Carlo Galli publicó el 29 de abril de 2020 en el sitio web de Istituto Italiano per gli Studi Filosofici este ensayo que expone detalladamente el paradigma de la excepción que se libra en las decisiones de los gobiernos más demócratas y «normales» alrededor del mundo durante la gestión de la pandemia.
1. El tema del caso de excepción ha sido elaborado por pensadores antiliberales, de izquierda a derecha, de Schmitt a Benjamin, de Donoso a Agamben, de Sorel a Tronti. El «caso de excepción» ha sido alcanzado laboriosamente como la cima de una montaña, después de una agonizante escalada. Es un concepto extremo y desestructurante, ya que muestra que la esencia de todo orden reside en el poder de crear desorden. En otras palabras, que la soberanía es reguladora, en un espacio determinado, porque comienza con el «no-orden», porque tiene ante sí una materia, los ciudadanos, homogénea e indiferenciada, infinitamente plástica, que puede ordenarse y desordenarse en mil diferencias cambiantes, con múltiples clasificaciones, en infinitos diques e infinitas aperturas. Este atar y desatar, este «hacer orden en hacer desorden», y viceversa, es la obra de la decisión soberana.
En vano el mundo liberal en sus desarrollos ha querido llenar el espacio vacío de la soberanía con «sustancias» sólidas no disponibles para la acción soberana: las personas y sus derechos, los cuerpos elementales o secundarios, en definitiva, la sociedad. En vano, el pensamiento dialéctico ha demostrado que la soberanía es la expresión de una vida histórica compleja, de intensas contradicciones reales, que no sólo es el poder decisivo en su formalismo absoluto sino que es la hegemonía, la dominación articulada. Y al mismo tiempo es un instrumento de acción orientada a la autonomía colectiva, a la revolución como apertura a lo nuevo.
Frente a todo esto, el pensamiento de la excepción despeja el campo con una actitud irresistible: la verdad de la política moderna es el gesto que vuelve a proponer el origen, es el relámpago de la decisión, el surgimiento del poder constituyente, la cuña de la revolución que quiebra la historia. En la excepción y no en la norma, en la soberanía y no en la sociedad, reside el máximo poder concebible; de hecho, la potencia inconcebible de la indiferencia diferenciadora. El mundo civilizado es siempre nuevo porque siempre está suspendido en una excepción y en una decisión, siempre abierto a una nueva forma; pero también es, en realidad, siempre el mismo: siempre desprovisto de consistencia, de autonomía. Su norma está aquí, en esta anomia. Su plenitud es este vacío, este nihilismo.
En el léxico de la bio-política orientada a la tana-topolítica, la soberanía reina sobre una sociedad incapaz de sostenerse, una sociedad enferma, contagiada, privada de su propia forma y sujeta a una acción política decisiva que separa a los sanos de los enfermos. Algunos hacen vivir, otros dejan morir: arbitrariamente, en el sentido de que las razones de esta decisión no existen; la decisión en el sentido propio es la ausencia de razones, aunque se aplique mediante dispositivos técnicos racionales. La salud y la enfermedad están vinculadas por la excepción, como el orden y el desorden.
2. El pensamiento de la excepción sabe descubrir la norma anómica del mundo liberal — para deslegitimarlo, para rebatir su autojustificación: en esta revelación hay un desafío subversivo, un pathos de la verdad que querría silenciar la razón liberal reduciéndola a charlatanería, a ideología. Obviamente esta interpretación es rechazada por los liberales, que presentan sus propios ordenamientos como bien fundados en principios y valores personalistas y humanistas, en procedimientos potestativos racionales y transparentes. El liberalismo se ajusta a la razón universal y a los derechos de todos, y piensa como primum no el poder sino los límites del poder.
Pues bien, los acontecimientos que rodean la pandemia nos dicen algo diferente. Es decir, que el mundo liberal —los políticos liberales—, con sobriedad y prosaísmo, sin pathos y, si acaso, con algunas lágrimas sentimentales de acompañamiento mediático, practica el caso de excepción. Nada sangriento: el cataclismo, la cuasi suspensión de la constitución, la pesada limitación de los derechos constitucionales que estamos viviendo —el lockdown—, son el resultado de una orden comisarial implementada con un Decreto del Presidente del Consejo de Ministros y legitimada por una ley ordinaria (el Código de Protección Civil) así como una interpretación jerárquica de los derechos constitucionalmente reconocidos. La excepción ya está contenida en la cadena de normas, con algunos forzamientos pero sin que el ordenamiento sea abierta y solemnemente desquiciado. La igualdad ante la ley se utiliza hoy en día para clasificar, etiquetar, crear casos y subcasos, categorías y peculiaridades: enfermos, portadores sanos, curados aún infectados, críticos, subcríticos, inmunes — diferentes tipologías que dan derecho a un acceso diferente al tratamiento, y que generan diferentes deberes de control y autocontrol. Siempre se imponen nuevos perímetros espaciales: la vivienda, el municipio de residencia, los doscientos metros de la residencia, el metro y medio de las demás personas; y luego los límites regionales, y luego las fronteras nacionales. Sobre estas bases, se prevén controles electrónicos, internaciones, confinamientos, exclusiones, discriminaciones, concesiones de salvoconductos por edad, profesión, territorio. Las derogaciones al bloqueo físico de las personas —a sus distanciamientos, que son la contrapartida de los acercamientos forzados (hospitalizaciones)— están ligadas a infinitos casos de necesidad, a causas y motivaciones tan fantasiosas como inciertas, que pueden ser evaluadas arbitrariamente por los custodios del orden (y por los abogados, que en tal pandemonio se encuentran perfectamente en su casa): un ejemplo entre lo absurdo y lo grotesco es la dificultad de definir legalmente los «allegados», los «parientes», los «afines», con los que se puede encontrar, sin por ello dar lugar a reuniones; o el número máximo de quince personas en los funerales.
La casuística más meticulosa, el máximo del orden artificial, impuesto por decreto, se ve volcado en un torbellino de verdadero desorden, se desbarata en infinidad de casillas. La potencia clasificadora del mando produce menos orden que agitación; la fijación espacial es una movilización incesante, a la que no se resiste ningún cuerpo intermedio (ni siquiera la Iglesia). Todo esto no debe confundirse con la desorganización, con la disfuncionalidad. Éstos son los resultados de las debilidades prácticas de nuestro país, en términos de eficiencia administrativa; debilidades multiplicadas por el ordenamiento regional que permite disparidades muy marcadas. No: el desorden, el abarrotamiento de excepciones, está contenido en los dispositivos de ordenamiento, en las propias normas, en su propensión a producir las diferencias indiferentemente.
El mundo liberal está mucho más desencantado con la norma y su relación con la soberanía que sus críticos decisionistas. El pensamiento de la excepción se confirma con la epidemia, por supuesto; pero también se redimensiona: lo que descubre —con esfuerzo y escándalo, con intenciones dramáticamente subversivas, con inflexiones trágico-apocalípticas— el liberalismo ya lo sabe, a su manera, y por necesidad lo práctica, a su manera. Ciertamente, por necesidad: cuando se presenta una emergencia — para eliminar las acusaciones de negacionismo hay que decir que la epidemia existe, no es un efecto óptico; lo que interesa son los efectos políticos producidos por su gestión, por su transformación en caso de excepción. Y hay que señalar que esta transformación no está necesariamente dictada por la voluntad malévola de los gobernantes, sino que está en el ADN de la soberanía; que no siempre opera a través del caso de excepción, pero que siempre puede hacerlo. Los antisoberanistas en el gobierno no han notado, o no quieren admitirlo, que han activado las lógicas soberanas más radicales.
En todo caso, el dato cognoscitivo es que la excepción es un instrumento de orden —a través de la segmentación desordenadora de lo social— compatible con los ordenamientos políticos liberales, y con el principio real (no ideológico) que les da forma: es decir, que el dominio puede ejercerse de forma generalizada, sobre entidades discretas (disueltas) y movilizables, cuyo consenso debe, sin embargo, obtenerse de axiomas inducidos como incontrovertibles y legitimados con lógicas indiscutibles. Esto significa, hoy en día, ciudadanos reducidos a cuerpos, gobernados y jerarquizados en nombre de la salud, por una política que se legitima a través de la ciencia.
3. Desde el punto de vista teórico, que surge aquí, se desprende que la interpretación biopolítica de las prácticas liberales de gobierno no es suficiente: éstas constituyen el funcionamiento real del poder pero requieren una «posición» teológico-política preventiva, una inmediatez en torno a la cual girar, y un acompañamiento discursivo, una mediación, que las introyecte.
Esa inmediatez es la salvación de la vida física, la «nuda vida». Lo absoluto, lo no dicho, lo inmediato, lo incontrovertible, el origen de las mediaciones, de las estrategias prácticas y discursivas, está aquí. Esta primacía por un lado es obvia —sin vida no hay otros derechos—, por otro lado tiene costos. El primero de ellos es que es ciertamente cierto que hay aquí una de las raíces de la modernidad: la igualdad. La soberanía no conoce ninguna cualidad, y por lo tanto tampoco diferentes grados de dignidad: todas las vidas son dignas, o más bien todas las vidas están igualmente a disposición del acto soberano. Pero también es cierto que en las mediaciones prácticas, en los procedimientos que descienden de esa inmediatez, se mantienen las diferencias cuantitativas: de hecho, quienes tienen menos vida que vivir parecen contar menos. Se sospecha que para acceder a los tratamientos médicos más complejos se ha dado prioridad a los menos ancianos en las fases agudas de la epidemia.
Otro costo es que la vida como absoluto es una vida exenta de vínculos, pobre, agotada, irrelacionada. Casi todas las funciones vitales no biológicas son suspendidas, o son reemplazadas por lo virtual, representadas en la electrónica. Si la vida biológica del individuo es la última instancia —análogo funcional de Dios—, entonces es autorreferencial; por eso se presta a ser virtualizada. El paso de lo biológico a lo electrónico es corto: existe una afinidad entre estas dos formas de falta de concreción histórica y relacional, de déficit de vida real (el lazo a través de lo virtual no es, evidentemente, un lazo sino una simple comunicación).
Las legitimaciones narrativas, las mediaciones discursivas, a su vez, han actuado en dos frentes, ambos centrados en el axioma de que el summum bonum es la vida desnuda. El primero es el miedo, del que los medios de comunicación se han convertido en promotores —de modo que se deposita en las mentes y genera angustia pero no pánico (que el poder político no sería capaz de afrontar)—; sin la presencia inminente del miedo la serie infinita de limitaciones y restricciones no sería soportable. Un miedo que ha aflojado aún más el lazo social: todos han aprendido a mirar con recelo a los demás, a temer a todos. Para estigmatizar a los inconformes, a los nuevos untori (desde el runner hasta el jubilado indisciplinado), y para ver en la televisión la caza del hombre con helicópteros y drones.
El segundo frente legitimador es la ciencia. Contrariamente a lo que se cree, el mood fundamental de nuestras sociedades no es el anticientificismo, que también existe, sino el culto a la ciencia como una técnica cuasi-mágica, capaz de resolver todos los problemas. Presentada por la política y los medios de comunicación como el verdadero culto al verdadero Dios, como el camino a la salvación biológica individual y colectiva, la ciencia no ha logrado hasta ahora ganar la batalla contra el virus —el lockdown es una demostración de impotencia, frente a la ausencia de terapias y vacunas (la abnegación terapéutica, hasta el heroísmo, no está aquí en discusión)—, pero no ha dejado de lanzar órdenes, advertencias, anatemas, y de demostrar que se siente a gusto razonando en términos de «nuda vida», en la evaluación de los ciudadanos como «rebaño». Y aunque se han exhibido, entre sus adeptos y sacerdotes, contrastes muy fuertes, conflictos personales y epistemológicos, esto no la ha deslegitimado: que los científicos se contradigan es un signo de que el culto es inestable, de que las herejías se multiplican, no de que la religión expresada aquí sea falaz.
4. Que la política ha demostrado ser demasiado dependiente de la ciencia, utilizada como escudo por los políticos —que por un lado han producido innumerables task force técnicas y por el otro (de forma cada vez más vertical y casi monocrática) han tomado, sin embargo, las decisiones finales (inciertas y de mérito muy cuestionable, aunque excepcionales en la forma), por lo que es erróneo hablar de dictadura tecnocrática—; que el sistema de salud ha revelado sus deficiencias y que, lamentablemente, se han perdido decenas de miles de vidas; que la ciencia no es ni infalible ni omnipotente; todos éstos son hechos de la experiencia.
Pero lo que importa aquí es que en el gobierno de la pandemia hay una concentración de la política moderna, sus axiomas, sus estrategias, sus aporías. La gestión excepcional de la emergencia hace comprender los mecanismos originales de la modernidad política, pero no constituye nada radicalmente extraordinario; al contrario, tiene mucho de ordinario en sí mismo. Las profundas razones de la continuidad vencen a las apariencias de discontinuidad, llamativas pero engañosas.
Ciertamente, no toda la historia moderna es una historia de contagios y pandemias, de decisiones ordenadoras y desordenadoras; pero con igual certeza la excepción forma parte, como posibilidad original y permanente, de las razones políticas modernas que se expresan en la soberanía, y de las coacciones que les siguen; y de la crisis, esas razones, esas coacciones, afloran hoy en día aumentadas. El efecto de la excepción es, como vemos, una nueva normalización, una nueva normalidad. Se refuerza el efecto de adhesión conformadora con las prácticas y las consignas del ejecutivo: en tiempos de crisis no se puede discutir, sino que hay que obedecer, hay que remar de acuerdo; el imperativo de la salus populi deslegitima toda dialéctica (y esto se aplica al sector de la salud, pero también con respecto a las relaciones económicas y financieras con la UE). Un reflejo del orden, un efecto de neutralización, que no es armonía civil ni empatía social: es, en todo caso, una confianza forzada al poder. Pasará, cuando se presente a los ciudadanos la factura económica de la pandemia; pero mientras tanto existe.
Esta función normalizadora de la excepción parece ser muy importante para la política; para la indecisión, para escapar de la responsabilidad; pero la indecisión es también una decisión, es un cálculo, es una estrategia que produce efectos. Y el efecto es que la emergencia se prolonga, se hace permanente. En contra de la voluntad de vivir que impregna el cuerpo social, en contra del deseo generalizado de volver a lo que para todos aparece como la normalidad pre-crisis (el factor psicológico, aquí, prevalece comprensiblemente sobre los datos estructurales), los científicos y los políticos plantean continuamente advertencias (con muy pocas excepciones aisladas) que indican el deber de «cambiar el estilo de vida», de aprender a «convivir con el virus», de «no bajar la guardia»: el miedo debe sedimentarse en el cuerpo social, debe inducir una nueva obediencia, una nueva introyección de la disciplina, una nueva sumisión — en un contexto cada vez más desordenado por órdenes siempre nuevas. La compactación de los derechos se convierte así en una nueva normalidad, legitimada por la racionalidad científica y una inoculación mesurada del miedo. El distanciamiento personal, las mascarillas, el empobrecimiento de la vida social, el teletrabajo y la teleenseñanza, deben continuar: al menos hasta que la vacuna esté lista (si es que alguna vez lo estará).
Por lo tanto, la inmunización es válida hoy en día como una estrategia no para el presente sino para el futuro — no como un orden realmente efectuado sino como una aspiración. El «tiempo de la espera» —el tiempo de la modernidad— no es el esperar en el desencanto y la paz leviatánica el reino venidero de Cristo, sino esperar en la ansiedad por la salvación sanitaria de las epidemias. Esto no es un retroceso, sino un fortalecimiento de las lógicas de la política moderna: la excepción originalmente escondida en las entrañas del Leviatán es ahora evidente; el gran animal marino ahora la exhibe, la persigue para alimentarse de ella. Mientras haya excepción, hay vida: la suya propia. El fin es siempre el mismo: la obediencia a cambio de la seguridad; antes, de la seguridad ya conseguida, en el orden artificial; hoy, de la seguridad por alcanzar, en la movilización perenne.
Pero hay una variable, importante. También en esta circunstancia el principio de soberanía (la gestión de la nuda vida), debe ser comparado con el otro principio moderno, que no puede reducirse a él: el principio de rendimiento, de utilidad, de beneficio. Ambos —Estado y economía— implican la movilización del sujeto, su exposición al riesgo (la «sociedad del riesgo» cantada por el neoliberalismo), pero dan vida a dinámicas diferentes, reconciliables sólo de manera empírica y transitoria. Por el momento, son las exigencias de la producción (y no los «derechos») las que constituyen el terraplén del poder soberano; exigencias que requieren que se aflojen algunas de las limitaciones actualmente vigentes. Se encontrará un nuevo equilibrio entre el rendimiento y la excepción, a expensas de los súbditos, de los ciudadanos, para quienes la vuelta al trabajo será paradójicamente una liberación, y la obediencia a obligaciones siempre nuevas un precio justo que pagar a las disposiciones combinadas de la epidemia, la reconstrucción y el endeudamiento con el Mecanismo Europeo de Estabilidad; la libertad será «condicionada», y la espontaneidad una concesión. Las mujeres y los hombres serán más sumisos, más disciplinados frente a los regímenes de excepción que normalizarán progresivamente, en nuevos órdenes cada vez más extraños, la sucesión de las emergencias de todo tipo.
Por otra parte, eliminar un poco de democracia (el 10 %, se calculó seriamente en un libro reciente) es una condición indispensable para competir, en el mundo globalmente enfermo, con el autoritarismo chino que vence. La dilatación de la excepción significa, por lo tanto, que todo debe cambiar para que todo permanezca como está. En lugar de ser la irrupción de lo nuevo, la excepción es la prueba de la resiliencia del sistema — a expensas de las libertades de los ciudadanos, a los que se les pide una nueva obediencia, que confirma la antigua. Una continuidad descendente, por lo tanto, en la que el capitalismo de control (el de los big data, privatista) está flanqueado por el Estado de seguridad (la función pública), en una mezcolanza cojeante y aporética, en un orden desordenado, abarrotado de excepciones, anómico.
Por supuesto, aunque la pandemia y su gestión han revelado y acelerado procesos y estructuras, no es del todo irrealista pensar que de los muchos desequilibrios que se vislumbran en el horizonte podría surgir un acontecimiento imprevisto: el deseo de libertad de una sociedad cansada de vivir disuelta, y dispuesta a forjar vínculos significativos sobre la base de la vida concreta y sus dificultades reales, no del miedo, ni de la nuda vida ni de la vida virtual. Un acontecimiento excepcional, y al mismo tiempo una pulsión hacia la normalidad, que, por una vez, no sería una compulsión a repetir sino un auténtico aliento de novedad.