La siguiente es una traducción de la entrevista dirigida a Sabu Kohso por Matt Peterson a propósito de su libro Radiation and Revolution (Duke University Press, 2020). Fue publicada en e-flux Journal, vol. 131, noviembre de 2022: «En el libro, Kohso utiliza el desastre de Fukushima y sus consecuencias para pensar la cuestión de la descomposición revolucionaria tanto en Japón como en el mundo. Kohso nos lleva a través de la formación del proyecto de Estado-nación japonés insular e imperial, su incrustación en el imperio estadounidense y su consiguiente historia de devastación nuclear. A partir de estos restos del colapso ecológico planetario, Kohso afirma que ahora somos capaces de imaginar una revolución de la habitabilidad terrestre, liberada del fracaso del materialismo histórico para imaginar un comunismo apocalíptico, lo que él llama un “redescubrimiento de la Tierra en medio de la descomposición del Mundo”».
Tu libro utiliza Fukushima como dispositivo narrativo y marco conceptual para pensar en la última década de luchas, ofreciendo un esquema de desastre, catástrofe y apocalipsis. En muchos sentidos, la pandemia de covid-19 cumple esta misma función de revelar el desastre en el que vivimos. Casi al instante quedó claro que la pandemia de covid-19 vendrá a delimitar un cambio paradigmático global en la línea del 11 de septiembre de 2001, con un inconfundible antes y después. ¿Cómo puedes transponer tu investigación para pensar en la pandemia de covid-19 como una versión mundial de esta experiencia de Fukushima?
Sí, naturalmente, comparo la experiencia de Fukushima con la pandemia de covid-19, porque realmente ambos desastres son globales, y en cierto sentido ambos son interminables. El desastre nuclear ha sido eclipsado por la pandemia, pero no ha terminado. Los reactores de Fukushima siguen liberando radionúclidos en el entorno planetario, por lo que ahora estamos viviendo una sinergia de Fukushima y la pandemia de covid-19, junto con otros desastres en curso, y las mutaciones que los acompañan.
Podemos pensar en esta situación como una especie de caos en el que estamos expuestos a todas estas fuerzas planetarias que se mezclan y mutan, y no podemos comprender la forma en que nuestros cuerpos están siendo arrojados a esta realidad. Si hay que sacar una conclusión de mis experiencias con Fukushima, es que la política tradicional no puede ayudarnos a afrontar esta situación. Me refiero a la geopolítica de los Estados-nación capitalistas, basada en sus territorios, y en su ontología de «el Mundo», o la totalidad global que es el límite final del modo de desarrollo del Estado capitalista. Por supuesto, no tenemos más remedio que seguir lidiando con las crisis geopolíticas desencadenadas por fenómenos planetarios como la radiación y el coronavirus, el cambio climático, la toxificación del medio ambiente, etc.; estas crisis seguirán determinando las condiciones de gobernanza y de obtención de beneficios a escala nacional y mundial. Pero lo que Fukushima ha revelado es que también estamos viviendo en una era de climatopolítica en la que debemos enfrentarnos al caos de los flujos planetarios que traspasan las fronteras de los Estados-nación y evaden sus intentos de control.
La revelación del desastre de Fukushima fue doble. Reveló los poderes que han hecho a Japón y al Mundo de esta manera, pero también reveló las potencias de las vidas-como-lucha de la gente en la tierra. Para mí, lo más inspirador de las luchas posteriores a Fukushima no fueron sólo las enormes protestas o las acciones directas, sino también la forma en que aparecieron y florecieron tantas iniciativas autónomas, especialmente en los primeros años después del desastre. Las trabajadoras domésticas reproductivas fueron especialmente activas. En su mayoría eran mujeres que se autoorganizaban para controlar la radiactividad del agua y los alimentos. Se establecieron centros locales de control de la radiación en todas partes, y hubo un movimiento de evacuados voluntarios que salieron no sólo de Fukushima y la región de Tohoku, sino también de Tokio. Muchos estaban experimentando formas de vida diferentes en lugares distintos, más alejados del centro de la metrópoli de Tokio y de sus formas de vida hiperconsumistas.
Si estas luchas post-Fukushima tienen un mensaje para nosotros ahora en medio de la pandemia de covid-19, es que podemos y debemos enfrentarnos a estos flujos planetarios, como la radiactividad o el coronavirus, en nuestras propias vidas. Esto significa que debemos librar nuestras luchas por la supervivencia no como ciudadanos o residentes nacionales, sino como habitantes planetarios. Este cambio conlleva, en última instancia, una dimensión ontológica.
A pesar de las similitudes entre el desastre de Fukushima y la pandemia de covid-19, las naturalezas de la radiación y del coronavirus son muy diferentes. En cierto modo, cada una de ellas nos muestra lo que es esencial en nuestras vidas y relaciones, por los peligros que suponen para ellas. La radiación es invisible, y viaja incontroladamente a grandes distancias, a lo largo de complejos flujos de movimientos planetarios. La amenaza de la contaminación por radiación está en todas partes, y destruye nuestra confianza en la tierra. Rompe la relación fundamental de las personas con su entorno vital. Por otra parte, el coronavirus es un virus, a veces mortal, que se propaga por contacto de persona a persona, por lo que amenaza todas y cada una de las relaciones sociales que implican una interactividad corpórea e intrahumana.
El desastre de la pandemia de covid-19 revela los papeles cruciales de la corporeidad de las masas: la sensualidad y la fisicalidad, la reunión, el evento masivo y el movimiento y los viajes internacionales. Sus efectos acentúan e intensifican las divisiones sociales y de clase. Los efectos del propio virus golpean más a las poblaciones pobres y marginadas, mientras que las medidas políticas para confinar las actividades y reuniones sociales las empobrecen. Pero al mismo tiempo, fue en medio de este desastre cuando se produjeron los levantamientos de 2020. El pico de la insurrección contra la policía se correspondió con un pico de la pandemia. Y una increíble serie de motines, saqueos, manifestaciones masivas, zonas autónomas y demoliciones de estatuas nos liberó de la depresión del encierro y del aislamiento social, al tiempo que alimentó las corrientes anticoloniales en todo Estados Unidos y en todo el planeta. Como tú y otros han discutido, estos levantamientos fueron de la mano de proyectos de ayuda mutua, o de organizaciones autónomas y comunitarias, que ya se habían activado en respuesta a la pandemia.
Una idea que he estado pensando últimamente, sobre las luchas de los habitantes planetarios, es que deben implicar al menos tres territorios de práctica, que pueden ser designados por tres principios de acción: el primero es la protección de la vida, el segundo es la militancia para la confrontación, y el tercero es la autonomía para conectar ambos. Si hay alguna esperanza para los sombríos futuros de catástrofes y crisis que se avecinan, es que al enfrentarse a situaciones apocalípticas, estas tres iniciativas pueden florecer especialmente y potenciarse entre sí.
En tu libro hablas de Tokio como un lugar tanto de desastre como de imperio, ambos centrales para el proyecto de Japón como proyecto de Estado-nación capitalista, y de tu esperanza de que los acontecimientos de Fukushima lleven al abandono y la descomposición de Tokio. Sé que has vivido muchos años en la ciudad de Nueva York, que parece cumplir una función muy parecida para el proyecto estadounidense. Tengo curiosidad por saber qué piensas del potencial de las vidas-como-lucha en lugares como Nueva York y Tokio. ¿Cómo deberíamos relacionarnos con la dinámica de lucha-o-fuga al enfrentarnos a la catástrofe del presente?
Para decir algo sobre mi esperanza en la descomposición de Tokio, debo decir primero un poco sobre el propio Tokio. La historia de Tokio es también una historia del Japón moderno, que es también una historia de desastres. Inevitablemente están los terremotos periódicos, que en el caso de Fukushima se convirtieron en un desastre nuclear. En 1854 se produjo el terremoto de Ansei, y en 1923 el Gran Terremoto de Kanto. La infraestructura de Tokio también quedó casi completamente destruida por los bombardeos estadounidenses de 1945. Y en todas las ocasiones, Japón ha utilizado la catástrofe como punto de apoyo para expandir su poder. Cada vez la ciudad se hace más grande, y la reconstrucción de Tokio provoca la expansión del Estado, y viceversa. En particular, el terremoto de 1923 se convirtió en un motor del expansionismo imperialista japonés. El terremoto provocó incendios que engulleron Tokio y Yokohama y mataron a 150 000 personas. Muchas más perdieron sus hogares y medios de vida, por lo que se produjo una tremenda movilización de personas inmisericordes que abandonaban la región de Kanto en busca de trabajo, organizada por intereses estatales y empresariales hacia Manchuria y otros lugares, para servir a la expansión del imperio japonés. Así que hay una vívida memoria colectiva de la catástrofe que desencadena el nacionalismo y el fascismo, junto con las operaciones del Estado totalitario y la expansión imperialista. Y Tokio es siempre el principal impulsor. Esto continúa de forma contemporánea con los Juegos Olímpicos posteriores a Fukushima y los megaproyectos de la Bahía de Tokio, con su enloquecida visión utópica megalómana.
En una perspectiva histórica más larga, Tokio es una invención relativamente reciente. Osaka, al oeste, representa una capital más antigua, y encarna una Asia más heterogénea. Hay una presencia más visible de extranjeros, coreanos, chinos, okinawenses, y una otredad más visible en su cultura. Pero Tokio es, de principio a fin, la capital moderna de Japón. Esto se significó simbólicamente con su cambio de nombre de Edo a Tokio, que significa «capital oriental», con la Restauración Meiji de 1868, que marcó el inicio de la modernidad en Japón. Desde entonces, Tokio ha sido siempre la primera potencia del proyecto capitalista estatal nacionalista.
Con Fukushima se produjo una apertura en la que, por primera vez, pudimos empezar a imaginar el fin de Tokio. La distancia entre Fukushima y Tokio no es muy grande, por lo que Tokio se encontraba en el interior de la esfera de la lluvia radiactiva. En los momentos álgidos de la amenaza de desastre apocalíptico, muchos de mis amigos evacuaron Tokio, quizás el 60 % de ellos, y su percepción de Tokio cambió de forma radical. Antes, podían imaginar que sus vidas estarían en Tokio para siempre, y de repente esto se acabó. La permanencia de Tokio se tambaleó. Sin saber cómo se desarrollaría, esta ruptura y apertura inspiró una esperanza de abandono de Tokio, que podría desempeñar un papel crucial en la descomposición de Japón.
Teniendo esto en cuenta, la tendencia a la «evacuación voluntaria» después de Fukushima cobra importancia. Incluye no sólo Fukushima y la región circundante de Tohoku, sino también Tokio, y otras partes de la región de Kanto, con muchos habitantes que huyen al oeste de Japón, o más al norte, a Hokkaido. Aunque la mayoría de los evacuados acabaron regresando, Fukushima marcó el inicio de un éxodo más lento y prolongado de Tokio. Lejos de la metrópoli consumista, algunos evacuados han abrazado colectivamente diferentes formas de vida, al empezar a cultivar, o cazar, o encontrar otras técnicas para sobrevivir de forma más autosuficiente.
Mientras tanto, entre los activistas radicales, se produjeron graves conflictos entre las distintas percepciones y prácticas relativas a la radiación, polarizados geográficamente entre «los que van al norte» y «los que van al oeste». Los que iban al norte eran los activistas que iban a Fukushima para apoyar a las víctimas de la catástrofe, y para intentar organizar a los trabajadores nucleares. Los que iban al oeste eran los que se dedicaban a protegerse de los peligros de la radiación, lo que incluía el éxodo y también la construcción de comunidades. A muchos de nosotros nos pareció que esta última tendencia alimentaba especialmente un potencial de descomposición de la gobernanza posterior al desastre nuclear.
Pero además, dentro de esa tendencia había un grupo que se autodenominaba «cero-becquerelistas», que se volvió extremadamente fanático. Empezaron a acusar no sólo a los que se fueron al norte, sino también a cualquiera que siguiera viviendo en una zona en la que se pudiera rastrear la contaminación radiactiva, especialmente en Tokio. Estos argumentos tuvieron un impacto sustancial en el entorno activista, al menos en los dos o tres primeros años. Pero finalmente se volvieron inútiles, y dejamos de oír nada de ellos. La inutilidad de sus argumentos era también su arrogancia. La mayoría de la gente no tenía otra opción que vivir en las zonas irradiadas. Del mismo modo, en todo el planeta, la mayoría de la gente no tiene otra opción que vivir en entornos extremadamente contaminados, o en lugares que se enfrentan a un desastre cada vez mayor por el cambio climático catastrófico. Estos lugares son los hogares de las personas, y los terrenos inevitables de sus vidas en lucha.
En las complejas realidades a las que nos enfrentamos, hay una dimensión de acontecimiento que no podemos controlar, sólo podemos seguirla, y la migración de personas para sobrevivir es un acontecimiento de este tipo. También ahora, en Japón, se están produciendo dos grandes declives: la despoblación y la desurbanización, o destokioización, y me gustaría afirmarlas políticamente. Por un lado, la despoblación de Japón debería ser una oportunidad para que la nación abra sus fronteras y aprenda a cohabitar con otros heterogéneos. En cuanto a la destokioización, ahora continúa y se expande no sólo en respuesta a la radiación, sino a todos los desastres que siguieron a Fukushima: gentrificación, recesión, inundación y coronavirus. Mientras que la vida en las ciudades es cada vez más dura, los valores inmobiliarios en el campo están bajando drásticamente. Se trata de una especie de inversión de la concentración de la metrópoli que fundamenta la expansión de Tokio/Japón; es una dispersión de la misma.
El potencial esperanzador de la desurbanización no está aislado del potencial de la lucha urbana. Para compartir una historia personal, pienso en un grupo de amigos cercanos de Osaka que se han instalado en un gueto de jornaleros llamado Kamagasaki. En muchos sentidos, la vida-como-lucha ahí es dura, y cada vez más sombría. Pero siempre buscan formas de potenciar su lucha colectiva por la supervivencia. Y así, a los pocos meses de la pandemia de covid-19, varios de ellos se trasladaron al campo cercano. Ahora están muy ocupados, arreglando casas viejas, cultivando arroz, cazando, aprendiendo sobre hierbas medicinales. Esperan que sus esfuerzos puedan apoyar las luchas en Osaka. También es muy importante para ellos acoger a amigos de otros lugares, para compartir la vida colectiva ahí, y hacerla parte de un nexo global de comunas.
Como filosofía de la revolución, tu libro es una intervención importante, ya que rompe con los marcos dominantes estadounidenses u occidentales del socialismo democrático y el antifascismo para hablar de geofilosofía, ontopolítica y un devenir planetario, donde Deleuze y Guattari parecen ser tus principales referencias. ¿Cómo esperabas desafiar lo que pensamos y en quién pensamos cuando hablamos de revolución hoy en día?
Mi pensamiento sobre la revolución se basa en mis experiencias de lucha desde principios de la década de 1970 hasta hoy. Esto incluye no sólo los movimientos sociopolíticos amplios, sino las resistencias en muchas formas diferentes, que siempre están ocurriendo en algún lugar, de alguna manera. Y éstas forman un impulso que continúa, desde el 68 global, pasando por las llamadas revoluciones moleculares de resistencias minoritarias, hasta las resistencias locales a las violencias del desarrollo, como el desalojo y la contaminación, que en japonés llamamos movimientos de habitantes. Y luego el movimiento por la justicia global, inspirado por las resistencias en el Sur Global y los levantamientos en torno al colapso financiero de 2008, y luego la Primavera Árabe, hasta llegar al presente de las luchas post-Fukushima, y ahora las insurrecciones de la era pandémica contra la policía.
La gente nunca dejará de rebelarse. Por diversas razones, sin importar las consecuencias, la gente siempre se levantará. Y estos levantamientos con caracteres diferentes, a través de diferentes tiempos y lugares, parecen energizarse mutuamente en alguna dimensión. Sin mando ni programa político, ni organización internacional, hay un horizonte planetario donde reverberan. Y creo que es la experiencia de estos levantamientos reverberantes lo que nos permite pensar en la revolución, concebirla como un proyecto de cambio total del mundo. A partir de sus experiencias singulares en la historia, la gente elabora nuevas ideas de revolución.
Pero, ¿qué implica «cambiar el mundo»? Las ideas de la revolución parecen volverse más matizadas o multidimensionales. Se ha ampliado la dimensión existencial de la propia «lucha»: no se trata sólo de problemas sociopolíticos, económicos, sino que implica la reproducción, el cuerpo, nuestros entornos vitales. Y así los lugares de lucha también se multiplican, en diferentes dimensiones: de la ciudad a la periferia, de los puntos de producción a los horizontes de reproducción, del espectáculo a lo invisible. Esto es lo que en Radiation and Revolution concebí como un cambio de ontología política, pasando del horizonte de la política nacional e internacional a las luchas existenciales de los habitantes planetarios.
Para ser sincero, a veces no puedo evitar comparar las luchas posteriores a Fukushima con las más militantes que viví como estudiante de preparatoria en Tokio a finales de la década de 1960 y principios de la de 1970. En comparación con la situación casi revolucionaria de la insurrección popular de aquella época, las luchas posteriores a Fukushima son totalmente decepcionantes y, sin embargo, nos dan un modelo del tipo de prácticas existenciales que pueden ser necesarias para nuestras vidas-como-lucha en los mundos venideros. Si consideramos que las luchas militantes de las décadas de 1960 y 1970 encarnan los límites de la revolución nacional, en el horizonte de «el Mundo», entonces quizás las luchas post-Fukushima estén indicando una ontología política del futuro.
Desde el punto de vista filosófico, la política del Mundo implica totalidad, dialéctica y síntesis, mientras que una política de la tierra implicaría inmanencia y ubicuidad. Pero no se trata de una transición clara de A a B. Lo veo más bien como una tendencia irreversible, o como una tendencia que ha surgido irreversiblemente, y que posiblemente no tenga fin.
Ésta es la dinámica que yo quería interponer en los debates sobre la revolución, para mirar las fuerzas y los acontecimientos desde una perspectiva planetaria, para mostrar cómo operan en una dimensión más allá del Mundo y de su expansión totalizadora, hacia la singularización y la dispersión. Para mí esto era un desafío explícito al materialismo histórico, con su pensamiento basado en una totalidad implícita o explícita. Aunque el materialismo histórico nos ha dado este elaborado sistema, que funciona para analizar el Mundo del modo de desarrollo del Estado capitalista, es mucho menos útil para abordar nuestras luchas de cara a la tierra y los acontecimientos planetarios. En cambio, la revolución se convierte en esta proyección idealista que implica la síntesis de la humanidad, o la unificación de lo humano y la naturaleza.
Respeto el marxismo y me encantan los escritos de Marx, pero como idea revolucionaria, es importante reconocer sus límites particulares. Con la Primera Internacional, la gente realmente esperaba que el proletariado del mundo se uniera, y tenemos que considerar seriamente por qué no sucedió, y por qué todavía no sucede a través de este internacionalismo. En cualquier caso, quiero acompañar este cambio en el que los materialistas históricos están perdiendo su papel de liderazgo en el pensamiento de la revolución, y precisamente de lo que no pueden hablar se está volviendo más importante.
Otro aspecto de este cambio tiene que ver con las espinosas problemáticas en torno al poder y la violencia. Para pensar después de Fukushima, me interesaba sobre todo la diferencia ontológica —que es una asimetría— entre el poder del Estado y el capitalismo como poder-sobre, y el poder de las vidas y las luchas de los pueblos como poder-para (potencia). Para las luchas que buscan cambiar el mundo sin tomar el poder, deben encontrar su ventaja estratégica dentro de esta asimetría. Militarmente, por supuesto, siempre son inferiores, pero son enormemente superiores en términos de sus poderes productivos y reproductivos, o sus poderes para crear mundos. Pero entre el poder-sobre y el poder-para hay una relación de parásito y huésped. ¿Cómo pueden nuestras vidas-como-lucha cambiar los mundos que habitamos sin asimilarse a los poderes dominantes parasitarios, sino abrazando la autonomía de la potencia creativa de nuestras propias vidas?
Cuando hablas de revolución rompes con su imaginario del siglo XX, donde incluso la New Left aspiraba a tomar el Estado-nación, y en su lugar hablas de una «anarquía en el apocalipsis», un «comunismo existencial», el «redescubrimiento de la Tierra en medio de la descomposición del Mundo». Has usado las frases «vida-como-lucha», «vivir entre las ruinas», la necesidad de crear «territorios existenciales», olvidar y reaprender, «singularidades terrestres». En unos Estados Unidos que aún se recuperan de la administración Trump y del coronavirus, con algunos de estos marcos en mente, ¿hacia qué orientaciones potenciales podríamos mirar?
No sé si esto te responde filosóficamente, pero hablando desde mi experiencia personal de Japón y Estados Unidos, la gente tiende a buscar la estabilidad, pero no puedo imaginar que ésta pueda alcanzarse nunca, ni siquiera para la mayoría, especialmente en Estados Unidos. Y ahora, en este punto de las catástrofes y crisis en curso, la vuelta a la estabilidad o a la normalidad parece bastante improbable. Pero los imaginarios alternativos son realmente aterradores.
Como sabes, nací en Japón y llegué a Estados Unidos a los veinte años. Desde entonces, he estado yendo y viniendo, así que comparar estos dos países ha sido mi vida, y a menudo parecen polos opuestos. La sociedad japonesa es extremadamente homogénea, en comparación con la estadounidense y otros Estados-nación. Es notablemente estable, y realmente parece que lo que puede ocurrir en Japón es limitado. Mientras tanto, la sociedad estadounidense es tan heterogénea, y Estados Unidos es este terreno de conflicto en el que parece que puede pasar casi cualquier cosa, para bien o para mal. Si miramos esta diferencia en términos de geohistoria, tiene sentido. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Japón ha sido posiblemente el Estado cliente más fiel de Estados Unidos. Todo el archipiélago japonés se convirtió en una base de Estados Unidos para sus guerras con sus enemigos en el continente asiático, especialmente las guerras de Corea y Vietnam. Por eso, cuando hasta los propios Estados Unidos estaban sumidos en la confusión, Japón tenía que estar estable y bajo control. Hoy, las islas Nansei están cada vez más militarizadas como línea de frente contra China.
Estados Unidos es un imperio, pero el gobierno estadounidense trata de gobernar sus territorios como si fuera un Estado-nación, y de representar su unidad ante su población como una nación de libertad. En todo caso, la población estadounidense es la encarnación de las historias coloniales de Estados Unidos, entre pueblos nativos, esclavos, colonizadores e inmigrantes de todo el planeta. Estados Unidos interioriza los conflictos y las crisis del mundo, y el gobierno de Estados Unidos sobre su población fisurada no puede desvincularse de sus guerras y su expansión imperial. Para mantener su soberanía, Estados Unidos sigue expandiéndose como un imperio. Por ello, la población estadounidense está especialmente atormentada. Hay una paradoja inherente a la esperanza de que Estados Unidos cree una sociedad cosmopolita libre y amante de la paz.
¿Qué orientación puede tomar el pueblo estadounidense en este momento, en este presente tan oscuro? No tengo una visión global, pero algunas posibilidades parecen claras. En primer lugar, con todas las crisis políticas, económicas, sociales y medioambientales que inevitablemente seguirán empobreciendo la vida de la gente, los intentos locales de organizarse en torno a la ayuda mutua van a ser cada vez más necesarios. Creo que todos ustedes ya han experimentado esto con Woodbine en la ciudad de Nueva York, y en todas partes hay organizaciones radicales de base similares a las que podemos mirar como modelos.
Otra cosa que parece clara es que no podemos asumir una unidad entre los diferentes impulsos de cambio. Por el contrario, debemos asumir que existen conflictos entre orientaciones divergentes. Personalmente, nunca puedo confiar en el socialismo democrático como tendencia, que intenta realizar una reforma igualitaria para la sociedad estadounidense tomando el poder del Estado. Según mi experiencia, su pauta consiste en abrazar primero a todas las diversas fuerzas de la oposición, ya que al principio trata de ampliar su influencia, y luego, cuando alcanza ciertos puestos en el gobierno, se dedica inmediatamente a oprimir o excluir a los más radicales. En el fondo, se considera a sí mismo el único partido importante auténtico, y trata a todos los demás como una minoría de oposición de izquierda. Su «política real» tiende a entrar en conflicto con los impulsos revolucionarios de descomposición del imperio estadounidense, que conectan las luchas dentro y fuera del imperio, entre la población planetaria.
Para mí, las tendencias planetarias hacia la descomposición son los únicos caminos plausibles. Es difícil, y puede dar miedo, imaginar a dónde conducen, pero tengo que creer en ello como una esperanza. Desde el punto de vista filosófico, aquí es donde aparece el reto de la ontología, porque se trata de las relaciones de las personas en y con el planeta, que son las que están en juego. A esto me refiero cuando digo «el redescubrimiento de la Tierra en medio de la descomposición del Mundo». Para las vidas-como-lucha en todo el planeta, todo está en juego, dentro de las relaciones singulares. Entre ellas, las relaciones entre individuos y todo tipo de relaciones sociales, pero también las relaciones ecológicas y climatológicas, y las relaciones cósmicas y espirituales, que implican no sólo a las personas, sino a todo tipo de fuerzas y seres planetarios. Y en la descomposición del Mundo, todo esto está en juego.