Con la publicación de A che punto siamo? L’epidemia come politica («¿En qué punto estamos? La epidemia como política», publicado integralmente en Artillería Inmanente), el sitio web de Quodlibet publicó el mismo día uno de los textos nuevos que se incluyen en este libro y que permaneció inédito hasta entonces.
La situación actual, en la que la salud de los seres humanos se ha convertido en la puesta en juego en el derecho y en la política, brinda la oportunidad de reflexionar sobre las relaciones correctas entre el derecho y la vida. Un gran historiador del derecho romano, Yan Thomas, ha mostrado cómo en la jurisprudencia romana la naturaleza y la vida natural de los seres humanos nunca entran como tales en el derecho, sino que permanecen separados de él y funcionan sólo como un presupuesto ficticio para una situación jurídica determinada. Así, el principio natural de que todo es común a todos se aplica sólo como una limitación que excluye de la esfera de la propiedad jurídica el aire, el mar y las costas, pero la cosa común a todos se convierte inmediatamente en una res nullius, que funda la propiedad del primero que toma posesión de ella. Análogamente, la ciudadanía es un dato jurídico imprescriptible e indisponible que, a diferencia del domicilium, que depende de la residencia física en un determinado lugar, se adquiere por medio del origo, que no es, sin embargo, el hecho natural del nacimiento, sino una construcción jurídica vinculada al lugar de nacimiento del padre.
Los juristas del siglo XIX transformaron este artificio jurídico en el ius sanguinis, en el que, como escribe Yan Thomas, «un misticismo de la sangre que conduce a la ideología biológica dominante hoy en día se superpone a lo que sólo era una construcción genealógica ficticia». Lo que ha sucedido desde los primeros decenios del siglo XX es que el derecho ha tendido progresivamente a incluir la vida dentro de sí mismo, a hacer de ella su objeto específico, cada tanto tiempo para ser protegida o excluida. Esta toma a cargo de la vida por parte del derecho no sólo tiene, como se podría creer, aspectos positivos, sino que abre el camino a los riesgos más extremos. Como han mostrado eficazmente los estudios de Michel Foucault, la biopolítica tiende de hecho fatalmente a convertirse en tanatopolítica. Cuanto más comienza el derecho a ocuparse explícitamente de la vida biológica de los ciudadanos como un bien que debe ser cuidado y promovido, más este interés arroja inmediatamente su sombra sobre la idea de una vida que, como reza el título de una famosa obra publicada en Alemania en 1920, «no merece ser vivida [lebensunwertes Leben]».
Cada vez que se determina un valor, se plantea de hecho necesariamente un no-valor y la otra cara de la protección de la salud es la exclusión y la eliminación de todo lo que puede conducir a la enfermedad. Debería hacernos reflexionar cuidadosamente el hecho de que el primer ejemplo de una legislación en la que un Estado asume programáticamente el cuidado de la salud de los ciudadanos es la eugenesia nazi. Inmediatamente después de llegar al poder, en julio de 1933, Hitler hizo promulgar una ley para proteger al pueblo alemán de las enfermedades hereditarias, lo que condujo a la creación de comisiones especiales para la salud hereditaria (Erbgesundheitsgerichte) que decidieron la esterilización forzosa de 400 000 personas. Menos conocido es que, mucho antes del nazismo, una política eugenésica, poderosamente financiada por el Carnegie Institute y la Rockefeller Foundation, había sido planeada en los Estados Unidos, particularmente en California, y que Hitler se había referido explícitamente a ese modelo. Si la salud se convierte en el objeto de una política estatal transformada en biopolítica, entonces deja de ser algo que atañe principalmente a la libre decisión de cada individuo y se convierte en una obligación que hay que cumplir a cualquier precio, no importa cuán alto sea.
Así como Yan Thomas ha mostrado para la historia del derecho que el derecho y la vida no deben ser confundidos, del mismo modo es bueno que derecho y medicina también permanezcan separados. La medicina tiene la tarea de curar las enfermedades según los principios que sigue desde hace siglos y que el juramento de Hipócrates recoge irrevocablemente. Si, al concertar un pacto necesariamente ambiguo e indeterminado con los gobiernos, se coloca en cambio en posición de legislador, no sólo, como hemos visto en Italia para la pandemia, esto no conduce a resultados positivos en el plano de la salud, sino que puede conducir a limitaciones inaceptables de las libertades de los individuos, con respecto a las cuales las razones médicas pueden ofrecer, como debería ser evidente para todos hoy en día, el pretexto ideal para un control sin precedentes de la vida social.