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Giorgio Agamben / Nota preliminar sobre el concepto de democracia

 

Hoy en día, cualquier debate sobre el término “democracia” está viciado por una ambigüedad preliminar, que condena a quienes lo utilizan a la incomprensión. ¿De qué hablamos cuando hablamos de democracia? ¿Cuál es exactamente la  racionalidad de este término? Si nos fijamos bien, veremos que quienes debaten hoy sobre la democracia utilizan el término para referirse tanto a una forma de constitución del cuerpo político como a una técnica de gobierno. Por tanto, el término se refiere tanto a la conceptualidad del derecho público como a la de la práctica administrativa: designa tanto la forma de legitimación del poder como las modalidades de su ejercicio. Como es evidente para todos que, en el discurso político contemporáneo, este término se refiere la mayoría de las veces a una técnica de gobierno —que, como tal, no es especialmente tranquilizadora—, podemos comprender el malestar de quienes siguen utilizándolo de buena fe en el primer sentido.
Que el entrelazamiento de estas dos conceptualidades —jurídico-política por un lado, económico-gerencial por otro— tiene raíces profundas y no es fácil de desentrañar quedará claro con el siguiente ejemplo. Cuando, en los clásicos del pensamiento político griego, encontramos la palabra politeia (a menudo en el contexto de una discusión sobre las diferentes formas de politeia: monarquía, oligarquía, democracia, así como sus parekbaseis o desviaciones), vemos a los traductores traducir esta palabra a veces como “constitución”, a veces como “gobierno”. Así, el pasaje de la Constitución de los atenienses (cap. XXVII) en el que Aristóteles describe la “demagogia” de Pericles: “dēmotikōteran eti synebē genesthai tēn politeian” es traducido por el traductor inglés como “the constitution became still more democratic”; inmediatamente después, Aristóteles añade que los muchos “apasan tēn politeian mallon agein eis hautous”, que el mismo traductor traduce como “brought all the government more into their hands” (obviamente, traducir como “brought all the constitution”, como habría exigido la coherencia, habría sido problemático).
¿Cuál es el origen de esta verdadera “anfibología”, de esta ambigüedad del concepto político fundamental, por la que unas veces se presenta como constitución y otras como gobierno? Bastará aquí con señalar dos pasajes, en la historia del pensamiento político occidental, en los que esta ambigüedad es particularmente evidente. El primero se encuentra en la Política (1279a 25 y ss.), donde Aristóteles declara su intención de enumerar y estudiar las diferentes formas de constitución (politeiai): “Puesto que politeia y politeuma significan lo mismo y politeuma es el poder supremo (kyrion) de las ciudades, es necesario que el poder supremo sea propiedad de uno, de unos pocos o de muchos…”. Las traducciones comunes dicen: “Puesto que constitución y gobierno significan lo mismo y gobierno es el poder supremo del Estado […].” Aunque una traducción más fiel habría conservado la proximidad de los dos términos politeia (actividad política) y politeuma (lo político que resulta de ella), es evidente que el intento de Aristóteles de reducir la anfibología mediante esta figura que él llama kyrion es el problema esencial de este pasaje. Para utilizar una terminología moderna —y no sin extender un poco la cuestión—, poder constituyente (politeia) y poder constituido (politeuma) se entrelazan aquí en la forma de un poder soberano (kyrion), que parece ser lo que mantiene unidas las dos caras de la política. Pero, ¿por qué está escindida la política y cómo articula y sutura el kyrion esta escisión?
El segundo pasaje se encuentra en El contrato social. En su curso de 1977-1978, Seguridad, territorio, población, Foucault ya había mostrado que Rousseau estaba preocupado precisamente por el problema de conciliar una terminología jurídico-constitucional (“contrato”, “voluntad general”, “soberanía”) con un “arte de gobierno”. Pero, desde la perspectiva que aquí nos interesa, la distinción y la articulación entre soberanía y gobierno, que fundamenta el pensamiento político de Rousseau, es decisiva. “Ruego a mis lectores”, escribe en su artículo sobre la “Economía política”, “que distingan entre la economía pública de la que tengo que hablar, y que llamo gobierno, y la autoridad suprema, que llamo soberanía; distinción que consiste en que una tiene el derecho legislativo […] mientras que la otra tiene el poder ejecutivo.” En El contrato social, la distinción se reafirma como articulación entre voluntad general y poder legislativo por una parte, y gobierno y poder ejecutivo, por otra. Pero para Rousseau se trata precisamente tanto de distinguir como de anudar estos dos elementos (razón por la cual, en el mismo momento en que enuncia la distinción, debe negar enérgicamente que se trate de una división del soberano). Como en Aristóteles, la soberanía, el kyrion, es a la vez uno de los términos de la distinción y lo que une constitución y gobierno en un nudo indisoluble.
Si hoy asistimos a la dominación aplastante del gobierno y de la economía sobre una soberanía popular progresivamente vaciada de todo sentido, es quizá porque las democracias occidentales están pagando el precio de una herencia filosófica que había asumido sin beneficio de inventario. El malentendido que consiste en concebir el gobierno como mero poder ejecutivo es uno de los errores más graves de la historia de la política occidental. Ha dado lugar a que la reflexión política de la modernidad se pierda tras abstracciones vacías como la ley, la voluntad general y la soberanía popular, dejando sin respuesta el problema, decisivo desde cualquier punto de vista, que es el gobierno y su articulación con el soberano. En un libro reciente, intenté mostrar que el misterio central de la política no es la soberanía sino el gobierno, no Dios sino el ángel, no el rey sino el ministro, no la ley sino la policía, o más exactamente, la doble máquina gubernamental que forman y mantienen en movimiento.
El sistema político occidental es el resultado de la imbricación de dos elementos heterogéneos, que se legitiman y se dan coherencia mutuamente: una racionalidad político-jurídica y una racionalidad económico-gubernamental, una “forma de constitución” y una “forma de gobierno”. ¿Por qué la politeia está atrapada en esta ambigüedad? ¿Qué confiere al soberano (el kyrion) el poder de garantizar y asegurar su unión legítima? ¿No se trataría de una ficción, destinada a ocultar que el centro de la máquina está vacío, que no hay, entre los dos elementos y las dos racionalidades, articulación posible? ¿Y que es precisamente de su desarticulación de donde surge ese ingobernable, que es a la vez la fuente y el punto de fuga de toda política?
Es probable que, mientras el pensamiento no se decida a medirse con ese nudo y su anfibología, cualquier discusión sobre la la democracia —como forma de constitución y como técnica de gobierno— corra el riesgo de volver a caer en la charlatanería.

Traducción de Note liminaire sur le concept de démocratie, que se encuentra en Démocratie, dans quel état ?, publicado en Les Éditions Écosocieté.

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