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Félix Guattari / De lo posmoderno a lo posmedia

Una cierta concepción del progreso y de la modernidad se encuentra en bancarrota, poniendo en peligro con su caída la confianza colectiva en la idea misma de la práctica social emancipatoria. Paralelamente, una especie de glaciación se ha apoderado de las relaciones sociales: las jerarquías y las segregaciones se han endurecido, la miseria y el desempleo tienden hoy a ser aceptados como males inevitables, los sindicatos obreros se aferran a las últimas ramas institucionales que les son concedidas y se encierran en prácticas corporativistas que les conducen a adoptar actitudes conservadoras, adyacentes regularmente a las de los círculos reaccionarios. La izquierda comunista se hunde irremediablemente en la esclerosis y el dogmatismo, mientras que los partidos socialistas, ansiosos de presentarse como socios tecnocráticos confiables, han renunciado a todo cuestionamiento progresista de las estructuras existentes. No hay que sorprenderse, después de esto, si las ideologías que pretendían, hace mucho tiempo, servir de guía para reconstruir la sociedad sobre bases menos injustas, menos desiguales, han perdido su credibilidad.
¿Se deduce de esto que a partir de ahora se estará condenado a quedarse con los brazos cruzados ante el ascenso del nuevo orden de la crueldad y del cinismo que está sumergiendo rápidamente al planeta, con la firme intención, al parecer, de perdurar? Es a esta lamentable conclusión a la que en efecto parecen haber llegado numerosos círculos intelectuales y artísticos, especialmente aquellos que se afirman dentro de la moda posmodernista.
Dejaré a un lado, al menos en el marco de este trabajo, el lanzamiento, por los mánagers del arte contemporáneo, de las grandes operaciones de promoción que, en Alemania, fueron bautizadas como neo-expresionismo, en los Estados Unidos Bad Painting o New Painting, en Italia transvanguardia, en Francia Figuración Libre o Nouveaux Fauves, etc. Por el contrario, iré a la parte más bella para demostrar que el posmodernismo es sólo una última crispación del modernismo, a modo de respuesta y, de alguna manera, a modo de reflejo de los abusos formalistas y reduccionistas de este último, de los que en realidad no se desmarca. No hay duda de que surgirán de estas escuelas algunos pintores auténticos cuyo talento personal será resguardado de los relieves perniciosos de este tipo de exaltación que es mantenida por los medios publicitarios, pero seguramente no habrá una recuperación de los filums creadores que ellas tenían la intención de reanimar.
El posmodernismo arquitectónico, para ser la más cercana a las tendencias profundamente reterritorializantes de la subjetividad capitalística actual, me parece, por otro lado, mucho menos epidérmico y mucho más significativo en el lugar asignado al arte por las formaciones de poder dominantes. Me explico: en cualquier momento y por cualquiera de los avatares históricos, la pulsión capitalística ha entrelazado siempre dos componentes fundamentales: uno de destrucción de los territorios sociales, de las identidades colectivas y de los sistemas de valor tradicionales, que califico como desterritorializante, y el otro de recomposición, incluso por los medios más artificiales, de cuadros personológicos individuados, de esquemas de poder y de modelos de sumisión, si no formalmente similares a los que ha destruido, sí por lo menos que le son homotéticos desde un punto de vista funcional. Es a este último al que califico como movimiento de reterritorialización. A medida que las revoluciones desterritorializantes ligadas al desarrollo de las ciencias, de las técnicas y de las artes barrían con todo a su camino, una compulsión de reterritorialización subjetiva se moviliza. Y este antagonismo se agravia aún más con el auge prodigioso de los maquinismos comunicacionales e informáticos que focalizan sus efectos desterritorializantes en las facultades humanas, tales como la memoria, la percepción, el entendimiento, la imaginación, etc. Se trata de una cierta fórmula de funcionamiento antropológico, un cierto modelo ancestral de humanidad que se halla así expropiado en su propio corazón. Y creo que es porque no pueden hacer frente, adecuadamente, a esta mutación prodigiosa, por lo que la subjetividad colectiva se abandona a la absurda ola de conservadurismo que conocemos actualmente. En cuanto a qué condiciones se volvería posible reducir el estiaje de estas aguas maléficas y qué papel podrían jugar, para este fin, los islotes residuales de voluntades liberadoras que emergen todavía de este diluvio, ésta es precisamente la cuestión que es subyacente a mi propuesta de transición hacia una era post-mass-media. Sin anticipar más sobre esta temática, diría que me parece que el columpio que nos ha llevado hacia una reterritorialización subjetiva peligrosamente retrógrada podría invertirse espectacularmente el día en que se afirmen de manera suficiente nuevas prácticas sociales emancipatorias y sobre todo agenciamientos alternativos de producción subjetivos capaces de articularse, sobre un modo diferente al de la reterritorialización conservadora, en las revoluciones moleculares que elabora nuestra época.
Volvamos ahora a nuestros arquitectos posmodernos. Para algunos de ellos, ésta no es realmente en el sentido figurado una cuestión de reterritorialización, por ejemplo para Léon Krier, cuando propone sencillamente reconstruir las ciudades tradicionales, con sus calles, sus plazas, sus barrios1. Con Robert Venturi, se trata menos de reterritorializar el espacio que de cortar los puentes en el tiempo, al rechazar los proyectos sobre el futuro de los modernistas como Le Corbusier, así como los sueños nostálgicos de los neoclásicos. Está de moda, a partir de ahora, que el actual estado de las cosas sea aceptado tal como es. Mejor aún, Venturi asumirá los aspectos más prosaicos; se extasiará sobre las “cintas comerciales” bordadas de “tinglados decorados” que laceran el tejido urbano de los Estados Unidos; incluso hará elogio de la ornamentación kitsch de los jardines de las ciudades prefabricadas que comparará con las urnas de los parterres de Le Nôtre2. Mientras que, en el campo de las artes plásticas, los jóvenes pintores estaban obligados a someterse al ambiente conservador por la mediación de los amos del mercado —ya que de lo contrario quedarían condenados a vegetar en los márgenes—, donde la adecuación a los valores del neoliberalismo más retrógrado se realiza sin declive. Es cierto que la pintura, para las clases dirigentes, nunca ha sido más que un asunto de “suplemento del alma”, una moneda de prestigio, mientras que la arquitectura siempre ha ocupado un lugar mayor en la configuración de los territorios del poder, en la fijación de sus emblemas, en la proclamación de su perennidad.
No estamos, por tanto, en medio de eso que Jean-François Lyotard llama La condición posmoderna3, que a diferencia de este autor, yo entiendo como el paradigma de todas las sumisiones, de todos los compromisos con el statu quo existente. Debido al derrumbamiento de lo que él llama los grandes relatos de legitimación (por ejemplo, el discurso de la Ilustración, el de Hegel sobre el cumplimiento del Espíritu o el de los marxistas sobre la emancipación de los trabajadores), convendría, siempre de acuerdo con Lyotard, tener cuidado con las bajas inclinaciones de la acción social concertada. Todos los valores de consenso, nos explica, se han vuelto obsoletos y sospechosos. Sólo los pequeños relatos de legitimación, o en otras palabras las “pragmáticas de partículas lingüísticas”, múltiples, heterogéneas y cuya performatividad sólo podría ser limitada en el tiempo y el espacio, pueden aún salvar algunos valores de justicia y libertad. Lyotard va acompañado aquí por otros teóricos, tales como Jean Baudrillard, para quien lo social y lo político nunca han sido más que señuelos, “apariencias” de las que convendría desprenderse lo más rápidamente. Resumiéndose toda la agitación social a juegos de lenguaje (y sentimos que el significante lacaniano no se encuentra lejos), la única consigna kitsch que Lyotard —ese viejo anfitrión de la revista izquierdista Socialisme ou Barbarie— logra salvar del desastre es el derecho a un libre acceso a las memorias informáticas y a los bancos de datos.
Ya sean pintores, arquitectos o filósofos, los héroes de la posmodernidad tienen en común que valoran que las crisis que enfrentan las prácticas sociales y artísticas de hoy en día sólo podrían conducir a un rechazo definitivo de cualquier proyectualidad colectiva de envergadura. Cultivemos nuestro jardín, y, de preferencia, en conformidad con los usos y costumbres de nuestros contemporáneos. ¡No más olas [vagues]! Sólo modas, moduladas en los mercados del arte y de la opinión, a través de las campañas publicitarias y de las encuestas. En cuanto a la socialidad ordinaria, un nuevo principio de “comunicación suficiente” deberá ser capaz de mantener sus equilibrios y su consistencia efímera. Si lo consideramos bien, vaya camino que se ha recorrido desde la época en que se podía leer en las pancartas de la sociología francesa: ¡“los hechos sociales son cosas”! Y he aquí que, para los posmodernos, ¡no son más que nubes erráticas de discurso flotando en el seno de un éter-significante!
¿Pero de dónde sacan, en realidad, que el socius es así reductible a unos hechos de lenguaje, y estos últimos, en su totalidad, a unas cadenas de significantes binarizables, “digitalizables”? Sobre este punto, ¡los posmodernos apenas han innovado! Se inscriben directamente en la tradición, bien modernista, del estructuralismo, cuya influencia en las humanidades parece haber sido relevada, bajo las peores condiciones, al sistemismo anglosajón. El vínculo secreto entre todas estas doctrinas es, me parece, que han sido subterraneamente marcadas por las concepciones reduccionistas transportadas desde la inmediata posguerra por la teoría de la información y las primeras investigaciones cibernéticas. Las referencias que las unas y las otras no cesaban de extraer de las nuevas tecnologías comunicacionales e informáticas fueron tan precipitadas, tan mal dominadas, que nos proyectaban muy lejos de la investigaciones fenomenológicas que les habían precedido.
Habría que volver a una evidencia simple, pero con muy graves consecuencias, a saber, que los agenciamientos sociales concretos —que no deben ser confundidos con los “grupos primarios” de la sociología estadounidense, los cuales sólo atañen a la economía de la opinión— implican muchas cosas más que unas performances lingüísticas: unas dimensiones etológicas y ecológicas, unos componentes semiótico-económicos, estéticos, corporales, fantasmáticos, irreductibles a la semiología de la lengua, una multitud de universos incorporales de referencia, que no se insertan fácilmente en las coordenadas de la empiricidad dominante… Los filósofos posmodernos tienen bellos revoloteos alrededor de las investigaciones pragmáticas, permanecen fieles a una concepción estructuralista del habla y del lenguaje que nunca les permitirá articular los hechos subjetivos en las formaciones del inconsciente, en las problemáticas estéticas y micropolíticas. Para decirlo sin rodeos, creo que esta filosofía ni siquiera es una; es sólo un estado de ánimo predominante, una “condición” de la opinión que arroja sus verdades de acuerdo con el estado del clima. Ya que, por ejemplo, para qué se tomarían la molestia de elaborar un apuntalamiento especulativo serio a su tesis relativa a la inconsistencia del socius. ¿La omnipotencia actual de los mass media no suple ampliamente a la demostración de que en efecto cualquier eslabón social pueda adecuarse, sin resistencia aparente, a la laminación desingularizante e infantilizante de las producciones capitalísticas del significante? Un viejo adagio lacaniano, según el cual “un significante representa al sujeto para otro significante”, podría ser colocado como epígrafe de esta nueva ética del descompromiso. Porque, en efecto, ¡es a esto a lo que hemos llegado! Pero en realidad no hay lugar para la complacencia, como hacen los posmodernos. ¡Toda la cuestión consiste más bien en saber cómo es posible salir de un impasse semejante!
Que la producción de nuestra materia prima señalética sea cada vez más tributaria de la intervención de las máquinas4 no implica que la libertad y la creatividad humanas queden inexorablemente condenadas a ser alienadas por procedimientos mecánicos. Nada impide, antes que el sujeto quede bajo el control de la máquina, que sean las redes maquínicas las que se comprometan en una especie de procesos de subjetivación; en otros términos, que el maquinismo y la humanidad den inicio, un día, a relaciones fructíferas de simbiosis. En este sentido, podría ser conveniente establecer una distinción entre dicha materia señalética y las materias opcionales de la subjetividad, con las que me refiero a todas las áreas de decisionalidad, puestas en marcha por los agenciamientos de enunciación (colectivos y/o individuales). Mientras que las materias señaléticas conciernan a lógicas de conjuntos discursivos cuyas acciones son atribuibles a objetos que se despliegan de acuerdo a coordenadas extrínsecas (enérgico-espacio-temporales), las materias opcionales conciernen a lógicas de autorreferencia que asumen rasgos de intensidad existenciales que rechazan cualquier sumisión a los axiomas de las teorías conjuntistas. Estas lógicas, que llamaría igualmente lógicas de los cuerpos sin órganos, o lógica de los territorios existenciales, tienen de particular que sus objetos son ontológicamente ambiguos: son las dos caras objeto-sujeto que no pueden ser discernabilizadas, ni discursivadas como figuras representadas sobre un fondo de coordenadas de representación. Por consiguiente, no se pueden aprehender desde el exterior; sólo se pueden asumir, tomándolas sobre uno mismo, a través de una transferencia existencial.
La función “transversalista” de estos objetos ambiguos, que les confiere la posibilidad de atravesar las circunscripciones de tiempo y espacio y de transgredir las asignaciones identitarias, se halla en el corazón de la cartografía freudiana del inconsciente y también, aunque desde un ángulo diferente, en las preocupaciones de los lingüistas del inconsciente.
El proceso primario, la identificación, la transferencia, los objetos parciales, la función “après coup” de la fantasía, todas estas nociones familiares a los psicoanalistas implican, de una u otra forma, la existencia de una ubicuidad y de una recursividad — prospectividad de las entidades que ellas implican. Pero haciendo indirectamente depender la lógica del inconsciente de la lógica de las realidades dominantes —la interpretación viéndose asignada la tarea de volver a la primera traducible en los términos de la segunda—, Freud ha perdido la especificidad de su descubrimiento, a saber, que ciertos segmentos semióticos, siendo llevados fuera del contexto de su “misión” significativa ordinaria, podrían adquirir una potencia particular de producción existencial (universo de la neurosis, de la perversión, de la psicosis, de la sublimación, etc.). La tripartición lacaniana de lo Real, lo Imaginario y lo Simbólico, lejos de arreglar las cosas, no hace, desde este punto de vista, más que agraviar el particionamiento de las instancias tópicas de las unas con relación a las otras.
Por su parte, los lingüistas de la enunciación y de los actos de habla5 destacan el hecho de que ciertos segmentos lingüísticos, paralelamente a sus funciones clásicamente reconocidas de significación y de denotación, podrían adquirir una eficiente pragmática particular haciendo cristalizar las posiciones respectivas de los sujetos enunciadores o mediante el establecimiento, de facto, de algunos encuadres situacionales. (Un ejemplo clásico: el Presidente que declara: “Se abre la sesión” y que, haciendo esto, la abre efectivamente). Pero ellos también se han sentido obligados a limitar el alcance de su descubrimiento al único registro de su especialidad. Así que en realidad, esta tercera función “existentializante”, sobre la cual ponen el acento, debería implicar, lógicamente, una ruptura definitiva del corsé estructuralista en el cual continúan manteniendo a la lengua6. Esto no es con el único fin de indexar, en el seno de los enunciados, unas posiciones subjetivas generales —las deícticas— o para situar la contextualización del discurso, que la lengua saca así de sí misma, sino que es también y sobre todo para hacer cristalizar singularidades pragmáticas, catalizar los procesos de singularización más diversos (recortes de territorios sensibles, despliegues de universos incorporales de endorreferencia…). No hace falta decir que la pragmática de la “puesta en existencia” no es el privilegio exclusivo de la lengua; todos los otros componentes semióticos, todos los otros procedimientos de codificación naturales y maquínicos contribuyen aquí. Por tanto, esto no significa automáticamente que el significante lingüistico ocupe el lugar privilegiado que la subjetivación capitalística le ha ofrecido, debido a que constituye un soporte esencial a su lógica del equivaler generalizado y a su política de capitalización de valores abstractos del poder. Otros regímenes de semiotización son susceptibles de “hacer marchar” los asuntos del mundo y, por tanto, de destituir de su posición de trascendencia con respecto a los rizomas trazados por las realidades y los imaginarios, este imperium simbólico-significante en el cual se enraíza la actual hegemonía de los poderes mass-mediatizados. Pero ciertamente no nacen por generación espontánea, están ahí, para construir, dentro del alcance de nuestras manos, en la encrucijada de nuevas prácticas analíticas, estéticas y sociales, lo que ninguna espontaneidad posmodernista nos servirá en bandeja.
La emergencia de estas nuevas prácticas de subjetivación de una era posmedia será facilitada en gran medida por una reapropiación concertada de las tecnologías comunicacionales e informáticas, siempre que éstas autoricen cada vez más:
  1. La promoción de formas innovadoras de concertación e interacción colectiva y, a la larga, una reinvención de la democracia;
  2. La miniaturización y la personalización de los equipamentos, una resingularización de los medios de expresión maquínicamente mediatizados; se puede suponer, acerca de esto, que es la ampliación en red de los bancos de datos la que nos reservará perspectivas más sorprendentes;
  3. La multiplicación infinita de “embragues existenciales” que permitirán acceder a universos creativos mutantes.

Por último, remarquemos que el multicentraje y la autonomización subjetiva de los operadores posmediáticos no será correlativa a su recierre sobre ellos mismos o de un descompromiso de tipo posmodernista. La revolución posmediática que se avecina debería ser llamada para hacerse cargo (con una eficacia fuera de toda proporción) de los grupos minoritarios que son los únicos que, todavía hoy, tienen una consciencia clara del riego mortal para la humanidad de problemas tales como:

  • La carrera de armamento nuclear;
  • La hambruna en el mundo;
  • Las degradaciones ecológicas irreversibles;
  • La contaminación mass-mediática de la subjetividad colectiva.
Esto es al menos lo que espero y es lo que me gustaría invitarles a trabajar. A menos que el futuro se oriente hacia estas vías, yo no daría mucho del final del presente milenio.

* Traducción de Félix Guattari « Du postmoderne au postmédia » (1985), Multitudes 3/2008
1 Léon Krier, “La reconstitution de la ville”, en Rationale Architecture Rationnelle, Bruselas, Archives d’Architecture Moderne, 1978; La Présence de l’histoire. L’après modernisme, Festival d’automne à Paris section architecture, Paris, L’Équerre, 1981.
2 Robert Venturi, L’Enseignement de Las Vegas, Bruxelles, Éd. Mardaga, 1978; De l’ambiguïté en architecture, Dunod, Paris, 1976. Ver también Charles Jencks, Le Langage de l’architecture post-moderne, Paris, Denoël, 1985
3 Jean-François Lyotard, La Condition postmoderne, Paris, Minuit, 1979.
4 Tema actualizado, desde 1935, por Walter Benjamin, « L’œuvre d’art à l’ère de sa reproductibilité technique », in Essais T. 2, Paris, Denoël-Gonthier, 1985.
5 John L. Austin, Émile Benveniste, John Searle, Oswald Ducrot, Antoine Culioli, etc.
6 Ella implica también, sin que pueda detenerme en este punto, la salida de toda una tradición ontológica dualista que hace depender la existencia de una ley del todo o nada: “ser o no ser”. A través de un retorno transitoriamente indispensable al pensamiento animista, la cualidad de ser prima sobre una esencialidad “neutra” de un existente, universalmente afectable y por lo tanto intercambiable, que se podría calificar como facticidad capitalística. La existencia aquí se gana, se pierde, se intensifica, cruza los umbrales cualitativos, debido a su adhesión a tal o cual universo incorporal de endorreferencia.

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