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Elementos de descivilización. Parte V

Quinta y última parte de los «Elementos de descivilización» publicados en el sitio francés de lundimatin. Para quienes quieran seguir cada una de las tesis de este texto, les recomendamos retomar la lectura de cada una de sus partes:

 

Parte I. Depredación, la cuestión histórica
Parte II. Los dos partidos históricos
Parte III. Una nueva cultura de la violencia
Parte IV. Usos de la violencia (1/2)

 

Parte V. Usos de la violencia (2/2)

 

Dime cómo seleccionas…
En el uso concebido como máquina de lectura vislumbramos una pista y un viraje. Esto es algo que atañe nada más y nada menos que a una idea nueva de la selección. En este camino peligroso necesitamos conservar cerca de nosotros la génesis del objeto, como un primer talismán. El imperativo central de la Bhagavad-gītā ofrecerá el segundo talismán: no hay que observar los frutos de la acción. Un ejemplo de esto se da en la acción completamente desesperada, también en la que no es realizada por despecho. Lo que buscamos a través del uso podría relacionarse con el hecho de encontrar, fuera de la desesperación y sin recaer en la agonía de la esperanza, las disposiciones de la acción completamente desesperada.1 La actitud inversa, que es la de la cultura del resultado, define por sí sola la concepción civilizada de la selección, según la cual sería necesario hacer que todo dé frutos. Esto es así porque el objeto inicia en el momento en que uno observa alguna cosa con una reserva mental. La producción es el reino de las reservas mentales.
¿Por qué en este punto la palabra «selección», notablemente en el registro ético-político, retumba en nuestros oídos? Se debe, evidentemente, a sus resonancias nazis. El caso nazi desvela (y al mismo tiempo nubla) la verdad de la selección que prevalece hasta hoy en Occidente: se selecciona del mismo modo que el ganadero y el agricultor. Matrix es una fábula que toma en serio una de las consecuencias que hay en esto: la humanidad siendo cultivada, siendo criada.2
«No observar los frutos de la acción propia». Lo menos que se puede decir es que la selección agropecuaria contraviene a este principio. Si eres seleccionado es debido a tu rendimiento. El afán de ganancia adquiere las características visibles del «nuevo rico» eterno, y se presenta invisiblemente como un principio estructurante: seleccionar las cosas de acuerdo con el criterio del rendimiento y de la cantidad. Un árbol frutal debe dar frutos, una vaca lechera debe dar leche, una planta de trigo debe dar grano. Exigencia de resultados, del puro buen sentido. No es sólo un imperativo en este instante preciso, sino una decisión sobre el futuro. Lo cual quiere decir: «Es así como vivirás» y «Tu descendencia dará frutos».3
De ahí la intuición que consiste en preguntarse qué ocurre cuando la selección, la lectura de las cosas, es transportada al mundo del cazador-recolector — el mundo, y no el «modo de producción».

 

Los límites que nos damos, el límite que encontramos

 

Desde esta perspectiva, ha aparecido un viraje de pensamiento. En el uso, lo necesario y lo incompatible también son materia. ¡Todo esto, la definición de los límites, es algo que hay que poner del lado de lo que entra! ¿Por qué? Porque, se lo quiera o no, hacerlo intervendrá en el uso de igual manera que todo el resto. Ésta no es una cuestión menos importante e indispensable: el uso tiene lugar sólo en una cosa, y sin la definición de los extremos de lo necesario y de lo incompatible, para nosotros los humanos, no se tiene ya una cosa, un acceso a la determinación que se conciba como acceso al mundo. La cuestión no es renunciar a los extremos, más bien se trata de saber de qué lado se los sitúa en la génesis del uso. De hecho, el truco de magia es el siguiente: ponemos fin a los límites objetivos sólo cuando los desplazamos, los transportamos: los arrojamos en el caldero de la materia con todo el resto, en el ojo del torbellino. Nadie puede suprimir su posibilidad, pero sí podemos impedirles que desempeñen un papel formal, sí podemos romper el hechizo.
Así, la concepción del uso que se presenta no puede entenderse sin un nuevo pensamiento de la materia. La materia es todo aquello que entra en una cosa. Todas las cosas, indistintamente. Lo necesario y lo incompatible se comparan perfectamente con la figura geométrica de una cosa. La figura geométrica de una cosa no es menos su materia que su color o sus componentes químicos. Pero la única forma es el mundo en que la cosa se sitúa. Su manera de inscribirse en el mundo. Manera que proviene de aquello que se encuentra en ella, no ya la masa de los ingredientes, sino su encuentro, dicho de otro modo, ese momento en que lo que entra encuentra un límite en la cosa. Entre lo que entra y lo que sale existe una disyunción, la cosa es un desfase, de tal modo que es, inmediatamente, el despertar de la materia en cuanto manera.4
Para señalar aquello que acontece entre materia y manera, si nos referimos al juego de petanca se hablaría de «carreau perfecto», aquel tiro en que la bola tirada toma el lugar de otra bola ya lanzada en el juego. La cosa está justo donde la manera toma el lugar de la materia. En inglés se diría: «Thing is where the matter matters (importa)». Justo donde la materia importa, hay que llamarla manera. También podríamos representarnos el paso materia/cosa como el inicio de una partida de billar, visto al revés. Habría que detener la imagen que rodea el momento del golpe. La bola blanca que inicia la partida no es ya una causa. Se combina con todas las demás bolas en el momento en que su colapso «se esfuma», en que se encuentran y encuentran en el triángulo un límite inmanente. El triángulo es el lugar de su encuentro y entonces ya no tiene nada que ver con la imposición de un objeto por un humano. Por lo demás, de este conjunto inestable se ve que se asoma ya la bola blanca, punto de fuga.
En esta representación, la materia resulta figurada a través del choque de las bolas en el billar, estallido del que vemos cómo se esfuma en la cosa (el triángulo), cosa inestable que libera al final un punto de fuga (la bola blanca). Distinguimos entonces el triángulo como esa cosa inestable que se forma por las bolas, del triángulo objetivo: el taco de plástico del que nos servimos para que el juego se ponga en marcha.
El encuentro desmiente la concepción formal clásica, a la vez que se mantiene a caballo entre materia y mundo, sin reducir el desfase, sorprendiendo más bien la cosa en este desfase. La forma no es ni una caja ni un leotardo. En efecto, aquello que se encuentra tiene que encontrar necesariamente en la cosa un límite, que es el mundo. Ésta es la razón por la cual, naturalmente, la definición de lo necesario y de lo incompatible es muy preciosa para nosotros, porque nos empeñamos en que se acerque lo más posible a la idea que nos hacemos del mundo. La idea es un ingrediente precioso, pero, a pesar de ello, el uso no está ahí. La cosa es concebida sólo desde el mundo, o más precisamente, desde aquello que nos anima. Lo que nos anima, lo que hacemos juntos, es lo que se libera en el desfase. También es una forma de apuntar nueva, sin fin.

 

Un uso apunta al infinito, se coloca en el infinito

 

No existen cosas sin recorte, pero justamente por eso todo depende de aquello que recorta. En la ontología del encuentro, a ninguna cosa se le concede el poder de recortar.5 A ningún triángulo, para retomar nuestro ejemplo del billar invertido. En vez de esto nos interesamos en el borde exterior del triángulo, que se extiende al infinito. El uso se recorta únicamente en medio de un lugar infinito: el mundo. Cuando «el infinito sostiene el cuchillo», avanzamos en el horizonte. Cada cosa se revela como ese bloque de sombra que se inscribe en la luz. Cada una existe y se recorta en medio de su aura, un aura que, ciertamente, tiene siempre algo con lo cual deslumbrarnos. Mientras que en el reinado del recorte objetivo, ahí donde por el contrario lo finito ejerce más aura, uno avanza sobre las cenizas de lo real.6
De hecho, existe un vínculo profundo entre aquello a lo que apuntamos y aquello que nos recorta. En el fondo, aquello a lo apuntamos nos recorta. Cuando aquello a lo que apuntamos es finito, nos recortamos, por así decirlo, en el vacío, quedamos encerrados, sacados del mundo. Cuando aquello a lo que apuntamos es infinito, nos recortamos sobre el horizonte, nos inscribimos en el mundo. El lema de una función es «Directo a la finalidad». El lema del uso es «Directo al mundo».7 La caza del mundo es la manera en que vamos a tratar de pensar esta forma de apuntar singular, que es lo contrario del blanco del objetivo.
Me disculpo por el mindfuck: la cosa en uso tiene como reverso la proyección de mundo que le es propia.8 O en los términos de la caza del mundo: las cosas son las impresiones del mundo, el negativo de su luz. El mundo nunca deja que nos acerquemos a él como a una realidad positiva: «mundo positivo» (contradicción en los términos) o a través de las cosas entendidas como puras positividades, mediaciones finitas de un finito (que nos sacan del mundo, que nos extraen de él).
El mundo es esa presa que todo el mundo tiene que perseguir, alcanzar, sin nunca poder (o deber) capturarla. Este pensamiento, a final de cuentas relativamente simple, Occidente no consigue llevarlo hasta el final. O bien el mundo será declarado una quimera (mundo = nada): en realidad vamos detrás de nada, todo lo que emprendemos es en vano. O bien el mundo será identificado con un objeto: vamos detrás de una cosa, y todo lo que hacemos es emprendeduría.9
En realidad, la cosa se entiende desde el mundo, pero el mundo se remite a sí mismo a las cosas. Sin embargo, ¿qué es lo que permite que algo no sea permanentemente remitido, como una bola de pinball, de la cosa al mundo y de vuelta? El mundo proviene de lo que hacemos juntos, en el sentido en que lo que hacemos juntos supera, desborda la cosa. Esto es lo que hace clic, lo que está en el centro: lo que hacemos juntos, en su dimensión enigmática, potencial, infinita. Lo que hacemos juntos: es aquí donde la cosa está en exceso sobre sí misma.
Luego, lo que desborda a la cosa es también lo que la bordea: lo llamamos el mundo, aquello contra lo cual se mantiene la cosa. Así, es por un abuso del lenguaje que se habla de cosa infinita. La cosa es finita, lo que la limita es infinito, y ella es en este infinito. Es su lugar. En el uso se entra en una cosa, que entra en el mundo. Por lo tanto, la máxima del uso es: «Tienes que saber colocar una cosa en un lugar infinito, obtendrás un uso, y podrás entrar en él». La cosa en uso no es su propio lugar, no es «su propio fin». No está encerrada en sí misma. Está afuera, en el infinito. Hace falta decirles esto a todos los formalistas, a todos aquellos que practicarán los usos como instrumentos (por su fin genérico o por su fin propio), como realidades autónomas, autosuficientes, autárquicas. La cosa no es más que lo finito de un infinito. El infinito tiene varios nombres. En general, es el mundo. En el orden temporal, es el futuro. En el orden ético-político, es lo común, nosotros.

 

Entre uso y mundo: el contacto

 

Las representaciones divergen en el plano ontológico. En realidad, nadie tiene que salir vencedor de la cosa o del mundo. Para nosotros, no hay combate entre una cosa y el horizonte, sino contacto o no-contacto (hiato). El contacto es la persecución del mundo, la caza del mundo. El hiato abre una falla, en la cual se precipita el orden civilizado. Éste habita ahí, en este espacio organizado por el cara a cara cosa/mundo, generando todas las parejas de contrarios, que a su vez copulan al infinito: producción.
En el contacto entre una cosa y el horizonte debemos pensar la forma de apuntar del uso. Reemplazado en medio del mundo, el uso es lo casi nada. Pero su oportunidad de ser este casi nada —oportunidad de no ser nada, y oportunidad de escapar del objeto, de no detenerse— es saberse como ocasión de apuntar al todo. Ésta es la razón por la cual la cuestión no es nunca, en el uso, transigir.
La dicotomía o el contacto: a estas representaciones antagonistas corresponden dos ideas del futuro o del destino. Lado producción: el futuro es el objeto más importante en el cual se está evolucionando. Destino objetivo, finito.10 Lado uso: cuando se establece el contacto con el horizonte, el futuro es el suelo en el que se avanza, suelo infinitamente accidentado, o más bien suelo que se accidenta al infinito. En esta geometría que cambia por completo es donde descansa la cuestión del destino: la de saber qué significa tener una sola vida.

 

Destino = tener una sola vida

 

La «inhumanidad» de Saint-Just radica en que no tuvo como los demás hombres varias vidas distintas, sino una sola.11

 

La cuestión es saber cuál es la forma de nuestro tiempo. Para la producción esta cuestión se resuelve rápidamente: nuestro tiempo tiene lugar en el segmento nacimiento-muerte. Por el contrario, nosotros decimos que la forma de nuestro tiempo es infinita. No está en ningún objeto, ni siquiera el de la existencia biológica. Esto es algo que forma parte de la materia de nuestra vida, pero no puede desempeñar un papel formal. La única forma es el mundo, y uno se compromete en él ahí donde (cada vez que) un acceso infinito está en juego para nosotros. Si yo soy una cosa, esto quiere decir que puedo entrar, comprometerme en una infinidad de cosas distintas.
En realidad, los usos componen el hecho de tener una sola vida. Y esto en dos sentidos. En primer lugar, porque desvían nuestra mirada de la de la Medusa: la muerte hipnótica y petrificante. Si crees que vives en la muerte, si crees que es tu forma, eres prisionero de por vida. Nuestra muerte es una forma-objeto como cualquier otra (el trabajo, la pareja, etc.) pero que tiene para nosotros, los mortales conscientes, un poder superior a todos los objetos. Entre todos los objetos es sin duda aquel que podemos tratar en cuanto tal en último lugar, ya que es algo que exige desplegar una energía considerable para que sea tomado a broma.
Por lo demás, una vez que se deja de identificar con el segmento nacimiento-muerte, el hecho de tener una sola vida cobra otro sentido. Es falso decir que tenemos varias vidas. Nuestra existencia es una cosa, un gesto. En cambio, tenemos la posibilidad de renacer, no en el afterlife («en otra vida»), sino en vida. Si desviamos la mirada de la Medusa, entendemos que podemos morir de muchas maneras y una infinidad de veces. Tener una sola vida es poder morir una infinidad de veces, y tener que empezar a renacer de todas las muertes sucesivas. Esto supone abandonar el registro de la pertenencia objetiva, que está siempre del lado de la encarcelación. Hay que cambiar de cuestión. La cuestión de saber si se puede salir de la existencia es sustituida por aquella de saber si es que se ha entrado en ella en algún momento. Entrar en la existencia es, en realidad, pertenecer a un acontecimiento, encontrar un uso, estar, en cosas, cerca del absoluto.
En tal caso, se podría decir, los usos son nuestras diferentes vidas, nuestras vidas múltiples. No es así. Porque tenemos una sola vida, lo que le da su carácter determinado y singular. Y porque, si hiciéramos de tal uso la existencia misma, la confundiríamos con el mundo. Los usos son plurales, debido a que no existe un acceso total al infinito. El infinito tiene que emerger simultáneamente en varios sitios. Nuestros usos se intrincan necesariamente: modificar uno de ellos afectará a los demás. Aquellos que reconocemos como los nuestros se vuelven necesarios, pero siempre existe un momento en que también tenemos que reconocer la insuficiencia de cada uno. Cuando se es incapaz de hacerlo, el uso se transforma en lugar de muerte, en mortuorio. Cuando reconocemos la insuficiencia, entendemos que hay que aprender a matar sus figuras sucesivas mismas, volverse esa arma que las atraviesa.
Así, encontramos en los usos, en la dimensión ética, aquello con lo cual compensar el hecho de tener una sola vida. En cambio, si al mismo tiempo queremos asumirla, si queremos encontrar el plano en el cual tienen que ponerse de acuerdo, en el seno mismo de la guerra incesante que los usos se hacen, tenemos que plantear la cuestión histórica, posicionarnos históricamente en la existencia, tomar partido, decir nosotros políticamente. Sólo desde la dimensión tal y como se da a nosotros podremos formular de manera decisiva la cuestión del destino, que es la de saber cómo esta cosa finita que yo soy toma posición en la existencia. La violencia de cada cosa es tomar posición, posicionarse históricamente. Rechazarlo equivale necesariamente a asentir a la historia por defecto, aquella en la cual todos hemos caído en una catástrofe.

 

Destino = por/camino

 

El hecho de tener una sola vida le da una importancia considerable a la cuestión de la elección: ¿qué camino tomar? ¿Qué es un camino? ¿Existe un camino? El orden objetivo organiza el destino según una infinidad de bucles, de circuitos cerrados, de surcos paralelos. Ahí donde el uso empieza en la aptitud de sorprender un mundo en las cosas. Lo cual quiere decir saber leer en las cosas la pista del mundo. O más bien, encontrar en una cosa singular una manera de leer el destino en las cosas.
Es así como podemos entender el uso-razón: en cada uso, seguimos y al mismo tiempo trazamos una pista. Esta pista nos conduce a encontrarnos con diversos obstáculos. Si no te has preparado para afrontar estos obstáculos, no puedes hacer uso. En primer lugar, se necesita asumir la existencia-combate. ¿A dónde conduce la pista? Al mundo. Lo que se constituye como un obstáculo con respecto al mundo (y no con respecto a mí) son las figuras enemigas de nuestra propia cuestión, que hay que afrontar una por una, apartarlas para conservar lo que resta. La pista es el contacto con el mundo, que es contacto con lo que resta. El aura de satisfacción que emana del uso no nos deslumbra demasiado: revela en el acto lo que resta por hacer, y por deshacer.12
Pero no hay que decir que «el uso es el camino». Rayones, fisuras, tachaduras, bifurcaciones, regreso sobre los pasos: cada pista tiene su propia fragilidad. Si hay surcos, entonces el disco está rayado. La perspectiva del uso, la caza del mundo, es una carrera de orientación.13 Esto reconduce siempre, en cierto sentido, a la idea de extravío absoluto.14 Los obstáculos con los que nos encontramos incansablemente pueden describirse como unas de tantas rupturas del contacto. El principio de contemporaneidad cosa/mundo es lo real. Pero lo real se nubla continuamente en lo objetivo. Lo objetivo es a la vez el mal absoluto (lo que prohíbe el uso, o lo que lo vuelve obligatorio) y el mal relativo (cada situación en que el uso conduce a aislar el mal). El mal absoluto se percibe como imposibilidad del uso: necesidad de la violencia política. El mal relativo es captado desde el uso. En este caso, el mal está siempre envuelto en el uso, antes de ser evacuado. Porque es en el uso donde nos encontramos con él. Se trata del mal encuentro.
Así se manifiesta el nublamiento de lo real: cuando la cosa en uso parece garantizada para nosotros, el horizonte se vela, y cuando la orientación se vuelve clara para nosotros, la cosa se vuelve problemática. Esto nos recuerda siempre que el uso no es nunca el único uso, y que se trata incansablemente de hacer el balance entre uso y mundo, y entre los diferentes usos. También podría decirse que es suficiente, al igual que en esas imágenes que facilitan las ilusiones ópticas, con parpadear para que la mirada cambie. Para nosotros, hacer el balance pasará, como se verá, por la alternancia y la combinación entre el punto de vista del ingrediente y el punto de vista del uso.
¿Qué significa caminar? Mark Twain dice lo siguiente sobre la prosa y su marcha: «La única ley de la narración es no seguir ninguna. La narrativa debe fluir como un arroyo entre las colinas y los bosques frondosos, cuyo curso cambia con cada canto rodado con que topa y con cada estribación pedregosa y cubierta de hierba que se cruza en su camino. Su superficie se rompe, pero el curso no se interrumpe por las rocas y los guijarros del fondo en las zonas poco profundas». Así pues, caminemos.
Antonio Machado: «Caminante, no hay camino / Se hace camino al andar». No decimos que no se trata de hacer cosas. Decimos que hay que entenderlas de otro modo. Al hacer cosas hay que hacer el camino. Uno piensa en ese momento en que Indiana Jones tiene que resolver un enigma para hacer que el camino aparezca más allá del vacío. O en el caso de Morfeo en Matrix: «Hay una diferencia entre conocer el camino y andar el camino».16 El único camino que existe para nosotros es uno que nunca preexiste. El camino, el futuro, está delante de nosotros. Giono: «Siempre hay una curva que nos oculta el camino».17 Por consiguiente, vayamos. Elegimos la píldora roja de la verdad (alétheia), no la píldora azul, la del olvido (Lethé, que es también el arroyo de los Infiernos). Ir al mundo es siempre volver a los Infiernos.
Así, sabemos siempre a dónde vamos. Kafka: «Existe una meta, pero no hay camino». El mundo es esta meta conocida para la cual no existe por adelantado ningún camino. Si hay que hacer cosas no es por el principio (hacer cosas para hacer cosas) ni por los frutos, los resultados. La puesta en juego y la potencia es que vendrá, al mismo tiempo que el gesto, una parte del camino, y un ligero desplazamiento del punto de fuga, un imperceptible ajuste del rumbo. En este sentido, podemos estar de acuerdo, ciertas cosas nos hacen avanzar. Pero el gran error objetivista es creer que el mapa que necesitamos está trazado o es trazable de una vez por todas y de manera separada. Tenemos que captar el mapa en el vuelo. Si, al actuar, no sabemos hacer uso, entonces el contacto se rompe con el horizonte: el futuro desaparece, se borra. Hacer uso es sorprender un relieve delante de sí, recorrido de pistas punteadas, con un punto de fuga. Este relieve, el futuro, sólo podemos sorprenderlo, y lo sorprendemos sólo en el uso, al seguir tal pista en que nos hemos comprometido. (Luego, la cuestión será aprender a leerlo como un mapa, recorrerlo, visualizarlo, algo que podemos hacer sólo al salir del uso).
Pero de manera constante el combate vuelve en el uso.18 Éste desvela que una cosa no es nunca redonda y estable. El relieve que descubre, en su marcha misma, es la falla que se abre, por todas partes, entre el hacer y el hacer, entre lo común y lo objetivo. Estar en guerra contra la economía libidinal de las parejas de contrarios es saber abrir por todas partes otra falla. Nietzsche dice que «todo hábito vuelve a nuestra mano más espiritual y a nuestro espíritu menos alerta». Si nos mantenemos más acá de la falla razón/práctica, falla civilizada que ya no reconocemos, entonces el hábito desvela la falla del hacer. En el hábito, portamos una carga de común, y vemos surgir aquello que tiene el poder de apaciguarla, de dividirla, de sacarla del mundo. Así, vemos lo que resta por hacer, lo necesario, y lo que resta por deshacer, lo inaceptable. Encontrar un límite es siempre al mismo tiempo ver surgir la falla entre el objeto y lo común, entre «lo que hacemos» y «lo que hacemos juntos». Encontrar un límite es violento. Aunque sólo sea en la constatación: esto no es suficiente. La autosuficiencia: ni hecho ni por hacer. Considerando que encontrar el mundo es violencia, Occidente ha concebido lo real como una guerra entre cosas y mundo, lo que lógicamente lo ha conducido a librar una guerra contra el mundo.
Pero desde la perspectiva del encuentro, lo que nos anima está siempre ahí, en juego en lo que hacemos, incluso imperceptiblemente. No importa lo que acontezca. Así pues, la idea es más bien ponerse en contacto con esto, y aferrarse a ello. Encontrar lo que resiste a lo objetivo es por tanto la manera de desenmascarar lo objetivo. Es aquí donde se da el advenimiento de lo estratégico, fuera de una voluntad.

 

Cuando encontramos es como ingredientes

 

Ser ingrediente significa que nunca se entra solo en un uso. Alegría de pertenencia. Nunca es el cara a cara sujeto/objeto. Siempre hay otras cosas que se dan cita. Cada ingrediente, al añadirse, trastorna el conjunto. Ciertas presencias incluso tienen el poder de cambiar el sentido del uso.
Está lo que hacemos juntos, que determina el nosotros. Y está todo lo que acontece entre nosotros. Esto no atañe solamente a la puesta en juego afectiva. Es más bien lo que hace que el uso no sea un conjunto, sino el conjunto desbordado por todos los conjuntos en él.19 El momento de actuar es decisivo e incluso soberano. Que uno lo elija o no, el momento es elegido. ¿Por qué? Porque este momento porta en sí un cúmulo de cosas diferentes — lo que se está viviendo entre nosotros, lo que el instante aborda del pasado, lo que esperamos de la secuencia, lo que nos reprochamos, lo que buscamos comprender: es imposible terminar la lista.
Así, nuestro lugar en el uso es ser aquello que entra. Somos un ingrediente entre otros, de tal suerte que lo que cuenta no es que existamos «a la base» e individualmente, sino aquello que hacemos juntos. ¿En qué difiere esto radicalmente del modelo republicano/universalista? No se trata de dejar en casa lo que somos. Se trata de entrar de manera entera y rugosa, y así, de contribuir al relieve de la situación. Pero la cuestión no es nunca tener una determinación, sino encontrarla, encontrarla en otro lugar distinto a sí mismo.
En realidad, el pensamiento del uso explora dos fuentes de determinación. 1) Cuando entramos en una cosa en uso, alcanzamos una determinación: encontramos. Tenemos el punto de vista del ingrediente. 2) Cuando unas cosas entran en nosotros, somos determinantes: somos encontrados. Tenemos el punto de vista del uso.
Alcanzar una determinación no es ser lo que se es, sino entrar en aquello que se es. Lo que se es, aquí es contemplado como aquello que habrá que ir a buscar en un lugar. La única manera de no ser aprisionado en lo que uno es, es entrar en ello. Entrar con ingredientes dispares20 en la composición de una cosa: hacer uso. No «hacer uso de algo», ya que en realidad, aquí, es el uso el que nos hace. La única manera de alcanzar una determinación es ser nuestros usos. ¿Cómo no ser un objeto? Siendo primero nuestros usos.
Ser uso es conseguir entrar como tal, pero entrar indistintamente. Desde esta perspectiva, la materia designa una cosa en el momento en que se sustrae de la determinación. Esta operación de sustracción es impensable, es una especie de estado suspendido de las cosas, las cuales se encuentran sumergidas «en» lo que sea: ninguna parte, en el umbral de toda espacialidad. Impensable en cuanto tal, la sustracción es la condición para poder entrar en alguna parte. De manera metafórica se podría decir: la carga de una cosa tiene que poder cambiar de signo.
La determinación es aquello que alcanzamos en una cosa, aquello que se supone que puede sustraerse de ella, no permanecer atrapado en ninguna cosa. La determinación es aquello que cada uno alcanza en una cosa, pero que es imposible reducirla a ello. Irreductible adquiere aquí todo su sentido. Al ser siempre «separable» con respecto a las demás cosas, es como de manera paradójica la cosa no resulta «extraíble» en el mundo. Así, al entrar en una cosa, yo me privo del hecho de estar en otra parte, pero nunca de la posibilidad de estar en otra parte. La determinación no puede ser obligatoria. Por el contrario, más bien vuelve obligatoria su contingencia: siempre podemos salir de ella. La mayoría del tiempo, uno sale incluso con demasiada facilidad y según su gusto. (Es por esto que, si se quiere pensar el uso, habrá que pensar a toda costa lo que sucede cuando estamos fuera de uso).
Esto nos remite al segundo criterio del uso: es imposible volverlo obligatorio. Cuando entramos en un uso, siempre acontece algo. Con la condición, sin embargo, de que no se considere nunca el uso como previsible y obligatorio. Esta restricción es esencial porque traza una falla que Occidente quiere desconocer. Es falla entre hacer y hacer. Del mismo modo que un gato no es un gato, hacer esto no es hacer esto. Así, por mucho que yo haya experimentado el infinito al mirar tal o cual serie, esto no me garantiza en absoluto que baste con que la mire para tener un acceso al mundo. En el momento en que empezamos a creer en tal carácter obligatorio, empezamos a arruinarlo todo, a odiar de hecho lo que amamos: abusamos de ello. En el abuso ya no se ama lo que se ama, e incluso en el placer que tenemos ya no amamos.
No es una cuestión de cantidad, es una cuestión de ocasión, de momento. No debemos reducir el uso a la cosa en uso. No se trata de prever lo imprevisible, sino de tenerlo en cuenta, negativamente, en hueco. No podemos, evidentemente, decir mucho de lo imprevisible. A lo mucho podemos decir: recuerda lo que no ha tenido lugar. Nunca apartes lo imprevisible. Tal es el fighting spirit de los jugadores del Liverpool. Hay así un vínculo esencial entre el hecho de nunca apartar lo imprevisible de la materia, y la imposibilidad que ella contiene en una imitación preliminar, dada.
La puesta en juego del uso, para nosotros, es ser (en) algo. Para ser algo hace falta llegar a ser polvo de nuevo. Así exorcizamos la maldición escéptico-religiosa, el «polvo eres y en polvo de convertirás». El regreso al estado de polvo no significa la disolución de la muerte, sino las condiciones para poder renacer. No es una maldición, sino una bendición. No ser un objeto es poder renacer en uso. El uso supone siempre una ritualización típica, donde ese ingrediente que uno es se ha vuelto una especie de objeto ritual.21
El uso nos toma como materia, pero en un sentido muy especial, que es el contrario de la neutralidad. El uso no nos toma como masa informe para modelar. En el uso, la materia no es simplemente el material de construcción: la sub-cosa que tiene que entrar en la super-cosa (la «forma»). El uso es más bien un campo gravitacional. Cuando es colocada en el campo, la materia es manera. El uso nos sorprende en aquello que hacemos con otros. Si olvidamos lo que somos es para recuperar, hacer que aparezca, aquello que nos anima. (De tal modo que después podremos comprenderlo cada vez mejor. Pero para esto habrá que salir del uso). Desde la perspectiva de alcanzar una determinación, encontrar la cuestión que me es propia, hacer crecer mi posición, es como abordamos la des-determinación, la sustracción. Perspectiva que el mundo normal acepta/neutraliza en sus sesgos insípidos («Making the world a better place»…).

 

Contraindicaciones

 

En la caza existe siempre, de una u otra manera, la idea de convertirse en aquello que cazamos. El mundo es aquello que perseguimos y aquello que nos anima y nos acecha. Tenemos que conocer sus hábitos — nuestros usos. No se puede tomar el mundo, pero se puede tomar sus hábitos. «Pescador de luna» es una vieja expresión que significa «utopista». No podemos tomar la luna en nuestras redes, pero podemos hacer el inventario de esas cosas especiales que tienen la costumbre de reflejarse para nosotros.
Ser materia en el uso significa que el uso abole «lo que uno es». Se trata de una suspensión que da acceso a la experiencia, la experiencia repensada de nuevo, des-civilizada. La puesta en juego del uso no es la salvación. No es fusionarse en el ideal, salir de las cosas «desde arriba». Tampoco es funcionar, es decir, inscribirse en un funcionamiento, integrarse. Más bien es inscribirse en el mundo, ser algo en el sentido en que lo devenimos. No existe otro sentido: ser algo es siempre encontrar uso en una cosa, gravitar en ella. Por el contrario, ser un objeto es ser prisionero dentro de aquello que uno es. Porque la condición de entrada del objeto es salir del mundo. Los objetos no tienen mundo. Ser prisionero significa que hay por un lado el prisionero, por el otro la celda. Entrar es, por el contrario, devenir algo (sin por ello abolirse).
En el uso abandonamos la relación de dominio. La relación de dominio equivale siempre, en mayor o menor medida, al mismo esquema. Esto equivale a interpretar como forma lo que es simple materia. En el uso, lo que es constituyente no soy yo, ni tú, ni no se sabe qué determinismo por encima de nosotros, es lo que hacemos juntos. Repitámoslo, hay que entender esta expresión como algo misterioso, como un enigma, como algo activo.
Ahora bien, la mayor parte del tiempo llegamos a una situación, a un uso, diciéndonos que lo previmos, nuestro plan, nuestra anticipación, nuestro pensamiento, la racionalidad objetivísima que nos conduce: eso es en pocas palabras lo que va a ser determinante. O incluso al decirse: «No está en cuestión dejar mi personalidad en el armario». No, lo que es determinante es lo que hacemos juntos en la medida en que ello justamente no contiene en la cosa-uso.
Superar la relación de dominio no significa que no esperemos nada de un uso, que dejemos nuestras expectativas en la casa. Por el contrario: ¡aguardamos! Aguardamos tras el uso, si no, tenemos que hacer otra cosa. Pero esto significa dejar nuestra personalidad, dejar toda la parafernalia del sujeto en el vestuario. En la entrada de cada uso hay un vestuario, hay que deponer en él los uniformes objetivos (o subjetivos, como se quiera), si uno no quiere transformarse en el perchero de sus «cualidades». Quitarse el uniforme pegado a la piel no es estar desnudo, es ser como tal, ser entero, pero, de forma cierta, vacío de sí.
Estar vacío de sí es una bendición, la bendición de todo uso. Para entender esto bien hay que representarse lo que significa ser una celebridad. La celebridad es aquel para quien estar vacío de sí se ha vuelto, por así decirlo, algo prohibido, y ser pobre de sí se ha vuelto un lujo con importes astronómicos (como si esto supusiera cambiar de planeta). La estrella debe saber hacer uso, o morir rápidamente, lo sabemos bien. La prohibición a des-determinarse es un suplicio.22 Podemos agregar otro giro al escándalo de la muerte de Dios: según los últimos análisis toxicológicos, habría muerto por sobredosis de sí.
Nuestros usos sirven para esto: no para producir algo, sino para transformarnos. Nos volvemos el uso. Éste es el primer acercamiento al mundo: hay que devenir ciertas cosas. Devenir es a la vez abandonar, y es conservar la posibilidad de ser otra cosa. No por una especie de versatilidad esencial, sino porque no debemos olvidar jamás que ninguna cosa es suficiente. No debemos atenernos nunca a una sola cosa en nuestra persecución del mundo.
En un uso llego enteramente, pero lo que yo no puedo hacer es aportar la forma. La forma es el acontecimiento del uso que la da. Es la ocasión, por definición singular, de encontrar el mundo al hacer tal cosa. En el uso no podemos reducir lo que entra a lo que acoge, o viceversa. La forma, aquí, es la de la cosa en uso. No hay que confundir esta forma con las diferentes maneras en que se intenta necesariamente volverla algo familiar, dándole contornos preliminares. La forma es lo que acoge. Pero todavía no sabemos qué quiere decir esto. Acoger es comprender, es leer, es observar, es recolectar en el vuelo. En el uso, somos el uso, entramos en él, y es el uso el que nos mira. Quien nos informa sobre nuestros potenciales. Quien nos lee. Hacer uso es aceptar la racionalidad del uso. Es siempre, de una u otra manera, no saber hacer en él: torpeza, bricolaje, improvisación. Al diablo los especialistas. Ay de aquellos que creen conocer sus dones. Por el contrario, nunca sabemos bien cuál es el objeto de un don o de una pasión. El uso lee la situación al descifrar en nosotros, entre nosotros que entramos, lo que es decisivo aquí y ahora. La racionalidad del uso es lo contrario de la racionalidad instrumental. Si quieres liberarte de la racionalidad instrumental tienes que saber entrar en usos (antes de darles la ocasión de experimentarse en ti).
Todo lo que he creído aportar como forma es en realidad un ingrediente más. Puesto que ella nos contiene sin contenernos, la cosa entrega un acceso a la potencia, y nos hace encontrar el mundo. Pero para entenderlo bien todavía hace falta ampliar el campo y hacer que el tempo sea más lento.

 

En el uso

 

Si lo que sea puede ser un uso es porque cada cosa es un acontecimiento. Se lo sepa o no, el acontecimiento es un uso para todo aquello que entra en él.
Volvamos más atrás y coloquémonos más acá del uso, justo antes. Todo inicia con un acontecimiento. Este acontecimiento, si es acontecimiento para nosotros, significa que, de una u otra manera, entramos en él como ingredientes. Ésta es por ejemplo la razón por la cual, en el seno de cierta generación, todo el mundo puede decir qué estaba haciendo el día del 11 de septiembre. ¿Qué significa esto? El acontecimiento, en este caso el acontecimiento para nosotros, es algo capaz de sorprendernos, de asirnos tal como somos, donde estemos, sea lo que sea que hagamos. Es lo que podríamos llamar, para dar una representación gráfica, el síndrome de Pompeya. La sorpresa está en la prueba de que hemos entrado.
Luego, el acontecimiento alcanza su final. Uno sale de su marco estricto. Pero en realidad, ¿qué significa esto, este final? Significa que su forma inicia. La potencia se libera. ¿Dónde la encontramos? La potencia del acontecimiento está en que éste ha grabado surcos en nosotros. Nos ha dejado secuelas, escarificado. Ha dejado sus marcas. Sus marcas son el signo de que el acontecimiento nos leyó.
Nos leyó: descubrió, puso de manifiesto, surcos de escritura entre nosotros, entre las líneas, y ahora estos surcos se encuentran ahí — incluso si no los vemos. Incluso si todo está hecho, en la vida objetiva, para que no se haga nada. Para que se viva independientemente de estos surcos, de estos glifos extraños.
Si el acontecimiento nos lee hace falta sin más aclarar el sentido de la palabra lectura. Volvamos a las palabras de Pacôme Thiellement sobre las series de televisión. «El verdadero enigma que hay en una obra es cómo es capaz de mirarnos, es lo que es capaz de decir sobre nosotros, lo que es capaz de hacernos que va a transformarnos». Es cómo es capaz de leernos.
Presentar el sentido del verbo leer supone volver a ver el sentido habitual, ordinario, y desprogramar la gramática y sus órdenes. Decimos que leemos un libro. Y en efecto, leer un libro es hacer algo, es activo, esto no se hace completamente solo. Y sin embargo, leer un libro es ser leído. La lectura es un uso del mundo, tal que, cuando entramos en un libro, somos leídos. Por extensión, todo uso extrae de nosotros, nosotros que entramos, gestos, como se dice que un violinista arranca a su instrumento llantos.
El uso es así arrancar gestos a la instrumentalidad. Esto significa: uno creía hacer uso de tal técnica, de tal hábito, de tal uso, como de un instrumento, y en realidad, uno mismo es, con lo que entra, instrumento. No un instrumento de lo útil, sino un instrumento de «música».
El uso juega con nosotros. Pero no actúa sobre nosotros como el demiurgo que lee a libro abierto en nosotros. Lo que extrae de nosotros no estaba en nosotros. Esto es el encuentro. Cuando entro en un libro no entro nunca completamente solo. Ahí donde la producción captura lo que está ahí, estabiliza para consumir, el uso extrae de nosotros lo que no estaba en ningún ingrediente en particular, tomado aisladamente. En el uso no es ya posible tomar nada aisladamente.
En el uso, lo que acontece, lo que inicia, inicia por en medio. O como se ha dicho, a caballo entre materia y mundo. En el uso, la cosa es este punto intermedio, este punto de encuentro. Cada cosa aparece como tal, es decir, situándose a medio camino. Y es así que debemos llamarla un gesto.
Así el actuar se reinventa. El gesto no es el acto, el acto voluntario, privilegio-carga del humano. El gesto está siempre a medio camino. El camino está ahí, en los gestos, a medio camino. Se hace por colisión en la materia, una materia en que el humano se encuentra como todo el resto, a diestro y siniestro, una materia entregada al caos.
Ya que siempre hay que recordar el comienzo, la interrupción. El uso extrae gestos de nosotros: es así como nos encontramos. Los gestos no son ya atribuibles a sujetos, objetos o categorías. El gesto no saca su potencia de relieve de la jerarquía de las categorías. Así, es exactamente este vínculo, esta conexión, que no debía hacerse. Es esto, la interrupción, el cortocircuito de las instalaciones objetivas.

 

«Lee, entonces serás leído»

 

Paradigma del uso, la lectura escapa naturalmente del mundo de los libros y de la literatura. Para Carlo Ginzburg, la lectura es antes que nada la gran cuestión del cazador. El cazador es aquel para quien todo es índice, huellas, impresiones, cosas de carga negativa. Cuando se lleva la lectura al mundo del cazador-recolector, del cazador-colector, del cazador-lector colectivo, entendemos que el detective puede designar algo más que la figura absolutamente enemiga que la civilización inventa bajo este nombre. Todos somos detectives existenciales. Esto no es algo propio del hombre, sino de las cosas.
«Lee, entonces serás leído». Esto supone saber bien en qué entra uno en conexión. Ya que ciertos instrumentos, construidos contra el uso mismo están condenados a conservarse como dispositivos. Por adelantado, se sabe que, cuando se entra en conexión, se sale del mundo.
«Lee, entonces serás leído». Lo que vuelve posible al uso es la variabilidad. La variabilidad, de la que nos hablan los biólogos, implica al uso. El uso es la interpretación de la variabilidad que no nos reconduce a los callejones sin salida objetivos. Máquinas de lectura no significa ni dispositivo de programación ni desciframiento de lo que ya está escrito. La variabilidad es la recolección del accidente en el uso. El uso nos hace, nos hace recolectar los índices, conectar la información, interpretar todo el tiempo, vencer los caminos. Esto traza una evolución que a los investigadores les gusta calificar como «arborizante».
«Lee, entonces serás leído». El uso está fuera de voluntad. En el uso, yo soy y yo sigo una pista, un surco. Incluso si este surco es entrecortado y no lineal, porque lo propio de este camino es hacer con aquello que acontece. El uso es cuando «las conexiones se hacen», sin ser objetivas — es, por lo tanto, lo contrario de la estupidez. El encuentro habla en haikú. «Tres palabras en un pedazo de papel. / Usted lo recoge. / Lista de las compras, ¿mensaje abrumador?». Los gestos son como los personajes de ficción cuando éstos escapan de la autoridad del demiurgo, del guionista. Lo que implica que el circo caótico que siguen no se reduce tampoco a la ruta objetiva de su carácter.
Recordemos la película The Usual Suspects. En la oficina en que es interrogado por el inspector, Keyser Söze (Verbal Kint) hace uso. El uso (contar una historia cuando tu existencia depende de ello) extrae de él una inventiva sorprendente. Entonces, la historia que él cuenta encuentra su rumbo al contacto de ciertos detalles de la oficina, del mismo modo que el arroyo de Mark Twain encuentra el suyo con cada guijarro que encuentra. Naturalmente, si el menor objeto es reconocible, si no se convierte en la historia, si es identificable en la función que ocupa en este espacio, entonces la historia misma no se sostiene ya, y Keyser Söze deja de ser un sospechoso ordinario (hace falta a toda costa que se vuelva él mismo su historia). La identificación termina por sobrevenir, pero demasiado tarde. El policía encuentra una inscripción en la taza de café (que en la historia toma vida por completo, se vuelve un personaje) y pone en su sitio cada elemento de la historia. Deshace la magia del uso, ese tiempo suspendido que lo ha destituido a sí mismo de su función de inspector, y transformado en un niño crédulo.
En el uso, somos requeridos. Desplegamos aptitudes para cosas extraordinarias (realidades alternas, atajos tomados): cosas de las que nos creíamos incapaces, cosas que no se encontraban en nosotros un instante antes. Es por eso que el uso es la posibilidad de soñar activamente lo que hacemos — al contrario de la idea depredadora de «realizar los sueños». Cuanto menos tiene un asidero la voluntad, mejor somos capaces de soñar lo que hacemos. No estamos hablando de una disposición al error, porque se trata de ser adentro y, por lo tanto, capaces de afrontar lo que se pone en medio del camino. Esto significa simplemente que la experiencia nos atraviesa. Los amigos que uno prefiere son aquellos que nos hacen soñar. En su ausencia, ellos interrumpen de ese modo en el recodo de una nada. Es en este modo a la vez muy ligero y actuante en profundidad donde reconocemos a nuestros amigos. La cuestión es siempre aquello que atraviesa y acontece entre nosotros. Un entre nosotros que no es el entre-sí humano.

 

Cuando estamos fuera de uso

 

El acontecimiento tiene lugar, y nos sorprende. Llega a su fin. El acontecimiento ha llegado a su fin, esto significa: hemos salido de él — nos hemos salido de él. El acontecimiento nos hizo entrar, pero no nos abolió. Ningún acontecimiento puede abolir aquello que entró en él (la gente de Pompeya fue eternizada con la erupción del Vesubio en octubre del año 79).
En el momento en que llega a su fin, la situación se invierte. El acontecimiento leyó en nosotros, él era el uso, mientras encontrábamos el mundo a través de él. Ahora es lo contrario. Nos toca a nosotros leerlo. Nos toca ser determinantes.
Es el momento en que estamos fuera de uso. No ya en las cosas, sino poco antes, o poco después. Ser determinantes significa saber escuchar aquello que habla en nosotros, saber leer los surcos que están grabados en nosotros, y que se prolongan más allá de nosotros. (Estos surcos son rectos, infinitos, y no segmentos recortados en nuestras pequeñas personas). No ya encontrar, sino esta vez ser encontrado. Es dejar hablar lo que habla en nosotros, en la oscuridad, sin verlo. Lo que, aconteciendo, atravesando, pasando en nosotros, busca la luz, la ventana por donde encontrar el mundo.
El instante anterior, en el uso, devenimos el acontecimiento, somos ingredientes, pero entonces no vemos, no entendemos, buscamos. En el acontecimiento buscamos la salida. Seguimos una pista. Lo hemos dicho ya, un uso es un laberinto. «Es un lugar muy complejo, lleno de rincones y de pliegues, donde uno debe pasar una infinidad de veces antes de poder encontrar la salida. Ya sea que se la encuentre o que se la busque, la salida es el secreto de las ganas de volver».
Pues bien, es aquello que somos frente a todas esas cosas que nos acechan. Somos uso, tenemos que entender hasta qué punto las cosas nos requieren, escuchar lo que aguarda a nosotros, ayudarlas a encontrar la salida. Por ejemplo, digamos que la exaltación es una cosa que nos frecuenta. Uno se exalta, y se te preguntará: «¿Tu exaltación es un pretexto de un cúmulo de cosas, o cada cosa no es para ti sino un pretexto de exaltación?». Nadie se conoce a sí mismo, pero podemos leer cosas en nosotros.
Cuando las cosas mantienen su vida en nosotros. Cuando nos reunimos con la soledad, de una u otra manera. Dos anotaciones. En primer lugar, se entiende que hacer uso es la única manera de no estar solo. En segundo lugar, esto nos hace reconsiderar el sentido de la soledad y del aburrimiento. ¿Estamos solos, con todas estas cosas que nos acechan? ¿El aburrimiento es aburrido?
La soledad, el aburrimiento, la angustia, la crisis de la presencia, todo esto llega a su nacimiento en el momento en que, aparentemente, «no acontece nada». Es por eso que un grupo puede sentirse solo. Cualquier cosa, incluso colectiva, puede resentir el vacío. «No acontece nada» significa que hemos salido de las cosas, estamos fuera de uso. En otros términos, es el momento que precede o que sigue a un uso. Es el momento para dejar fluir en nosotros la potencia. Es el momento para volverse uno mismo disponible, de modo que lo que nos acecha tome un momento posesión de nosotros, y encuentre en nosotros un oído. Estos surcos gravados en nosotros piden que juguemos con ellos, del mismo modo que una canción pasa por el tocadiscos. Son la banda sonora de la existencia, y uno puede ser un cabezal. Esto supone sorprenderlos, y no capturarlos. Sorprenderlos, del mismo modo que el uso nos sorprende cuando entramos en él, y da forma a cosas que no sospechábamos. El uso conduce hasta soluciones para problemas que ignorábamos. Pues bien, son varias las cosas que esperan esto de nosotros. ¿De qué cosas hablamos? Aquellas que nos marcaron, aquellas de las que asimismo hacemos uso, aquellas que frecuentamos.
Del mismo modo que, en el uso, tenemos que aprender a abandonarnos, a dejar caer el dominio, cuando las cosas disponen de nosotros tenemos que aprender a ser una forma que no es una forma objetiva. Se trata de ser una forma. No podemos dejar a aquello que nos acecha poseernos completamente. Jamás resulta cierto que baste con dejar ser. El problema no es tener o no tener tormentos. Todo el mundo los tiene — o entonces, hay que inquietarse, dicho de otro modo, hay que suscitar tormentos. El problema es saber qué surco gravado en nosotros pide la palabra. Quizá esto ocurra así: hay todo un concierto ensordecedor potencial en nosotros, pero uno o dos surcos piden que se juegue con ellos, porque es el momento. Porque es al escucharlos ahora que esto será decisivo. Que, de forma bastante precisa, seremos determinantes. Así, se trata de ser una forma que no se detiene. Una forma que no se concentra en un surco singular más que con vistas a hacerlo hablar, a escuchar lo que tiene que contar.
Esto es lo que se trama en el menor momento de aburrimiento. En este punto el aburrimiento resulta bastante precioso. Lo que en primer lugar debe tomar forma en nosotros es el estímulo de un deseo. Aquel de encontrar un uso preciso, de modificar un uso existente, por aquello que uno ha sorprendido en nosotros. Es aquí donde los usos se inventan, donde será cultivada la fidelidad a tal acontecimiento.
Ser encuentro es también dejar de funcionar como un sujeto antes de hacer dar frutos a su situación. Esto no significa que la acción no tenga frutos, consecuencias. Es más bien que no los miramos como resultados, que no los miramos como beneficio y ventaja, o fracaso o caída. Derrota o victoria, todo es inacabamiento con respecto a la potencia. Todo deja que desear. Lo que no se logró hacer hoy puede sólo ayudarnos en lo que tenemos que hacer mañana. Naturalmente esto sigue siendo arduo, pero lo sabemos de antemano, hay que pelear. El inacabamiento no nos deja en paz, dicho de otro modo, nos impide volvernos viejos, en el sentido ético del término. Lo que hemos «logrado» hoy plantea un problema: ¿y mañana qué?

 

Nadie sabe nunca cuál es el objeto de una pasión

 

Así, la determinación se libra en dos sentidos. Por un lado, el uso en el cual entramos, es decir, en el cual nos encontramos entre ingredientes (o sea cosas menos la determinación más lo desconocido), el uso tiene el poder de leer los surcos gravados en nosotros, entre nosotros, es el cabezal de un tocadiscos. En este sentido, diremos que estamos determinados. Por otro lado, tenemos el poder de leer los surcos gravados en nosotros. En este sentido, se dirá que uno es determinante. Tú eres una forma para esas cosas que te acechan. Ellas hablan y actúan, y tú las traduces.
Algo del destino se juega siempre para nosotros en la alternancia de estas fases distintas pero inseparables: entre encontrar y ser encontrado. Uno puede representarse esto como dos vasijas que se comunican, estableciéndose la corriente en un sentido y luego en el otro. Esta ida y vuelta puede tener lugar en un santiamén, al punto de que el lugar real del uso (en una cosa o en nosotros) puede parecer indecidible. ¿Quién habita a quién? ¿Quién sueña a quién? En este punto de oscilación, no hay ya pertenencia unívoca, no hay sujeto y objeto. Así, tenemos usos para que vengan a acecharnos, como espíritus. Si tus fantasmas te agotan o te hastían, cambia tus usos.
Acabemos con una imagen. Imaginemos una cosa en uso como un cuadro, que el uso anima, como en ciertos relatos fantásticos.
Nosotros que por aventura entramos somos los ingredientes del cuadro, del marco. Sin la luz que se filtra a través de la pintura, sin el mundo, no hay más que un marco. El mundo es la luz que cae en este marco, y que hace de él un encuadre (lo que recorta en el fondo del horizonte). Esta luz que se filtra en el uso llega desde el futuro. Viene cuando se mira lo que uno hace desde el futuro, y que uno se pregunta: «¿Y si esto se volviera un hábito entre nosotros?».
«En situación» —pero de donde venimos para precisar esto— hay siempre aquello que se llama en pintura una huida de luz, «luz que se supone que pasa entre dos cuerpos muy cercanos el uno del otro, y que aclara una parte de la pintura». Esta huida de luz es la ocasión. Ya lo notamos: la ocasión abre una ventana en una ventana. Hacer uso es acechar esta huida de luz que pasa en medio de nosotros, que abre un detalle en el marco, y que hace de él un encuadre, algo activo. Este detalle apunta a la manera de agarrarse a él, el kairós, para acceder a la situación. Ya lo entendemos ahora: si necesitamos precisar «en situación» es porque regresamos siempre del país de los objetos, donde la situación nunca llega.
Rincón impreso por la luz, la ocasión es inmediatamente lo que hay de excitante, de estimulante, de apasionante en el uso. Es el centro, el kentron, el aguijón. Aquel que pica la curiosidad, y que da ganas de ir a ver la curva que oculta el camino. No aquel que hace avanzar a los bueyes.
Para nosotros, el camino es un surco que salta. El camino bifurca, desanda, remonta, zigzaguea. ¿Por qué? Porque vemos su rumbo a través de los objetos. Sin embargo, de cierta manera, va completamente recto: directo al mundo. Pero en la Matriz se tuerce incesantemente. Hay pues que habituarse a que la manera de ir completamente recto en la existencia se parezca a esos jeroglíficos trazados en el espacio. Lo que queremos decir es que la continuidad irreductible existe, pero que atañe a una nueva geometría.
Lo propio de una inclinación es inclinarse, torcerse. Hay pasiones porque hay inclinaciones, porque no hay más que rectas paralelas, consagradas a nunca encontrarse. De no ser así, apuntando a un objeto, cada uno permanecería en su ruta, nunca nos encontraríamos, ni para bien ni para mal.
Nadie sabe nunca cuál es el objeto de una pasión, ésa es la regla. Nadie sabe nunca lo que acontece cuando se apunta a una cosa, salvo cuando es estricta y tristemente a un objeto, es decir, cuando la pasión es capturada, estabilizada y arrastrada en bucles infinitos, en un juego de espejos — éste es el mal infinito.23 De esta manera no nos gusta lo que nos gusta. Por ejemplo, no nos gusta discutir de aquello que discutimos. Nos gusta, partiendo de lo que llega, mirar a dónde nos lleva esto.
Tampoco es la inclinación misma la que nos gusta, la relación en el espejo. Uno actúa y uno ama al encuentro de sí, al encuentro de las figuras del nosotros. Lo propio de una inclinación es tener que cortar recto en medio de los objetos. Éste es también el camino del uso. Así, cuando hemos adoptado este punto de vista, ya no necesitamos disociar la pulsión de la luz. En el sentido en que toda forma de apuntar tiene que explicarse con la luz, bajo pena de errar eternamente, de acabar en las cajas del reino objetivo, aquellas en las que se supone que siempre sabemos qué hay adentro.

 


1 Hopefulessnesses es un título de Courtney Barnett.
2 «Las Máquinas tuvieron entonces que buscar una nueva fuente de energía y dirigieron sus investigaciones a la bioelectricidad. Cuando lograron la victoria, las Máquinas fabricaron las torres necesarias para el funcionamiento y el mantenimiento de sus generadores, y se aseguraron una producción regular de Humanos cultivándolos y conservándolos en capullos llenos de un líquido nutritivo. Una vez el capullo es conectado a una torre, los cableados permiten proporcionar aire al Humano y renovar el líquido nutritivo, extrayendo su bioelectricidad. El problema era que aprisionados así, en un estado vegetativo, los Humanos no proporcionaban demasiada energía. Las Máquinas crearon entonces la Matriz, una especie de universo virtual en el que los Humanos son proyectados en forma de avatares, y pueden desarrollarse, de modo que sus cerebros producen una actividad eléctrica bastante más importante en reacción a los estímulos virtuales, y aportan así una cantidad de energía considerable a las Máquinas. Por tanto, los Humanos no tienen consciencia de la realidad y del “mundo que sobreponemos a la mirada”». Fuente: Wikipedia.
3 Cuando la civilización mira los frutos de la acción, evalúa cada cosa en función de su explotabilidad. El uso mismo de la palabra explotación dice mucho. En el viejo vocabulario de la izquierda contestataria, habla de la victimización de una mayoría en provecho de algunos. En realidad, desde el punto de vista de la civilización, la explotación es Dios, el criterio último el valor: si no eres explotable, no eres nada. Tienes que encontrar lo que hay de vendible en ti, haz lo que quieras, pero véndete. ¡Haz algo! Así accederás a la existencia. La explotación es la afirmación, el criterio, el vehículo, la positividad de la ecopolítica del mundo. El gran desafío que este criterio plantea al pensamiento revolucionario es que él es principio de unificación, pero a partir de una diversidad infinita. Quien sea puede venderse. Es el infierno, pero todo el mundo tiene el derecho efectivo de participar, y de existir — incluso si es la mayoría del tiempo en una posición subalterna.
4 Inmediatamente significa sin mediación. La cosa es la única mediación, siempre singular, esto es lo que en el fondo destruye la mediación objetiva. Esta otra medialidad en el desfase es sin duda a lo que Giorgio Agamben apunta a través de la idea de «medio puro» o «medio sin fin». «En la medialidad pura, el medio se muestra como tal en el acto mismo en que interrumpe y suspende su relación con el fin», Karman, p. 124. Pensar esta medialidad hasta el final es no solamente verla en contradicción con todas las disposiciones objetivas, sino también poder encontrarla en cada cosa (y no solamente en la esfera del actuar humano).
5 Esto no significa que se legisle para prohibir los recortes objetivos, sino más bien que se aprenda a ponerlos en su lugar, en la materia.
6 «Es decir, en infierno, ahí donde Dios se pone unos lentes oscuros para no correr el riesgo de ser reconocido por sus admiradores» (Léo Ferré, Il n’y a plus rien).
7 El mundo no es un fin, es el límite de las cosas. El mundo no es un fin, es, al final de una cosa, lo que inicia y lo que no termina.
8 Nunca se es más que el negativo de su propia proyección de mundo. Aquí se da sin duda algo trágico.
9 El punto de vista productivo consiste siempre en decir: el mundo es lo que es necesario construir, y esto supone hacer cosas. Hacer cosas es la mediación universal para construir el mundo. En realidad, las cosas no son ladrillos, que uno pone los unos sobre los otros, para obtener el mundo. Hemos dejado de entender esta aproximación «juego de construcción» del mundo. El mundo no se construye, se lo persigue. Y en la persecución del mundo, «hacer cosas» cambia de signo. Las cosas son siempre solamente las impresiones del mundo, el mundo no está en ellas positivamente, sino en hueco, en negativo.
10 Pero viéndolo más de cerca, la visión objetiva ni siquiera puede ya pretender una unidad cualquiera, zócalo reconfortante para cualquier posición conservadora. En realidad, el destino objetivo de una cosa, hoy, es poder ser reducida 1) a una infinidad de componentes: la cosa queda dividida, dispersada, reventada, autopsiada en vida; 2) a una infinidad de formas-objeto que ella integra, en las cuales ella amenaza con disolverse. Y sin embargo, la cosa resiste.
11 Dionys Mascolo.
12 Pero el mal es captado desde el uso. Así, el mal está siempre como envuelto en el uso, antes de ser evacuado. Porque es en el uso donde lo encontramos. Es el mal encuentro.
13 Como los personajes en Lost, aquí hemos terminado en una catástrofe y buscamos pistas, encontramos señales, nos confrontamos al carácter ambivalente de todo «signo». Todo signo es signo negativo.
14 Estar absolutamente perdido no es no saber dónde situar el absoluto, es no saber ya que se trata, en la existencia, de estar cerca del absoluto.
15 En cada inicio de un episodio de la serie Lost, uno de los personajes abre los ojos.
16 Morfeo: la etimología de su nombre parece indicar que a él lo conocemos como forma. Morfeo es también el traficante, para quien el camino es la elección entre la verdad y el olvido, la píldora roja o la píldora azul.
17 «Saber es una palabra mucho más importante que la palabra vivir. Uno prefiere morir mucho para saber a vivir sin saber. Siempre hay una curva que nos oculta el camino. Siempre necesitamos ir a ver, superar la curva con riesgo de recibir allá palazos; hay que ir allí. Giramos por la esquina con una alegría indecible, un estremecimiento de goce atroz (hay que decirlo), justo el tiempo de superar la curva y qué vemos justo después, el camino tal como era antes, y allá delante, otra curva que nos oculta “el resto”. Y vamos allá, ¡y adelante la música! No obstante, habría algo que hacer, si fuéramos inteligentes. En lugar de temer a la muerte, porque es el gran temor, habría que abordarla con una alegría indecible, un goce atroz, exactamente a la manera en que lo hacemos con todas las curvas», Giono.
18 «Usos de la violencia» es un pleonasmo.
19 Con excepción de los singletons, de los conjuntos que contienen un solo elemento. En el uso, yo no estoy solo. Cuando estoy solo, estoy fuera de uso, las cosas hacen uso de mí.
20 Dispar: que pertenece indiferentemente a diversas categorías objetivas.
21 Lo que es todo lo contrario de la coacción política que prohíbe los usos, al producirlos como objetos. La cuestión no es hacer la apología de lo dispar, sino de la manera de crecer sin volverse viejo, por ejemplo. Se trata de evacuar la voluntad, y no una voluntad de sustracción. Megalómana o desértica, la voluntad es agotamiento. Nuestra perspectiva es la de un nuevo método de determinación, donde se ponga en juego aquello que nos anima de otro modo que en el idealismo o el pragmatismo. La operación de sustracción tiene que poder concernir a una misma banda de cinco personas. Pero precisamente, dejando entrar el afuera.
22 Hay que comprenderlo, y comprender que aquello de lo que se habla aquí, devenir polvo en el uso, no es un modo de vida por sí solo. Es más justo definirlo como uno de los dos modos fundamentales de la ética.
23 Hacer no es nunca poner en bucle, es repetir la cuestión. Cuando nos quedamos lo más cerca de lo que amamos en lo que amamos pasamos del otro lado del espejo.

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