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Discurso de Giorgio Agamben: «Italia se está deslizando hacia una barbarie que no tiene precedentes en su historia» (7 de diciembre de 2021)

Discurso pronunciado por Giorgio Agamben el 7 de diciembre de 2021 en una audiencia organizada (Audizioni sul disegno di legge núm. 2463) sobre los requisitos de vacunación y el refuerzo del «green pass» o certificazione verde en el Palazzo Madama, Turín, ante la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado de Italia.

 

Antes de entrar en la cuestión del decreto-ley sobre el que está llamado a votar el Senado, me gustaría recordar a los miembros del parlamento una declaración de principios conocida como el Código de Núremberg. Nos encontramos en 1947, en la época en que se celebraban en Núremberg los juicios a los médicos culpables de graves delitos durante el nazismo al realizar experimentos, a veces letales, con los prisioneros de los campos y seguir hasta el extremo la política eugenésica del régimen. Fue en esta ocasión cuando el Tribunal, ante los evidentes excesos del poder médico, consideró necesario emitir una declaración sobre los principios éticos y jurídicos que debían regular la relación entre los médicos y los sujetos humanos, y esto es precisamente lo que hoy llamamos el Código de Núremberg.
La declaración comienza afirmando que en esta relación es absolutamente esencial el consentimiento voluntario del sujeto humano y que este consentimiento debe ejercerse libremente, es decir, y cito las palabras del Código, «sin la intervención de ningún elemento de fuerza, engaño, presión, exageración o cualquier otra forma de obligación o coerción». Me pregunto si hoy tenemos este tipo de consentimiento voluntario. ¿Por qué he evocado esta afirmación? Porque creo que hoy es más necesario que nunca comprender que medicina y política deben distinguirse claramente y que no se pueden invocar razones científicas para justificar medidas que, por su naturaleza, son necesariamente políticas.
Creo —y me dirijo a los senadores— que debería hacerles reflexionar que el primer ejemplo de legislación en el que un Estado intervino de forma obligatoria en la salud de los ciudadanos es la ley de protección del pueblo alemán contra las enfermedades hereditarias que Hitler aprobó en 1933 apenas llegó al gobierno. Esta ley llevó a la formación de comisiones médicas especiales que decidieron la esterilización forzosa de 400 000 personas.
La medicina tiene la tarea de curar las enfermedades de acuerdo con los principios irrevocablemente establecidos en el juramento hipocrático, pero que ahora se transgreden en puntos esenciales con la autorización del orden de los médicos. Así que piénsenlo, si al pactar de forma necesariamente ambigua e indefinida con los gobiernos, la medicina se coloca subrepticiamente en la posición de legislador, no sólo no beneficia a la salud de los individuos, sino que puede conducir —y de hecho está conduciendo— a limitaciones inaceptables de sus libertades, respecto a las cuales las razones médicas ofrecen el pretexto ideal para un control de la vida sin precedentes. Me pregunto: ¿es aceptable que por una enfermedad cuya tasa de letalidad, según lo que acaba de decir el profesor Giorgio Palù, es del 0.2%, todo un país se escandalice, aterrorice y limite sus libertades de movimiento, de trabajo, etc.?
Ahora paso al decreto que van a votar. Creo que deberían saber, como ya está aceptado por fuentes científicas internacionales autorizadas, que la vacuna no protege del contagio y que después de un par de meses la persona vacunada está en la misma situación respecto a la enfermedad que la no vacunada. De ahí la necesidad de plantearse si tiene sentido una tercera dosis, y mañana, por qué no, una cuarta, hasta el infinito. Si la vacuna es eficaz, ¿por qué es necesaria una tercera dosis, y eventualmente otras más? Ante esta evidencia, en lugar de cuestionar la utilidad de la política seguida hasta ahora en el problema de las vacunas, el gobierno —ayudado en esto por unos medios de comunicación cada vez más irresponsables— ha preferido hacer lo peor que se puede hacer en una sociedad, es decir, dividir a los ciudadanos en dos clases enemigas: los vacunados portadores de un green pass, también en constante mutación (ahora es super-green pass, mañana será super-super-green pass), y los otros definidos con un término negativo que recuerda a los no-arios de la legislación fascista de 1938, llamados no-vax, apresuradamente no-vax. Después de sembrar el terror y el miedo durante casi dos años, ahora se siembra el odio y la discriminación, acusando sin ningún fundamento a quienes han optado por no vacunarse de perjudicar a quienes deberían sentirse protegidos por estar vacunados y que, evidentemente, no se sienten así.
Una sociedad tan dividida y basada en el odio y la inseguridad no es una sociedad libre y vivible. Creo que nuestro país se está deslizando hacia una barbarie que no tiene precedentes en su historia. Una barbarie en la que cada día me parece que encuentro más lo que Primo Levi definió como «la vergüenza de ser hombre». La vergüenza, por usar sus palabras, de que algo injusto e inhumano se haya introducido irrevocablemente en el mundo de las cosas que existen. Es en nombre de esta vergüenza que pido a los senadores que se cuestionen y piensen mucho antes de votar su consentimiento a un decreto-ley injusto e inhumano.

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