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Catherine Malabou / Ser anarquista

El siguiente texto es una traducción de la «Conclusión» del libro Au voleur ! Anarchisme et philosophie de Catherine Malabou, publicado en enero de 2022 en la editorial francesa PUF. En este libro, esta filósofa explora el concepto de anarquía a través de Reiner Schürmann, Emmanuel Levinas, Jacques Derrida, Michel Foucault, Giorgio Agamben y Jacques Rancière, con el objetivo de interrogar «el fracaso anarquista de los conceptos filosóficos de la anarquía».

 

Toda mujer, todo hombre que se ha sumergido en el corazón de su inconsciente emerge naturalmente como un libertario.
Jacques Lesage de la Haye1

 

La historia del grito «Viva la Muerte» es una metáfora ejemplar de los dos destinos posibles de la pulsión de muerte. «Viva la Muerte» fue el grito de guerra del levantamiento nacional de los españoles contra Napoleón (mayo de 1808). A pesar de la formidable desproporción entre los maquis nativos y las tropas imperiales, este movimiento no pudo ser sometido por el ocupante, duró cinco años y acabó expulsando a los franceses de España. Ya era un grito libertario. Fue retomado por los anarquistas españoles medio siglo después, como un grito revolucionario contra una vida de injusticias. Y vuelto por los franquistas contra los anarquistas, como el otro destino de la pulsión de muerte, su destino como pulsión destructiva y mortífera.
Nathalie Zaltzman2

 

Fork the government.3

 

«Soy anarquista». Para los filósofos, esta proposición parece ser siempre imposible. No se puede ser anarquista. El fenómeno de la anarquía del ser, en la época de la decadencia de los principios, manifiesta su irreductibilidad a cualquier determinación óntica: el ser ya no es tal o cual y, por tanto, ya no puede cumplir su función de agente de transmisión predicativa (Schürmann).
No se puede ser anarquista. La anarquía es en realidad más originaria que la ontología, excede la propia diferencia ontológica (Levinas). Su «decir» excede su «dicho», desborda infinitamente la forma proposicional llevando la responsabilidad de la obligación más allá de la esencia.
No se puede ser anarquista. En cuanto se asocia anarquía y poder —«poder ser anarquista»— se reconoce de una u otra manera que el anarquismo participa de la pulsión de dominio (Derrida).
No se puede ser anarquista. No es el predicado «anarquista» el que transforma el sujeto y lo anarquiza determinándolo. No. El sujeto debe elaborar primero su propia dimensión anárquica, preparar su propia transformabilidad, constituirse como sujeto anárquico antes de «serlo» y predicarlo (Foucault).
No se puede ser anarquista. Este término es un significante tan inflado por el vacío de su propio significado que se ha convertido en un fetiche, sagrado, preludio de una nueva idolatría (Agamben).
No se puede ser anarquista. La negatividad en la política, la estructura de la disconformidad y el descontento originarios, no se puede fijar. Su expresión es rara, intermitente, eclipsada. Juega pero no se plantea (Rancière).

 

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«Soy anarquista». Cada término de esta proposición se opondría a los otros con un obstáculo insuperable, como si se hiciera eco del carácter políticamente insostenible del anarquismo.

 

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Sin embargo, al insistir en la imposibilidad de «ser anarquista», la filosofía ha dejado de lado su crítica a la dominación. Esto es así a pesar de que ha cuestionado constantemente su propia posición como discurso dominante. Derrida, en particular, ha mostrado que la filosofía tradicional europea se ha permitido «hablar de todo»,4 aunque un cierto «no-saber», que no es ignorancia sino rechazo a ver, acompañaba este exceso de poder. «Parece que el filósofo se autoriza a sí mismo a hablar de todo sobre la base de un «no quiero saber”».5
El problema es que los conceptos filosóficos de anarquía, desarrollados en gran parte para denunciar este «no querer saber», han participado en la misma negativa a ver. Si han permitido desestabilizar la solidez del paradigma árquico (que se centra en un arché) de la metafísica occidental, han irrumpido sin embargo en el discurso como construcciones ex nihilo, sin pasado, mudas sobre el robo del que proceden. Al disociar anarquía y anarquismo, la crítica filosófica de la dominación abrió involuntariamente el espacio para una complicidad entre conceptualización y represión, desmantelamiento de la metafísica y colonialismo, ética y defensa del Estado, diferencia y dominio, parresia y gobierno (de sí), «politicidad» y represión semántica, política y policía… Esta complicidad reveló al mismo tiempo el alcance del servilismo filosófico a la lógica del gobierno.
Pensar filosóficamente en la anarquía ha consistido en gran medida en subvertir la legitimidad del anarquismo, en subvertir la subversión del poder en un gesto que nunca ha sido advertido ni, por tanto, analizado por sí mismo. Un gesto hegemónico y sumiso a la vez, que permanecerá impensado mientras la anarquía como concepto no se enfrente a la radicalidad anarquista de lo que no (se) gobierna.
Evidentemente, la deconstrucción de la metafísica no ha sido suficiente para desmontar el paradigma árquico, como tampoco lo ha sido el mandato ético, la crítica de la subjetividad, la desconstitución de lo sagrado o de lo irrepresentable. El hecho de que los movimientos radicales, especialmente los movimientos posanarquistas, se reivindiquen ahora inspirados en las grandes figuras del posestructuralismo no puede enmascarar del todo la ausencia, en ellas, de un compromiso político que no contemporice ni se comprometa en modo alguno con el prejuicio gubernamental.
La razón es que, en contra de todas las expectativas, la filosofía no ha tomado la medida del significado ontológico —es decir, precisamente filosófico— del anarquismo. Al declarar que sólo la anarquía podría y debería convertirse en el hilo de Ariana del cuestionamiento deconstructivo de la ontología, por lo tanto en un sentido todavía del cuestionamiento ontológico; al rechazar el anarquismo fuera del círculo de este cuestionamiento; al detectar en la trama de los acontecimientos teóricos y políticos de la segunda mitad del siglo XX el advenimiento de una anarquía ontológica, de una anarquía ética, de una anarquía crítica, de una anarquía teológica, de una anarquía democrática, a costa de cortar cualquier vínculo real con el anarquismo; al insistir una vez más en la imposibilidad del ser anarquista, es precisamente la dimensión anarquista del ser lo que los filósofos no han percibido.
La cuestión del ser se ha perdido ya que el anarquismo es su sentido. Si la cuestión del ser tiene efectivamente un sentido, éste se confunde con lo no-gobernable, con la extranjería radical a la dominación. Al ser le importa un bledo el poder. El anarquista es él.
Es cierto que Schürmann lo intuyó con asombrosa agudeza, pues llegó a afirmar que la cuestión del ser encontraba en la anarquía su futuro transfigurador, el lugar de expresión —el tatuaje— de su indiferencia al poder. Sin embargo, al levantar un muro entre anarquía y anarquismo, refugiándose en la diferencia ontológica —como si ésta fuera una especie de garantía suficiente contra el sustancialismo—, no pudo dar suficiente peso a la necesidad que afirmaba de repensar la práctica. Su problemática del «actuar» quedó sin desarrollar. Pensar en el ser anarquista, y no sólo (ni siquiera quizá) anárquico, implica la invención de una palabra militante, no sólo meditante, una palabra militante-meditante, que abra al actuar filosófico su compromiso alternativo en la horizontalidad.

 

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Los filósofos de la anarquía tienen ciertamente sus excusas. Hay que decir que los intentos de pensar juntos el ser y la política han sido todos catastróficos hasta ahora. Desde el «comunismo» de Platón hasta el totalitarismo matemático de cierto maoísmo, pasando por la noche heideggeriana, la elaboración de vínculos entre ontología y política, autorizada por el bricolaje original del arché, que, como hemos visto, extiende su reinado a ambos campos, sólo ha dado lugar a espantosos callejones sin salida. Sin duda, ésta es la razón por la que los filósofos de la anarquía han querido marcar una clara disociación entre el «ía» y el «ismo» y se han cuidado de no precipitar el contenido ontológico de la anarquía en una posible «puesta en obra», prefiriendo, como Agamben, la impotencia a una pragmática forzada, potencialmente aún más sectaria y dominante que todos los «prejuicios gubernamentales». Prejuicios que no han desaparecido todos, Rancière no se equivoca en este punto, del anarquismo histórico.
¿Por qué arriesgarse a un nuevo extravío? ¿No sería mejor, infinitamente mejor, hacer un corte entre ser y anarquismo, dejar de ontologizar la política y politizar la ontología, deconstruir el paradigma árquico sin transformarlo en paradigma anarquista, y así respetar la diversidad de las luchas contra la dominación absteniéndose de unificarlas (y por lo mismo de unificar la dominación misma) en una aventura destinal? ¿No sería mejor, al mismo tiempo, como sugiere Schürmann por otra parte, dejar de lado la cuestión del ser por sí mismo, que parece haber desaparecido totalmente de la escena filosófica desde el destierro de Heidegger, como si esta cuestión hubiera sido exclusivamente suya y hubiera desaparecido con él? ¿Como si la anarquía filosófica no fuera sólo el luto sino también la amnistía?

 

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Pero, ¿cómo podemos pensar seriamente que podemos acabar con el ser? ¿Cómo podemos pensar que la vida —la forma de vida— lo ha sustituido de alguna manera? ¿Que el único anarquismo políticamente correcto, ético, elegible, presentable y representable es, por decirlo brevemente, el de la manera de vivir, el estilo de vida, o la vida tranquila de lo que queda de democracia en las democracias parlamentarias?
Por el momento, hay que señalar que el anarquismo, por su parte, no ha respondido a esta edulcoración ontológica y práctica de sí mismo. No lo suficiente, al menos. El anarquismo es, obviamente, también un archipiélago filosófico, y pretender lo contrario, rehuir cualquier elucidación propiamente conceptual, es precisamente un rechazo a la responsabilidad. «En buena parte», escribe Vivien García, «las teorías anarquistas se han desarrollado al margen de la filosofía», ya que ésta «no es otra cosa que la evasión del anarquismo».6 Esto es cierto, como hemos visto. Pero, ¿debemos responder a esta evasión con otra evasión? ¿Puede el anarquismo evitar explicar su dimensión ontológica?
«La anarquía no es un concepto metafísico, sino empírico y concreto»,7 dice Daniel Colson. Bien, pero ¿qué puede significar «un concepto empírico y concreto» sin contradicción? Bakunin había emprendido la resolución del oxímoron proponiendo definir el anarquismo como una «verdadera fuerza plástica»,8 en la que «ninguna función se petrifica, se fija y permanece irremediablemente unida a una persona; el orden jerárquico y el ascenso no existen, de modo que el comandante de ayer puede convertirse hoy en un subalterno; nadie se eleva por encima de, o si se eleva, es sólo para volver a caer un instante después, como las olas del mar».9 Debemos continuar el análisis en esta dirección y afirmar que «yo soy anarquista» ya no es una cuestión de lógica. El sujeto, la cópula y el predicado aquí pierden inmediatamente su función. Si la lógica predicativa, su pendiente, el diastema gubernamental puede desaparecer del «yo soy anarquista», es porque el anarquismo del ser dispensa al anarquista de tener que convertirse en el sujeto de su anarquía. Al ser la única forma política que, por no depender de ningún comienzo ni de ningún mando, siempre tiene que inventarse a sí misma, que darse forma antes de existir, el anarquismo nunca es lo que es. Es en esto que es. Esta plasticidad es el sentido mismo de su ser, el sentido mismo de su cuestión. Si no vemos esto, o si pasamos por encima de este sentido demasiado rápido, corremos el riesgo de reducir esta plasticidad a su más simple aparato «empírico y concreto» y de no poder ya distinguirla de un mero argumento de venta, de un síntoma del anarquismo de hecho y de su ciberpoder. Todo es plástico, adelante.

 

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Si una lectura sin concesiones de las reliquias del prejuicio gubernamental en la filosofía contemporánea me ha permitido circunscribir, en negativo, el espacio de lo no-gobernable permitiendo que resuenen algunas de sus voces apagadas —las del colonizado, el esclavo o el testigo—, a cambio, esta exploración testigo me llevó a dirigir una pregunta al anarquismo a la que todavía no ha dado una respuesta satisfactoria: precisamente, la de la interpretación de su ontología plástica. Es a esta tarea a la que debe enfrentarse.

 

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Las críticas al anarquismo tradicional se apoyan, como hemos dicho, en dos argumentos contradictorios: una confianza benévola en la naturaleza humana; una lógica de violencia y muerte. Sin embargo, reflexionando, estos dos argumentos no son específicos y podrían dirigirse con la misma facilidad a cualquier movimiento político radical, ya sea el anarquismo o el comunismo. Hacer del anarquismo el síntoma exclusivo de este monstruo bicéfalo e irenista-letal es deshacerse del problema muy rápidamente. Es mucho más importante determinar cómo el anarquismo puede desplegar, de una manera que sólo a él le pertenece, una estrategia de salida de esta doble trampa.
El sentido anarquista del ser, su indiferencia hacia el poder, se ha equiparado demasiado rápido, por falta de cuestionamiento suficiente, con la virginidad, la inocencia, la ausencia de corrupción. «El anarquismo tiene un punto de partida lógico, no contaminado por el poder, desde el que se puede criticar al poder», dice Saul Newman, por ejemplo.10 Pero si no se toma la molestia de mostrar que lo no-gobernable no se confunde en absoluto con un origen intocado e intocable, los filósofos siempre tendrán razón en sospechar, tras la plasticidad del ser anarquista, la persistente presuposición de una naturaleza incorruptible y la adhesión a una metafísica de lo indemne. Siempre tendrán razón al ver en el anarquismo una ontología arcaica.
El sentido anarquista del ser —su indiferencia hacia el poder— también ha sido entendido, a la inversa, como una licencia terrorista, una «poética de la bomba»11 o lo que Mallarmé describió como la furia de «los artefactos cuyo estallido ilumina los parlamentos con un resplandor sumario, pero también paraliza a los espectadores con una gran piedad».12 También en este caso, si no nos tomamos la molestia de mostrar que lo no-gobernable no es el ancestro de la violencia, los filósofos estarán siempre justificados en denunciar una profunda complicidad entre el anarquismo y la pulsión de muerte.

 

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La propuesta de la psicoanalista Nathalie Zaltzman —en su texto «La pulsión anarquista», antes mencionado—, situada a caballo entre el tratado de ontología y el manifiesto revolucionario, permite vislumbrar el origen común de estas dos trampas.
La violencia, en primer lugar. Evidentemente, existe una relación muy estrecha entre la anarquía, el anarquismo y la muerte, tejida por los hilos de la bandera negra. El problema es que si la sujeción, la Bemächtigungstrieb, con todas sus variantes destructivas, es efectivamente un retoño de la pulsión de muerte, la lucha contra la dominación y la sujeción también toma necesariamente prestada su energía de esta pulsión. La lucha contra la dominación presupone la disolución de sus fijaciones nodulares. Pero Zaltzman afirma que, si hay una desvinculación destructiva, dominante y agresiva, también hay una desvinculación «libertaria», que precisamente se desprende —se desvincula— de la primera.13 Existe la pulsión de muerte y la pulsión de muerte, por eso la psicoanalista habla de pulsiones de muerte en plural. El anarquismo «saca su fuerza de la pulsión de muerte y vuelve su destrucción contra ella».14 Curiosamente, esta vuelta de la destrucción contra sí misma no es una construcción dialéctica, sino la expresión de una indiferencia.15 Una indiferencia inconsciente contraria al amor compulsivo al poder, que a menudo se refugia detrás del amor a la humanidad. Para Zaltzman, «todo vínculo libidinal, por muy respetuoso que sea, implica un objetivo de posesión, de anulación de la alteridad. El objetivo del Eros es la anexión, hasta el derecho del otro a vivir, por su propia voluntad».16
Por ello, «la revuelta contra la presión de la civilización, la destrucción de una organización social existente, opresiva e injusta, pueden alistarse bajo la bandera del amor a la humanidad, pero no es de este amor ideológico de donde sacan su fuerza. Es a partir de la actividad desvinculante de una pulsión de muerte liberadora».17 La pulsión anarquista opone el muro de su impasibilidad a las petrificaciones narcisistas y a sus encarnaciones autoritarias.
Así, al igual que Eros no siempre está al servicio de la vida —Zaltzman denuncia, como hemos visto, las tendencias aglutinadoras del «amor ideológico»—, Tánatos no siempre está al servicio de la muerte. La tendencia libertaria conoce «un destino mental distinto de una inclinación directa hacia la muerte».18 Un destino «que no sea mortífero».19
Si hay en el anarquismo una tendencia a deshacer lo que Eros vincula en exceso, entonces la pulsión anarquista es en cierto sentido «antisocial», si por «social» entendemos lo fusional comunitario. La pulsión anarquista, precisamente en la medida en que deshace esta fusión e impide cualquier idea de naturaleza humana unificada, proporciona otra apertura a la alteridad.
«Ser anarquista» implica en primer lugar una experiencia de desvinculación como desanclaje, que permite una resistencia absoluta al arché domestiké, es decir, en primer lugar, a la domesticación.
Celebrando la memoria de los geógrafos anarquistas, Zaltzman cita a Elisée Reclus, que escribió desde Luisiana a su hermano Elie: «Necesito pasar un poco de hambre, dormir en las rocas y vender mi reloj (un recuerdo de amistad eterna) por un trozo de mono aullador».20
Al mismo tiempo, evoca Los últimos reyes de Thule, el libro de Jean Malaurie sobre los inuit.21 Viven en «paisajes hiperbóreos hechos de hielo y roca, con un suelo siempre helado, nunca la ternura de la tierra desmenuzada o de la lluvia tibia, una nieve siempre arrastrada por los vientos y que deja al desnudo crestas y grietas, estos paisajes minerales, austeros y áridos que son constantemente crueles para la vida humana».22 Sin embargo, «nada obliga a estos nómadas a vivir al borde del Ártico. Podrían, como los lapones, uno de los pueblos del Ártico, antaño cazadores como ellos, mutar abandonando el mar helado por la cría de renos domesticados».23 Pero los inuit no quieren la domesticación. No quieren domesticar a los renos, como tampoco quieren domesticarse a sí mismos. Su libertad es a este precio, al precio de una lucha a muerte contra la muerte: contra la dependencia, el vasallaje, el amansamiento, contra «cualquier relación fija con una identidad unificadora».24

 

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Entonces, ¿la supuesta bondad e ingenuidad del anarquismo esta vez? ¿Es lo no-gobernable —ese lugar sin lugar donde la pulsión de muerte se vuelve contra sí misma, la roca helada de los polos, el camino solitario y desanclado de los geógrafos, el maquis de los resistentes— asimilable, en su «asocialidad», a un origen intocado por el poder, a una isla protegida? ¿Implica la desvinculación una vuelta a un estado anterior a las hegemonías? ¿A una infancia?
Freud caracteriza la desvinculación tanatológica como un retorno, una vuelta al estado inorgánico. Pero, ¿qué es ese retorno sino, literalmente, un retorno a la nada? El «allá» al que se retorna no existe. El preludio del comienzo no existe. El preludio del mando no existe. No existe Estado del estado inorgánico.
El anarquismo presupone siempre una mirada retrospectiva. Y el desmantelamiento del paradigma árquico, del que he intentado trazar aquí algunas de sus múltiples ramificaciones, es sobre todo un «volver hacia». No puede dejar de plantearse la cuestión del provenir del provenir. La búsqueda de lo que precede al principio es inevitable. Sin embargo, esta retrospección «no engendra un retorno a un estado anterior a la evolución, sino a un estado posterior, previamente inexistente».25 El regreso de antes del arché inventa aquello a lo que (se) regresa. La pulsión anarquista es una energía regresiva plasmada en una dinámica de futuro. Es la retirada la que hace que el no-lugar exista, no al revés. Volver es inventar. Para no encontrar nada a donde vuelves, para no llevarte nada a donde vas. Esta nada a la que vuelve el futuro antes de proyectarse es cualquier cosa menos una isla virgen o un remanso de paz, ya que no es nada.
Lo no-gobernable se revela así a posteriori, como la contraprueba de esa nada que es la imposibilidad de todo gobierno. El «ser anarquista», como decía Proudhon, es un neologismo para siempre.

 

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Uno de los principales retos filosóficos actuales es acabar con la pugna entre el ser y la vida, lo que al mismo tiempo nos obliga a repensar la pulsión de muerte. Ya sea por la alianza heideggeriana entre el ser y la muerte sellada por el privilegio otorgado a la existencia sobre la vida, ya sea por la súbita revalorización de la vida que cree haber acabado con Heidegger al sustituir (mal) los modos de vida precarios por los existenciales, ya sea, por el contrario, una supuesta ancestralidad del ser, su ser fósil, ni vivo ni muerto, deshumanizado y descorrelacionado, siempre más antiguo y real que la vida… todas estas versiones ya no están a la altura de la urgencia.
El punto sensible de las relaciones entre el ser, la vida y la muerte, grita cada día su nombre: ecología. ¿Quién presta atención hoy en día al hecho de que la palabra «ecología» también viene de oikos, la casa, y al mismo tiempo designa algo completamente diferente, lo más opuesto, la economía? ¿Y más concretamente, la economía doméstica? ¿Quién presta atención al hecho de que la «ecología» es un «discurso del hogar» en lucha, precisamente, contra la domesticación? La Tierra es un hábitat sin domesticidad, sin amo ni centro, absolutamente no-gobernable y sin embargo devastado por problemáticas de poder.
Muchos han acusado al anarquismo tradicional de ser un vitalismo o un biologismo. Una acusación absurda. La cuestión del ser anarquista es la cuestión de la vida como supervivencia. Ahora bien, la supervivencia en la Tierra, que sí está inscrita en la memoria biológica de los individuos, es política desde el principio. En la soledad de los inmensos espacios siberianos donde brilla el pálido sol de invierno, Kropotkin, al ver que los animales se ayudan mutuamente, concluye que la ayuda mutua destituye la selección natural de su estatuto de principio. La ayuda mutua, un ejemplo importante de la pulsión de muerte que se vuelve contra sí misma, es la respuesta social de la naturaleza.

 

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El anarquismo, tan diverso, tan difícil de reducir a una autoridad, empezando por la suya propia, es la constelación teórica y práctica privilegiada de una situación en la que lo no-gobernable testifica por doquier en idiomas ajenos a la lengua de los principios. Por todas partes, los pueblos y los individuos expresan su cansancio, su agotamiento, su rabia ante la devastación ecológica y social del mundo por parte de los gobiernos que les privan de ayuda. Pero también están diciendo, sin ninguna contradicción, su cansancio, su agotamiento, su rabia por la ausencia de una regulación gubernamental eficaz de la jungla uberizada en la que tienen que orientarse solos para intentar encontrar ayuda.
Muchos teóricos y militantes políticos proponen ahora «soluciones» a este cansancio, agotamiento y rabia. A mí me pareció más útil tratar de plantear el problema. Al relacionar los restos de la dominación blanca y masculina de la filosofía con la negación ladrona del anarquismo, no me he propuesto devolver al anarquismo lo que los filósofos le han robado. En efecto, es imposible devolver la pieza rota para pegarla a un origen improbable. Evidentemente, mi planteamiento no se ha guiado por ningún instinto de propiedad. De todos modos, el anarquismo no soportaría ser devuelto a sí mismo: su pasado sólo existe en el futuro. No. El problema que planteé es el siguiente: si, desde Proudhon, la cuestión anarquista es efectivamente lograr pensar la política sin la ayuda de la hegemonía, bajo cualquier forma,26 se trata hoy, además, de encontrar cómo hacerlo cuando un determinado anarquismo se ha vuelto él mismo hegemónico.

 

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¿Se lo puede creer? Los anarquistas están ahora a veces en puestos de gobierno. Ministra digital de Taiwán, primera ministra transgénero de la historia, cibernética genia, desarrolladora de software de código abierto, Audrey Tang se define abiertamente como «anarquista conservadora».27 Este pleonasmo no debe inducir a error. Con esta fórmula, Tang quiere trabajar para preservar la utopía anarquista experimentada por los programadores de la Red en los últimos veinte años, que sugieren sustituir la toma de decisiones políticas clásicas por la democracia participativa virtual.28
La historia comienza en la primavera de 2014, cuando estalla el Movimiento Girasol, del que forma parte Audrey Tang. Jóvenes militantes, en su mayoría estudiantes, ocuparon el parlamento taiwanés para protestar contra un nuevo pacto comercial con Pekín. Fundaron gOv (pronunciado «gov-cero»), un colectivo de civic hackers.
Poco después del Movimiento Girasol, la ex ministra de Asuntos Digitales, Jaclyn Tsai, busca la manera de reavivar la confianza entre los ciudadanos y el gobierno. En el curso de su investigación, asistió a uno de los «hackatones» de g0v y rápidamente ideó un plan de colaboración, proponiendo el lanzamiento de una plataforma ciudadana neutral y nombrando a Audrey Tang como su mano derecha. A su vez, esta última se convirtió en ministra en 2016.
La estrategia de Tang consiste en utilizar herramientas de código abierto para «rediseñar de forma independiente los procesos y servicios gubernamentales existentes y permitir a los ciudadanos ver cómo funciona el Estado»,29 es decir, exponer la información gubernamental al público en general. En «Hacking the Pandemic»,30 afirma:

 

Simplemente cambiando la «o» por un cero en la barra del navegador, se entra en un sitio gubernamental «paralelo» que puede funcionar mejor, donde hay alternativas viables. Como parte de la iniciativa, g0v, hay actualmente unos 9000 ciudadanos-hackers que participan en lo que llamamos «bifurcar» el gobierno. En la cultura del código abierto, «bifurcar» significa tomar algo que ya existe y llevarlo en una dirección diferente. Los ciudadanos aceptan la vigilancia digital, pero el Estado también acepta la transparencia, abriendo sus datos y su código, e incorporando las críticas que necesariamente surgirán.31

 

*

 

Audrey Tang: ¿síntoma de dominación o de emancipación? ¿Refuerzo o derrota de la lógica del gobierno? «Los hackers cívicos —dice ella— suelen producir trabajos que amenazan las estructuras institucionales existentes. En Taiwán, las instituciones siempre han adoptado un enfoque de “no podemos vencerlos, así que tenemos que unirnos a ellos”, lo cual es raro frecuente en las jurisdicciones asiáticas. En última instancia, ésta es la razón por la que me quedo en Taiwán».32
Unirse a las instituciones para subvertirlas mejor. Muchos responderán: palabras de los que dominan. Y sin embargo… China se exaspera peligrosamente por la audacia de esta palabra, que amenaza su omnipotencia y preocupa, precisamente, su hegemonía.

 

*

 

¿Cómo orientarse entonces, una vez más, en esta nueva geografía, cuyo trazado no sólo desdibuja la clara distinción entre anarquismo de hecho y anarquismo del despertar, sino que revela la topografía rizomática y contrastada del propio ciberanarquismo? ¿Cómo orientarse en la indiferencia ontológica de las diferencias?

 

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Cuando se hace tan urgente como difícil ver y hacer ver estas diferencias, distinguir entre horizontalidad y desregulación, liberación y uberización, ecología y economía… Cuando se hace tan urgente como difícil asignar lo no-gobernable a su lugar aunque llame cada vez más fuerte a la puerta de las conciencias, de los inconscientes y de los cuerpos… Es en este momento cuando entendemos que estas dudas mismas son ya caminos hacia otras formas de compartir, de actuar y de pensar. De ser anarquista.
No hay nada más que esperar desde arriba.

 


1 Jacques Lesage de La Haye, «Psychanalyse, anarchie, ordre moral», en Roger Dadoun, Jacques Lesage de La Haye, Philippe Garnier, Psychanalyse et anarchisme, Lyon, Atelier de création libertaire, 2002, p. 32.
2 Nathalie Zaltzman, «La pulsion anarchiste», en Psyché anarchiste. Débattre avec Nathalie Zaltzman, París, PUF, «Petite bibliothèque de psychanalyse», 2011 pp. 58-59.
3 «“Fork” es un término icónico en la comunidad del código abierto. Se refiere al acto de crear un nuevo proyecto a partir del código de otro proyecto, es decir, “bifurcar” ese proyecto para crear uno nuevo». Véase la explicación al final de esta conclusión: Audrey Tang, «Fork the government» (2 de febrero), La 27e région, publicado el 16 de marzo de 2016 por Magali Marlin.
4 Jacques Derrida, «Privilège. Titre justificatif et Remarques introductives», en id., Du droit à la philosophie, París, Galilée, 1990, p. 99.
5 Ibid., p. 100.
6 Citado por V. García, in L’Anarchisme aujourd’hui, París, L’Harmattan, 2007, p. 18.
7 Ibid., p. 110.
8 Ibid., p. 87 y 194. Citado de Mikhaïl Bakounine, L’Empire knouto-germanique et la révolution sociale, OEuvres, t. II, 52, edición en línea.
9 Véase también Sébastien Faure: «Debido a su plasticidad y al libre juego de todos los elementos —individuales o colectivos— que reúne, tal organización deja a cada uno de estos elementos la totalidad de las fuerzas que le son propias, mientras que por la asociación de estas fuerzas, ella misma alcanza su máxima vitalidad», L’Encyclopédie anarchiste, edición en línea.
10 Citado por V. García en L’Anarchisme aujourd’hui, op. cit., p. 47. De Saul Newman, From Bakunin to Lacan. Anti-Authoritarianism and the Dislocation of Power, Nueva York, Lexington Books, 2001, p. 5.
11 Uri Eisenzweig, Fictions de l’anarchisme, París, Christian Bourgois, 2001, p. 161.
12 Stéphane Mallarmé, La Musique et les Lettres, citado par Julia Kristeva en La Révolution du langage poétique, L’avant-garde à la fin du XIX e siècle : Lautréamont et Mallarmé, en el capítulo «L’anarchisme politique ou autre», París, Seuil, «Points Essais», 1974, p. 434.
13 N. Zaltzman, «La pulsion anarchiste», op. cit., p. 56. También tomamos nota de la publicación de las actas de la conferencia por parte de Jean-François Chantaretto y Georges Gaillard (dir.), Psychanalyse et culture. L’oeuvre de Nathalie Zaltzman, París, Ithaque, «Les Colloques de Cerisy», 2020.
14 Ibid., p. 57.
15 Véase mi propio análisis de la pulsión de muerte en Les Nouveaux Blessés. De Freud à la neurologie, penser les traumas contemporains, París, PUF, «Quadrige», 2017, pp. 295-313.
16 N. Zaltzman, «La pulsion anarchiste», op. cit., p. 54.
17 Id.
18 Ibid., p. 50.
19 Ibid., p. 53.
20 Élisée Reclus, «À Élie Reclus», sin fecha, en el campo cerca de Nueva Orleans​, en É. Reclus, Correspondance, edición en línea.
21 Jean Malaurie, Les Derniers Rois de Thulé, París, Plon, «Terre humaine», 1955.
22 N. Zaltzman, «La pulsion anarchiste», op. cit., p. 63.
23 Id.
24 Ibid., p. 53.
25 N. Zaltzman, L’Esprit du mal, París, L’Olivier, «Penser/Rêver», 2007, p. 20.
26 El uso del concepto de hegemonía es curiosamente frecuente entre la mayoría de los filósofos de la democracia radical, como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, cuya principal obra se titula Hégémonie et stratégie socialiste. Vers une radicalisation de la démocratie, trad. Julien Abriel, París, Fayard, «Pluriel», 2019, 1ª ed. fr. 2009.
27 Así se desprende de su perfil en la plataforma Medium.com, donde publica regularmente artículos-manifiestos.
28 En una de sus charlas TED titulada «How the Internet will (one day) transform government», el investigador estadounidense Clay Shirky explica lo que «el mundo de la programación de código abierto puede enseñar a la democracia», TEDGlobal, 25 de septiembre de 2012.
29 «Pouvoir de reprogrammation : Audrey Tang apporte la culture des hackers à l’État», Apolitical, 18 de octubre de 2018, edición en línea.
30 Entrevista con Catherine Hébert, Blog «Hinnovic», Montreal, 6 de mayo de 1921. Entrevista visible en YouTube.
31 Id.
32 Baptiste Condominas, «Taïwan : g0v, les hackers qui veulent changer la démocratie», Radio France International, 2 de diciembre de 2016.

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