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Marcello Tarì / El paraíso y nosotros. Sobre El Reino y el Jardín de Giorgio Agamben

Giorgio Agamben publicó recientemente un nuevo libro que se titulará en castellano El Reino y el Jardín (Il Regno e il Giardino, Neri Pozza, 2019), razón por la cual Marcello Tarì escribió la siguiente reseña —el 10 de mayo de 2019 en el sitio de Qui e ora— de algunas de las tesis que contiene. Próximamente publicaremos la traducción de algunas secciones del libro.

 

Ille enim actus est pure naturalis, sicut comedere et bibere

 

En uno de sus aforismos terriblemente irónicos, Kafka escribió una vez:

 

La expulsión del paraíso es eterna en su parte esencial: así, la expulsión del paraíso es definitiva, la vida en el mundo, inevitable, pero la eternidad de ese hecho (o, expresado temporalmente, la eterna repetición de ese hecho) hace posible sin embargo que no sólo hayamos podido quedarnos todo el tiempo en el paraíso, sino que de hecho estemos allí todo el tiempo, sin que importe que aquí lo sepamos o no.

 

El problema teológico-político que Giorgio Agamben afronta en su último libro, El Reino y el Jardín (Neri Pozza, 2019), puede leerse también como un sustancioso comentario a esta sentencia kafkiana. El jardín del título no es otro, ciertamente, que aquel del Edén: pero ¿es precisamente ese jardín, como pensaba Kafka, el paraíso? ¿Y es cierto que ha estado siempre aquí, sobre la tierra? En efecto, éstas son algunas de las preguntas a las que se busca dar respuesta en el libro. Sin embargo, su tema principal no es ni aquel de cómo es o debería ser este jardín ni una descripción del reino por venir, sino que, al modo de una especie de panfleto herético, gira sobre la cuestión del pecado, por el cual el hombre y la mujer fueron expulsados del paraíso, y por consiguiente sobre si el jardín se ha perdido para siempre o, en cambio, es siempre posible y por tanto real y, finalmente, sobre si el reino pertenece a una dimensión ultraterrena y ultrahistórica o está aquí, entre nosotros.
Aparentemente son cuestiones lejanas, a veces se tiene la impresión de leer un tratado escrito por un antiguo hereje, pero si solamente hacemos el esfuerzo, y no es difícil, de comprender cómo y cuánto Occidente nunca dejó de pensar la política sin tener como referencia la teología judeo-cristiana, entonces sabremos reconocer la actualidad de discutir hoy sobre el paraíso y sobre el infierno, sobre el pecado y sobre la gracia, en una palabra, sobre la política del Reino y la posibilidad de una vida beata.
No es ciertamente la primera vez que Agamben se ocupa del Reino, quizá nunca se haya ocupado de otra cosa, y lo ha hecho también en sus libros más recientes. Sin embargo, en este libro lo retoma y lleva a su cumplimiento precisamente los motivos de una reflexión que se remonta a hace casi treinta años, contenida en uno de sus ensayos con el título «Desapropiada manera», dedicado al poeta Giorgio Caproni, que luego pasará a componer uno de los capítulos del volumen El final del poema.
De este modo, con un gesto «fuera del tiempo», Agamben indica en toda su evidencia el vínculo que desde siempre él sostiene que existe entre poesía y filosofía, demostrando así, una vez más, dos cosas. La primera es que la manera en que la academia escinde el pensamiento en tantas disciplinas, a su vez escindidas en diversas microespecializaciones, no tiene ninguna legitimidad, y que la única y verdadera disciplina del pensamiento libre es precisamente aquella que en cada ocasión es capaz de no separar la poesía, la política, la filosofía, el arte, en una palabra, el pensamiento de la vida misma. La segunda es que el método utilizado por él, la arqueología filosófica, es válido también para el propio pensamiento, no en el sentido de que éste siempre deba volver a algún pasado originario, sino porque un pensamiento verdadero no tiene un curso lineal-progresivo, sino que avanza y se retira, se interrumpe y reinicia. Como Agamben escribe al final de aquel viejo ensayo, refiriéndose a la obra de Caproni, pero que vale para su misma obra: «Sólo podemos decir que algo acaba para siempre y algo se inicia, y que lo que comienza, comienza solamente en lo que acaba». Éste es el motivo por el que un pensamiento fuerte no tiene fin —ya sea en el sentido temporal como en el sentido de meta— y es una potencia siempre a punto de acabar y de comenzar. Incluso tan sólo éstos ya serían motivos suficientes para apreciar esta nueva avanzada con la mirada vuelta hacia atrás que es El Reino y el Jardín.
Pero lleguemos a su contenido. En el ensayo sobre Caproni, la cuestión está ya integralmente presentada en sus líneas fundamentales y arranca con una nota del poeta que termina con estas palabras: «Todos recibimos como regalo algo precioso, que luego perdemos irrevocablemente. (La Bestia es el Mal. La res amissa [la cosa perdida] es el Bien)». Agamben escribe que en una entrevista Caproni explica que este bien puede ser expresado como Gracia admisible [Grazia amissibile], es decir, como algo que puede perderse. Y es aquí donde el filósofo introduce su reflexión teológico-política, porque este tema de la gracia admisible es aquel que Agustín usó en la disputa que lo opone a Pelagio. Éste fue un teólogo del siglo IV que fue condenado por herejía porque sostenía que, dado que la naturaleza humana es ella misma obra de la gracia divina, entonces siempre existe para el hombre la posibilidad de no pecar. Agustín, y después la institución eclesial, obviamente no podían tolerar esta posición, que en la práctica hubiera significado destituir la Iglesia, porque en el caso de que la naturaleza humana no fuese siempre ya irremediablemente corrupta, en tal caso no habría necesidad de los sacramentos que solamente la Iglesia puede prodigar y, todavía más, el hombre sería de verdad libre. Y es precisamente para (volver a) partir de este problema teológico y político que El Reino y el Jardín traza su camino.
El problema político que deriva de esta disputa se dice enseguida: la institución de la Iglesia, como cualquier otra institución, tiene por cometido separar lo que está naturalmente unido y unir artificialmente lo que está separado, con lo que el jardín, preparado por Dios para la morada beata de los hombres y de las mujeres, fue separado del reino y declarado perdido para siempre, inhabitable por la eternidad, mientras que el reino mismo era aplazado a un futuro ultraterreno. No es complicado ver cómo después este dispositivo funcionó en la historia, es decir, en las luchas seculares: el comunismo es siempre puesto por sus sacerdotes en un lejanísimo futuro que será posible alcanzar sólo a través de la mediación de una institución, como el partido, el estado o cualquier otra figura de la separación entre las que se sitúan también los «colectivos» y las diversas organizaciones políticas supuestas del movimiento que, también ellas, piensan casi invariablemente la política como una sucesión de escisiones entre un afuera y un adentro, un externo y un interno, y especialmente como una máquina productiva de acciones que deben realizar algún objetivo. El dogma político de la modernidad se resuelve en el hecho de que el pueblo, las masas o la clase, siendo también sujetos divididos, no pueden acceder autónomamente al reino de la libertad y, por tanto, la revolución debe ser gobernada, como afirman los agustinianos Negri y Hardt en una de sus encíclicas.
Por otra parte, el interés que tiene para nosotros hoy una discusión semejante se enuncia en las primeras páginas de El Reino y el Jardín: «Aun cuando, como ha sucedido muchas veces, grupos de hombres han buscado obtener la inspiración para un modelo de comunidad decididamente heterodoxa, la estrategia dominante ha velado siempre por neutralizar sus implicaciones políticas». No son pocos los que, incluso en años recientes, han tratado de dar vida a estas comunidades heterodoxas e invariablemente ha sucedido que todas han fracasado sin que se comprenda bien el motivo. No es difícil, en cambio, comprender los motivos del desacuerdo en el debate teológico del primer cristianismo.
O, como sostiene Agustín, el pecado, en este sentido original, ha escindido la naturaleza humana de una vez por todas, que así será toda, hasta el fin de los tiempos, culpable y en falta y, por lo tanto, incluso el paraíso lo será, escindido entre un jardín perdido desde siempre y un reino imposible de experimentar en esta vida, o bien, como sostenía ya Ambrosio, Pelagio o después muchas sectas milenaristas, la naturaleza del hombre, pese a que podía pecar, nunca había sido separada y, por tanto, no lo había sido tampoco el paraíso, por lo que jardín y reino coinciden siempre así como la naturaleza humana y la gracia lo hacen en una forma-de-vida.
Como bien observaba Kafka diciendo que es muy probable que, incluso habiendo sido expulsados, no hayamos salido nunca del paraíso y que solamente no lo sepamos, el problema de la humanidad, el verdadero estado de pecado en el que está inmersa, afirmaba, consiste en su inconsciencia y que es esta inconsciencia lo que le ha permitido devastar el jardín y devastarse a sí misma. Encontramos aquí completamente ya presente la llamada cuestión ecológica.
A su vez, Agamben, comentando a Pelagio, escribe que «el pecado no es de hecho una sustancia que se pueda transmitir, sino que consiste solamente en gestos y obras». A partir de esta afirmación, que es la que el filósofo acoge, comprendemos mejor por qué Agamben insiste tanto en la inoperosidad y por qué ha ocupado gran parte de los libros de los últimos veinte años con la crítica del paradigma de la acción, cuya «culpa» es aquella de resultar constantemente escindida en medios y fines. Cada vez que individualmente repetimos este género de acción, cada vez que consentimos a que aquella escisión se repita en cada campo de la vida y que así la determine, cada uno de nosotros es expulsado del paraíso y cada vez que esto es hecho masivamente tenemos la certeza de que en vez del reino de la libertad tendremos aquel de la opresión. La inoperosidad, por tanto, es aquella operación que, mientras desactiva cada obra separada en sí misma, libera a los hombres restituyéndolos a su naturaleza indivisa.
Agamben dedica una glosa importante al concepto de masa en cuanto paradigma teológico-político, mostrando el origen agustiniano del significado de la palabra que después pasaría en la modernidad a designar al sujeto soberano en lugar del pueblo. Pero precisamente en cuanto masa condenada siempre, no puede acceder autónomamente a su liberación, sino que debe confiarse a la mediación de alguna institución que la gobierne. El cometido de la institución es ocultar la autonomía tanto de los singulares como del pueblo y, por tanto, la situación de la que habla Kafka, a saber, que el paraíso siempre ha estado aquí y que nosotros somos sus habitantes — si tan sólo fuésemos conscientes. Cada destitución singular, en este sentido, libera un fragmento de autonomía, es decir, de paraíso. Y es como si el gesto supremo de la destitución pudiera rasgar el pesado telón que impide admirar en su integridad el jardín en el cual, sin embargo, vivimos.
Agamben dedica un capítulo a la manera en que, en la Edad Media, Escoto Eriúgena dio una respuesta a la cuestión teológica del paraíso completamente opuesta a la agustiniana. Aquí, a diferencia de Kafka, se dice que el paraíso, por supuesto, siempre ha estado aquí, pero, a diferencia de Agustín, no es necesario pensarlo de una manera literal sino alegórica. De esta manera, el paraíso sería en realidad la naturaleza humana misma y, por lo tanto, si ha habido pecado, sucedió fuera de ella. Ciertamente, la variante más notable con respecto a la narración de Kafka reside en el hecho de que Eriúgena sostiene que en realidad el ser humano nunca ha vivido en el paraíso edénico y que todo lo que narra el Génesis, incluido el pecado, ocurrió fuera del paraíso, cuando, en suma, ya había salido, pero precisamente por esto resta la promesa eterna de la destinación de la naturaleza humana: «el origen es la meta». Por otra parte, Eriúgena afirma que la naturaleza tanto material como espiritual del hombre no es diferente de la animal, destronando así al hombre del puesto más alto en la jerarquía que siempre ha cumplido en la cultura occidental, sino que existe una única naturaleza, una única sustancia para decirlo con Spinoza, y que ésta está en Dios como Dios está en ella. En definitiva, el pecado es aquello que aleja al hombre de su naturaleza, mientras que el bien es lo que lo reclama a su verdadera morada.
Luego de esto, el pasaje ulterior y definitivo que Agamben lleva a cabo para refutar todo agustinismo se cumple a través del análisis de la obra de Dante Alighieri. En efecto, ya en el ensayo sobre Caproni, para responder a la pregunta «¿Por qué nos importa la filosofía?», el filósofo convocaba a Dante a testimoniar del hecho de que nos importa no porque se identifique con la vida biográfica o psicológica del sujeto que la hace y ni siquiera porque se aísle de ella, sino porque permite su desubjetivación a través de la lengua y con ello el poeta «genera la vida en la palabra». Con lo que poesía y vida coinciden en una lengua sin sujeto que permite una nueva «mutación antropológica». Y esta mutación es exactamente aquello en lo que debería consistir una verdadera política, la cual comienza siempre a través de nuestra vida misma: ¿quién entre nosotros, para decirlo con Caproni, no vive con la sensación de haber perdido un bien, alguna forma de gracia, algo de incalculable? La existencia, a veces, parece solamente consistir en la búsqueda de ese bien que con toda probabilidad hemos perdido para siempre. Pero el bien reside quizás en la búsqueda misma.
En El Reino y el Jardín se muestra cómo Dante indicó una solución al problema del pecado y del paraíso completamente herética con respecto a la opinión ortodoxa de Tomás de Aquino, una solución que es tanto individual como colectiva, es decir, completamente política. En efecto, Dante sostiene que el paraíso terrestre no es sino una figura alegórica de la beatitud humana o, en sus palabras, «civil». La beatitud es por tanto el ejercicio de la propia virtud, la cual se vincula al amor —al «uso de la cosa amada»— y, por tanto, en la coincidencia entre virtud, intelecto y amor está la clave de la felicidad terrena del género humano. Aún más, para Dante la venida de Cristo ha sido suficiente para restaurar la integridad de la naturaleza humana, la redención ya ha tenido lugar y, por tanto, ya no habría necesidad de los sacramentos administrados por la Iglesia. Una vez más, Agamben usa pues a Dante para especificar que «son las acciones humanas, y no la naturaleza», al contrario de lo que dicen siempre los teólogos, lo que provoca la infelicidad del hombre: «el paraíso terrestre de Dante es la negación del paraíso de los teólogos».
Los teólogos, de hecho, no sólo han separado la naturaleza humana de la gracia, sino también el jardín del reino, y este último es a menudo descrito como algo que será instaurado sólo después del fin de los tiempos, la ciudad celeste de Agustín precisamente, y si, en el límite, se puede hablar del reino sobre la tierra sólo puede hacerse refiriéndose a la Iglesia. Es más, en muchos teólogos se encuentra que hasta a este reino paradisíaco ultrahistórico le hará falta un gobierno, alguien que comande y alguien que ejecute, gobernantes y súbditos, aunque incluso no haya propiedad privada. Lo que no puede dejar de recordar la aventura del socialismo realizado — cosa sobre la que el mismo Agamben se detiene. Pero finalmente, el filósofo, en una vertiginosa recapitulación de la tradición apocalíptica, del judaísmo a Walter Benjamin pasando por algún Padre de la Iglesia y las sectas milenaristas, afirma algunas verdades simples: el reino es necesario a los hombres para reencontrar sobre la tierra la felicidad perdida; el reino del que se habla en los Evangelios es terreno y está siempre presente entre nosotros, aquí y ahora; en la historia están presentes dos ritmos temporales, el mesiánico y el cronológico, pero el primero nunca puede ser inscrito en el segundo, incluso si está «cerca».
He aquí otro aforismo de Kafka concerniente al paraíso: «Fuimos creados para vivir en el paraíso, el paraíso estaba creado para estar a nuestro servicio. Nuestro destino ha sufrido un cambio, no así el del paraíso». Nuestro destino ha sufrido un cambio por las instituciones, por un Gobierno de los hombres y de las cosas que no quiere terminar y que continúa con este fin engañando a los hombres difiriendo indefinidamente el reino y, por tanto, el «paraíso en la tierra». Pero éste, el paraíso, está siempre aquí y espera solamente ser habitado. De este modo, el reino está entre nosotros, pero para permitirle advenir es necesario quitar los obstáculos que nos impiden verlo. Es por esto que la destitución de todo Gobierno es necesaria.

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