Según lo informaba Le Monde el 7 de mayo de 2015, tras siete años de investigación, la fiscalía de París dictó su resolución del caso llamado de Tarnac (comuna del departamento de Corrèze en Francia), en el cual fueron inculpadas diez personas en noviembre de 2008 por “asociación de malhechores en relación con una empresa terrorista”, adjudicándoles la autoría de un sabotaje a unas líneas de tren de alta velocidad en Francia. Tras permanecer fuera de cárcel desde 2009 y sometidos a incesantes procesos judiciales, la fiscalía ha ordenado el retorno a la correccional de tres de los inculpados: Yildune Lévy, Gabrielle Hallez y Julien Coupat, quien aceptó dar esta entrevista al diario Le Nouvel Observateur publicada el 13 de mayo de 2015.
La fiscalía ha sostenido nuevamente la calificación de “terrorismo” en tu expediente y ha hecho la petición de tu reenvío a la correccional. ¿Cómo tomas esta noticia?
En cualquier país de Europa, un expediente como éste habría dado lugar desde hace mucho tiempo a una declaración de no culpabilidad con discretas excusas de las autoridades. Pero estamos en Francia, y como lo escribía Aleksandr Herzen, “en Francia, cuando uno entra en un tribunal, se demora dos o tres siglos”. En su formidable autismo histórico, la magistratura no ha tenido manifiestamente señales de la caída de la monarquía. Cree poder regularlo todo entre bastidores, acechar señales de la Corte antes de cada una de sus decisiones, retorcer el cuello a toda lógica y dar muerte a quien se vuelva culpable de lesa majestad. La humanidad a la Daumier de las salas de audiencias haría bien en percatarse de la arrogancia de su anacronismo. O bien tendrá que constatar con sus propios ojos que ese François Hollande tiene completamente un perfil perfecto de Luis XVI.
Ustedes son ya únicamente tres, dentro del grupo de Tarnac, que son objeto de persecuciones. ¿Tuvieron en algún momento la esperanza de un abandono definitivo de los cargos?
Desde el día de nuestras detenciones, encontramos todo el tiempo hilarantes los cargos que pesan contra nosotros. Y encontramos igualmente hilarante que la fiscalía se apoyara en su inculpación, para sostener la acusación de “terrorismo”, en un libro de venta en FNAC, La insurrección que viene, y en el testimonio bajo X de un mitómano que reconoció en el noticiario de TF1 haber sido manipulado por la policía antiterrorista. Los procuradores son escritores de thrillers malogrados. Su literatura repleta de «estructuras con finalidad subversiva clandestina” y “tentativas de desestabilización del Estado mediante la destrucción de las infraestructuras ferroviarias” es manifiestamente el producto de la imaginación esquelética de personas que observan la vida desde las ventanas de sus gabinetes acolchonados. Su mala fe es cosa de risa. Pero como es el caso para el expediente de seguimiento D104, la hilaridad cesa cuando tomas consciencia de que la magistratura tiene, en su pequeño mundo suspendido, el poder de transformar, contra cualquier evidencia, una tosca falsificación en “verdad judicial”, cuando te das cuenta de que todo esto es grotesco, pero es algo que funciona, y se dirige en contra tuya para aplastarte.
No hemos luchado, y no estamos luchando, para hacer reconocer quién sabe qué inocencia, ni para que la justicia, en su gran mansedumbre, se digne a abandonar sus procedimientos infundados. Luchamos porque intentaron y porque intentan todavía destruirnos, tachar definitivamente del mapa la posibilidad política de la que el Estado ha hecho de nosotros un ejemplo. Luchamos por nosotros, por nuestros cercanos, por nuestros amigos y por todos aquellos que han expresado un día su simpatía, y esto a pesar de la desproporción masiva de las fuerzas. Antes que dar prudentemente marcha atrás, el aparato antiterrorista, ebrio de su recientísima popularidad, insiste en tener la última palabra dentro del recinto de sus pequeños tribunales. Que sepa que nosotros no somos de aquellos que se dejan hacer, que preferimos siempre desencadenar los fuegos del infierno antes que dejarnos pisotear, y que no estamos solos.
La incriminación más grave, la de “dirección” de un grupo terrorista, que era inicialmente sostenida contra ti y podía valerte las audiencias, ha sido finalmente abandonada. De “líder” te has vuelto ahora un simple “animador… ¿Cómo calificarías tu papel real en el interior de la colectividad de Tarnac?
Como pararrayos, más bien.
Tus abogados reaccionaron diciendo que mantener la calificación ampliada de “terrorismo” respecto a tu expediente abría el camino a una “hipercriminalización de los movimientos sociales”. ¿Temes a esto, especialmente después de la adopción de la ley de inteligencia?
Vivimos en un mundo que se dirige vertiginosamente contra el muro, y que lo sabe. Los hechos lo atestiguan casi tanto como las producciones hollywoodenses. Los que sostienen las riendas de la máquina prefieren que sea así antes que renunciar al menor trozo de su poder. Se aferran simplemente a destilar en la población el sueño necesario, con el riesgo de que lo pueblen de pesadillas terroristas. De esto es ejemplarmente un testimonio el voto sin escrúpulos de la nueva ley bribona llamada “de inteligencia”. Que estén, quince años después de la Patriot Act, después del informe del Senado estadounidense sobre la tortura, después de las revelaciones de Snowden, a punto de adoptar medidas tan exorbitantes, indica a la vez el cinismo inoxidable y el patético mimetismo de los gobernantes franceses. Creen verdaderamente que van a poder repetir con quince años de retraso el golpe del neoconservadurismo marcial, demasiados flojos y pasivos para sublevarnos nosotros por ello. Evidentemente, el hecho de que la fiscalía, que tenía lista su acusación desde hace unos meses, haya escogido el día que siguió al voto de esa ley para dejarlo escapar en Le Monde agrega más a la desvergüenza del gesto. El gesto dice: “Sí, vamos a ponerlos a todos en vereda por medio de un control masivo en nombre del antiterrorismo; y van a ver qué tratamiento le tenemos reservado a los que se nos resistan.” Es cierto que la única esperanza de los gobernantes yace en convencer a todos de que no existe otra opción que la de seguirlos, de que es vano creer poder constituir otros mundos, insensato organizarse contra ellos y suicida atacarlos. Es por esto que Tarnac debe ser decapitado. Es por esto que las ZAD deben ser puestas en vereda, ya sea por vía judicial o con la ayuda de milicias.
Tu única entrevista que ha aparecido en la prensa se remonta a 2009, o sea tres años antes de la elección de François Hollande. Entonces era común, en la izquierda, reprochar a Nicolas Sarkozy y Michèle Alliot-Marie, su instrumentalización de un “enemigo interno”, su empleo flotante del concepto de terrorismo, sin hablar de una especie de ensañamiento particular hacia ustedes. Dirías que la llegada del Partido Socialista al poder no cambió en nada su situación, ni más ampliamente el tratamiento estatal reservado a la “ultraizquierda”?
El régimen socialdemócrata actual, todos lo constatan, está a punto de tener éxito en aquello que Nicolas Sarkozy no pudo tener, tanto en materia de “austeridad” como de antiterrorismo, tanto de derecho al trabajo como de represión de todo aquello que se encuentre a su izquierda. Noske ha encontrado su digna descendencia posmoderna. Esto de ningún modo es, por lo demás, un fenómeno específicamente francés: Renzy en Italia y Obama en los Estados Unidos están hechos de la misma masa política, que ha conservado de la herencia de las organizaciones de izquierda sólo su pendiente autoritaria y su retórica sorprendente de hipocresía. Agregándose los decepcionados del hollandismo a aquellos del jospinismo, del rocardismo y del mitterandismo, es tal vez tiempo de al fin entender lo que Mascolo estableció hace ya unas décadas: lo contrario de ser de izquierda no es ser de derecha, es ser revolucionario.
Rémi Fraisse, el joven manifestante muerto en octubre pasado durante unas manifestaciones contra la presa de Sivens, es el primer manifestante asesinado por las fuerzas del orden desde hace treinta años en Francia. ¿Cómo observas tú este suceso?
Precisamente: sólo un régimen de izquierda podía matar a un manifestante, mentir durante días sobre las circunstancias de su muerte, para finalmente expulsar a sus camaradas de lucha gracias a los grandes brazos de la FNSEA, y todo esto sin desencadenar una revuelta masiva. Sin embargo, las manifestaciones que respondieron al asesinato de Rémi Fraisse, particularmente en Toulouse y en Nantes, tenían lo suyo para inquietar ampliamente al gobierno, que de ningún modo dejó aparecer y se empeñó en minimizar a la vez su extensión y su alcance. Pues en la calle, esos días, lo que se expresó no fue alguna obsesión grupuscular contra la policía, sino principalmente una rabia difusa. Era entonces toda la muchedumbre de los centros de la ciudad del sábado a medio día quien clamaba con una sola voz “todo el mundo aborrece a la policía”. Eran abuelas quienes golpeaban con bolsos encima sobre los vehículos serigrafiados. Eran padres de familia quienes afrontaban a los CRS. Eran transeuntes quienes, con el miedo aguantado, cargaban contra la BAC. Ese otoño, que fue también el de Ferguson, el divorcio entre policía y población alcanzó su cúspide. No se comprende nada de la manera en que el gobierno gestionó la respuesta a los atentados de enero si no se la comprende estratégicamente, como reacción calculada a esa situación de extremo disenso. Desde entonces, parece que la policía estaría ahí para protegernos. Jamás se realiza la “unión nacional” si no es contra un enemigo interno, y en verdad raramente contra aquel que se nombra. Lo que siguió lo ha demostrado suficientemente.
Después de los atentados cometidos en Francia en enero pasado, particularmente a Charlie Hebdo, ¿temes que el antiterorismo no se vuelva ya otra cosa que una política de sustitución, e incluso una visión del mundo? ¿Ves ya señales de esto?
Situémenos en otoño. Cualquier observador ligeramente lúcido se preguntaba entonces cómo un régimen tan desacreditado podría todavía gobernar dos años y medio. Enero aportó la respuesta: por medio del antiterrorismo. Desde el día de nuestras detenciones, no hemos dejado de repetir que el antiterrorismo no tiene nada que ver con la lucha contra el “terrorismo”, que no apunta centralmente a aquellos que golpea, sino al conjunto de la población, que de lo que se trata es primeramente de intimidar. Y es ciertamente por haber experimentado esta verdad que tantas personas que no conocíamos y que no nos conocían nos han apoyado, ayudado, dado la fuerza para mantenernos firmes. Creo que el conjunto de maniobras políticas que siguieron a los atentados de enero, y ejemplarmente la reciente ley de inteligencia, han acabado de aportar la demostración de esto: el antiterrorismo es sin duda una técnica de gobierno de las poblaciones, un instrumento de despolitización de masas. Las personas que, como nosotros, son encofradas como “terroristas” son sólo el pretexto de una ofensiva bastante más general. Hace falta estar ciego o ser perfectamente insincero para dudar de esto actualmente.
Gracias al abracadabra del antiterrorismo, el gobierno se posiciona como único garante de todo aquello que es colectivo, colectivo que él reduce a una masa confusa de átomos ateridos, a una serie estadística de individuos atemorizados, dotados de una “libertad” ilusoria y dentro de poco fatal. La operación no es del todo complicada: nosotros, los occidentales, estamos confitados en un sinnúmero de miedos. Occidente es de entre todas la civilización del miedo. Nos es crucial, por tanto, disolvernos en cuanto población, es decir, en lo que respecta a cada uno de entre nosotros, conquistar el temor propio, dejar de poner obstáculos para la vida, experimentar de corazón a corazón lo común que está ahí, de lo cual estamos hechos y por donde todo se comunica. Por donde lo común pasa, el gobierno no pasa.
Una batalla ideológica crea rabia hoy en torno al 11 de enero. ¿Cómo has vivido esos sucesos, qué retienes de ellos?
Hemos tenido la desgracia, con algunos camaradas, de aterrizar en Francia el 8 de enero por la mañana. Volvíamos de México, a donde fuimos para encontrarnos con los zapatistas. Salimos de un país insurrecto, encontramos el nuestro en estado de sitio. Todos los uniformes imaginables estaban fuera. En la televisión, en la radio, todas las podredumbres que habían precedido a nuestras detenciones sacaban el pecho como en una pesadilla: los Guéant, los Bauer y los Squarcini se esparcían como consejos de expertos en “seguridad”.
Por un lado, Charlie Hebdo era un periódico políticamente detestable. Su línea se había vuelto desde hace mucho tiempo tan derechista que es, creo, el único órgano de prensa que vio sus locales devastados durante una manifestación contra el CPE. Por otro lado, si Cabu, para la generación de 1968, es L’Enragé, Hara Kiri, etc., para la mía, es Récré A2. ¿Hace falta que la sabiduría de este mundo se haya vuelto completamente loca para ser contemporáneo de un atentado con armas pesadas contra el Club Dorothée? Así, dos bloques de absurdo entraban en colisión por encima de nuestras cabezas. Y nosotros estábamos ahí, justo debajo, enterrados bajo los escombros. A esto se agregaba que uno de los hermanos Kouachi compartió un tiempo con nosotros al mismo juez de instrucción, Thierry Fragnoli. Éste le había otorgado un no-lugar en el momento mismo en que se adentraba en unos actos de investigación cada vez más inverosímiles contra nosotros. Hay uno que tenía el sentido de la República. Por haber frecuentado de cerca el antiterrorismo, era para nosotros evidente que los Kouachi, los Coulibaly, los Merah, no eran fallos de aquél, sino al contrario, productos puros. Teníamos cosas que decir. No dijimos nada. No nos estaba permitido. No nos parecía que hubiera, en ese momento, una oreja dispuesta a escucharnos. Todo el mundo deliraba.
No existe “espíritu del 11 de enero”. Lo que hay es una población en el fondo más bien pacifista que no quiere ser tomada en las guerras externas, en la guerra de civilización emprendida por su gobierno, y un aparato gubernamental que convierte de manera obscena la situación en instrumento de dominación aumentada de la población. La cuestión está en que la única manera de aflojar la tenaza donde estamos tomados es entrar en guerra, de una u otra manera, contra lo que nos gobierna, y que esto es algo que va contra todo pacifismo, que es algo que exige coraje, estrategia y cómplices, numerosos cómplices. Hace falta recordar el modo en el que el pacifismo, en los años 1930, dirigió a la Colaboración. El petainismo es un pacifismo.
Al haber sido objeto durante todos estos años de los servicios de inteligencia, ¿cómo explicas, después de los escándalos como el de la NSA en los Estados Unidos, que esos problemas de respeto de las libertades movilicen tan poco las opiniones públicas?
Mi experiencia de los servicios de inteligencia es que se trata de mentirosos con licencia, de seres torvos, de chiflados con armas.
Y no es el haber escuchado a Bernard Squarcini, en una librería donde me lo crucé fortuitamente, disculparse ante mí y sostener que no tenía nada que ver con el caso de Tarnac, lo que me convencerá de lo contrario. Son personas a quienes no les confiaría a mi hija, y menos aún mi “seguridad”. En cuanto a la “opinión pública”, jamás comprendí de qué se trataba. Si se habla de sondeos fabricados de pies a cabeza que se sirven a la petición de tal o cual comitente o del aparato mediático que apenas brilla por su apego a la verdad o por la profundidad de sus cuestionamientos, sé más o menos, como la vasta mayoría de la gente, a qué atenerme. Lo que escucho cada vez que discuto en un bar, que me encuentro con un desconocido en autostop o que escucho a personas que no comparten mis puntos de vista, es una inmensa desconfianza con respecto a todo aquello que se dice “públicamente”. En algún momento, el internet y las redes sociales sirvieron de válvula de seguridad para este divorcio, pero actualmente están en camino de ser un control policial avanzado. La incriminación de “apología del terrorismo” está ahí, en lo que viene, para producir sobre toda expresión temeraria el terror requerido. Para saber realmente lo que piensa “la gente”, apenas existe otro medio que retomar físicamente el espacio público y confrontarse en asambleas abiertas. Es sorprendente que, en nuestros días, cuando algunas personas se encuentran en la calle para hablar y reflexionar juntas, no tardan en convencerse de que lo que tiene lugar ahí es una revolución, o que una revolución está por ser hecha. En cuanto a Snowden y Assange, con quien fuimos a encontrarnos en Londres, el hecho de que uno sea reducido a refugiarse en la Rusia de Putin y que el otro no tenga ninguna esperanza de salir un día de la embajada minúscula donde se encuentra recluido, dice mucho sobre lo que hay que entender por la palabra “democracia”.
Y no es el haber escuchado a Bernard Squarcini, en una librería donde me lo crucé fortuitamente, disculparse ante mí y sostener que no tenía nada que ver con el caso de Tarnac, lo que me convencerá de lo contrario. Son personas a quienes no les confiaría a mi hija, y menos aún mi “seguridad”. En cuanto a la “opinión pública”, jamás comprendí de qué se trataba. Si se habla de sondeos fabricados de pies a cabeza que se sirven a la petición de tal o cual comitente o del aparato mediático que apenas brilla por su apego a la verdad o por la profundidad de sus cuestionamientos, sé más o menos, como la vasta mayoría de la gente, a qué atenerme. Lo que escucho cada vez que discuto en un bar, que me encuentro con un desconocido en autostop o que escucho a personas que no comparten mis puntos de vista, es una inmensa desconfianza con respecto a todo aquello que se dice “públicamente”. En algún momento, el internet y las redes sociales sirvieron de válvula de seguridad para este divorcio, pero actualmente están en camino de ser un control policial avanzado. La incriminación de “apología del terrorismo” está ahí, en lo que viene, para producir sobre toda expresión temeraria el terror requerido. Para saber realmente lo que piensa “la gente”, apenas existe otro medio que retomar físicamente el espacio público y confrontarse en asambleas abiertas. Es sorprendente que, en nuestros días, cuando algunas personas se encuentran en la calle para hablar y reflexionar juntas, no tardan en convencerse de que lo que tiene lugar ahí es una revolución, o que una revolución está por ser hecha. En cuanto a Snowden y Assange, con quien fuimos a encontrarnos en Londres, el hecho de que uno sea reducido a refugiarse en la Rusia de Putin y que el otro no tenga ninguna esperanza de salir un día de la embajada minúscula donde se encuentra recluido, dice mucho sobre lo que hay que entender por la palabra “democracia”.
“Las insurrecciones, finalmente, han venido”, escribe el comité invisible en À nos amis (La Fabrique). No todavía, en todo caso, en Francia, donde la izquierda radical no progresa ni en las urnas ni en la calle. ¿Cómo explicas esto? ¿Por qué la extrema derecha antiinmigrantes es la única fuerza que saca provecho del debilitamiento político en nuestro país?
Vivimos tiempos radicales. Al no poder seguir durando el estado de cosas, la alternativa entre revolución y reacción se endurece. Si la descomposición en curso es aprovechada esencialmente por las fuerzas fascistoides no es porque “la gente” se inclinaría espontáneamente hacia ellas, es porque ellas dan voz, hacen apuestas, toman el riesgo de perder. Nosotros, los revolucionarios, parece ser que estamos retenidos con los hilos invisibles de una tradición que continuamente tememos traicionar. “¿Pero cómo podríamos traicionarnos a nosotros mismos? ¿Qué tenemos que perder, si sabemos lo que hacemos, si avanzamos juntos, si reflexionamos paso a paso sin temor a la verdad? ¿Hay mayor riesgo, en la situación actual, que no tomar riesgos?”
Para regresar al Frente Nacional, todo el paisaje de la política clásica no es más que un vasto campo de ruinas, FN incluido. Este último ha servido, hasta una fecha reciente, como última ilusión: que podría haber un partido contra los partidos, una política contra la política. Nuestras infinitas reservas de cobardía quieren creer siempre que podríamos abandonar a alguna fuerza distinta a nosotros, a algún líder, el cuidado de salvarnos. Pero ya no hay nada. Tendremos que hacer nuestros asuntos nosotros mismos. El viento se levanta. Hay que tratar de vivir.