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Giorgio Agamben / La Iglesia y el Reino

Una primera versión de este texto fue leída por Giorgio Agamben en la catedral de Notre Dame, París, el 8 de marzo de 2009, con ocasión del ciclo «Conférences de Carême 2009». La primera edición impresa y revisada de esta conferencia se publicó como La Chiesa e il Regno, en la editorial italiana nottetempo, mayo de 2010.

 

El remite de uno de los textos más antiguos de la tradición eclesiástica, la Epístola de Clemente a los corintios, empieza con estas palabras: «La Iglesia de Dios que se hospeda en Roma a la Iglesia de Dios que se hospeda en Corinto». La palabra griega paroikousa, que he traducido como «que se hospeda», designa la morada provisional del exiliado, colono o extranjero, por oposición a la residencia de pleno derecho del ciudadano, que en griego se llama katoikein. Quisiera retomar esta fórmula para dirigirme aquí y ahora a la Iglesia de Dios, en estancia o en exilio en París. ¿Por qué he elegido esta fórmula? Porque el tema de mi conferencia es el mesías, y paroikein, hospedarse o hacer estancia como un extranjero, es el término que designa la morada del cristiano en el mundo y su experiencia del tiempo mesiánico. Se trata de un término técnico, o casi, ya que la Primera epístola de Pedro (1 Pe. 1, 17) define el tiempo de la Iglesia ho chronos tes paroikias, «el tiempo de la parroquia» se podría traducir, si se recuerda que «parroquia» aquí todavía significa «estancia del extranjero».
El término «estancia» no implica nada en lo que respecta a su duración cronológica. La estancia de la Iglesia en la tierra puede durar —y, de hecho, ha durado— siglos y milenios, sin que ello altere en absoluto la naturaleza particular de su experiencia mesiánica del tiempo. Es necesario subrayar con énfasis este punto, en contra de una opinión que se oye repetir a menudo por parte de los teólogos, sobre un supuesto «retraso de la parusía». Según esta opinión, que siempre me ha parecido blasfema, cuando la comunidad de los orígenes, que esperaba el regreso del mesías y el fin de los tiempos como algo inminente, se diera cuenta de que se enfrentaba a un retraso cuyo término no se veía, cambiaría entonces su orientación para dotarse de una organización institucional y jurídica estable. Esto significa que habría dejado de paroikein, de hospedarse como extranjera en el siglo, para empezar a katoikein, a habitar como ciudadana, como cualquier otra institución mundana.
Si esto fuera cierto, la Iglesia habría perdido entonces la experiencia mesiánica del tiempo que la define y le es consustancial. En efecto, el tiempo del mesías no designa una duración cronológica sino, ante todo, una transformación cualitativa del tiempo vivido. En este tiempo, algo así como un retraso cronológico, en el sentido en que se puede decir que un tren está retrasado, no es ni siquiera concebible. Al igual que la experiencia del tiempo mesiánico implica que es imposible habitarlo establemente, de la misma manera no hay lugar para un retraso en el mismo. Esto es lo que Pablo recuerda a los tesalonicenses (1 Tes. 5, 1-2): «Del tiempo y los momentos, de esto no necesito escribirles. El día del Señor viene como un ladrón, de noche». «Viene (echetai)» está en tiempo presente, al igual que el mesías es llamado en los Evangelios ho echomenos, «el que viene», que no deja de venir. Walter Benjamin, que entendió perfectamente la lección de Pablo, la repite a su manera: «Cada día, cada instante es la puertita por la que entra el mesías».

 

Es de la estructura de este tiempo, es decir, del tiempo del mesías que Pablo describe en sus cartas, de lo que me gustaría hablarles. Un primer malentendido que hay que evitar a este respecto es la confusión del tiempo mesiánico con el tiempo apocalíptico. Lo apocalíptico se sitúa en el último día, en el día de la ira: ve el final de los tiempos y describe lo que ve. El tiempo que experimenta el apóstol no es, sin embargo, el fin de los tiempos. Si se quisiera resumir la diferencia entre lo mesiánico y lo apocalíptico en una fórmula, habría que decir, creo, que lo mesiánico no es el fin del tiempo, sino el tiempo del fin. Mesiánico no es el fin del tiempo, sino la relación de cada instante, de cada kairós, con el fin del tiempo y la eternidad. Lo que a Pablo le interesa, pues, no es el último día, el instante en el que el tiempo termina, sino el tiempo que se contrae y comienza a terminar. O, si lo prefieren, el tiempo que resta entre el tiempo y su final.
La tradición judía conocía la distinción entre dos tiempos o dos mundos: el olam hazzeh, es decir, el tiempo que va desde la creación del mundo hasta su final, y el olam habba, el tiempo que comienza después del fin del tiempo. Ambos términos están presentes, en su traducción griega, en el texto de las Epístolas. Pero el tiempo mesiánico, el tiempo que el apóstol experimenta y el único que le interesa, no es ni el olam hazzeh ni el olam habba, es el tiempo que resta entre estos dos tiempos, cuando el tiempo está dividido por la cesura del acontecimiento mesiánico (que para Pablo es, por supuesto, la resurrección).

 

¿Cómo debemos concebir este tiempo? A primera vista, si lo representamos geométricamente como un segmento tomado sobre una línea, la definición que acabo de dar —el tiempo que resta entre la resurrección y el fin del tiempo— no parece plantear ninguna dificultad. Sin embargo, todo cambia si intentamos pensar en la experiencia del tiempo que implica. Pues es evidente que vivir el «tiempo que resta», experimentar el «tiempo del fin», sólo puede significar una transformación radical de la representación y la experiencia habitual del tiempo. Ya no se trata de la línea homogénea e infinita del tiempo cronológico (representable, pero vacío de toda experiencia) ni el instante puntual e impensable de su fin. Tampoco podemos pensarlo como ese segmento del tiempo cronológico que va desde la resurrección hasta el fin del tiempo. Más bien es un tiempo que crece y apremia dentro del tiempo cronológico y lo trabaja y transforma desde el interior. Es, por un lado, el tiempo que el tiempo tarda en terminar, pero, por otro lado, el tiempo que nos resta, el tiempo que necesitamos para hacer que termine el tiempo, para acabar con la representación habitual del tiempo y liberarnos de ella. Mientras que ésta, como tiempo en el que creemos estar, nos separa de lo que somos y nos transforma en espectadores impotentes de nosotros mismos, el tiempo del mesías, por el contrario, como tiempo operativo en el que captamos el tiempo por primera vez, es el tiempo que nosotros mismos somos. Y este tiempo no es otro tiempo, situado en un improbable y futuro lugar. Es, por el contrario, el único tiempo real, el único tiempo que podemos tener. Experimentar este tiempo implica una transformación integral de nosotros mismos y de nuestro modo de vivir.
Así lo afirma Pablo en un pasaje extraordinario, que es quizás la más bella definición de la vida mesiánica (1 Cor. 7, 29-31): «Esto les digo, hermanos, el tiempo se ha contraído [ho kairos synestalmenos esti; el verbo systellein indica tanto el acto de ajustar las velas como el recogerse de un animal sobre sí mismo antes de saltar]; el resto es que los que tienen mujeres sean como no [hos me] teniéndolas, y los dolientes como no dolientes y los alegres como no alegres y los compradores como no poseedores y los que usan el mundo como no abusadores».
Unas líneas antes, Pablo había dicho sobre la llamada mesiánica (klesis): «Que cada uno permanezca en la llamada a la que ha sido llamado. ¿Te han llamado esclavo? No te preocupes por ello. Aunque puedas volverte libre, mejor haz uso de ello». El hos me, el «como no», significa que el sentido último de la vocación mesiánica es ser la revocación de toda vocación. Así como el tiempo mesiánico transforma desde el interior el tiempo cronológico sin simplemente abolirlo, la vocación mesiánica, gracias al hos me, al «como no», revoca toda vocación, vacía y transforma desde el interior toda experiencia y toda condición fáctica para abrirlas a un nuevo uso («mejor haz uso de ello»).

 

La cuestión es importante, porque nos permite pensar correctamente en esa relación entre las cosas últimas y las cosas penúltimas que define la condición mesiánica. ¿Puede un cristiano vivir únicamente de las cosas últimas? Dietrich Bonhoeffer denunció la falsa alternativa entre radicalismo y compromiso, que consiste en ambos casos en separar drásticamente las realidades últimas de las penúltimas, es decir, las que definen nuestra condición humana y social de todos los días. Así como el tiempo mesiánico no es otro tiempo, sino una transformación íntima del tiempo cronológico, vivir las cosas últimas significa ante todo vivir las cosas penúltimas de otra manera. La escatología no es, en este sentido, otra cosa que una transformación de la experiencia de las cosas penúltimas. Y en la medida en que las realidades últimas tienen lugar ante todo en las penúltimas, éstas —contra todo radicalismo— no pueden ser negadas impunemente; y sin embargo —por la misma razón y contra toda tentación de compromiso— las cosas penúltimas no pueden en ningún caso ser invocadas contra las últimas. Por eso Pablo expresa la relación mesiánica entre lo que es último y lo que no lo es con el verbo katargein, que no significa «destruir», sino «volver inoperante». La realidad última desactiva, suspende y transforma las realidades penúltimas, y sin embargo, es precisamente y principalmente en ellas donde da testimonio y se pone a prueba.
Esto permite comprender la situación del Reino según Pablo. Contra la representación corriente de la escatología, hay que recordar que el tiempo del mesías no puede ser, para él, un tiempo futuro. La expresión con la que se refiere a este tiempo es siempre ho nyn kairos, «el tiempo de ahora». Como escribe en 2 Cor. 6, 2: «Idou nyn, he aquí ahora el momento de captar, he aquí el día de la salvación». Paroikia y parousia, estancia como extranjero y presencia del mesías, tienen la misma estructura, que se expresa en griego a través de la preposición para: una presencia que dis-tiende el tiempo, un ya que es también un todavía no, una dilación que no es una postergación para más tarde, sino un hueco y una desconexión dentro del presente, que nos permite captar el tiempo.
La experiencia de este tiempo no es, por tanto, algo que la Iglesia podría elegir hacer o no hacer. No hay Iglesia sino en y a través de este tiempo.

 

¿Qué pasa con esta experiencia del tiempo mesiánico en la Iglesia de hoy? Ésta es la pregunta que vengo a plantear aquí y ahora a la Iglesia de Dios que se hospeda en París. La evocación de las cosas últimas parece haber desaparecido de las palabras de la Iglesia hasta el punto de que podría decirse, no sin ironía, que la Iglesia de Roma ha cerrado su ventanilla escatológica. Y es con una ironía aún más amarga que un teólogo francés pudo escribir: «Cristo anunciaba el Reino, y la Iglesia vino». Se trata de una observación inquietante, sobre la que les invito a reflexionar.
Después de lo que les he dicho sobre la estructura del tiempo mesiánico, está claro que no se trata aquí de reprochar a la Iglesia, en nombre del radicalismo, el compromiso con el mundo. Tampoco se trata, en palabras del mayor teólogo ortodoxo del siglo XIX, Fiódor Dostoyevski, de presentar a la Iglesia de Roma en la figura del Gran Inquisidor.
Se trata, más bien, de la capacidad de la Iglesia de leer lo que Mateo (Mt. 16, 3) llama «los signos de los tiempos», ta semeia ton kairon. ¿Cuáles son estos «signos», que el apóstol opone al vano deseo de conocer los aspectos del cielo? Si la historia es penúltima con respecto al Reino, éste —lo hemos visto— tiene, sin embargo, su lugar primero y ante todo en ella. Vivir el tiempo del mesías exige, pues, la capacidad de leer los signos de su presencia en la historia, de reconocer en su curso la signatura de la economía de la salvación. A los ojos de los Padres —pero también de los filósofos que han reflexionado sobre la filosofía de la historia, que es y sigue siendo (incluso en Marx) una disciplina esencialmente cristiana— la historia se presenta como un campo de tensiones recorrido por dos fuerzas opuestas: la primera —que Pablo, en un famoso y enigmático pasaje de la Segunda carta a los tesalonicenses, llama to catechon— retiene y pospone incesantemente el fin a lo largo del curso lineal y homogéneo del tiempo cronológico; la segunda, poniendo en tensión origen y fin, interrumpe y cumple continuamente el tiempo. Llamemos Ley o Estado a la primera, dedicada a la economía, es decir, al gobierno infinito del mundo; y llamemos mesías o Iglesia a la segunda, cuya economía, como economía de la salvación, es, en cambio, constitutivamente finita. Una comunidad humana sólo puede constituirse y sobrevivir si estas dos polaridades están copresentes, y si se mantiene una tensión y una relación dialéctica entre ellas.

 

Es precisamente esta tensión la que parece agotarse hoy en día. A medida que se debilita y borra la percepción de la economía de la salvación en el tiempo histórico, la economía extiende su dominación ciega e irrisoria sobre todos los aspectos de la vida social. La exigencia escatológica, abandonada por la Iglesia, vuelve bajo una forma secularizada y paródica en los saberes profanos, que, redescubriendo el gesto obsoleto del profeta, anuncia catástrofes irreversibles en todos los ámbitos. El estado de crisis y de excepción permanente que los gobiernos del mundo proclaman por doquier no es sino la parodia secularizada de la incesante actualización del Juicio Final en la historia de la Iglesia. El eclipse de la experiencia mesiánica del cumplimiento de la ley y del tiempo va acompañado de una hipertrofia sin precedentes del derecho, que, pretendiendo legislar sobre todo, traiciona mediante un exceso de legalidad la pérdida de toda legitimidad. Lo digo aquí y ahora midiendo mis palabras: hoy no hay ningún poder legítimo en la tierra y los propios poderosos del mundo están convencidos de ilegitimidad. La juridificación y la economización integral de las relaciones humanas, la confusión entre lo que podemos creer, esperar y amar y lo que estamos obligados a hacer o no hacer, a decir o no decir, marca no sólo la crisis del derecho y de los Estados, sino también y sobre todo la de la Iglesia. Porque la Iglesia sólo puede vivir como institución manteniéndose en relación inmediata con su propio fin. Y —no hay que olvidarlo— según la teología cristiana, sólo hay una institución jurídica que no conoce interrupción ni fin: el infierno. El modelo de la política actual, que pretende una economía infinita del mundo, es, pues, propiamente infernal. Y si la Iglesia rompe su relación original con la paroikia, sólo podrá perderse en el tiempo.
Por eso, la pregunta que he venido a plantearles, sin tener para ello más autoridad que la obstinada costumbre de leer los signos del tiempo, es la siguiente: ¿se decidirá por fin la Iglesia a captar su oportunidad histórica y a redescubrir su vocación mesiánica? El riesgo, en caso contrario, es que se vea arrastrada a la ruina que amenaza a todos los gobiernos e instituciones de la tierra.

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