Este breve texto se publicó el 23 de mayo de 2023 con motivo del 25º aniversario de la editorial francesa La fabrique, fundada y dirigida por el escritor francés Éric Hazan.
Hay que empezar de nuevo.
Auguste Blanqui, 1871
Cuando entré en contacto por primera vez con La fabrique, se trataba de una computadora en una pequeña habitación al fondo del piso de Éric, en la rue du Faubourg du Temple [en París]. Lo habíamos conocido unos meses antes; había venido a visitarnos a nuestro local de la rue Saint-Ambroise. Absurdamente, era importante para [Alain] Brossat que un día Éric nos llamara. El intermediario importa poco a quienes deben reunirse. Eso fue en otro siglo, en 1999.
Acababa de aparecer el primer número de Tiqqun. Un puñado de personas desafiando toda la época, su moral espontánea y su política subyacente, no inspiraba, en ese entonces, el terror de perder toda credibilidad social; incluso recibimos una rica correspondencia y algunas cartas insultantes. Enfrentar Franz Kafka y Carl Schmitt, Georg Lukács y Ernst Jünger, la Teoría de la Jovencita y Carla Lonzi a lo que llamábamos «el mundo de la mercancía autoritaria», que entretanto se ha realizado tan bien, puede haber irritado a algunos izquierdistas, pero no haber servido de base para una campaña pública de desprestigio; todavía había demasiados lectores para eso.
Teníamos la idea de publicar los principales artículos de la revista, desmesuradamente extensos, como separatas ligeramente afiladas. A decir verdad, seguimos teniendo la idea: hace más de veinte años que debíamos retomar las Tesis sobre el Partido Imaginario con vistas a su publicación por separado, pero somos lentos, muy lentos, casi geológicos, y unas cuantas peripecias legales nos han hecho perder una década más o menos en este loable proyecto.
Para abreviar: en marzo de 2000 se publicó en La fabrique la Teoría del Bloom, un «virus editorial» a nuestro estilo, en el que se define por primera vez el Comité invisible, hecho que afortunadamente escapó a la sagacidad de los investigadores. Les bastaba con leer la contraportada: «Comité invisible, una conspiración anónima que, mediante sabotajes y levantamientos, acabó con la dominación mercantil en el primer cuarto del siglo XXI» el tiempo se está acabando, definitivamente. Era el octavo libro de la incipiente editorial, si no recuerdo mal. También fue el inicio de la extraña amistad filial que me une a Éric desde entonces. Tengo que reconocer que no es muy frecuente que un editor al que acabas de conocer, al que llevas a casa un sábado por la tarde para hacer «unas últimas correcciones» a la maqueta de un libro que se va a publicar, te deje solo delante de su Mac en su piso con la única consigna de que cierres la puerta cuando salgas, ya que él mismo tiene que marcharse urgentemente. Y que no te eche en cara que le has fastidiado la maquetación con el centenar de añadidos y cambios que has hecho en el archivo XPress final.
Hasta Ahora, los retrasos inexcusables en la entrega de los manuscritos o las interminables rondas de correcciones, incluso en la segunda reimpresión de nuestros libros, sólo me han valido leves mensajes de reprimenda en mi contestador automático: si bien la amistad no está exenta de una exigencia común, tampoco es exclusiva de tal indulgencia. No debe sorprender, pues, que a pesar de su carácter rigurosamente autoeditado y de su contenido perfectamente escandaloso, el segundo número de Tiqqun, en 2001, se distribuyera por cuenta de La fabrique en Belles Lettres, y que sus existencias acabaran quemadas junto con toda la colección de [la librería] Guillaume Budé, para gran beneficio de la víctima, que estaba ventajosamente asegurada.
Nuestra amistad ya estaba en llamas, ¿qué puedo decir? La disposición conspirativa es inherente a la verdadera amistad en este mundo. Los sujetos se deshacen en el punto donde se encuentran, algo que ninguna policía puede tolerar. Ésta debe ser la razón secreta por la que los micrófonos funcionaron mal durante la primera visita de Éric a [la prisión de] La Santé, que la DGSI [Dirección General de Seguridad Interior de Francia] no consiguió espiar. Siempre ha habido una alegría blanquista con Éric, trabajando juntos en este o aquel pasaje de Chronique de la guerre civile o Premières mesures révolutionnaires. Si las amistades tienen nombres en clave innatos, «Blanqui» se ajusta a la nuestra, también por lo que contiene de dureza ligeramente terca, obstinación y prejuicio contra la ideología.
Tengo que decir que cuando estaba escribiendo el prefacio de la colección de ensayos de Blanqui Maintenant, il faut des armes en 2006, tuve la premonición de que estaba en proceso de desarrollar alguna desafortunada afinidad con la prisión, una afinidad que obviamente no conseguimos desentrañar a tiempo. Este presentimiento era tan fuerte que, unos meses más tarde, cuando llegó el momento de publicar La insurrección que viene, preferimos no firmar ningún contrato para no facilitar con flujos de dinero el trabajo de la policía. Con su título, una referencia amistosamente polémica a La comunidad que viene de Giorgio, su firma transparente y su contraportada tomada del Llamamiento, la procedencia del libro apenas tenía misterio, pero al fin y al cabo, una red de pistas no vale más que una prueba bancaria, como confirmaría suficientemente todo lo que siguió. Junto con algunas precauciones saludables, esto era suficiente para que la policía no pudiera demostrar la paternidad del libro. Así pues, acordamos verbalmente con Éric que La fabrique conservaría los derechos para las ventas inferiores a 10 000 ejemplares, y que más allá de esa cifra nos encargaríamos de que nos fueran cedidos de una u otra forma.
Finalmente conseguimos vender más de 10 000 ejemplares, pero sólo después de nuestras detenciones, y para entonces ya era demasiado tarde para organizar cualquier tipo de cesión, aparte de algunas transferencias a abogados o para la organización de tal o cual acto inocente. Si esto ha compensado la publicación con pérdidas de Prologue d’une révolution de Louis Ménard o Exil et souveraineté de Amnon Raz-Krakotzkin, bueno, eso es algo que celebrar. Tengo que decir que mi talento para transmitir a otros los pocos éxitos comerciales o de estima de los que he sido responsable nunca ha flaqueado, y no soy peor por ello. Siempre he desconfiado de la amenaza que supone para el acto de escribir el hecho de obtener dinero o fama por ello: acabas escribiendo por dinero o fama antes de lo que crees, y no para expresar lo que la época quiere que expreses.
Ahora que hay prescripción, tenemos que confesar que La insurrección que viene fue un completo fracaso. Desconocedores del estatuto de la palabra escrita en aquella época, y aún atrapados en el entusiasmo de la lucha contra el Contrato de Primer Empleo (CPE), esperábamos con este libro, publicado en marzo de 2007, dos meses antes de las elecciones presidenciales, y acompañado de muchos otros paquetes, convertir la campaña y la elección de Nicolas Sarkozy en una tormenta. Parece que exagerábamos un poco nuestras fuerzas, pero al final éramos de buena voluntad. No es cierto que exagerar las propias fuerzas no permita, en ocasiones, superar un obstáculo que de otro modo sería invencible. El error es convertirlo en un método. Para ilustrar el estado de ánimo que rodeaba la escritura de La insurrección que viene, y para hacerlo palpable además de divertido, debo relatar un recuerdo: el de nuestra modesta «campaña de Polonia».
A principios de febrero de 2007, justo cuando estaba a punto de terminar de releer las pruebas de La insurrección que viene, se nos ocurrió la brillante idea de expandirnos internacionalmente renovando nuestros lazos con el mismo movimiento antiglobalización que habíamos abandonado desdeñosamente en 2003 con el Llamamiento. Queríamos volver a participar en él, pero desde una base distinta, más clara y menos flotante, cargada de nuestra propia energía, como un torpedo en un movimiento que sigue su curso. Para ello, decidimos cruzar Europa hasta Varsovia, en un Volkswagen T4 de nueve plazas con placas de tránsito alemanas caducadas. Creíamos sinceramente que los aduaneros alemanes de Fráncfort del Óder nos dejarían pasar a la ida y a la vuelta, en su legendaria despreocupación. Nuestra tripulación de franceses políticamente fichados, estadounidenses en fuga y amotinadores canadienses tenía previsto viajar a Varsovia para participar, en una okupa, en una reunión de preparación de la contracumbre de Heiligendamm, prevista para junio de 2007.
Como se pueden imaginar, nuestra «campaña de Polonia» empezó a pie, en la nieve de febrero, por la autopista que lleva de Fráncfort del Óder a Varsovia, ya que, lógicamente, nuestro vehículo había sido incautado por la aduana alemana. Decir que hacer autostop por una autopista polaca en invierno, con sacos y edredones a cuestas, es una perspectiva prometedora es quedarse corto. Pero estábamos, como he dicho, llenos de buena voluntad, y acabamos llegando a Varsovia en tren. La reunión internacional de la red de activistas antiglobalización a la que nos uníamos, todavía bajo el resplandor del CPE, era obviamente, como nos daríamos cuenta más tarde, demasiado tarde, un nido de espías.
Sólo en la delegación inglesa había al menos dos de ellos, empezando por nuestro querido Mark Kennedy, de la Metropolitan Police de Londres, a quien íbamos a conocer en ese momento. En las pocas palabras que intercambiamos con él en un bar, nos hizo partícipes de sus sospechas sobre el otro agente británico del lugar, que debía de estar trabajando para quién sabe qué servicio rival — a no ser que forme parte de algún manual para el perfecto infiltrado expresar sus dudas sobre los colegas a los activistas con el fin de asegurar su propia leyenda. Fue en estas condiciones, al margen de este encuentro en el que también íbamos a conocer a futuros y muy valiosos compañeros, cuando releí las pruebas de La insurrección que viene en una okupa de Varsovia, entre reuniones, cervezas y espías. Luego llegó el momento final, aplazado varias veces, de enviar por correo electrónico mi letanía de correcciones a Stéphane, cómplice de Éric en La fabrique en aquel momento.
Para ello, tuvimos que copiar todas las anotaciones manuscritas de las pruebas en un único archivo. Pero ya era de noche, y estábamos en la estación de Poznan, donde debíamos tomar de madrugada el tren de vuelta a Fráncfort, donde nos esperaba nuestro T4 incautado. En cuanto a un lugar con un poco de luz, aunque fuera intermitente, incluso estroboscópica, y una toma de corriente para la laptop un domingo a las once de la noche en Poznan, lo único que encontramos, guiándonos por el ruido, fue una cochambrosa discoteca al fondo de un patio trasero. A primera hora de la mañana siguiente, pudimos enviar a Stéphane nuestras correcciones de última hora, pero al final fue gracias a nuestros compañeros, que se lanzaron a la pista de baile para retrasar el cierre hasta media noche, el tiempo suficiente para que pudiéramos terminar de copiar todos los añadidos. Es fácil ver cómo, en estas condiciones, la reimpresión seguía necesitando algunas correcciones menores, perfeccionismo aparte.
Hasta aquí lo picaresco, que no había podido relatar hasta ahora. Será mi regalo de cumpleaños por estos veinticinco años, ya que tengo tan poco gusto por los aniversarios o la permanencia de las realidades nominales. Pero las amistades siempre merecen ser celebradas. Los recuerdos más recientes y los proyectos de futuro es mejor guardárselos para nosotros. Los primeros aún no están amparados por una feliz prescripción, y los segundos se marchitan, naciendo muertos, al evocarlos antes de que se hayan hecho realidad. Lo político, por supuesto, no es la cuestión aquí. Como Mascolo anotó en sus cuadernos: «Si tengo que dar mi identidad a desconocidos, me veo llevado a decir, con bastante rapidez, que soy comunista. Y eso no es político».