Con este artículo comienza una colaboración entre los sitios Qui e ora y Dello Spirito Libero (14 de mayo de 2020). Los temas tratados giran en torno al núcleo «Contemplación y combate»; con una polémica mirada al mundo que no excluye la trascendencia.
Es muy dudoso que la verdad de esta idea haya entrado en el sentido común, según el cual viviríamos en tiempos apocalípticos. La impresión que se obtiene de los diversos discursos que se suceden en la infoesfera es la de una cierta superficialidad, de un ceder generalizado al «espectáculo» del apocalipsis, no ciertamente de una asunción suya en un sentido genuinamente profético. El imaginario de masas se inspira en las películas y las series de televisión hollywoodenses, más que en el gran libro que Juan escribió en su exilio en Patmos.
La necesidad —porque es una necesidad— de introducir el anómalo discurso que proponemos aquí no nace por iniciativa del virus, sino que viene de más lejos y de lo más profundo. Fue dicho por una voz profética del siglo XX, y a partir de esto comenzamos, que la verdadera catástrofe es que las cosas permanezcan como están. Hoy en día nos deslumbra de manera más sencilla y común una inquietud de la civilización que inviste cada vez más nuestras existencias hasta en la intimidad, mostrándonos cómo el capitalismo se ha convertido, si no siempre lo ha sido, en un «modo de destrucción» más que en un modo de producción. Entonces diremos que la actual pandemia mundial sólo ha revelado este estado del mundo. Sin embargo, el apocalipsis, en el sentido común mediático, en lugar de asumir esta revelación como un cuestionamiento del mundo, o más precisamente, de la «mundanidad», como siempre ha sucedido en la tradición apocalíptica, se experimenta como una afirmación paradójica de ésta.
Uno está tan envuelto y atravesado por el espíritu mundano que las evidencias se vuelven invisibles y las mentiras aparecen como evidencias. Es también por esta razón que adoptar la postura de aquellos primeros monjes de la era cristiana, es decir, de extrañamiento, xeniteia en el griego de los Padres y peregrinatio en latín, con respecto a la sociedad dominante y a su propia identidad social, nos parece hoy tan necesario. Tan evidente.
Hacerse extranjeros, «en el mundo pero no del mundo», también para tratar de subvertir el sentido de la «distancia social», que de ser una medida de profilaxis corre el riesgo de convertirse rápidamente en una medida de intensificación de la atomización, por lo demás ya extrema, de los hombres y las mujeres, asumiendo en cambio como tarea ese «pathos de la distancia» que Nietzsche planteó a los espíritus libres no sólo como una crítica al atomismo, sino como la forma afirmativa en que cada fuerza viva se relaciona con otra.
Es, o debería ser, bastante conocido, que las relaciones entre el cristianismo de los orígenes, el monaquismo y después la estructura eclesiástica, con el acontecer histórico y en cierto sentido teológico del comunismo —entendido como movimiento de liberación universal que no se reduce sólo al marxismo— son en sí mismas de alguna manera originales.
Si Ernst Troeltsch hablaba a propósito de las comunidades cristianas apostólicas y de los primeros siglos de un «comunismo de amor», Walter Benjamin afirmaba sin rodeos que la sociedad sin clases que predicaba el comunismo moderno no era más que una secularización del reino mesiánico. En este sentido, tal vez deberíamos completar la famosa sentencia schmittiana de que «todos los conceptos de la doctrina del Estado son conceptos teológicos secularizados», con la de que «todos los conceptos de la doctrina revolucionaria son conceptos teológicos secularizados».
Si se examina más de cerca, es como si en la historia del comunismo las dos partes en cuestión, la teoría del Estado y la teoría de la revolución, se encontraran en un momento determinado, luego se combatieran, luego se integraran y finalmente llegaran a un punto ciego común, a diferencia de la de la Iglesia, en la que institución y destitución parecen estar contenidas en el mismo recipiente que en la historia ha oscilado ahora en un lado, ahora en el otro, pero sin que nunca una de las dos fuerzas sea aniquilada por la otra y desaparezca completamente, y éste es uno de los «misterios» que nos gustaría investigar. De hecho, ni el cristianismo ni el comunismo pueden reducirse a doctrinas ni pueden identificarse plenamente en una institución: cada vez que se ha hecho, siempre se ha producido un gran desastre. Una y otra son ante todo partes de una historia, una tradición viva que para ambas es, originalmente, la de los oprimidos, los explotados, los humillados y los ultrajados.
Pero si la aparición en la modernidad de un «cristianismo sin religión», como lo diagnosticó agudamente Dietrich Bonhoeffer, se corresponde después con un comunismo sin dogmática, hay que reconocer que la vitalidad bimilenaria de la Iglesia, aunque difícil, no se ha correspondido con una duración del partido o del Estado que haya superado algunos decenios.
El obispo brasileño Helder Camara dijo: cuando alimento a los pobres, me dicen que soy un santo, cuando pregunto: por qué los pobres no tienen comida, me dicen que soy comunista. Frente a todo este discurso, es por lo tanto bastante cómico ver a los reaccionarios acusar a ciertas figuras de la Iglesia, cuando predican o actúan a favor de los pobres y con los pobres, de ser «comunistas», cuando es bastante evidente que es el comunismo el que siempre ha tenido un mal pie en la tradición judeocristiana. Pero esta anotación habitual sucede, también en lo que respecta al campo del comunismo, es decir, cuando quienes ponen como directrices cuestiones teológicas, partiendo por supuesto de la escatología, han sido y son tratados a su vez como «herejes» o simplemente no se dan, o también, la lástima o la burla.
Ivan Illich sostuvo que, contrariamente a la creencia popular, la época contemporánea, a pesar de la llamada secularización y, de hecho, debido a ella, a pesar de que el cristianismo sea una minoría en el mundo e incluso su perversión como religión, es la época más plenamente cristiana hasta la fecha. Así que, más allá de la llamada muerte de las ideologías y el fracaso histórico de sus realizaciones, tal vez podríamos, tal vez deberíamos decir que la época actual es una época de plenitud también para el comunismo, si tan sólo pudiéramos ver más allá de la espesa niebla del parloteo de los medios de comunicación.
Nos interesa especialmente la historia del monaquismo, empezando por el más antiguo, el de los Padres del desierto, pasando por las experiencias en los márgenes y fuera de la institución. Basta pensar en el beguinaje y en la famosa herejía del Espíritu Libre, hasta llegar a la actualidad, a las numerosas experiencias contemporáneas de comunidades invisibles donde se practica la vida eremítica o cenobítica. Por lo tanto, la apuesta que sentimos que estamos haciendo, con la necesaria modestia y toda la precaución posible, es ponernos, casi como discípulos, en la larga ola de ese monaquismo que a lo largo de los siglos se ha convertido en algo ajeno al mundo tal como era, y no simplemente para rechazarlo, sino para combatirlo. Con esto no se sugiere la fuga mundi, no se sugiere un mecanismo de defensa, sino la apertura de un nuevo frente de ataque, que no abandona otros frentes sino que se suma a ellos, una vez medida y verificada la necesidad específica de los tiempos.
De esta manera pensamos que vamos a leer, en sus diferentes prácticas, incluso interreligiosas, la posibilidad de pensar lo que significa o puede significar para nosotros hoy en día mantener juntas una dimensión contemplativa y otra de combate. Ya que la vocación, el llamado del monje y la monja, no consiste sólo en escuchar y sanar la propia interioridad, sino que responde al grito de la realidad y la obedece. Mirar sólo dentro de uno mismo, inevitablemente abre la puerta al demonio de la tristeza, mientras que la propia palabra «contemplación» alude a una mirada libre hacia el cielo que inspira la acción.
El monaquismo se planteó entonces y trató de resolver, de diferentes maneras y todas por indagar, las grandes cuestiones de cómo vivir juntos, de cómo habitar el yo y el mundo y de un testimonio del «reino mesiánico». Se nos ha anunciado un reino, que ya está entre nosotros. Si lo queremos. Preguntas que siempre han atravesado los movimientos revolucionarios y que en los últimos años han ocupado a muchos de nosotros sin llegar a un pensamiento y una práctica convincentes. Tanto más hoy en día, en un tiempo de suspensión radical de la vida social, que nos plantea duras preguntas no sólo sobre las formas de producción sino sobre todo sobre las formas de la vida misma.
Vida mundana y reino, soledad y comunidad, institución y destitución, fuerza y gracia, espíritu y ley, contemplación y combate, cada una de estas parejas de palabras nos devuelve al misterio del mundo, de la historia y de lo que llamaríamos la dimensión del más allá.
Un gran filósofo del siglo XX, bastante olvidado, Brice Parain, que fue sobre todo un extraño comunista y un extraño cristiano, escribió en la década de 1940 que con los soviet en Rusia nació la primera orden monástica de la era contemporánea y que fue precisamente al comunismo al que pertenecía la dimensión contemplativa del «silencio», un silencio militante en espera de la Palabra. Poder comprender lo que Parain entendía con esta «extraña» teoría y llevarla a su vez a una mayor elaboración, podría ser otro de los temas tratados en este espacio de reflexión e indagación que por el momento, como exploradores inquietos, vamos a probar con una columna que se publica simultáneamente en dos sitios, quieora.ink y dellospiritolibero.it.