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Giorgio Agamben / Lección en las tinieblas

Este texto apareció por primera vez en la revista de poesía Smerilliana, núm. 22, 2019. Se publicó con el permiso de Agamben en el sitio de Qui e Ora. (En el último año Agamben ha estudiado cuestiones relativas a dialectos y bilingüismo. Este texto es uno de sus desenlaces).

 

Aleph                La posición del profeta es hoy particularmente incómoda y los pocos que intentan asumirla parecen a menudo carecer de cualquier legitimidad. El profeta se dirige, de hecho, a las tinieblas de su tiempo, pero para hacerlo, debe dejarse investir por éstas y no puede pretender haber conservado intacta —no se sabe por qué virtud o don especial— su lucidez. Jeremías, al Señor que lo llama, responde sólo con un balbuceo —«a,a,a»— y agrega casi de inmediato: «He aquí, no sé hablar, porque soy niño».

 

Beth                ¿A quién se dirige el profeta? De modo inmediato a una ciudad, a un pueblo. La particularidad de su apóstrofe consiste, sin embargo, en el hecho de que ella no puede ser entendida, de que la lengua en la que él habla resulta oscura e incomprensible. La eficacia de su palabra es, además, precisamente función de su permanecer inescuchada, de su ser de algún modo malentendida.

 

Gimel                ¿Por qué las palabras del profeta permanecen inescuchadas? No porque denuncian las culpas de sus semejantes y las tinieblas de su tiempo. Más bien porque el objeto de la profecía es la presencia del Reino, su discreta injerencia en toda trama y en todo gesto, su advenir obstinado aquí y ahora, todo instante. Lo que los contemporáneos no pueden ni quieren ver es su intimidad cotidiana con el Reino. Y, al mismo tiempo, su vivir «como si Reino no fueran».

 

Daleth                ¿De qué modo el Reino adviene, está presente? No como una cosa, un grupo, una iglesia, un partido. El Reino coincide siempre con su anuncio, no tiene otra realidad que la palabra —la parábola— que lo dice. Es cada tanto tiempo un grano de mostaza, una hierba, una red arrojada en el mar, una perla — pero no como algo que es significado por las palabras, sino como el anuncio que ellas harán de ello. Lo que viene, el Reino, es la palabra misma que lo anuncia.

 

He                Escuchar la palabra del Reino significa entonces hacer experiencia de la surgividad de la palabra, de una palabra que permanece siempre venidera e ilegible, que está sola y antes en la mente y no se sabe de dónde venga y a dónde va; acceder a otra experiencia del lenguaje, a un dialecto o a un idioma que no designa ya a través de gramática y nombres, léxico y sintaxis — y sólo a este precio puede anunciar y anunciarse. Este anuncio, esta transformación insignificante e integral de la palabra es el Reino.

 

Waw                Hacer experiencia de la surgividad de la palabra significa volver a recorrer a contrapelo el largo proceso histórico a través del cual los hombres han interpretado su ser hablantes como el proceso de una lengua, hecha de nombres y reglas gramaticales y sintácticas, que permiten el discurso significante. Lo que era el resultado de un trabajo paciente de reflexión y de análisis ha sido así proyectado en el pasado como un presupuesto real, como si la gramática construida por los hombres fuera verdaderamente la estructura originaria de la palabra. El Reino no es, en este sentido, más que la restitución de la palabra a su naturaleza dialectal y anunciante, más allá o más acá de toda lengua.

 

Zajm                Quien lleva a cabo esta experiencia de la palabra, quien es, en este sentido, poeta y no solamente lector de su palabra, vislumbra su signatura en cada mínimo hecho, testimonia de ella en cada acontecimiento y en cada circunstancia, sin arrogancia ni énfasis, como si percibiera con claridad que todo lo que le sucede, acorde al anuncio, depone toda extrañeza y todo poder, le es más íntimo y, al mismo tiempo, remoto.

 

Heth                La oscuridad del anuncio, el malentendido que su palabra produce en quien no la escucha, estalla sobre quien la pronuncia, lo separa de su pueblo y de su misma vida. El anuncio se vuelve entonces lamento y execración, crítica y acusación y el Reino se vuelve una insignia amenazante o un paraíso perdido — en cualquier caso no ya íntimo y presente. Su palabra no sabe ya anunciar: puede sólo vaticinar o lamentar.

 

Tet                El Reino no es una meta que se debe alcanzar, el fin por venir de una economía terrena o celeste. No se trata de imaginar y realizar instituciones más justas o Estados menos tiránicos. Y tampoco de pensar una fase larga y cruel de transición, luego de la cual la Justicia reinará sobre la tierra. El Reino ya está aquí, cotidiano y dimitido y, sin embargo, inconciliable con las potencias que buscan travestirlo y esconderlo, impedir que su venida sea amada y reconocida, o transformarlo en un acontecimiento futuro. La palabra del Reino no produce nuevas instituciones ni constituye derecho: ella es la potencia destituyente que, en todos los ámbitos, depone los poderes y las instituciones, incluidos aquellos, iglesias o partidos, que pretenden representarla y encarnarla.

 

Jodh                La experiencia del Reino es por tanto experiencia de la potencia de la palabra. Lo que esta palabra destituye es en primer lugar la lengua. No es posible, de hecho, deponer los poderes que dominan hoy la tierra sin antes deponer la lengua que los funda y sostiene. Profecía es consciencia de la naturaleza esencialmente política del idioma en el que habla. (De aquí, también, la pertinencia irrevocable de la poesía para la esfera de la política).

 

Kaph                Destituir una lengua es la tarea más ardua. La lengua, de hecho, que es en sí solamente un conjunto de letras muertas, finge —pero es una ficción pragmática, que constituye su fuerza más propia— contener en su interior la voz viva de los hombres, tener lugar, vida y fundamento en la voz de aquellos que hablan. En cada parte suya la gramática se remite a esta voz escondida, la captura en sus letras y en sus fonemas. Pero no hay, en la lengua, una voz. Y nuestro tiempo es aquel en que la lengua exhibe por todas partes su vacuidad y su afonía, se hace habladuría o formalismo científico. El idioma del Reino restituye la voz a su tener lugar fuera de la lengua.

 

Lamed                El campo del lenguaje es el lugar de un conflicto incesante entre la palabra (el habla) y la lengua, el idioma y la gramática. Hace falta liberarse del prejuicio según el cual el habla sería una puesta en obra, una aplicación diligente de la lengua, como si ésta preexistiera en alguna parte como una realidad sustancial y como si, para hablar, tuviéramos en cada ocasión que abrir una gramática o consultar un diccionario. Es evidente que la lengua existe sólo en el uso. ¿Qué es, entonces, este uso, si no puede ser una ejecución fiel y obediente de la lengua, sino, por el contrario, un llegar al extremo de ella — o, más bien, de sus guardianes, dentro y fuera de nosotros, que velan por que aquello que nos decimos sea en cada ocasión reconducido a la forma y a la identidad de una lengua?

 

Mem                En Dante el conflicto es aquel entre vulgar y lengua gramatical y entre los vulgares municipales y el vulgar ilustre. Es un contraste ambiguo y arriesgado, incansable y dócil, en el curso del cual el idioma está siempre ya en acto de recaer en la lengua, al igual que el vulgar se ha vuelto con el tiempo, tergiversando la intención del poeta, la lengua italiana. Frente a ésta, hoy los dialectos han tomado para nosotros el puesto del vulgar, son nuevamente una palabra «que viene de allí donde no hay escritura ni gramática».

 

Nun                Llamamos dialecto —en cualquier lengua— el uso surgivo del habla. Y pensamiento el vulgar ilustre que tiene poéticamente el dialecto no hacia otra gramática, sino hacia una lengua que falta y, sin embargo, como una pantera perfumada, se atestigua y se anuncia en cada idioma y favella.

 

Samech                ¿Qué hacemos cuando hablamos, si no se trata de poner en acto el léxico y la gramática de una lengua, de articular la voz en nombres y proposiciones? Hablando, nosotros entramos en lo abierto, dejamos aparecer las cosas en su ser manifiestas y, al mismo tiempo, veladas: decibles, pero dichas; presentes, pero nunca como objetos. Y, sin embargo, en cuanto nos olvidamos de ello, las cosas de las que hablamos nos esconden el hecho de que estamos hablando de ellas, se vuelven objetos del discurso y de la comunicación, salen de lo abierto y del Reino. Este caer en el discurso significante no está, sin embargo, separado en otro lugar: todo adviene en el lenguaje, en nuestro hablar, que es al mismo tiempo favella del Reino y lengua objetivante, dialecto y gramática. Y las idas y vueltas de uno a otro, al mismo tiempo en fuga y armonía, en divergente acuerdo, es la poesía.

 

Ain                Los nombres no dicen las cosas: las llamamos en lo abierto, las custodian en su aparecer. Las proposiciones no vehiculan un mensaje: el ser-la-nieve-blanca no es el contenido de la proposición: «la nieve es blanca», que nosotros nunca pronunciamos de este modo neutral. El ser-la-nieve-blanca es su aparecer inmaculado, alegre y repentino a la mirada en una mañana invernal. Es un acontecimiento, no un hecho. En los nombres y en las proposiciones nosotros vamos más allá de los nombres y de las proposiciones, hasta el punto en que las cosas nos aparecen por un instante sin nombre en su tener nombre, sin libación en su ser dichas, como un dios sensible y desconocido.

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