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Durante más de cuarenta años, desde que el contagioso entusiasmo por el jazz estallara en 1914 en América, éste se ha afirmado como un fenómeno de masas. El procedimiento, cuya prehistoria se remonta a cancioncillas de la primera mitad del siglo xix como Turkey in the Straw y Old Zip Coon, no ha cambiado en lo esencial, pese a las explicaciones de los historiadores propagandistas. El jazz es una música que, con una estructura melódica, armónica, métrica y formal simplísima, ordena el decurso musical mediante síncopas perturbadoras, sin que esto afecte a la unidad testaruda del ritmo básico, a los tiempos idénticos del compás, a las negras. Esto no significa que en el jazz no haya sucedido nada. Por ejemplo, el monocromo piano perdió la supremacía que poseía en el ragtime en favor de los grupos pequeños, generalmente de metal; las actitudes salvajes de las primeras jazzbands del sur (sobre todo de Nueva Orleans) y de Chicago se han moderado a medida que aumentaba la comercialización y la difusión, si bien han sido reanimadas en numerosos intentos que siempre, ya se llamen swing o bebop, quedan a merced del negocio y pierden rápidamente su agudeza. El propio principio, en el que inicialmente hubo que insistir de una manera exagerada, se ha convertido en una obviedad y ahora puede prescindir de los acentos en las partes malas del compás que antes hacían falta. El músico que hoy siguiera usando esos acentos sería ridiculizado como corny, es decir, estaría tan pasado de moda como los trajes de noche de 1927. La rebeldía se ha transformado en tersura de segundo grado; la forma de reacción del jazz se ha vuelto tan habitual que toda una juventud oye primariamente en síncopas y ya no percibe el conflicto original entre éstas y el metro fundamental. Pero todo esto no cambia nada en una música que siempre es lo mismo y que plantea el enigma de cómo es posible que millones de personas no se hayan cansado todavía de ese monótono estímulo. Winthrop Sargeant, que hoy es conocido en todo el mundo como experto en arte de la revista Life y al que debemos el libro más fiable y sensato sobre el tema, escribió hace diecisiete años que el jazz no es un idioma musical nuevo, sino que «hasta en sus manifestaciones más complejas es un asunto muy sencillo de fórmulas que se repiten sin cesar». Esto sólo se puede percibir tan claramente en América: en Europa, donde el jazz todavía no forma parte de la vida cotidiana, los creyentes que lo practican como una cosmovisión tienden a malentenderlo como una irrupción de la naturaleza original e indómita, como un triunfo sobre los bienes culturales museísticos. Es indudable que el jazz tiene elementos africanos, pero también lo es que en él todo lo rebelde ha estado siempre insertado en un esquema estricto y que el gesto de la rebelión siempre ha estado (y sigue estando) acompañado por la predisposición a obedecer ciegamente, como sucede según la psicología analítica en el tipo sadomasoquista, que protesta contra la figura paterna, pero en secreto la admira, quisiera ser como ella y disfruta de esa subordinación que odia. Esta misma tendencia fomentó la estandarización, la explotación comercial y la congelación del jazz. No ha hecho falta que unos comerciantes malvados dañen desde fuera a la voz de la naturaleza: el propio jazz se encarga de esto y provoca con sus usos el abuso, que luego escandaliza a sus puristas. Ya los espirituales negros, formas previas del blues, eran una música de esclavos que unía a la queja por la falta de libertad su confirmación sumisa. Por lo demás, es difícil aislar los auténticos elementos negros del jazz. El proletariado blanco también forma parte de su prehistoria, antes de que el jazz fuera colocado bajo los focos de una sociedad que parecía estar esperándolo y que conocía sus impulsos desde tiempo atrás gracias al cake-walk y a los bailes de step.
Sin embargo, el escaso repertorio de procedimientos y particularidades, la exclusión rigurosa de lo no reglamentado, hace difícil comprender la persistencia de una especialidad provista apenas (y sólo para fines publicitarios) de cambios. El jazz se estableció para una pequeña eternidad en medio de una fase que no era precisamente estática y no muestra la menor disposición a relajar su monopolio, sino sólo a adaptarse a sus oyentes (que a veces están muy bien preparados y otras veces no), pero no ha perdido nada de su carácter de moda. Lo que se ha hecho durante cuarenta años es tan efímero como si hubiera durado una temporada. El jazz es un amaneramiento de la interpretación. Al igual que en las modas, lo fundamental en él es el envoltorio y no la cosa; el jazz colorea la música ligera, los productos más yermos de la industria de los hits, pero nadie compone jazz en tanto que tal. Por eso, los fanáticos (en América se les llama simplemente fans) que se dan cuenta de esto apelan a la improvisación. Pero eso es una patraña. En América hasta los niños espabilados saben que la rutina apenas deja sitio ya a la improvisación y que lo que parece espontáneo está preparado cuidadosamente y con precisión mecánica. Donde antes se improvisaba realmente y en los grupos de oposición, que hoy tal vez sigan improvisando para divertirse, los hits son el único material. De ahí que las «improvisaciones» se reduzcan a perífrasis más o menos débiles de las fórmulas fundamentales, bajo cuya cubierta el esquema se asoma en cada momento. Las improvisaciones están en buena medida sometidas a normas y reaparecen una y otra vez. Lo que puede aparecer en el jazz es tan limitado como el corte especial de un traje. El jazz es muy pobre en comparación con las numerosas posibilidades de inventar y tratar el material musical hasta en la esfera del entretenimiento (si es que las necesita). Lo que utiliza de las técnicas musicales disponibles es completamente arbitrario. La simple prohibición de ir modificando el pulso fundamental a medida que avanza una pieza constriñe tanto al músico que someterse a esa prohibición se lo exige más la regresión psicológica que la consciencia estética del estilo. No menos lo atan las restricciones de tipo métrico, armónico, formal. Que el jazz sea siempre lo mismo se debe no a la organización del material, en la que (como sucede en un lenguaje articulado) la fantasía se podría sentir libre, sino al carácter exclusivo de unos cuantos trucos, fórmulas y clichés definidos. Es como si nos aferráramos convulsamente al encanto del en vogue y negáramos el paso del tiempo renunciando a arrancar las hojas del calendario. La moda se entroniza como algo permanente y pierde así la dignidad de moda, la dignidad de ser efímera.
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Para entender por qué unas pocas recetas circunscriben toda una esfera, como si no hubiera nada más, hay que liberarse de todos los tópicos sobre la vitalidad y el ritmo de la época que nos cuentan los anuncios, su apéndice periodístico y las propias víctimas. Lo que el jazz, nos presenta es muy modesto precisamente por cuanto respecta al ritmo. La música seria desde Brahms produjo por sí misma todo lo que llama la atención en el jazz, y no se quedó ahí. Y es dudosa la vitalidad de un procedimiento más propio de una cadena de montaje y que está estandarizado hasta en sus desviaciones. Los ideólogos europeos del jazz cometen el error de pensar que una suma de efectos calculados y ensayados psicotécnicamente son la expresión de esa situación anímica cuyo espejismo la música despierta en el oyente, como si se pensara que las estrellas del cine cuyos rostros bien proporcionados o afligidos imitan los retratos de personajes famosos son por esta razón seres como Lucrecia Borja o Lady Hamilton, si es que éstas no fueron ya sus propios maniquíes. Lo que una inocencia confundida por el entusiasmo percibe como una selva virgen es una mercancía fabril, incluso cuando el negocio tiene una sección especial para exponer la espontaneidad. La paradójica inmortalidad del jazz se debe a la economía. La competencia del mercado cultural ha demostrado que hay unos rasgos, como la sincopa, el sonido semivocal, semiinstrumental, la armonía impresionista y resbaladiza y la instrumentación exuberante y despilfarradora, que tienen mucho éxito. Estos rasgos son seleccionados y reunidos calidoscópicamente en combinaciones diversas, sin que entre el esquema del conjunto y los detalles (igualmente esquemáticos) se haya producido la menor interacción. Los resultados de la competencia, que tal vez no era libre, son lo único que queda, y el procedimiento se ha precisado en la radio. Las inversiones en las name bands (las orquestas de jazz difundidas por una propaganda dirigida científicamente) y más aún el dinero que las empresas que compran el tiempo de la radio para emitir publicidad gastan en programas musicales muy oídos, como la hit parade, hacen que la divergencia sea arriesgada. Además, la estandarización significa un dominio cada vez más sólido sobre las masas de oyentes y sus conditioned reflexes. Se espera que sólo pidan lo que están acostumbradas a oír y que se enfaden cuando algo decepcione las exigencias cuya satisfacción les parece un derecho humano del cliente. Si en la música ligera alguien se atreviera a presentar algo diferente, no tendría ninguna posibilidad de éxito debido a la concentración económica.
El hecho de que una cosa contingente y arbitraria sea insuperable refleja algo de la arbitrariedad del control social actual. A medida que la industria cultural elimina las divergencias y corta las posibilidades de desarrollo del propio medio, la ruidosa dinámica se acerca a la estática. Ya que ninguna pieza de jazz conoce la historia, en el sentido musical; ya que hay que volver a montar todos sus componentes y ya que ningún compás se deriva de la lógica del progreso, la moda atemporal se convierte en una alegoría de una sociedad congelada planificadamente, de manera similar a la pesadilla de la novela de Huxley Brave New World. Los economistas podrían analizar si aquí se manifiesta una tendencia de la sociedad superacumuladora a volver al estadio de la reproducción sencilla de la ideología. El temor que Thorstein Veblen, completamente decepcionado, expresa en sus últimos escritos: que el juego de fuerzas económico y social se detenga en un estado jerárquico negativo-ahistórico, en una especie de sistema feudal potenciado, este temor es poco verosímil, pero está dentro del jazz como su deseo. La imago del mundo técnico contiene algo ahistórico que la hace idónea para el engaño mítico de la eternidad. La producción planificada segrega del proceso vital lo no dirigido y lo imprevisible, y de este modo parece quitarle lo nuevo, sin lo cual es difícil pensar la historia, y la forma del producto masivo estandarizado comunica también a lo que se sucede en el tiempo algo de la expresión de lo que siempre es lo mismo. En un tren de 1950 resulta paradójico que sea diferente de un tren de 1850: por eso, los trenes más modernos están decorados con fotografías de trenes antiguos. Desde Apollinaire, los surrealistas (que tienen algunos puntos de contacto con el jazz) han aludido a esta capa de experiencia: «Ici même les automobiles ont l’air d’être anciennes». Inconscientemente, huellas de esto han pasado a la moda atemporal; el jazz, que se solidariza con la técnica y no por casualidad, participa en el «velo tecnológico» como una acción cultual repetida estrictamente, pero sin objeto, y simula que el siglo xx es un Egipto de esclavos y dinastías inacabables. Lo simula: pues mientras que la técnica es simbolizada de acuerdo con el modelo de la rueda que gira de manera monótona, sus fuerzas se despliegan desmesuradamente, y la técnica está rodeada por una sociedad cuyas tensiones siguen empujando, cuya irracionalidad persiste y que proporciona a los seres humanos más historia de lo que quisieran. La atemporalidad es proyectada a la técnica por una ordenación del mundo que ya no quiere cambiar, para no desplomarse. Sin embargo, la eternidad falsa es desmentida por lo contingente y menor que se establece como principio general. Los señores de los «imperios de mil años» de hoy tienen el aspecto de criminales, y el gesto perenne de la cultura de masas es propio de asociales. El hecho de que la dictadura musical sobre las masas la ejerza precisamente el truco de la síncopa alude a la usurpación, al control totalitario, que es al final irracional pese a la racionalidad de los medios. En el jazz hay claramente visibles unos mecanismos que en verdad forman parte de la ideología actual, de toda industria cultural, pues sin conocimiento técnico no son tan fáciles de emplear como en el cine. Pero también el jazz adopta sus medidas de precaución. En paralelo a la estandarización transcurre la pseudoindividualización. Cuanto más se golpea a los oyentes con la fusta, menos deben notarlo. Se les hace creer que el jazz es un «arte para consumidores» hecho a su medida. Los efectos específicos con que el jazz rellena su esquema, en especial la síncopa, se presentan según los casos como un estallido o una caricatura de la subjetividad no atrapada (virtualmente de la del oyente) o también como matiz en honor del oyente. Pero el método cae en su propia trampa. Tiene que prometerle continuamente al oyente algo especial, aguijonear su atención, destacarse de la gris uniformidad, pero no puede salir de su propio perímetro; el método tiene que ser siempre nuevo y siempre lo mismo. De ahí que las desviaciones estén tan estandarizadas como los estándares y se retiren en el mismo instante en que aparecen: el jazz, como toda la industria cultural, cumple los deseos sólo para negarlos al mismo tiempo. El sujeto del jazz, el representante del oyente en la música, se comporta como un tipo raro, pero no lo es. Los rasgos individuales que no concuerdan con la norma están marcados por ésta, son huellas de la mutilación. Asustado, el individuo se identifica con la sociedad a la que teme porque ella lo convirtió en lo que es. Esto confiere al ritual del jazz su carácter afirmativo: el carácter de la admisión en la comunidad de los iguales no libres. Bajo su signo, el jazz puede apelar a las masas de oyentes con una conciencia diabólicamente buena. Los procedimientos estándar, que indiscutiblemente predominan y que son manejados durante periodos de tiempo muy largos, provocan reacciones estándar. Sería una ingenuidad pensar que, cambiando la política de programación (como propugnan algunos educadores bienintencionados), se les dará a los seres humanos violentados algo mejor o simplemente diferente. Unos cambios serios de la política de programación, si no fueran más allá del ámbito ideológico de la industria cultural, serían rechazados enérgicamente. La población está tan acostumbrada a las cosas malas que le hacen que no puede renunciar a ellas aunque haya empezado a comprender en qué consisten; al contrario, tiene que estimular su propio entusiasmo para convencerse de que lo ignominioso es bueno. El jazz diseña esquemas de un comportamiento social al que los seres humanos están de todos modos obligados. La gente ejercita en el jazz esos modos de comportamiento, y además lo aman porque les hace más fácil lo inevitable. El jazz reproduce su propia base masiva, sin que por eso tengan menos culpa quienes lo producen. La eternidad de la moda es un círculo vicioso.
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Los partidarios del jazz se dividen, como David Riesman ha subrayado recientemente, en dos grupos claramente diferenciados. En el interior viven los expertos o los que se consideran expertos (pues a menudo los fanáticos que se presentan con una terminología inventada por ellos mismos y distinguen con grandilocuencia estilos jazzísticos apenas son capaces de explicar con conceptos precisos de técnica musical lo que los fascina). Por lo general se consideran vanguardistas, haciendo uso de una confusión que hoy se observa por doquier. No es el síntoma menos importante de la decadencia de la educación que la diferencia (cuestionable, sin duda) entre el arte autónomo y «elevado» y el arte comercial y «ligero» no sólo no se conozca críticamente, sino que ni siquiera se perciba. Desde que unos intelectuales derrotistas (en relación con la cultura) utilizaron el arte comercial contra el arte autónomo, los vulgares campeones de la industria cultural tienen la orgullosa confianza de que marchan en la vanguardia del espíritu del tiempo. La distinción de «niveles culturales» de acuerdo con el esquema lowbrow, middlebrow y highbrow para oyentes del primero, del segundo y del tercer programa es repugnante. Pero no la superaremos si las sectas lowbrow se declaran highbrow. El justificado malestar con la cultura ofrece el pretexto, pero no la razón, para glorificar como irrupción de un nuevo sentimiento del mundo a un sector completamente racionalizado de la producción masiva que humilla y vende a esa cultura, sin transcenderla lo más mínimo, y para mezclarlo con el cubismo, con la poesía de Eliot y con la prosa de Joyce. La regresión no es el origen, pero éste es la ideología para ella. Ha capitulado ante la barbarie quien se deja engañar por la respetabilidad creciente de la cultura de masas y afirma que un hit es arte moderno porque un clarinete berrea notas falsas y que un trítono con dirty notes es atonal. La cultura degradada a cultura es castigada a que la gente la confunda con sus propios productos de desecho a medida que se va difundiendo. Un analfabetismo seguro de sí mismo, para el que la estupidez del exceso tolerado es el reino de la libertad, se venga del privilegio educativo. En su débil rebelión ya están dispuestos a someterse de nuevo, tal como les enseña el jazz cuando integra a los lentos y a los rápidos en el paso de marcha colectivo. Hay una semejanza llamativa entre el entusiasta del jazz y algunos adeptos juveniles del positivismo lógico, que renuncian a la formación filosófica con el mismo ardor con que aquéllos renuncian a la formación musical. El entusiasmo se ha convertido en desilusión, los afectos se adhieren a una técnica, en contra de todo sentido. La gente se siente a salvo en un sistema que está tan bien definido que no se pueden cometer errores, y el anhelo reprimido de lo que habría fuera se manifiesta en el odio intransigente y en un aspecto en el que el conocimiento de los iniciados se suma a la reclamación de los desilusionados. La trivialidad descarada, la permanencia en la superficie como certeza indudable, transfigura el rechazo cobarde de toda reflexión. Todas estas formas habituales de reacción han perdido recientemente su inocencia, se presentan como filosofía y acaban volviéndose malvadas.
Alrededor de los expertos en una cosa que no contiene nada, salvo reglas del juego, cristalizan los partidarios vagos, inarticulados. Por lo general se embriagan con la fama de la cultura de masas, que ésta manipula; igual se reúnen en clubes para adorar a las estrellas del cine que coleccionan autógrafos de otras celebridades. Lo que les interesa es la sumisión en tanto que tal, la identificación, y no reparan especialmente en el contenido. Si son chicas, han aprendido a desmayarse cuando oyen la voz de un crooner, de un cantante de jazz. Su aplauso, que se dispara con una señal luminosa, se escucha en los programas populares de radio, en cuya emisión estos partidarios pueden estar presentes. Se denominan a sí mismos jitterbugs, escarabajos que ejecutan movimientos reflejos, actores de su propio éxtasis. Estar fascinado por algo, tener una cosa presuntamente propia, los compensa de su vida pobre y triste. Está socializado el gesto de la adolescencia, decidida a «entusiasmarse» con éste o aquél de un día para otro, reservándose la posibilidad de condenar mañana como una estupidez lo que hoy adora fervorosamente. Por supuesto, en Europa se pasa por alto que los adeptos del jazz de este continente no se parecen a los de América. Lo excesivo y rebelde que en Europa todavía se percibe en el jazz falta hoy en América. El recuerdo de los orígenes anárquicos que el jazz comparte con todos los movimientos de masas del presente está reprimido a fondo, aunque subterráneamente pueda seguir funcionando. El jazz está garantizado como institución, taken for granted, aseado y bien vestido. Sin embargo, los entusiastas del jazz de todos los países comparten el momento de docilidad en el delirio paródico. Su juego alude así a la seriedad animal de los prosélitos en los Estados totalitarios, aunque la diferencia entre juego y seriedad conduzca a la diferencia entre vida y muerte. Los anuncios de un hit de una célebre name band decían: «Follow Your Leader, X. Y.». Mientras que en los Estados dictatoriales europeos los líderes de ambos tipos tronaban contra la decadencia del jazz, la juventud de los demás Estados estaba electrizada desde tiempo atrás, como por marchas militares, por los bailes sincopados, cuya orquesta no es casualidad que proceda de la música militar. La división en tropas especiales y soldados inarticulados tiene algo que ver con la división entre la elite del partido y el resto del pueblo.
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El monopolio del jazz se basa en la exclusividad de la oferta y en el predominio económico que hay tras ella. Pero este monopolio se habría acabado hace tiempo si esa especialidad omnipresente no contuviera algo general a lo que las personas se refieren. El jazz tiene que poseer una «base masiva», la técnica tiene que enlazar con un momento en los sujetos que a su vez remite a la estructura social y a conflictos típicos entre el yo y la sociedad. Al buscar ese momento, habrá que pensar ante todo en el excentric clown o en paralelos con cómicos cinematográficos más antiguos. Se revoca la manifestación de la debilidad individual, se confirma el traspié como una especie de habilidad superior. En la integración de lo asocial, el esquema del jazz coincide con el esquema igualmente estandarizado de la novela policíaca, donde el mundo está desfigurado (o desvelado) como si lo asocial, el crimen, fuera la norma cotidiana, y donde al mismo tiempo la victoria inevitable del orden elimina por arte de magia la amenaza de la tentación. A todo esto sólo sería adecuada la teoría psicoanalítica. La meta del jazz es la reproducción mecánica de un momento regresivo, un simbolismo de castración que parece decir esto: «Renuncia a tu virilidad, déjate castrar, como lo caricaturiza y proclama el sonido eunuco de la jazzband, y serás recompensado entrando en un grupo de hombres que comparte contigo el secreto de la impotencia, el cual se revela en el momento del rito de iniciación»1. Que esta interpretación del jazz, de cuyas implicaciones sexuales sus escandalizados enemigos tienen una idea mejor que sus apologistas, no es arbitraria ni exagerada, se podría demostrar en innumerables detalles de esta música y de los textos de los hits. Wilder Hobson describe en su libro American Jazz Music a un director de jazz de los primeros tiempos llamado Mike Riley que, en un excéntrico musical, practicaba verdaderas mutilaciones en los instrumentos: «La banda arrojaba agua y desgarraba su ropa, y Riley ofreció tal vez la mayor de las comedias de trombón, una interpretación demencial de Dinah durante la cual desmembró repetidamente el trombón y lo volvió a montar erráticamente hasta que el tubo colgaba hacia abajo como muebles de latón en una tienda de trastos viejos, con un bocinazo vagamente armónico que todavía sonaba desde uno o varios de los extremos sueltos». Mucho tiempo antes, Virgil Thomson había comparado las actuaciones del célebre trompetista de jazz Armstrong con las de los grandes castrati del siglo xviii. Toda esta esfera la describe el vocabulario, que distingue long-haired y short-haired musicians. Estos últimos son los jazzmen que ganan dinero y pueden permitirse el lujo de cuidar su aspecto; los primeros, que se parecen a la caricatura del pianista eslavo melenudo, pertenecen al estereotipo despectivo del artista que pasa hambre y desprecia las exigencias convencionales. Esto es el contenido manifiesto de ese vocabulario. Apenas hace falta explicar qué significa el pelo cortado: el jazz declara en permanencia a los filisteos que se lanzan sobre Sansón.
Verdaderamente los filisteos. Pues mientras que el simbolismo de la castración tiene unas raíces muy profundas en la realización del jazz y está separado de la consciencia por la institucionalización de lo que siempre es igual (aunque tal vez por ello sea más poderoso todavía), las prácticas del jazz tienden socialmente al reconocimiento, que se extiende casi hasta la fisiología del sujeto, de un mundo sin sueños y realista, purificado de toda huella del recuerdo de lo que no está completamente atrapado. Para comprender la base masiva del jazz hay que conocer el tabú que en América, pese a la práctica oficial del arte, pesa sobre la expresión artística, incluso en el caso de los niños: la progressive education, que los invita a producir con libertad y que convierte a la expresividad en un fin en sí mismo, sólo es una reacción a esto. Mientras que el artista es en parte tolerado y en parte integrado en la esfera del consumo como entertainer (igual que un camarero bien pagado está obligado a prestar sus servicios), el estereotipo del artista es al mismo tiempo el estereotipo del introvertido, del loco egocéntrico, a menudo del homosexual. Estas propiedades se les disculpan a los artistas profesionales y una vida privada escandalosa forma parte del espectáculo que se espera de ellos, pero cualquier otra persona se vuelve sospechosa si practica el arte de una manera espontánea, no controlada por la sociedad. Un niño que prefiera escuchar música seria o tocar el piano a mirar un partido de béisbol o ver la televisión sufrirá en el colegio o en otros grupos a los que pertenezca (y que para él encarnen la autoridad más que sus padres o sus maestros) la burla por ser un sissy, un debilucho afeminado. La misma amenaza de castración que está simbolizada en el jazz y que es ejecutada de una manera mecánico-ritual cae también sobre la expresividad. Sin embargo, durante los años de desarrollo no se puede eliminar la necesidad de expresarse (que no tiene por qué ver con la cualidad objetiva del arte). Los jóvenes todavía no están sojuzgados completamente por la vida económica y por su correlato anímico, que es el «principio de realidad». La opresión no acaba con sus impulsos estéticos, sino que los desvía. El jazz es el medio privilegiado de este desvío. A las masas de jóvenes que un año tras otro acuden a esta moda atemporal, presumiblemente para olvidarla unos años después, les proporciona un compromiso entre la sublimación estética y la adaptación social. El elemento «no realista», inutilizable en la práctica, imaginativo, es admitido si transforma su carácter de tal modo que se parece cada vez más al negocio real, repite sus mandamientos, los aprueba y se reintegra en el ámbito del que quería salir. El arte deja de ser arte: se presenta como parte de esa adaptación a la que su propio principio contradice. Esto ilumina algunos rasgos extraños del procedimiento del jazz. Por ejemplo, la función del arreglo, que no se explica suficientemente a partir de la división técnica del trabajo o a partir de la falta de formación de los «compositores». Nada puede ser lo que es en sí; todo tiene que ser reordenado, llevar las huellas de una preparación que, al acercarlo a lo ya conocido, lo vuelven más fácil de captar, pero al mismo tiempo dan testimonio de que está destinado a cumplir la voluntad del oyente sin idealizarlo y finalmente presentan todo como algo aprobado por el negocio general, que no reclama distancia, sino que participa sin reservas: una música a la que no se le ocurre nada mejor.
También obedece a la primacía de la adaptación el tipo específico de habilidad que el jazz exige de los músicos y hasta cierto punto también de los oyentes y, sin duda, de los bailarines que quieren imitar la música. La técnica estética, como conjunto de los medios para objetivar una cosa autónoma, es sustituida por la capacidad de afrontar obstáculos, de no dejarse confundir por factores trastornadores como la síncopa y de ejecutar astutamente la acción encargada a la regla abstracta del juego. Un sistema de trucos convierte a la realización estética en un deporte. Quien domina este sistema se revela al mismo tiempo práctico. La prestación del músico y del conocedor del jazz se suma a una serie de tests superados felizmente. Pero la expresión, que es el auténtico portador de la protesta estética, sucumbe ante el poder contra el que protesta. Adopta ante él el sonido de lo taimado y lastimoso que se disfraza fugazmente en lo chillón y provocador. El sujeto que se expresa dice de este modo: «Yo no soy nada, soy basura, me merezco lo que me están haciendo». El sujeto ya es potencialmente uno de esos acusados de estilo ruso que son inocentes, pero desde el principio cooperan con el fiscal y no consideran excesivo ningún castigo. El ámbito estético surgió, como una esfera con leyes propias, del tabú mágico que separaba lo sagrado de lo cotidiano y que ordenaba mantener puro lo sagrado, y ahora lo profano se venga con el descendiente de la magia, el arte. Al arte se le permite vivir sólo si renuncia al derecho a ser diferente y se somete al predominio de lo profano, donde finalmente ha pasado el tabú. Nada puede ser si no es como lo que ya es. El jazz es la liquidación falsa del arte: la utopía, en vez de realizarse, desaparece de la imagen.
* Texto recogido de Prismas. Crítica de la cultura y sociedad I, de la traducción publicada por Ediciones Akal.
1 La teoría está desplegada en el ensayo Sobre el jazz, publicado en 1936 en la revista Zeitschrift für Sozialforscbung, pp. 252 ss., y se completa con una crítica de los libros de Sargeant y Hobson publicada en la revista Studies in Philosophy and Social Science, 1941, p. 175.