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Andrea Cavalletti / La exigencia comunista. Nota sobre el concepto de «clase»

La siguiente es una traducción de «L’esigenza comunista. Nota sul concetto di classe», 5 de junio de 2011.

 

El 6 de mayo de 1934 Walter Benjamin respondía a su amigo Scholem: «De todas las formas y las expresiones posibles, mi comunismo evita en primer lugar la de un credo o una profesión de fe […] a costa de renunciar a su ortodoxia; no es nada más que la expresión de ciertas experiencias que he tenido en mi pensamiento y en mi existencia, es una expresión drástica y no infecunda de la imposibilidad de la ciencia actual de ofrecer un sitio a mi pensamiento, de la economía actual de conceder un sitio a mi existencia […] el comunismo representa, para aquel que ha sido despojado de sus medios de producción enteramente, o casi, el intento natural o racional de proclamar el derecho a estos medios, tanto en su pensamiento como en su vida».
No podría darse expresión más lúcida, al mismo tiempo más sobria y más potente, de lo que, queriendo atenernos al vocabulario benjaminiano, podremos llamar la exigencia comunista. El comunismo antidogmático, extraño a la ortodoxia, no proviene para Benjamin de alguna educación sociológica lejana, no se remonta a una tradición, no depende de la firmeza de un ideal y menos aún de la realización histórica, en forma aberrante de estado, de estas tendencias: nace de la constatación pura y simple de una imposibilidad. Pero la constatación no es de hecho la cosa más sencilla.
Si el comunismo es la exigencia de quien ha sido despojado de sus medios de producción, si la actualidad de estas palabras reside en su exactitud antipsicológica, éstas exigen de nosotros la misma precisión: es necesario constatar esta situación para poder ser realmente comunistas, y si vamos a ser capaces de abandonar miedos y esperanzas, al alcanzar esta claridad drástica, no podremos otra cosa que ser comunistas.
Recuerdo esta carta a Scholem, tan precisa y dura en los tonos, cuando la hipótesis comunista se representa en las voces autorizadas que componen el libro recientemente publicado en DeriveApprodi, L’idea del comunismo (mayo de 2011). Pienso sobre todo en Badiou (cuya contribución ha visto la luz también en un volumen específico en Cronopio con el título L’ipotesi comunista) y en Negri: pienso en la Idea comunista según Badiou, como «forzamiento» de lo imposible en dirección a lo posible, forzamiento que opera como una «sustracción» del poder actual. Pienso en las palabras de Negri: ser comunistas significa hoy como ayer «estar en contra del Estado», resistir a la relación de poder capitalista en nombre de un posible que no se reduce a la configuración estatal («los sujetos se proponen siempre como elementos de resistencia singular y como momentos de construcción de otra forma del vivir común»). Negri vincula después esta resistencia a su concepto de «multitud», y éste a al concepto marxiano de clase: las singularidades componen la multitud, las singularidades no solamente subyacen sino que resisten al capital, «la multitud es concepto de clase». Si existe una posibilidad, es también aquí en la «relación de fuerza que se expresa entre el jefe y el proletario», es decir, en la lucha de clases. Marx decía: la «fuerza» (Gewalt) es decisiva.
Por lo tanto: el comunismo como posibilidad que se da más allá del Estado; como posibilidad contenida en esa fuerza (o violencia, dado que nuestras palabras se reúnen en el alemán Gewalt) que, chocando con el Estado, consigue resistirle, es decir, sustraerle poder; fuerza que pertenece a la clase, violencia de la que sólo la clase es capaz. Éste es el punto, todavía hoy; y a quien crea que razonar en términos de clase está de hecho poco actualizado, le responderá el silogismo de Marchionne: puesto que las clases no existen, obedezcan al jefe. Se trata por tanto, una vez más, de ese grado extremo en el que la dinámica poder-resistencia alcanza la antinomia, grado decisivo de tensión y resistencia que Marx ha expresado con la fórmula: «cadenas radicales».
Ahora me gustaría regresar a Benjamin, retomando y desarrollando algunos temas que son abordados en mi libro titulado precisamente Classe (Bolati Boringhieri, 2009). En 1937, Benjamin escribe la llamada zweite Fassung del ensayo sobre La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Se trata del borrador más completo e importante del ensayo. Ahora bien, como es sabido esta versión contiene una larga nota sobre el concepto de clase, nota extremadamente apreciada por Adorno en la famosa carta a Benjamin del 18 de marzo de 1936, que por lo demás era fuertemente criticada. La nota se abre con estas palabras: «Dicho sea de paso, la conciencia de clase proletaria, que es la de mayor claridad, modifica radicalmente la estructura de la masa proletaria». Esto fue en 1936, cuando la masa proletaria alemana que tanto gustaba a los aparatos de partido había caído en los brazos del nazismo, cuando el fascismo había penetrado profundamente a partir de entonces en los círculos obreros, y —como escribe Wilhelm Reich— desde dos partes: a través del Lumpenproletariat («una expresión que pone los pelos de punta») y su corrupción material, y a través de la «aristocracia obrera» y su doble corrupción, material e ideológica.
Justamente en estas condiciones, es decir, cuando la firme confianza en la «base de masas» había dado sus frutos, Benjamin pensaba en la consciencia de clase como modificación de la estructura de esta masa. ¿Qué tipo de modificación? Un aflojamiento, una relajación, una Aufloc-kerung, se lee en las líneas sucesivas. ¿De qué? De las presiones, precisamente, que producen la peligrosa masa pequeñoburguesa. Si existe una consciencia de clase obrera, será también y necesariamente una relajación capaz de impedir la transformación de esa masa de obreros en una muchedumbre peligrosa, en la muchedumbre estudiada por los maestros de la psicología social de fines del siglo XIX: «Le Bon y los demás». Justamente aquí, donde esperaríamos al menos una referencia a la amplísima literatura de sello marxista, Benjamin recurre a autores bastante diversos e incluso reaccionarios. Cita a Le Bon. Pero «citar» significa para él salvar algo arrancándolo del contexto original: la foule dangereuse, la muchedumbre que para Le Bon sigue a su líder en estado hipnótico, es así arrancada de su condición de modelo ideal, es historizada y reconocida con precisión en la masa pequeñoburguesa. Porque la pequeña burguesía no es ni siquiera una clase (ist keine Klasse) sino solamente una muchedumbre. Es la masa compacta (kompakte Masse) del totalitarismo, comprimida por los temores, por las presiones de los antagonismos sociales, que no actúa sino que es sólo reactiva, y en la que prevalece el odio racista, el entusiasmo sonambúlico por la guerra. «En esta masa, en efecto, es determinante el instinto gregario». Su modelo ha sido plasmado por el capital: un simple agregado de individuos que no tienen nada en común salvo los intereses privados. Son los clientes, reunidos casualmente en el mercado.
Y si el capital se interesa precisamente en el control de esta masa heterogénea de simples consumidores, el Estado exige ahora su tarea histórica: vuelve los mítines perennes y obligatorios ofreciendo a los individuos un modo de llegar al fondo de su situación, de hacerse una razón de su aglomeración casual en términos de raza, sangre, suelo; ofreciendo a esta muchedumbre gregaria e hipnotizada una guía segura, es decir, un político-actor, una estrella-encantadora. La «prestación» (Leistung) específica de este líder será de hecho saber estar delante de la cámara.
La consciencia de clase es en cambio activa: opera la relajación de las presiones y lo hace, para Benjamin, a través de la solidaridad (Solidarität). Ahora bien, también esta palabra, «solidaridad» (la más usada) adquiere aquí un sentido completamente nuevo. Pierde su significado militarista de formación compacta, se aleja del deber y de la deuda (ser sólido), ejercita también la relajación (abandono de los temores, solidaridad del placer, hedonismo revolucionario: son los temas que en el libro había buscado desarrollar a través del marxismo epicúreo de Jean Fallot). Esta clase solidaria no puede ser nunca hipostaziada, nunca reconocida en algún «sujeto» determinado: no es otra cosa que disolución constante de las tensiones. Es el contramovimiento que resiste a la formación de la muchedumbre pequeñoburguesa (comprimida entre temores y esperanzas) en el seno de cualquier formación social. Y si hay un líder revolucionario, si alguien indica el camino, es aquel que no se deja nunca admirar. Su «prestación» será: saberse sumergir siempre de nuevo, desaparecer, solidario, en los pliegues de la masa, volverse «uno de miles». Hagamos nuestra esta prestación: aflojémonos.
Auflockerung es aquí el término clave. Sin embargo, curiosamente Adorno lo había pasado por alto. En la carta del 18 de marzo de 1936, de hecho, escribía: «No puedo concluir sin decirle que las pocas frases sobre la desintegración (Desintegration) del proletariado como “masa” (“Masse”) a través de la revolución para mí forman parte de las más profundas y potentes, en el plano de la teoría política, desde que leí El Estado y la revolución». Ahora bien, Benjamin nunca había hablado de desintegración, sino de una transformación de la estructura social. Y ciertamente no había elegido por casualidad la palabra: Auflockerung.
¿Cómo es posible aclararla? A partir de una hipótesis, por así decirlo, filológica. Diría que Benjamin retoma aquí, en el ensayo sobre el arte de masas, un terminus technicus de su filosofía, y en particular de su meditación estética; diría que él retoma aquí, donde «la estética se vuelve política», el concepto clave de un ensayo de juventud, dedicado a Dos poesías de Friedrich Hölderlin. Se trataba, en aquellas palabras de 1914-1915, de determinar la tarea de la exégesis. El exégeta, decía Benjamin, debe dirigirse a la poesía (Gedicht) haciendo emerger ese dictado (Gedichtete) que ha guiado al poeta y al cual el poeta ha conseguido dar una expresión en acto (en ese texto que tenemos a la vista) y, sin embargo, una determinación limitada. Algo del dictado ha permanecido todavía en potencia, todavía expresable. El buen exégeta debe entonces ocuparse de ello. ¿Cómo puede hacerlo? ¿No es tal vez este dictado algo demasiado vago, como una idea antes y ahora inalcanzable, el no-sé-qué de una inspiración de hecho indeterminable? Por el contrario, responde Benjamin, el dictado se diferencia de la obra sólo «por su mayor determinabilidad: no por una carencia cuantitativa, sino por la existencia potencial de las determinaciones en acto en la poesía, y de otras».
La exégesis consistirá entonces en una «relajación» (Auflockerung) de los lazos internos, funcionales, que gobiernan la obra poética y le confieren su forma actual. La exégesis —diremos— es por tanto una modificación profunda de la obra: es ese acto que fuerza el dato textual, pliega sus articulaciones, rompe los vínculos prosódicos y hace aparecer, en la obra misma, un espectro de posibilidades todavía abiertas. La exégesis es el desarrollo y el despliegue de los posibles que un texto poético guarda en sí, todavía inexpresados. Por esto toda poesía auténtica, podremos todavía decir, exige la operación exegética.
Como se sabe, Benjamin escribe en los años del ensayo sobre La obra de arte el ensayo sobre el teatro de Brecht, en una primera versión en 1931 y después en una versión definitiva en 1939. Este teatro, decía el texto de 1931, se distingue de los otros porque no requiere que el público lo siga como una «masa hipnotizada». Y la redacción de 1939 precisaba: el público del teatro épico es un público relajado (entspanntes Publikum) que sigue la acción con distancia, un público crítico y suelto (gelockert). El teatro brechtiano representaba para Benjamin, por tanto, una técnica de relajación. Y en la fuerza que destruye la «cuarta pared», en la cancelación de la diferencia o en la plena solidaridad entre actor y público —como también en la admiración de Benjamin por el cine privado de «actores» de la vanguardia rusa— reconocemos el modelo de la política o de la exigencia comunista.
La clase revolucionaria es una soltura del público. El comunismo es una acción de relajación: funde todas las cadenas fundiendo esos lazos aberrantes (los mitos biopolíticos del territorio, de la raza, de la patria o del trabajo) que el Estado dispone para organizar el cúmulo casual de los consumidores y contener sus presiones disolventes. Fundiendo estos lazos (y la masa en la clase), el comunismo despliega la potencia de nuestro ser juntos (nuestra plena determinabilidad). Donde hay la estrella-actor, donde se da un maestro de la pose (incluyendo también una pose de izquierda), sólo hay muchedumbre y fascismo. El comunismo no reconoce ningún divo.

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