejn y C. Gzavier, La tentation insurrectioniste, Acratie, 2012, p. 7. Despectivamente, porque dentro del comunismo de izquierda, describir algo como un «ismo» es lo mismo que describirlo como un estilo o una ideología.
14 Slavoj Žižek, The Year of Dreaming Dangerously, Verso, 2012, p. 54.
15 Fredric Jameson, The Seeds of Time, Columbia University Press, 1994, p. xii.
16 Donatella Di Cesare, The Time of Revolt, trad. de David Broder, Polity, 2022, p. 8.
17 Michael Hardt y Antonio Negri, Declaration, Argo Navis, 2013, p. 4.
18 Des révolutionnaires syriens et syriennes en exil, «Les peuples veulent la chute des régimes», en Lundi Matin, 14 de diciembre de 2018. En línea aquí.
19 Para un análisis útil de la difusión de las tácticas, véase S. Prasad, «Blood, Flowers and Pool Parties», en Ill Will, 2 de enero de 2023. En línea aquí.
20 Rodrigo Nunes, Neither Vertical nor Horizontal. A Theory of Political Organisation, Verso, 2021.
21 Laurent Jeanpierre, In Girum. Les leçons politiques des ronds-points, La Découverte, 2019, p. 19.
22 Jeanpierre, In girum, p. 19.
23 Di Cesare, The Time of Revolt, p. 10.
24 Saul Newman, Postanarchism, Polity, 2016, p. 49.
25 Marcello Tarì, There is no Unhappy Revolution. The Communism of Destitution, trad. de R. Braude, Common Notions, 2021.
26 The Invisible Committee, To Our Friends, trad. de R. Hurley, Semiotexte, 2014.
27 Colectivo Situaciones, 19 and 20. Notes for a New Social Protagonism, Minor Compositions, 2011, p. 52. Traducción modificada.
28 Colectivo Situaciones, 19 and 20, p. 26.
29 Alain Badiou, The Rebirth of History: Times of Riots and Uprisings, Verso, 2012; Greece and the Re-invention of Politics [2016]; «Lessons of the Yellow Vests Movement» [2021], Verso blog. En línea aquí.
30 Zygmunt Bauman, «Far Away from Solid Modernity: Interview by Eliza Kania», en R/evolutions, vol. 1, núm. 1, 2013, p. 28.
31 T. J. Clark, «Capitalism Without Images», en Kevin Coleman y Daniel James (eds.), Capitalism and the Camera. Essays on Photography and Extraction, Verso, 2021, p. 125.
32 Mario Tronti, «Towards a Critique of Political Democracy» [2007], en Cosmos and History, vol. 5, núm. 1, 2009, p. 74.
33 Domenico Losurdo, Liberalism. A Counter-History, trad. de Gregory Elliott, Verso, 2014.
34 Lenin, «“Democracy” and Dictatorship» (1918). En línea aquí.
35 Michael Denning, «Neither Capitalist, Nor American. Democracy as Social Movement», en Culture in the Age of Three Worlds, Verso, 2004, pp. 209-226.
36 Etienne Balibar, We, the People of Europe? Reflections on Transnational Citizenship, Princeton University Press, 2004, p. 61.
37 Cf. Kojo Koram, Uncommon Wealth. Britain and the Aftermath of Empire, John Murray, 2022.
38 Esto fue ejemplar en el caso de la mayoría de los maoístas occidentales del periodo, que seguían apegados a una noción de poder y a una alternativa de poder. Los situacionistas avanzaron en la disolución de la idea de otra forma de poder. Fueron críticos con los socialistas, leninistas y maoístas, pero, como en el caso del movimiento de Mayo del 68 en general, mantuvieron una idea de otra forma de dirigir la producción. En el caso de los situacionistas, se trataba de hacerlo a través de consejos.
39 Stuart Hall, «Cultural Studies and its Theoretical Legacies», en Lawrence Grossberg, Cary Nelson y Paula Treichler (eds.), Cultural Studies, Routledge, 1992, p. 279.
40 John Clegg y Aaron Benanav, «Crisis and Immiseration: Critical Theory Today», en Werner Bonefeld et al. (eds.), The Sage Handbook of Frankfurt School Critical Theory, Sage, 2018, p. 1636.
41 Amadeo Bordiga, Strutture economica e sociale della Russia d’oggi, Edizioni il programma communista, 1976.
42 Loren Goldner, «The Historical Moment That Produced Us: Global Revolution or Recomposition of Capital», en Insurgent Notes, núm. 1, 2010. En línea aquí.
43 Théorie communiste, «Prolétariat et capital. Une trop brève idylle?», en Théorie communiste, núm. 19, 2004, pp. 5-60.
44 Théorie communiste, «Prolétariat et capital», p. 51.
45 Robert Brenner, The Economics of Global Turbulence. The Advanced Capitalist Economies from Long Boom to Long Downturn, 1945-2005, Verso, 2006; Ernst Mandel, Late Capitalism, New Left Books, 1975.
46 Eric Hobsbawm, The Age of Extremes. The Short Twentieth Century, Michael Joseph, 1994.
47 «Lejos de Reims» se refiere al libro de Didier Eribon Retour à Reims, en el que Eribon, ahora profesor de filosofía en París, regresa a Reims, donde creció. Describe cómo su familia, de clase trabajadora, se ha convertido en partidaria del Frente Nacional (Rassemblement National). La historia de Eribon adopta la forma de un análisis melancólico de este cambio, en el que los trabajadores que solían votar al Partido Comunista Francés han acabado apoyando a Le Pen. Sin embargo, este cambio también puede ser visto como una forma de continuidad, ya que desde 1944 en adelante, el PCF hizo todo lo posible para apoyar la noción de la nación — y en mayo del 68 no sólo se distanció, sino que criticó la revuelta, e hizo todo lo posible para desacreditarla (incluyendo la participación en la calumnia antisemita de Daniel Cohn-Bendit).
48 Joshua Clover, Riot. Strike. Riot. The New Era of Uprisings, Verso, 2016, p. 28.
49 Asef Bayat, Revolution without Revolutionaries. Making Sense of the Arab Spring, Stanford University Press, 2017; Endnotes, «Onward Barbarians», en Endnotes, 2021. En línea aquí. Al comparar la revolución de 2011 con la iraní, Bayat escribe: «Considero que la velocidad, la propagación y la intensidad de las recientes revoluciones no tienen parangón, mientras que su falta de ideología, su laxa coordinación y la ausencia de un liderazgo galvanizador y de preceptos intelectuales casi no tienen precedentes. […] De hecho, sigue siendo una incógnita si lo que surgió durante la Primavera Árabe fueron de hecho revoluciones en el sentido de sus homólogas del siglo XX». Bayat, Revolution without Revolutionaries, p. 2.
50 Susan Watkins, «Oppositions», en New Left Review, núm. 98, 2016, p. 27.
51 Veronica Gago, Feminist International, Verso, 2020, p. 12.
52 Kiersten Solt, «Seven Theses on Destitution (After Endnotes)», en lll Will, February 12, 2021. En línea aquí.
53 Cf. Karl Heinz Roth, Die «andere» Arbeiterbewegung und die Entwicklung der kapitalistischen Repression von 1880 bis zur Gegenwart. Ein Beitrag zum Neuverständnis der Klassengeschichte in Deutschland, Trikont, 1974.
54 Judith Butler, Notes Towards a Performative Theory of Assembly, Harvard University Press, 2015, p. 58. Para un comentario más extenso sobre este texto, véase Mikkel Bolt-Rasmussen, «Violence and Other Non-Political Actions in the New Cycle of Revolt», en Mute Magazine, 4 de abril de 2021. En línea aquí.
55 Desde «Para una crítica de la violencia» en 1921 hasta «Tesis sobre el concepto de historia» en 1940, Benjamin subrayó que el movimiento obrero se oponía a la revolución y que, como escribe Bini Adamczak, el comunismo constituye una especie de «derrota interior». Cf. Bini Adamczak, Gestern Morgen. Über die Einsamkeit kommunistischer Gespenster und die Rekonstruktion der Zukunft, Assemblage, 2011.
56 En otras palabras, el comunismo no como una identidad política que los autores deban afirmar, sino como un modo particular de comunión o de estar juntos en la lectura de la literatura.
57 Para una presentación de los textos véase Mikkel Bolt Rasmussen, «An Affirmation That is Entirely Other», en South Atlantic Quarterly (122:1), pp. 19-31. Para un relato detallado (aunque favorable a De Gaulle) de los acontecimientos, véase Odile Rudelle, Mai 58. De Gaulle et la République, Plon, 1988.
58 Dionys Mascolo, «Refus inconditionnel», en La révolution par l’amitié, La fabrique, 2022, p. 28.
59 Mascolo, «Refus inconditionnel», p. 29.
60 Mascolo, «Refus inconditionnel», p. 28. Non possumus significa «No podemos» en latín.
61 Maurice Blanchot, «Refusal», en id., Political Writings, 1953-1993, Fordham University Press, 2010, p. 7.
62 Maurice Blanchot, «[Blanchot to Jean-Paul Sartre]» (1960), en id., Political Writings, p. 37.
63 Como es bien sabido, en la década de 1930 Blanchot formó parte de la extrema derecha francesa, escribiendo una serie de artículos explícitamente nacionalistas en diferentes revistas, entre ellas Combat. En 1940, abandonó estos vínculos y se abstuvo de participar en cualquier tipo de debate político público. Cuando regresó en 1958, fue, en palabras de Philippe Lacoue-Labarthe, como «una especie de comunista». Lacoue-Labarthe describe el paso de Blanchot del fascismo francés a «una especie de comunismo» como una «conversión». Philippe Lacoue-Labarthe, Agonie terminée, agonie interminable. Sur Maurice Blanchot, Galilée, 2011, p. 16.
64 En ese momento, Blanchot también utilizaba la noción de rechazo en sus análisis de la literatura contemporánea. En 1959, publicó un texto sobre Yves Bonnefoy, titulado «El gran rechazo», en el que hablaba de cómo el poeta rompía con una dialéctica hegeliana que hace idénticos el sujeto y el objeto, y argumentaba que la poesía es una «relación con lo oscuro y lo desconocido». Maurice Blanchot, «The Great Refusal», en id., The Infinite Conversation, University of Minnesota Press, 1993, p. 47.
65 Blanchot, «Refusal», p. 7.
66 Guy Debord, The Society of the Spectacle, trad. de Donald Nicholson-Smith, Zone Books, 1995, p. 136.
67 André Breton lo expresó así en la ponencia que no se le permitió presentar en el Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura.
68 Perry Anderson define la revolución como: «El derrocamiento político desde abajo de un orden estatal y su sustitución por otro. […] Una revolución es un episodio de transformación política convulsiva, comprimido en el tiempo y concentrado en el objetivo, que tiene un comienzo determinado —cuando el viejo aparato estatal sigue intacto— y un final finito, cuando ese aparato se rompe decisivamente y se erige uno nuevo en su lugar». Blanchot y Mascolo intentan superar precisamente esa concepción de la revolución. Perry Anderson, «Modernity and Revolution», en New Left Review, núm. 144, 1984, p. 112.
69 Maurice Blanchot, «Literature and the Right to Death» (1949), en id., The Work of Fire, Stanford University Press, 1995, p. 331.
70 Marcello Tarì, There is no Unhappy Revolution; The Invisible Committee, Now, trad. de R. Hurley, Semiotexte, 2017. Véanse también los artículos del número especial de South Atlantic Quarterly editado por Kieran Aarons e Idris Robinson, titulado «Destituent Power» (Vol. 122, Issue 1), 2023.
71 Solt, «Seven Theses on Destitution».
72 El movimiento tiene que permanecer abierto, siempre por venir. En su conferencia de 2005 «Movimiento», Agamben se opone a la concepción schmittiana de los movimientos como el medio político en el que el pueblo adopta una forma política. La tarea consiste en concebir un movimiento que no divida al pueblo en dos: bios y zoé. Agamben no se refiere a Pablo en su conferencia, pero la comprensión paulina de la llamada es evidentemente el modelo para una comprensión diferente de un movimiento que no es un movimiento. Véase Giorgio Giorgio Agamben, «On Movements». En línea aquí.
73 Carsten Juhl, Opstandens underlag, p. 11.
74 Raoul Vaneigem y Attila Kotányi, «Basic Program of the Bureau of Unitary Urbanism» [1961], cddc (en línea aquí); Furio Jesi, Spartakus. The Symbology of Revolt, trad. de A. Toscano, Seagull, 2014, p. 46.
75 «El socio menor de la sociedad civil» es el término que utiliza Frank B. Wilderson para referirse a los movimientos que no cuestionan la violencia contra los negros en el intento de oponerse a los poderes actuales. Frank B. Wilderson III, «The Prison Slave as Hegemony’s (Silent) Scandal», 2003, en Social Justice, vol. 30, núm. 2, 2003, pp. 18-27. En línea aquí.
76 The Invisible Committee, Now, p. 72.

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