Del 19 al 20 de mayo, lundimatin y La Maison de la Grève en Rennes organizan un seminario «Contra el estado de emergencia». Para extender la invitación, lundimatin publicó una entrevista con Ninon Grangé, una de los participantes.
Tras los atentados de noviembre de 2015, François Hollande pronunció un discurso solemne ante el congreso: declaró a Francia en guerra contra el terrorismo. Dos frentes se abren: por un lado, Francia se compromete en la guerra en Siria bombardeando posiciones del Estado Islámico. Por el otro, el presidente declaró el estado de emergencia en el territorio nacional. La inflación de los poderes de policía coincide con la confusión oportuna entre islam, radicalidad política del Estado islámico e inmigrantes. Esta estigmatización de una parte entera de la población evoca y actualiza la imagen de la guerra civil. Política, estado de excepción, guerra civil, esta situación lleva al frente estos conceptos fundadores de Occidente. ¿De qué guerra hablamos? Nos hemos encontrado con Ninon Grangé, Maître de conférences en filosofía política en la Universidad de París 8. Ha trabajado especialmente en los conceptos de guerra y de guerra civil en la filosofía. Es la autora de De la guerre civile (Armand Colin, 2009) y Oublier la guerre civile ? Stasis, chronique d’une disparition (Vrin-EHESS, 2015).
Maison de la Grève: La guerra civil es un concepto político límite. Más que una guerra concreta, describe una idea de la naturaleza humana. Es una idea del hombre que, en «estado natural», viviría en una situación de conflicto permanente. ¿Puedes explicarnos este vínculo entre un análisis antropológico («el estado de naturaleza») y un concepto político («la guerra civil»)? Y ¿cómo estos dos conceptos justifican conjuntamente la construcción de una institución como el Estado moderno?
Ninon Grangé : Para los filósofos, el estado de naturaleza tiene un sentido antropológico, pero también político. Cuando se preguntan: ¿qué es la naturaleza humana con respecto a un estado político?, habría entonces una condición previa de la sociedad. Es decir que la naturaleza es lo que pone fin al contrato social para Rousseau, el pacto social en Hobbes. Es aquello contra lo cual –y el «contra» tiene todos los sentidos posibles– se apoya la construcción del Estado, y más ampliamente de lo político formado, formalizado. Ya que finalmente esto vale para el nacimiento de cualquier organización política que haga uso de instituciones, administraciones, etc. Es una formalización de relaciones políticas a partir de su pre-existencia supuesta –o puesta– en un estado de naturaleza. Pre-existencia se entiende de manera perfecta y únicamente lógica. Porque el estado de naturaleza no es el origen histórico del Estado, es una ficción teórica construida para comprender. Citamos evidentemente a Rousseau y Hobbes, pero hay muchos otros estado de naturaleza y no solamente en los filósofos de los siglos XVII y XVIII. Estado de naturaleza lo hay en Lucrecio, por ejemplo. Y lo que es interesante es que tomó una forma semiliteraria. De pronto, para decir qué es la naturaleza humana y explicar el nacimiento de lo político o explicar la necesidad de su nacimiento, los filósofos cuentan una historia. Usan el jardín de Edén, usan el paraíso perdido. Existe todo un cúmulo de imágenes que son concentradas para contar una historia. Pero esta historia tiene una finalidad, ya sea explicativa o deductiva. El estado de naturaleza asume la función de hipótesis, completamente construida, de la cual algo se deduce. Finalmente, el estado de naturaleza tiene en vista una forma de racionalidad política extrema. En nuestras sociedades, remplaza, quiebra lo que incumbe a los mitos de los orígenes.
El estado de naturaleza es pues una ficción que tiene por función principal poner en guardia contra la guerra civil, contra el caos, contra la ausencia de Estado. Esta ficción es entonces más que una explicación, es una definición del género humano, una ontología. ¿Qué idea del hombre se encuentra detrás de todo esto?
El estado de naturaleza es un modelo. Por otra parte, se tiene tendencia a pensar mucho, incluso sin darse cuenta de ello, en términos hobbesianos. Se considera que el Estado está ahí para impedir la guerra civil, para impedir que la sociedad recaiga en el estado de naturaleza, que es, para Hobbes, el estado de guerra de todos contra todos. Para definir el estado de naturaleza, Hobbes utiliza imágenes reducidas al individuo. Hace como si la guerra pudiera ser remitida a un duelo entre dos personas. Ése no es el caso. Y aquí, ya, el término de guerra no es muy pertinente porque la guerra interindividual no corresponde a un estado de guerra. El Estado moderno se relaciona a una concepción hobessiana y, por tanto, supone relaciones belicosas entre la gente. Hobbes no se limita a esto, por supuesto. Pero encuentro interesante que se vea el mundo actual con lentes más bien hobbesianos y que no se cuestione que las relaciones naturales, espontáneas, serían relaciones de hostilidad, de miedo, de conflicto, de agresividad. Encuentro pertinente discernir estos cimientos antropológicos conformados únicamente de relaciones de fuerza, de relaciones de ferocidad e incluso de crueldad antes que decretar que se vive en un estado de guerra o de guerra civil. Ésta es más bien la constatación que hago sobre la sociedad actual: se presuponen relaciones sociales belicosas, con un fundamento antropológico, se toma por dinero contante lo que es una historia práctica con fines demostrativos en Hobbes, no se dan cuenta de que se está comprendiendo de manera literal lo que es una metáfora lógica.
Siguiendo el camino de pensamiento de estos filósofos ¿cómo se traduce el paso entre el estado de naturaleza y la organización humana como Estado moderno?
A través de una gran ruptura. Por otra parte, a menudo encontramos representaciones que reproducen esta violencia: la expectativa abierta del estado de naturaleza. Porque se pasa de la ficción, de la hipótesis, a la construcción, al Estado moderno. En Rousseau, por ejemplo, la salida del estado de naturaleza y la entrada en la historia son casi imposibles de forma lógica. Es un salto lógico muy importante. Pero la ruptura es igualmente de orden temporal. Y tal vez todas esas construcciones, en sus radicalidades, son una manera de no dejarse arrastrar a la violencia desencadenada que se atribuye a menudo a la guerra civil. Es una manera de duplicar una racionalización que permite contrarrestar las violencias de las guerras civiles comprendidas como violencias originarias. Porque al mismo tiempo Hobbes, Spinoza e incluso Rousseau, y muchos filósofos del derecho natural, vivían completamente en siglos de guerras, de guerras europeas, saliendo de las guerras de religión. Hay guerras civiles por todas partes.
La guerra civil se vuelve entonces una noción difícil de asir, como si fuera una especie de operador entre la ficción del estado de naturaleza y la construcción del Estado. Toca pues a la intimidad de lo político. ¿Cómo comprender este vínculo?
Lo político bajo su forma actual nació tal vez de la guerra civil. Ella es al mismo tiempo lo que hay que repeler, aquello contra lo cual hay que tomar seguridad, y un concepto que el poder puede instrumentalizar. Lo que se juega con el nacimiento de lo político, a partir del estado de naturaleza y del espectro de la guerra civil, es la cuestión del poder constituyente. Aquí también se tiene esta especie de imposibilidad lógica de algo que nace a partir de nada. O bien, dicho de otro modo, algo que se engendra a sí mismo. Esto es muy difícil de representarse, y por tanto difícil de aceptar. Los constituyentes, tanto durante la Revolución Francesa como durante la Revolución Estadounidense, decidieron que no pueden ser reelegidos. Es una manera de volver visible el poder constituyente. Y es finalmente una respuesta a la cuestión del poder originario: el poder constituyente es concebido como una alternativa a la violencia; esto compromete una concepción del poder.
En el fondo, la cuestión de la modernidad, del Estado moderno, no es primera. La especificad del Estado moderno no es suficiente para comprender la guerra civil en su estatuto teórico, en su estatuto hipotético, en su estatuto ficcional. La guerra civil existe para cualquier entidad política, tiene un vínculo con toda formación de lo político. Y por formación hay que comprender a la vez la organización y el nacimiento de lo político.
La guerra civil es corrientemente asimilada a imágenes de caos, de barbarie, de muerte. Es utilizada como un repelente poderoso. ¿Esta imagen es continua a lo largo de la historia o existen otros imaginarios de la guerra civil?
Si leemos a Nicole Loraux y lo que ella dice de la guerra civil tal como es descrita por Tucídides, no es completamente el caos, es la inversión de todos los valores. Es el mundo sentido patas arriba, donde todas las relaciones se invierten, donde las palabras tienen un sentido contrario, donde la cobardía se vuelve coraje, donde las mujeres y los esclavos toman las armas. El imaginario de la guerra civil no es completamente un caos, es algo que tiene que ver con la ausencia de orden. Aunque sea por esto, es particularmente aterrador.
Para Hobbes, la guerra civil es o bien una guerra entre diferentes grupos de una misma entidad política, o bien súbditos que declaran la guerra a su soberano. Para Solón, la guerra civil necesita una ley: hay que tomar partido en ella, si no, se te aparta de tu dignidad de ciudadano. Si tomamos las cosas al revés, incluso una pasividad, incluso una neutralidad constituyen ya una intervención. No hay neutralidad en política. Es una idea realmente liberal pensar que hay algo neutro. De hecho, no existe lo neutro.
Tras los motines en Aulnay-sous-Bois después de la violación de Théo por policías, François Fillon, entonces candidato a la elección presidencial, declara que se desarrolla «un clima de cuasi-guerra civil». ¿Cómo entender los diferentes niveles del concepto de guerra civil entre la utilización de la guerra civil como amenaza y la realidad de una situación que no deja de extenderse entre una parte de la población, las fuerzas del orden y los representantes de la clase política?
La noción de guerra civil, cuando es utilizada como una etiqueta, un eslogan, un espantapájaros que hay que alejar, revela algo que está más allá del nacimiento de lo político. Con las violencias policiales, advertimos un resurgimiento o una aparición en la visibilidad de una violencia que es, algunos dirían, la violencia del Estado, otros dirían la violencia del derecho. Incluso en nuestras democracias occidentales, pacificadas, confortables, etc., el poder, la aplicación de la ley tiene algo que ver con la violencia reconstituida en relación de fuerza. Walter Benjamin decía de la policía : «La ignominia de la policía se apoya en la ausencia […] de toda separación entre la violencia que funda el derecho y la que lo conserva».
Desde 2016, no se puede sino destacar que las democracias occidentales nombran a partes cada vez más grandes de su población como enemigo interno. Un nuevo marco jurídico acompaña esta designación, cuya figura ejemplar es la del terrorista. El dispositivo implementado para responderle, el estado de emergencia, permite actuar, e incluso actuar preventivamente. Es decir que ya no se reprime a personas por sus actos, sino porque representan una amenaza. ¿Qué nos dice esta nueva porosidad entre el ciudadano y el enemigo?
Lo que es nuevo en todas las legislaciones post-11 de septiembre es el efecto de interferencia sobre «quién es el enemigo». Se ha visto incluso en un nivel metajurídico con la guerra en Afganistán y el estatuto completamente aberrante pero jurídicamente enmarcado de «combatiente ilegal» y los encarcelados de Guantánamo. Esta interferencia se hace entre aquel que se puede llamar el mal ciudadano, y aquel que se puede llamar el ciudadano enemigo. La mayor sorpresa del 11 de septiembre fue darse cuenta de que los terroristas eran gente proveniente de la clase media. Porque finalmente lo que plantea problemas no es tanto designar a un enemigo externo, lo que plantea problemas es designar a un enemigo completamente en el interior. Designar a un enemigo, para Carl Schmitt, es el comienzo de lo político y no hay política si no se designa al enemigo, si no se consideran las cosas según los diferentes reagrupamientos, las diferentes pertenencias a las cuales uno se refiere, a las cuales uno jura lealtad, en las cuales uno se reconoce, etc. Pero con la designación del ciudadano enemigo, se reintegra esta cuestión del enemigo, que les gustaría asignar al exterior, sobre el interior. Ésta es toda la problemática de la guerra civil, todo lo que ha constituido las imágenes aterradoras, sangrientas de la guerra civil, el parricidio, el fraticidio, es decir, el asesinato del conciudadano. Y el conciudadano, cuando se insiste en el parricidio o el fraticidio, es casi como un miembro de la familia. Es en esto que la guerra civil es absolutamente rechazada. Lo que es interesante en lo que se juega con esta interferencia alrededor de la noción del enemigo es que las voluntades de exteriorización ya no son posibles.
Lo que es sorprendente del estado de emergencia es que, incluso en la lógica del poder, no es adecuado para la lucha antiterrorista. Son citadas usualmente estas cifras: después de un mes de estado de emergencia, 2700 allanamientos administrativos, 360 arrestos domiciliarios, una sola persona fue procesada por terrorismo y porque había publicado videos… Hoy en día, el número de allanamientos administrativos es casi inexistente, y las pocas personas todavía arrestadas bajo su domicilio sufren un ensañamiento escandaloso. ¿Qué puede decirse de un Estado que hace planear el espectro del enemigo interno sobre pedazos tan grandes de su población; sobre aquellos que practican el islam, pero también sobre la población que viene de la inmigración, sobre los inmigrantes, etc.?
La guerra civil es un horizonte retórico para el poder. Estigmatizar a una parte de la población es una manera de persuadir aún que los individuos tienen forzosamente relaciones conflictivas entre sí. Con este método, se considera que toda una parte de la población, que es una población totalmente conciudadana, no es tal. Que se debe desconfiar de ella, que uno debe prevenirse de formas de violencia, etc. Es una manera de decir: las relaciones que ustedes creen simples son de hecho un orden conflictivo. Por tanto, es una manera de introducir conflictividad al interior. Entonces ¿por qué? Tal vez porque el poder necesidad esta violencia. Pienso que un análisis que seguiría a Clastres diría: es la única manera para el Estado de mantenerse, porque no puede mantenerse más que en el ejercicio de relaciones belicosas. De hecho, bastaría con invertir la proposición y considerar un estado de naturaleza pacífico, y una gran parte de todas esas consideraciones sobre las cuales juega el Estado en su existencia sería levantada. Es tal vez una manera irénica, o beata, de ver, pero al menos sería retomar lo político de raíz.
Si alargamos nuestra mirada y consideramos las guerras que libran las potencias occidentales desde hace quince años, no podemos más que constatar que fracasan para instaurar Estados democráticos después de haber librado la batalla. Las guerras en Irak y en Afganistán han marcado el fracaso de las teorías contrainsurrecciones pero también el fracaso de la «guerra contra el terrorismo». La moralización de la guerra (cruzada contra el mal de Georges Bush) ilustra perfectamente la paradoja de las democracias occidentales: hacer la guerra por la paz.
Aquí nos encontramos con la herencia de las Guerras del Golfo, ante la pregunta: ¿la democracia se exporta, todos los Estados se dedican a democratizarse o a acceder a la democracia? Es evidentemente, en primer lugar, un argumento de guerra como ya muchos otros. Pero más allá de esto, es importante ver en qué se convierte este modelo hegemónico y belicoso de la democracia al exterior –por tanto en el exterior que ella misma se constituye– cuando se lo encuentra desde una situación interna. Aquí reside el problema del estado de excepción. Es decir que una democracia utiliza finalmente medios no-democráticos. Nicole Loraux o Barbara Cassin lo mostraron a propósito de la democracia ateniense: especialmente en el momento de la guerra del Peleponeso, los demócratas intentaron hacer olvidar el carácter peyorativo que es generalmente asociado a la noción de democracia. La democracia, al comienzo, contiene en su nombre un aspecto belicoso con la palabra kratos. Kratos no designa solamente el poder, la palabra tiene un sentido peyorativo, conserva la huella del lado belicoso, de la relación de fuerza, del hecho de que hay vencedores y vencidos. Hay que reconsiderar nuestras democracias actualmente en su carácter peyorativo y en la huella de violencia que la noción vehicula.
Ahora no hay guerras de Estado a Estado. Hay guerras entre un Estado y fuerzas no-estatales. Se piensa en Siria, pero también en Libia, Afganistán, en la guerra en Irak, etc., en todos esos conflictos recientes. ¿Qué nos indican estas nuevas formas de guerra?
Efectivamente, no se puede decir como Rousseau, que lo dijo con una voluntad prescriptiva, que no hay guerra más de Estado a Estado, lo que excluye de hecho toda guerra civil. Para hablar con Schmitt, hay guerra entre entidades políticas constituidas; pero no neceserariamente constituidas en Estado. Unificada, una entidad política puede ser tanto un pequeño grupo de partisanos como una coalición de Estados. Todo el vocabulario sobre las guerras asimétricas, los conflictos de baja intensidad, describe estados de guerra que no son efectivamente estados de guerra estatales o interestatales. La principal tarea debería consistir en identificar a los grupos que se hacen la guerra. Identificar en qué están unificados políticamente al mismo tiempo que son suficientemente flexibles, y tener suficiente imaginación para comprender cómo esos grupos se hacen y se deshacen. Pues un grupo no es definitivo, del mismo modo en que un ciudadano puede pertenecer a varios grupos. Lo político es por tanto un asunto de reagrupamiento. Desde que hay un reagrupamiento, se está en el orden de lo político. Antes que confiar en la facilidad que consiste en decir que estamos ante nuevas formas de guerra, prefiero subrayar que somos incapaces, desde hace tiempo, de identificar a los grupos que están en guerra, e incluso a aquellos que lo están.