Thomas Müntzer nació en Stolberg, en la montaña del Harz, hacia el año 1498. Parece que su padre murió ahorcado, victima de la arbitrariedad de los condes de Stolberg. A la edad de 15 años, siendo alumno de la escuela de Halle, fundó ya una liga secreta contra el arzobispo de Magdeburgo y la Iglesia romana en general. Su erudición teológica le valió pronto el titulo de doctor y un puesto de capellán en un convento de monjas. Ya entonces trataba con el mayor desprecio el dogma y los ritos de la Iglesia, diciendo misa omitía las palabras de la transubstanciación y como refiere Lutero, se comía los Dioses no consagrados. Estudiaba, sobre todo, los místicos medievales y particularmente los escritos quiliásticos de Joaquín de Fiore. En la Reforma y en la inquietud de la época Müntzer veía el principio del nuevo reino milenario, el juicio de Dios sobre la Iglesia degenerada y el mundo corrompido que había descrito el calabrés. Sus sermones lograron gran aplauso en la región. En 1520 fue a Zwickau como primer predicador evangélico. Allí se encontró con una de aquellas sectas de quiliastas exaltados que seguían existiendo en muchas regiones y bajo cuya humildad y retraimiento momentáneo se escondía la creciente oposición de las capas inferiores de la sociedad contra el vigente estado de cosas; ahora, al aumentar la agitación, salieron a la luz manifestándose con mayor firmeza. Eran la secta de los anabaptistas a cuya cabeza iba Nicholas Storch. Anunciaban el juicio final y el reino milenario; tenían “visiones, arrobamientos y el don de la profecía”. Pronto entraron en conflicto con el ayuntamiento de Zwickau; Müntzer lo defendió a pesar de no identificarse con ellos y logró tenerlos bajo su influencia. El ayuntamiento inició una represión enérgica; los anabaptistas y Müntzer con ellos tuvieron que abandonar la ciudad. Esto sucedió a fines de 1521.
Marchó a Praga donde intentó ganar terreno en contacto con los restos del movimiento husita. Pero las proclamas no tuvieron más efecto que obligarle a huir también de Bohemia. En 1522 se hizo predicador en Altstadt. Allí empezó a reformar el culto. Suprimió totalmente el uso del latín, antes de que Lutero se atreviese a hacerlo, dejando que se leyese la Biblia entera y no tan sólo las epístolas y evangelios de rigor en el culto dominical. Al mismo tiempo organizaba la propaganda en la región. El pueblo acudía de todas partes y Altasdt vino a ser el centro para Turingia entera del movimiento anticlerical popular.
Müntzer seguía siendo el teólogo; sus ataques se dirigían casi exclusivamente contra los curas. Pero no propugnaba la discusión pacifica y el progreso legal como ya lo hacia Lutero, sino que siguió predicando la violencia, llamando a los príncipes sajones y al pueblo a la intervención armada contra los curas romanos. “¿No dijo Cristo: he venido, no a traeros la paz, sino la espada? ¿Y qué debéis hacer con ella? Nada sino alejar y separar a la gente ruin que se opone al evangelio. Cristo ordenó con gran severidad: (Luc. 18, 27). Apresad a mis enemigos y matadlos ante mis ojos… No os valgáis del vano pretexto de que el brazo de Dios lo debe hacer sin la ayuda de vuestra espada, que bien pudiera aquella enmohecerse en su vaina. Los que se opongan a la revelación divina, sean aniquilados sin piedad, como Hisquias, Ciro, Josías, Daniel y Elías destruyeron a los pontífices de Baal, la Iglesia cristiana no puede de otro modo volver a su origen. En tiempo de vendimia hay que arrancar las malas hierbas de la viña del señor. Dios ha dicho: (S. Mois 7). No tengáis compasión con los idólatras, romped sus altares, destrozad sus imágenes y quemadlos para que no me enoje”.
Pero estos llamamientos a los príncipes no tuvieron éxito; mientras tanto la agitación revolucionaria crecía continuamente. Las ideas de Müntzer se hicieron más precisas y más audaces. Müntzer se separó de la Reforma burguesa y se hizo agitador político.
Su doctrina teológica y filosófica no sólo atacaba los principios del catolicismo sino que se volvió contra el cristianismo en general. Bajo las formas cristianas Müntzer enseñaba un panteísmo que tiene un parecido extraño con las teorías especulativas modernas avecinándose algunas veces al ateísmo. Desechaba la Biblia como revelación única e infalible. La verdadera revelación, la revelación viviente es la razón humana que ha existido y existe en todos los pueblos. Oponer la Biblia a la razón significa matar el espíritu por la letra. El Espíritu Santo de que tanto habla la Biblia, no existe fuera de nosotros; el Espíritu Santo es la misma razón. La fe no es más que el despertar de la razón en el hombre; por eso también los paganos pueden tener la fe. La fe, la razón llamada a la vida, diviniza y santifica al hombre. El cielo no es de ultratumba, hay que buscarlo en esta vida; al creyente incumbe la misión de establecer este cielo, el reino de Dios, aquí sobre la tierra. Asimismo no hay cielo en el más allá, tampoco existe un infierno o condenación eterna. Y no hay más diablo que la codicia y concupiscencia de los hombres.
Cristo fue un hombre como nosotros, un profeta y maestro cuya cena no es más que una comida conmemorativa donde se toma pan y vino sin ningún adorno místico.
Esta fue la doctrina que Müntzer disimulaba debajo de la fraseología cristiana detrás de la cual la nueva filosofía tuvo que esconderse durante algún tiempo. Pero a través de sus escritos aparecen sus principios archiheréticos, y se ve que el adorno bíblico le importaba mucho menos que a ciertos discípulos de Hegel en tiempos recientes; y sin embargo, los separaban tres siglos.
Su doctrina política procede directamente de su pensamiento religioso revolucionario y se adelantaba a la situación social y política de su época lo mismo que su teología a las ideas y conceptos corrientes. Si la filosofía religiosa de Müntzer se acercaba al ateismo, su programa político tenía afinidad con el comunismo; muchas sectas comunistas modernas en vísperas de la revolución de febrero no disponían de un arsenal teórico tan rico como “los de Müntzer” en el siglo XVI. En su programa el resumen de las reivindicaciones plebeyas aparece menos notable que la anticipación genial de las condiciones de emancipación del elemento proletario que apenas acababa de hacer su aparición entre los plebeyos. Este programa exigía el establecimiento inmediato del reino de Dios, de la era milenaria de felicidad tantas veces anunciada, por la reducción de la Iglesia a su origen y la supresión de todas las instituciones que se hallasen en contradicción con este cristianismo que se decía primitivo y que en realidad era sumamente moderno. Pero según Müntzer este reino de Dios no significaba otra cosa que una sociedad sin diferencias de clase, sin propiedad privada y sin poder estatal independiente y ajeno frente a los miembros de la sociedad. Todos los poderes existentes que no se conformen sumándose a la revolución serán destruidos, los trabajos y los bienes serán comunes y se establecerá la igualdad completa. Para estos fines se fundará una liga que abarcará no sólo toda Alemania, sino la cristiandad entera; a los príncipes y grandes señores se les invitará a sumarse y cuando se negaren a ello la liga con las armas en la mano los destronará o los matará a la primera ocasión. Inmediatamente Müntzer se puso a organizar esta liga. Sus predicaciones tomaron un carácter todavía más violento y revolucionario; con la misma pasión que mostraba en condenar a los curas, tronaba contra los príncipes, la nobleza y el patriciado y describía con colores sombríos la opresión presente comparándola con el cuadro fantástico de su reino milenario de igualdad social republicana. Además, publicaba un panfleto revolucionario tras otro y enviaba emisarios a todas partes, mientras él mismo organizaba la liga de Altstadt y sus alrededores.
El primer fruto de esta propaganda fue la destrucción de la capilla de Santa Maria en Mellerbach, cerca de Altstadt, con lo que se consiguió, el mandamiento: “Destrozad sus altares romped sus columnas y quemad sus ídolos por el fuego, porque sois un pueblo santo” (Deut. 7, 5). Los príncipes se trasladaron personalmente a Altstadt y llamaron a Müntzer al castillo. Allí pronuncio un sermón como nunca lo había oído de Lutero, esta “carne placida de Wittenberg” como le llamaba Müntzer. Basándose en el Nuevo Testamento insistió en que se debía matar a los gobernantes despiadados y especialmente a los frailes y curas que trataban el evangelio como una herejía. Los impíos no tienen derecho a vivir, si no fuera por la misericordia de los elegidos. Si los príncipes no destruyen a los impíos, Dios les quitará la espada, pues el poder sobre la espada pertenece a la comunidad. Los príncipes y grandes señores son la hez de la usura, del robo y del bandidaje; se apropian toda la creación; los peces en el agua, las aves en el aire y las plantas sobre la tierra les pertenecen. Y además de todo esto predican a los pobres: “no robarás” mientras ellos roban lo que pueden y explotan al campesino y al artesano; cuando cometen la menor falta los mandan colgar, y a la postre vendrá el doctor Mentiras (Lutero) para dar su bendición y decir: Amén. “ Los mismos señores hacen que les odie el pobre. No quieren quitar la causa de la rebeldía. ¿Cómo podría esto mejorar a la larga? ¡Ay, señores, que bien estará esto cuando el Señor ande entre los viejos jarros con una barra de hierro! Y —como digo— seré rebelde. Y así estará bien.”
Este sermón lo entregó Müntzer a la imprenta. El duque Juan de Sajonia desterró al impresor e impuso la censura del gobierno ducal de Weimar a todos los escritos de Müntzer. Pero Müntzer apenas hizo caso de esta orden. En la ciudad libre de Mühlhausen mandó imprimir un panfleto sumamente violento.
Pidió al pueblo se manifestase “para que vean y entiendan todos cómo son nuestros caciques, aquellos sacrílegos que de Dios han hecho un hombrezuelo pintado”; y terminó con las siguientes palabras: “El mundo entero tendrá que sufrir un gran trastorno; empezará tal revuelo que los sacrílegos serán precipitados de sus sitios y los humildes enaltecidos”. Como lema “Thoma Müntzer con el martillo” puso sobre la portada: “Escucha: he puesto mis palabras en tu boca y te he colocado hoy por encima de las gentes y de los imperios, para que arranques, rompas, disperses y destruyas y para que plantes y construyas. Una muralla de hierro está levantada entre los reyes, príncipes, curas y el pueblo. Que vayan a pelear aquellos, la victoria milagrosa será el ocaso de los tiranos impíos y brutales”.
Desde tiempo atrás la ruptura con Lutero y su partido era un hecho consumado. El mismo Lutero había tenido que aceptar muchas reformas eclesiásticas que Müntzer había introducido sin consultarle. Observaba la actividad de Müntzer con el recelo airado que siente un reformador moderado frente al empuje de un partido revolucionario. En la primavera de 1524 Müntzer había escrito al prototipo de filisteo y burócrata tísico, a Melanchthon, que éste y Lutero no entendían, nada del movimiento, que buscaban ahogarlo en la batería y pedantería bíblica y que toda su doctrina estaba podrida. “Queridos hermanos, dejad la espera y las dudas, el tiempo urge, el verano está en la puerta. No hagáis amistad con los impíos, pues ellos impiden que la palabra obre con toda su fuerza. No aduléis a vuestros príncipes, si no queréis perecer con ellos. ¡Oh, sutiles doctores!, no os enfadéis, que no puedo obrar de otra manera”.
Varias veces Lutero desafió a Müntzer a discutir con él en pública controversia; pero si éste se encontraba dispuesto a la lucha abierta ante el pueblo, no tenía en cambio, el menor deseo de iniciar una lucha teológica ante el público parcial de la Universidad de Wittenberg. No quería “reservar el producto espiritual exclusivamente para la alta escuela”. Si Lutero era sincero ¿por qué no empleaba su influencia en hacer cesar las medidas arbitrarias contra el impresor y la censura de sus escritos, para poder decidir la lucha libremente por medio de la prensa?
Ahora, después de publicado aquel folleto revolucionario de Müntzer, Lutero lo denuncio públicamente. En su carta impresa “a los príncipes de Sajonia contra el espíritu rebelde” declaró a Müntzer instrumento de Satán e invitó a los príncipes, interviniesen y expulsasen a los instigadores de la rebelión que no se contentaban con propagar sus malas doctrinas, sino que predicaban la insurrección y la resistencia violenta contra las autoridades.
El primero de agosto Müntzer, acusado de fomentar manejos subversivos, tuvo que justificarse ante los príncipes reunidos en el palacio de Weimar. Se habían comprobado hechos sumamente graves; habían descubierto su liga secreta, conocían su intervención en las asociaciones de mineros y campesinos. Le amenazaron con el destierro. De regreso en Altstadt, supo que el duque Jorge de Sajonia pedía su extradición; se habían interceptado cartas escritas por él y en las que llamaba a los súbditos de Jorge a la resistencia armada contra los enemigos del Evangelio. Si no hubiese abandonado la ciudad el ayuntamiento lo hubiera entregado.
Entre tanto, la agitación creciente que reinaba entre los campesinos y plebeyos, había facilitado enormemente la propaganda de Müntzer. Había encontrado agentes inestimables en la persona de los anabaptistas. Esta secta no tenía un dogma positivo bien definido, la aglutinaba la oposición contra todas las clases dominantes y el símbolo común del segundo bautismo. Hacían una vida severa y ascética; incansables, fanáticos e impávidos en la agitación, se habían agrupado cada vez más alrededor de Müntzer. Excluidos por las persecuciones de toda residencia fija, corrían por Alemania, propagando en todas partes la nueva doctrina de Müntzer, en la que encontraban la explicación de sus propias necesidades y deseos. Muchos fueron torturados, quemados o ejecutados, pero la valentía y la perseverancia de estos emisarios no conocían límites; y dada la creciente excitación del pueblo su actuación tuvo un éxito inmenso. Al huir de Turingia, Müntzer encontró el terreno preparado cualquiera que fuese su ruta.
Cerca de Núremberg, a donde se dirigió inmediatamente, se acababa de ahogar en sus gérmenes una revuelta campesina. Müntzer hizo una agitación solapada; y pronto aparecieron hombres que defendieron sus teorías más atrevidas sobre la intranscendencia de la Biblia y la vanidad de los sacramentos y declaraban que Cristo no era más que un hombre y que la autoridad secular era contraria a Dios. “ ¡Allí anda el Satanás, el espíritu de Altstadt!”, exclamó Lutero. En Núremberg, Müntzer dio a la imprenta su respuesta a Lutero. No vaciló en acusarlo de adular a los príncipes y de apoyar a la reacción con su actitud ambigua. Sin embargo, el pueblo conquistará su libertad y al doctor Lutero le pasará lo que a un zorro capturado. El ayuntamiento mandó recoger el panfleto y Müntzer tuvo que abandonar la ciudad.
Atravesando Suabia se trasladó a Alsacia y a Suiza, regresando luego a la Selva Negra, donde la insurrección ya había estallado desde hacía algunos meses, acelerada en gran parte por la labor de sus emisarios anabaptistas. Este viaje de propaganda efectuado por Müntzer merece haber contribuido en gran medida a la organización del partido popular, a la clara definición de sus reivindicaciones y a la insurrección general en abril de 1525. Entonces se manifiesta claramente la doble eficacia de Müntzer frente al pueblo al que animaba empleando las frases del profetismo religioso que eran las únicas comprensibles para todos, y frente a los iniciados con los que podía hablar abiertamente de su tendencia final. Antes, en Turingia, había reunido un grupo de hombres decididos que pertenecían al pueblo y a las capas inferiores del clero y los había colocado al frente de las asociaciones clandestinas, pero luego, en la Alemania del suroeste, él mismo se transforma en eje de todo el movimiento revolucionario. Establece relaciones entre Sajonia, Turingia y Franconia y Suabia hasta Alsacia y la frontera suiza; entre sus discípulos y jefes de su liga se encuentran agitadores como Hubmaier en Waldshut, Conrado Grebe en Zurich, Francisco Grabmann en Griessen, Schappelar en Memmingen, Jacobo Wehe en Leipheim, el doctor Mantel en Stuttgart, que en su mayoría eran sacerdotes revolucionarios.
Müntzer permanecía en Griessen cerca de la frontera suiza y desde allí corría a través del Hegau y Klettgau etc. Las persecuciones sangrientas de que los príncipes y señores asustados hicieron víctimas a esta nueva herejía plebeya, contribuyeron mucho a encender el espíritu de rebeldía y a fortalecer la unión. Después de cinco meses de agitación en la Alemania del sur, cuando la insurrección era inminente, Müntzer regresó a Turingia, donde quería dirigir personalmente las operaciones y donde los encontraremos mas tarde.
Veremos cómo el carácter y la actuación de ambos jefes reflejará fielmente la actitud de sus respectivos partidos. Si la indecisión, el miedo ante la potencia, cada vez mayor, del movimiento, el servilismo cobarde de Lutero correspondió exactamente a la política vacilante y ambigua de la burguesía, la decisión, la energía revolucionaria de Müntzer se refleja en la fracción más avanzada de los plebeyos y campesinos. Pero mientras Lutero se contentaba con expresar el pensamiento y los anhelos de la mayoría de su clase para conquistar una popularidad sumamente barata, Müntzer, en cambio, se adelantó en todo a las ideas y reivindicaciones que en su época abrigaban los plebeyos y campesinos y con la élite de los elementos revolucionarios existentes constituyó un partido que en la medida en que estaba a la altura de sus ideas y de su energía no formaba sino una ínfima minoría de la masa sublevada.
Fragmento tomado de La guerra de los campesinos en Alemania, Ediciones Políticas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974.