Traducción para Artillería inmanente de un texto de Giorgio Agamben publicado por primera vez el 19 de junio de 2023 en el sitio web de la editorial italiana Quodlibet, donde publica habitualmente su columna «Una voce».
A un amigo que le hablaba del bombardeo de Shanghái por los japoneses, Karl Kraus le contestó: «Sé que nada tiene sentido si la casa se incendia. Pero mientras sea posible, me ocupo de las comas, porque si la gente que tenía que hacerlo se hubiera preocupado de que todas las comas estuvieran en el lugar correcto, Shanghái no se habría incendiado». Como siempre, el chiste oculta aquí una verdad que vale la pena recordar. Los hombres tienen su morada vital en el lenguaje, y si piensan y actúan mal, es porque su relación con su lenguaje está corrompida y viciada en primer lugar. Hace tiempo que vivimos en una lengua empobrecida y devastada, todos los pueblos, como decía Scholem de Israel, caminan hoy ciegos y sordos sobre el abismo de su lengua, y es posible que esta lengua traicionada se esté vengando de algún modo, y que su venganza sea tanto más despiadada cuanto más la hayan estropeado y descuidado los hombres. Todos nos damos cuenta, más o menos claramente, de que nuestra lengua se ha reducido a un pequeño número de frases hechas, de que el vocabulario nunca ha sido tan estrecho y gastado, de que la fraseología de los medios de comunicación impone su miserable norma por doquier, de que las cátedras sobre Dante se imparten en mal inglés en las aulas universitarias: ¿cómo, en tales condiciones, puede alguien esperar ser capaz de formular un pensamiento correcto y actuar en consecuencia con probidad y prudencia? Tampoco es de extrañar que quienes manejan semejante lengua hayan perdido toda conciencia de la relación entre lengua y verdad y, por tanto, crean que pueden utilizar según su triste beneficio palabras que ya no se corresponden con ninguna realidad, hasta el punto de no darse cuenta de que están mintiendo. La verdad de la que hablamos aquí no es sólo la correspondencia entre discurso y hechos, sino, incluso antes, la memoria del apóstrofe que el lenguaje dirige al niño que pronunció con emoción sus primeras palabras. Hombres que han perdido todo recuerdo de esta llamada sumisa, exigente y amorosa son literalmente capaces, como hemos visto en los últimos años, de cualquier vileza.
Sigamos, pues, ocupándonos de las comas aunque la casa se incendie, hablémonos entre nosotros con cuidado y sin retórica, escuchando no sólo lo que decimos, sino también lo que nos dice la lengua, ese pequeño soplo que antaño se llamaba inspiración y que sigue siendo el regalo más precioso que, a veces, el lenguaje —sea canon literario o dialecto— puede hacernos.