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Giorgio Agamben / Del Estado de derecho al Estado de seguridad

Traducción de «De l’Etat de droit à l’Etat de sécurité», publicado en el periódico francés Le Monde el 23 de diciembre de 2015

 

No se puede entender lo que realmente está en juego en la prolongación del estado de emergencia en Francia si no se sitúa en el contexto de una transformación del modelo estatal que conocemos. En primer lugar, es necesario refutar las afirmaciones de mujeres y hombres políticos irresponsables de que el estado de emergencia es un escudo para la democracia.
Los historiadores saben perfectamente que es lo contrario. El estado de emergencia es precisamente el dispositivo mediante el cual los poderes totalitarios se instalaron en Europea. Así, en los años anteriores a la toma del poder por parte de Hitler, los gobiernos socialdemócratas de Weimar hicieron un uso tan frecuente del estado de emergencia (estado de excepción, como se denomina en alemán) que pudo decirse que Alemania ya había dejado de ser una democracia parlamentaria antes de 1933.
El primer acto de Hitler tras su nombramiento fue declarar un estado de emergencia, que nunca fue revocado. Cuando la gente se sorprende de los crímenes que pudieron cometer impunemente los nazis en Alemania, se olvida de que estos actos eran perfectamente legales, porque el país estaba sometido al estado de excepción y las libertades individuales estaban suspendidas.
Es difícil ver por qué un escenario así no podría repetirse en Francia: es fácil imaginar a un gobierno de extrema derecha utilizando para sus fines el estado de emergencia al que los gobiernos socialistas han acostumbrado a los ciudadanos. En un país que vive en un estado de emergencia prologando, y en el que las operaciones policiales están sustituyendo progresivamente al poder judicial, podemos esperar un rápido e irreversible deterioro de las instituciones públicas.
Esto es tanto más cierto cuanto que el estado de emergencia forma parte, hoy en día, del proceso que está llevando a las democracias occidentales hacia algo que debe llamarse ya Estado de seguridad («Security State», como dicen los politólogos estadounidenses). La palabra «seguridad» se ha convertido en una parte tan importante del discurso político que se puede decir, sin temor a equivocarse, que las «razones de seguridad» han ocupado el lugar de lo que antes se llamaba «razón de Estado». Sin embargo, falta un análisis de esta nueva forma de gobierno. Dado que el Estado de seguridad no es ni un Estado de derecho ni lo que Michel Foucault «sociedades de disciplina», conviene establecer algunas marcas para una posible definición.
En el modelo del británico Thomas Hobbes, que tan profunda influencia ha tenido en nuestra filosofía política, el contrato que transfiere los poderes al soberano presupone el miedo mutuo y la guerra de todos contra todos: el Estado es precisamente lo que pone fin al miedo. En el Estado de seguridad, este esquema se invierte: el Estado se basa permanentemente en el miedo y debe, a toda costa, mantenerlo, porque de él deriva su función esencial y su legitimidad.
Foucault ya había mostrado que, cuando la palabra «seguridad» apareció por primera vez en el discurso político en Francia con los gobiernos fisiócratas anteriores a la Revolución, no se trataba de prevenir las catástrofes y las hambrunas, sino de dejar que ocurrieran para poder gobernarlas y orientarlas en una dirección que se consideraba rentable.
Del mismo modo, la seguridad de la que hablamos hoy en día no pretende prevenir los actos de terrorismo (lo cual es extremadamente difícil, si no imposible, ya que las medidas de seguridad sólo son eficaces après coup, después de los hechos, y el terrorismo es, por definición, una serie de primeros golpes), sino establecer una nueva relación con los hombres, que es de control generalizado e ilimitado — de ahí la insistencia particular en los dispositivos que permiten el control total de los datos informáticos y de comunicación de los ciudadanos, incluida la extracción completa del contenido de las computadoras.
El riesgo, el primero que observamos, es la deriva hacia la creación de una relación sistémica entre terrorismo y Estado de seguridad: si el Estado necesita el miedo para legitimarse, en última instancia debe producir el terror o, al menos, no impedir que se produzca. Así, vemos países que aplican una política exterior que alimenta el terrorismo, que debe combatirse internamente, y mantienen relaciones cordiales e incluso venden armas a Estados que se sabe que financian organizaciones terroristas.
Un segundo punto, que es importante comprender, es el cambio en el estatuto político de los ciudadanos y el pueblo, que se suponía era el titular de la soberanía. En el Estado de seguridad, existe una tendencia irrefrenable hacia lo que debe llamarse una despolitización progresiva de los ciudadanos, cuya participación en la vida política se reduce a las encuestas electorales. Esta tendencia es tanto más preocupante cuanto que fue teorizada por los juristas nazis, que definieron al pueblo como un elemento esencialmente impolítico, cuya protección y crecimiento debe garantizar el Estado.
Ahora bien, según estos juristas, sólo hay una manera de hacer político a este elemento impolítico: mediante la igualdad de estirpe y raza, que lo distinguirá del extranjero y del enemigo. No se trata aquí de confundir el Estado nazi con el Estado de seguridad contemporáneo: lo que hay que entender es que, si se despolitiza a los ciudadanos, éstos sólo pueden salir de su pasividad si se los moviliza a través del miedo contra un enemigo extranjero que no sólo es externo a ellos (fueron los judíos en Alemania, lo son los hoy los musulmanes en Francia).
Es en este contexto en el que debe verse el siniestro proyecto de desnacionalización de los ciudadanos binacionales, que recuerda a la ley fascista de 1929 sobre la desnacionalización de los «ciudadanos indignos de la ciudadanía italiana» y a las leyes nazis sobre la desnacionalización de los judíos.
Un tercer punto, cuya importancia no debe subestimarse, es la transformación radical de los criterios que establecen la verdad y la certeza en la esfera pública. Lo que sorprende sobre todo a un observador atento de los relatos de crímenes terroristas es la renuncia total al establecimiento de la certidumbre judicial.
Mientras que en un Estado de derecho se entiende que un delito sólo puede ser certificado por una investigación judicial, bajo el paradigma de la seguridad hay que conformarse con lo que dicen la policía y los medios de comunicación que dependen de ella, es decir, dos organismos que siempre han sido considerados poco fiables.
De ahí la increíble vaguedad y las evidentes contradicciones de las reconstrucciones apresuradas de los eventos, que evitan conscientemente cualquier posibilidad de verificación y falsificación y que se asemejan más a un cotilleo que a una investigación. Esto significa que el Estado de seguridad tiene interés en mantener a los ciudadanos —cuya protección debe garantizar— en la incertidumbre sobre lo que los amenaza, porque la incertidumbre y el terror van de la mano.
Esta misma incertidumbre se refleja en el texto de la ley del 20 de noviembre sobre el estado de emergencia, que se refiere a «toda persona respecto de la cual existan razones fundadas para creer que su comportamiento constituye una amenaza para el orden público y la seguridad». Está bastante claro que la expresión «razones fundadas para creer» carece de significado jurídico y, en la medida en que se refiere a la arbitrariedad de aquel que «cree», puede aplicarse en cualquier momento a cualquiera. En el Estado de seguridad, sin embargo, estas fórmulas indeterminadas, que los juristas siempre han considerado contrarias al principio de certidumbre del derecho, se convierten en la norma.
La misma vaguedad y equívocos se encuentran en las declaraciones de las mujeres y hombres políticos de que Francia estaría en guerra contra el terrorismo. Una guerra contra el terrorismo es una contradicción en los términos, porque el estado de guerra se define precisamente por la posibilidad de identificar con certera al enemigo a combatir. En la perspectiva de la seguridad, el enemigo debe —por el contrario— seguir siendo impreciso, de modo que cualquiera —en el interior, pero también en el exterior— pueda ser identificado como tal.
Mantener un estado de miedo generalizado, despolitizar a los ciudadanos, renunciar a cualquier certeza del derecho: éstas son tres características del Estado de seguridad que deberían inquietar a la gente. Porque esto significa, por un lado, que el Estado de seguridad en el que nos deslizamos hace lo contrario de lo que promete, ya que —si seguridad significa ausencia de preocupación (sine cura)— mantiene, por otro lado, el miedo y el terror. El Estado de seguridad es, por otro lado, un Estado policial, porque, al eclipsar el poder judicial, generaliza el margen discrecional de la policía que, en un estado de emergencia que se ha convertido en normal, actúa cada vez más como soberano.
A través de la despolitización progresiva del ciudadano, convertido en una especie de terrorista en potencia, el Estado de seguridad se aleja finalmente del ámbito conocido de la política para adentrarse en una zona incierta en la que se confunden lo público y lo privado, y cuyas fronteras son difíciles de definir.

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