El siguiente texto fue publicado por primera vez el 14 de diciembre de 2018 en el sitio web italiano Qui e ora.
De las generaciones militantes
Where have all the flowers gone, long time passing?
Where have all the flowers gone, long time ago?
Pete Seeger
En el transcurso de los tiempos que nos ha tocado vivir, generaciones de jóvenes se han situado en el umbral del incesante conflicto entre los seres humanos, y algunos de ellos se han sentido llamados a dar voz a una de las partes del conflicto, a corregir algunos males, a remediar las iniquidades de la existencia de la mayoría, siguiendo la onda y el ritmo de las luchas.
Este tomar parte trajo consigo la generosidad de los años de juventud y no pocas veces, para algunos, implicó todo el sentido de sus vidas, en algunos casos incluso con riesgo de sus propias vidas. La insurrección de las mentes y los cuerpos es siempre un momento feliz, un hechizo que tiene la apariencia de la eternidad, algo similar en este sentido al enamoramiento. Pero, antes o después, todas las generaciones han tenido que ajustar cuentas con el momento en que el encantamiento termina, con la derrota, con la persistencia de las iniquidades que creían haber vencido. Y la normalidad, el curso ordinario de las cosas, ha retomado su curso habitual. Sin embargo, los momentos de la derrota son también los momentos en los que uno está de nuevo llamado a tomar decisiones. Es un llamado diferente al anterior. Si el primero posee la felicidad inconsciente de la inmediatez y la espontaneidad de los cuerpos en revuelta, el segundo está impregnado de melancolía y reflexiones.
Es difícil, en cualquier caso, evadirse. Cuando las palabras se desprenden de los hechos, cuando las palabras que se habían dicho, escritas mil veces, nos suenan falsas en primer lugar a quienes las habíamos gritado entre el humo de los gases lacrimógenos, y su sentido, entonces pleno, se convierte cada vez más en retórica vacía, entonces significa que hemos llegado a un punto de ruptura. Sucede al final de cada ciclo de luchas. Sucede en la crisis política y existencial que siempre la acompaña. Así es como Hugo von Hofmannsthal, en la Viena de principios del siglo pasado, prefigurando el fin de un mundo al que había pertenecido, describió esta pérdida del sentido de las palabras:
Entonces, en una especie de embriaguez constante, todo lo que existe se me apareció como una gran unidad: el mundo espiritual y el físico no me parecían yuxtapuestos, ni lo cortés y lo animal, ni el arte y el no-arte, la soledad y la compañía; en todo sentía la naturaleza, en los desvíos de la locura como en los refinamientos extremos de una ceremonia española; en la torpeza de los jóvenes campesinos, no menos que en las más dulces alegorías; y en toda la naturaleza me sentía yo mismo […] pero ahora he perdido toda facultad de pensar o hablar coherentemente sobre cualquier tema. Las palabras abstractas […] se desprendían en mi boca como hongos enmohecidos […]. Todo se deshacía, y cada parte en otras partes, y nada podía ser encauzado en un concepto. Una a una, las palabras flotaron a mi alrededor; se convirtieron en ojos, que me miraban fijamente y en los que yo, a su vez, tenía que fijar mi mirada. Son remolinos en los que me sumerjo con una sensación de vértigo cuando los miro, arremolinándose sin cesar y más allá de los cuales uno cae en el vacío.
Al final de cada temporada de luchas, surgen alternativas individuales y colectivas para quienes las han vivido, debido a una necesidad urgente. Entonces se rompen «las cuerdas» que antes estaban tan apretadas. Los amigos rompen un vínculo que parecía durar para siempre. Los compañeros abandonan los lugares, las razones que habían defendido con pasión en un tiempo que parecía eterno y para muchos llega el momento de despedirse de las luchas, de los amigos, de la vida vivida hasta entonces. Esta partida, esta despedida, tiene diferentes modalidades. Hay un despedirse que no tiene retorno, que parte de la conciencia de que el mundo contra el que hemos combatido hasta ahora es más fuerte que nosotros, que todas nuestras fuerzas no han sido suficientes para cambiarlo. Para algunos, por tanto, la despedida adquiere la apariencia de una vuelta a la «normalidad», justo de donde creían que se habían ido para siempre. Como en un vals, se vuelve al punto de partida. Cada uno retoma el lugar que el destino, el azar y los dioses le habían asignado en el orden jerárquico que conforma el mundo. Algunos más arriba en la escala social, otros más abajo, algunos en un lugar suspendido, quizás esperando algo que aún está por llegar. Sin embargo, también hay una despedida más suave, casi desapercibida, silenciosa, que nace de la convicción, que se había ido deslizando lentamente después de que se apagaran los últimos fuegos, de que este mundo puede librarse en una lucha agotadora e indefinida, en un tiempo largo, que nadie puede predecir. Así que quienes tienen buena voluntad, quienes aún escuchan el eco de un llamado original, comienzan a seguir un camino diferente, más acorde con la «realidad». Reparar los males de este mundo se convierte en su compromiso, arreglar el mundo es su prioridad. A veces todo esto se manifiesta en el trabajo sindical (la defensa de los más débiles), a veces en el compromiso político (dar voz a los sin voz), a veces en el trabajo voluntario dentro y fuera de las instituciones, pero siempre con la concreción y el realismo de quien ha abandonado por fin la borrachera soñadora de los tiempos pasados. El camino parece más fácil. Sin embargo, el riesgo, en este caso, es grande. Es el riesgo de confundirse cada vez más con el mundo que se quería combatir. Poco a poco, sin darse cuenta, uno se acostumbra. El realismo, bien mirado, no es más que este hábito. Una forma sencilla de sobrevivir a las cosas. Simplemente, tal y como son. Al final de uno de sus relatos, Italo Calvino da una imagen definitiva: «aceptar el infierno y convertirse en parte de él hasta dejar de verlo». La buena izquierda, vieja o nueva, encuentra aquí sus antiguas razones, y no siempre son razones innobles.
¿O bien? O bien hay un «nosotros que queda, que sobra, que resta». Una irreductibilidad que no se apacigua, que reconecta la relación con una historia discontinua. Un llamado que atraviesa las generaciones insurrectas, en el rechazo al mundo, en consonancia con los «últimos», en la conciencia de estar en este mundo pero no de ser de este mundo.
Tratemos de reconstruir este razonamiento en términos temporales. La inestabilidad del mundo viene dada siempre por la continua sucesión de nuevas generaciones insurrectas. Descubrimos continuamente, con asombro y alegría, que el mundo está siempre lleno de sobresaltos y sacudidas.
«The time is out of joint. O cursed spite. That ever I was born to set it right» («el tiempo está fuera de quicio; oh, rencor maldito. Es por eso que nací para enderezarlo») intentará decir, como Hamlet, una nueva generación insurrecta que entra en la historia del mundo tras el fin de las revueltas de la década de 1970. Algunas de las palabras de aquellos viejos años estaban realmente enmohecidas, un poco como las de Hofmannsthal, pero otras revivían y algunas eran realmente nuevas. Justo donde parecía que todo había terminado, en el Occidente pacificado por el mercado, todo volvía a arrancar. En la década de 1990, a finales de siglo, las nuevas generaciones, a las que les importaba un bledo el «fin de la historia», el «fin de los grandes relatos», el «fin de las ideologías», toda esa pacotilla posmoderna que nos habíamos tragado en la triste década de 1980. El invierno había terminado. Y todo pareció recuperar el impulso. La práctica de las luchas desmintió las teorías del enemigo. Incendios, destellos de un nuevo comienzo, nuevas figuras sociales surgieron en el nuevo terreno del conflicto. Allá, en el corazón de las metrópolis del capital, la revuelta de Los Ángeles marcó una etapa importante. A partir de ahora, los riots en las metrópolis, en los centros del poder mundial, perturbarán el sueño de los poderosos. Al mismo tiempo, los ecos de la revolución zapatista llegaron desde la periferia del mundo de los ricos, en el continente americano, donde se habían apagado los últimos fuegos guevaristas. Y los zapatistas nos enseñaban, en las selvas de Chiapas, con las armas de la crítica y la crítica de las armas, a repensar el comunismo, más allá de la tragedia del socialismo del siglo XX, a una revolución sin la toma del poder, a una revolución sin Estado. Ese «caminar preguntando» que prefiguraba una revuelta destituyente auroral.
La narrativa dominante nos había dicho que todo había acabado, que la historia había terminado, que el mundo había alcanzado la utopía concreta, la única posible. La utopía de la democracia de mercado. No era cierto. No puede ser cierto.
La revuelta de Seattle fue una negación práctica. A partir de entonces, tomará forma un nuevo movimiento global, siempre «caminando preguntando». Y cuando la crisis del capitalismo se reveló en toda su violencia, se reabrió un ciclo de luchas y nuevas generaciones tomaron el relevo de la revolución. En una frenética sucesión de nuevas luchas y nuevas generaciones. Se encendieron nuevas fogatas y se produjeron nuevas revueltas. A veces, las generaciones más jóvenes reavivaban una conspiración secreta con partes de las generaciones más antiguas que habían sobrevivido a las luchas, que se perdieron en el ocaso del siglo XX. Donde Mario Tronti nos cuenta hoy, con una bella y dolorosa imagen, el rojo del sol que parecía nacer se confundía con el rojo del sol del ocaso. Esa vieja generación que cuando se le pregunta «Do you remember revolution?» todavía respondió «we remember», a pesar del cansancio de haber vivido esa historia en parte derrotada. Entre la melancolía y el deseo de revuelta. Incluso en la lúcida locura de un nuevo intento.
Desde Seattle, pasando por los días de Génova y luego las revueltas en las banlieues parisinas y otros mil incendios, pasiones, luchas, han salpicado el inicio del milenio, con prácticas cada vez menos reivindicativas, cada vez más destituyentes. Sólo el minucioso trabajo del antropólogo francés Alain Bertho puede dar cuenta de manera aproximada de las revueltas que han atravesado nuestro tiempo. El «tiempo de las revueltas».
La represión y la institucionalización de los movimientos han sido las respuestas del enemigo a las prácticas conflictivas que experimentaban nuevas formas de organización, nuevas formas de estar juntos. Fuera, la represión de los aparatos del Estado. Dentro, la institucionalización de la Izquierda. En la crisis de 2007, una nueva generación se adentró en las luchas sociales: en Italia, el movimiento de la Onda, la continuación de la lucha No-TAV en el Valle de Susa, las luchas por la vivienda, y mucho más. Y a su alrededor se oían los ecos procedentes de la insurgencia en Grecia, en España, en la Primavera Árabe. Un movimiento revolucionario, sin fronteras, parecía extenderse como un reguero de pólvora, ganando fuerza, conciencia, continuidad… De nuevo, la represión y la institucionalización fueron las respuestas del enemigo. Respuestas habituales, respuestas contundentes, respuestas vencedoras. ¿Por qué? Aquí está el rompecabezas, aquí está el nudo a desenredar.
Dentro de esta fase, una nueva generación experimentó, al mismo tiempo, la dulzura de la lucha y el dolor de la derrota. La fortaleza de una comunidad luchadora y su dispersión en el desaliento y la melancolía. Stop and go. Ésta es la historia que hemos vivido, ésta es la condición que seguimos viviendo. El nosotros que queda ajusta cuentas con esta historia. Con los casos, los encuentros, los tropiezos, las intensidades vividas. Comprender todo esto, convertirlo en nuestro preciado tesoro, es quizás la tarea que podemos darnos a nosotros mismos. Aquí, ahora, en la vida que vivimos, en las luchas que llevamos a cabo, entre la melancolía y un nuevo deseo de revuelta.
Como uno de nuestros malos maestros trató de explicarnos hace tiempo:
Nunca es interesante cómo empieza o termina alguien. Lo interesante es el medio, lo que ocurre en el medio. Es el medio, lo que pasa en el medio. No es casualidad que la mayor velocidad esté en el medio. La gente suele soñar con empezar o volver a empezar de cero; y también tiene miedo de dónde va a acabar, de dónde va a caer. Piensan en términos de futuro o de pasado, pero el pasado e incluso el futuro son historia. Lo que cuenta, en cambio, es el devenir: devenir-revolucionario, no el futuro o el pasado de la revolución. […] Ahora bien, el medio no significa en absoluto estar en su tiempo, ser de su tiempo, ser histórico, al contrario. Es lo que hace que los tiempos más diferentes se comuniquen. No es lo histórico ni lo eterno, sino lo intempestivo. (Deleuze)
El nosotros que queda
En el tiempo de ahora se ha producido un resto.
Pablo de Tarso
El resto (lo que queda, lo que sobra), me parece, es el problema al que nos enfrentamos, dicho de otro modo, es el problema de una enemistad ontológica, que persiste, a pesar de todas las derrotas, hacia este mundo.
El nosotros que queda es la irreconciliabilidad que vive en los pliegues de un mundo aparentemente pacificado. Es la presencia espectral pero tangible de una desconexión que adopta diferentes caras. El rostro de quien se siente excluido, por ser diferente, por ser pobre, por ser extranjero, por estar loco. La cara de quien siente que su vida no tiene sentido, porque el hogar, el trabajo, la familia, el consumo, se convierten cada día más en una pesadilla y menos en un placer. El rostro de esa «inmensa soledad» en un mundo dominado por la mercancía, la producción y el consumo, que hace que las relaciones, los afectos y el placer de la vida sean insignificantes y nos condena a todos, en mayor o menor medida, a la infelicidad.
El nosotros que queda es ese proceso al que Deleuze y Guattari se refieren como un devenir-minoría. No ser minoritarios. Devenir-minoría no es la complacencia machista de ser pocos pero buenos, ni la complacencia masoquista de los eternos perdedores, tan querida por la izquierda más o menos radical. Uno deviene minoría en un proceso constructivo, en el gesto de escindirse del todo, del poder que nos une, que nos mantiene unidos, que nos une a la fuerza. La minoría no es, en este caso, una porción numérica, sino el proceso de escisión dentro y contra el poder. Es una prueba de fuerza. Es potencia en estado puro.
Las minorías y las mayorías no se distinguen por el número. Una minoría puede ser más numerosa que una mayoría. Lo que define a la mayoría es un modelo al que hay que ajustarse: por ejemplo, el varón europeo adulto promedio que vive en las ciudades… Mientras que una minoría no tiene modelo, es un devenir, un proceso. Se podría decir que la mayoría no es nadie. Todos, en un aspecto u otro, están atrapados en un devenir minoritario que les llevaría por caminos desconocidos si decidieran seguirlo. (Deleuze)
El nosotros que queda es la prefiguración de posibles encuentros entre las subjetividades espectrales que pueblan nuestro mundo, encuentros de soledades metropolitanas, creación de amistades conspirativas. Il Franti escribió en un folleto hace unos meses:
En la aparente normalidad de nuestras metrópolis, marcada por el ritmo monótono del trabajo-consumo-trabajo, hay espectros que deambulan, a menudo de forma anónima, odiando el trabajo que tienen y el que no tienen, despreciando a sus superiores, robando en los supermercados, okupando, ausentándose sistemáticamente y no tolerando la decoración de la ciudad. Los últimos de esta cohorte viven en la periferia de la metrópoli, sin derechos, y pueden ser reconocidos porque su aspecto, su comportamiento, sus hábitos, el color de piel y la lengua revelan inmediatamente su condición. Otros están bien escondidos bajo la apariencia tranquilizadora del «buen ciudadano», el «buen trabajador», el estudiante. A menudo no se conocen, a veces forman pequeños grupos, otras veces desconfían unos de otros, pero sin embargo existen, su comportamiento erosiona la seguridad del poder y, lo que es más importante, llegan a prefigurar otro modo de vivir en la metrópoli.
El nosotros que queda es la práctica del abandono, del éxodo, de la sustracción. El vacío que nos libera del poder. Construir este vacío significa reconocer a los amigos. No sólo a los compañeros. Los compañeros son necesarios, intercambiar pan cuando se tiene hambre es necesario y bueno, responde a una necesidad. Pero cuando la necesidad cesa, las razones para estar juntos también pueden terminar. La amistad es algo diferente, vive de deseos y no de necesidades.
Vivir es deseable, especialmente para los buenos, porque para ellos existir es bueno y dulce. Co-sintiendo experimentan dulzura por el bien en sí mismo, y lo que el hombre bueno siente por sí mismo, lo siente también por su amigo: el amigo es, de hecho, otro sí mismo. Y así como, para cada persona, el hecho mismo de existir es deseable, también —o casi— lo es para el amigo. La existencia es deseable porque uno siente que es algo bueno y este sentimiento es en sí mismo dulce. También para el amigo hay que co-sentir que existe, y esto se consigue con la convivencia y con las acciones y pensamientos en común. En este sentido se dice que los hombres conviven y no, como el ganado, que comparten el pasto. La amistad es, de hecho, una comunidad y, como lo es con respecto a uno mismo, también lo es con respecto al amigo: y como, con respecto a uno mismo, el sentimiento de existir es deseable, también lo será para el amigo. (Aristóteles)
Encontrar la amistad es la práctica del resto. Es el problema de la organización. Incluso se podría decir que es el problema de la construcción de nuestro partido (es decir, de la organización de la parte, de nuestra parte) si la palabra no hubiera sido tan manchada y, por tanto, odiada por la mayoría. La metrópoli está llena de restos, de desconexiones, de conflictos silenciosos pero constantes. El problema es saber reconocerlos y darles vida. Para nosotros, la vieja cuestión de la organización sólo puede ser la organización de la parte, el proceso de contaminación de los restos. La organización no es un instrumento externo a la parte, no está más adelante, ni más arriba, no es la parte más consciente, sino que es el coágulo de la cosa misma y el proceso de éxodo organizado, haciendo vacío, procediendo por disyunciones y nuevas conexiones.
El nosotros que queda es el devenir pobres. No la complacencia pauperística, sino la riqueza del ser en común. Pobre es la potencia de lo común (sólo una larga práctica del enemigo ha reducido al pobre a mísero, a un modo de existencia que es infeliz porque está más allá del trabajo y la mercancía). Pobre es lo inapropiable contra la apropiación del mundo. Pobre es la alusión a la vida-en-común, contra la posesión de las cosas, contra el nomos de la tierra. Al mundo como acumulación de mercancías, el devenir-pobre contrapone la acumulación de afectos, la búsqueda no de lo necesario sino de lo no necesario. Por eso debemos reapropiarnos esta palabra, por eso es necesario quitársela de las manos al enemigo, que hace de la lucha contra la pobreza el instrumento de destrucción de las formas comunitarias de existencia. Devenir-pobres es despedirse de los días vacíos e inútiles marcados por las dos divinidades de nuestro tiempo: el trabajo y el consumo; es la crítica práctica al individuo propietario que hay en cada uno de nosotros; es el camino del abandono, el paso del tener al ser. «Quien se libera así de sí mismo será verdaderamente devuelto a sí mismo» (Maestro Eckhart). En este sentido, pobre es una categoría potente, no tanto en el plano sociológico como en el propiamente ontológico. «Benditos sean los pobres… Porque de ellos será el reino».
El nosotros que queda plantea el problema inmanente e imprescindible del comunismo. Antes y después de la historia del movimiento obrero. Antes y después de su tragedia del siglo XX. Un hilo rojo discontinuo que recorre la historia moderna, que quizás recorre la historia de Occidente. Oímos ecos lejanos de él, quizás muy lejanos. El grito de los campesinos alemanes en la época de Thomas Münzer no ha dejado de resonar en nuestros oídos: «Omnia sunt communia». Ecos lejanos que no han dejado de escucharse. El comunismo sigue siendo para nosotros lo que fue para Marx y Engels en sus momentos más felices.
Para nosotros, el comunismo no es un estado de cosas que deba ser instaurado, un ideal al que deba ajustarse la realidad. Llamamos comunismo al movimiento real que abole el estado de cosas presente. (Marx-Engels)
La metrópoli es el lugar de aparición de un nosotros que queda
En la desolación de la metrópoli, en su expansión sin límites, en su continuo destrozo, en sus inmensas soledades, podemos encontrar las razones de la potencia del nosotros que queda.
El nosotros que queda vive en la metrópoli, sigue su ritmo, no es más que una parte de la propia metrópoli, no es un afuera, no es la parte consciente, no es la vanguardia, es sólo una parte que intenta escapar, de la forma que sea, de las garras de este mundo.
No nos dejemos engañar por las apariencias. La metrópoli pacificada, la metrópoli que integra, la metrópoli smart es sólo la apariencia visible que esconde otra metrópoli oculta. La metrópoli de las periferias, del trabajo precario, de los sin techo, del trabajo asalariado, de los emigrantes, de los pobres, un mundo fragmentado que vive de la luz reflejada, en el esfuerzo siempre decepcionado de integrarse, de confundirse, de imitar el mundo de los poderosos. Una masa informe de soledades que se extiende siempre entre la integración y el rechazo.
Dentro de la metrópoli llamamos movimiento a la organización colectiva de la escisión, la separación y el abandono. Contra la integración de la periferia en el centro, contra el embellecimiento, contra la gentrificación, movimiento es la construcción de un lugar del habitar, que vive de una vida totalmente diferente al trabajo y al consumo. Movimiento no es lo que estamos acostumbrados a llamar «movimiento», formado por pequeñas clases políticas pendencieras en busca de cierta visibilidad. Movimiento dentro de la metrópoli es el proceso que divide la ciudad en dos. No es el derecho a la ciudad, no es la ciudadanía ampliada, sino que es la centralidad de lo inapropiable que está más allá de todo derecho.
Si el movimiento es el proceso que tiende a la separación de las dos ciudades, este movimiento se alimenta del conflicto, pero no termina ahí. El conflicto sin las prácticas del éxodo sigue enredado dentro de este mundo. La sociedad del capital vive de conflictos, hace del conflicto un elemento dinámico. Un gran enemigo nuestro, el economista John Maynard Keynes, en medio de la crisis irresoluble del capitalismo, la crisis de 1929, comprendió brillantemente que incluso la lucha de clases puede ser funcional para el capitalismo, puede transformarse en un motor interno del proceso de valorización del capital. El conflicto es el momento de la necesidad, pero el éxodo es el momento de la libertad, de la autonomía infinita que no puede ser recuperada.
El conflicto tiene límites que debemos ser capaces de reconocer al practicarlo. Cuando luchamos por un aumento salarial, seguimos dentro del mundo de las mercancías, cuando luchamos por nuestros puestos de trabajo seguimos dentro de la relación laboral capitalista, cuando luchamos por defender la escuela pública seguimos dentro de la cultura dominante y sus formas de transmisión, cuando luchamos por la vivienda seguimos dentro del sistema patriarcal y familiarista.
El problema es cómo transformar el conflicto en un éxodo real, cómo la lucha en el trabajo puede transformarse en un rechazo al trabajo, cómo la lucha por el habitar puede construir formas de vida más allá de la familia y el patriarcado, cómo la lucha en la escuela destruye la relación del saber con el poder.
Quizás el límite de nuestras luchas, de las luchas de los últimos años, de sus derrotas, es que hemos insistido en el conflicto, pero hemos perdido de vista el éxodo, las prácticas de autonomía, es decir, la construcción de una comunidad. Sufrimos derrotas que hoy nos pesan y explican en parte nuestro repliegue, nuestra debilidad actual. «No vamos a pagar la crisis», gritamos en las calles. En realidad, la hemos pagado no sólo en términos políticos, sino sobre todo en términos existenciales. La sociedad del capital ha estado a la altura de su crisis. El neoliberalismo ha dictado no sólo sus leyes económicas sino también las filosóficas. De ahí la crisis de las formas organizadas que el movimiento se había dado en los últimos veinte años, de ahí el repliegue en fortalezas cada vez más precarias, cada vez más infiltradas por la cultura que queríamos combatir. Nos hemos convertido en gestores de discotecas, bares, lugares de ocio, pequeños empresarios de nosotros mismos y luego, poco a poco, también empresarios de otros.
Vivimos de amores desesperados
La esperanza es el peor de los males porque prolonga los tormentos de los hombres.
Nietzsche
El nosotros que queda vive de amores desesperados. La esperanza, ese viejo vicio malsano de la izquierda, nos ahoga, nos hace impotentes, no nos permite ver lo que es rico y bello a nuestro alrededor, nos hace ciegos al presente. La esperanza puebla el mundo de pasiones tristes. Sucede cuando amas a alguien que no quiere amarte, que no puede amarte. Entonces el riesgo es esperar que ese amor imposible se haga posible, pero en este caso la esperanza bloquea la vida, todo lo que nos rodea pierde valor, lo único importante, lo único, se convierte en la esperanza en un amor posible aplazado en un futuro indefinido. Sólo la desesperación nos hace libres para mirar lo que nos rodea. Sólo el amor desesperado abre la posibilidad del amor del presente. Sólo ese amor podemos, debemos, practicar.
¿Dices que un día verás a Dios y su luz? Tonto, nunca lo verás si no lo ves ahora. (Silesius)
Los amores desesperados viven siempre dentro de dos posibilidades: dejarse aniquilar, ver sólo esa negrura que ciega, que quita el sentido de la vida, o construir sobre los escombros perturbaciones, callejones, aberturas. Hacer de los escombros, como indicaba Walter Benjamin, nuestra riqueza. El nosotros que queda vive entre los escombros y la desesperación, pero puede construir caminos entre los escombros.
El carácter destructivo no ve nada duradero. Pero por eso mismo ve caminos por todas partes. […] Y como los ve por todas partes, por eso tiene que despejar el camino por todas partes […]. Como ve caminos por todas partes, siempre se encuentra en una encrucijada. En ningún momento puede saber lo que traerá consigo el próximo. Hace ruinas lo existente, y no por las propias ruinas, sino por el camino que pasa a través de ellas. (W. Benjamin)
Tal vez nuestra condición actual se parezca a la que Leopardi describió en uno de sus más bellos momentos líricos: imagina a Colón navegando, en su primer viaje a tierras desconocidas, una noche discutiendo, con su amigo Guttierez, la incertidumbre de ese viaje y las razones de ese incierto andar:
Guttierez.— De modo que, en esencia, colocaste tu vida, y la de tus compañeros, sobre la base de una simple opinión especulativa.
Colón.— Así es: no puedo negarlo. Pero, dejando a un lado el hecho de que los hombres ponen siempre su vida en peligro sobre fundamentos más débiles por mucho, y por cosas de la menor importancia, o incluso sin pensar en ello; considera un poco. Si en este momento tú, y yo, y todos nuestros compañeros, no estuviéramos en este barco, en medio de este mar, en esta soledad desconocida, en un estado tan incierto y azaroso como quieras; ¿en qué otra condición de vida nos encontraríamos? ¿En qué nos ocuparíamos? ¿De qué manera pasaríamos estos días? ¿No seríamos más felices, o no estaríamos más angustiados o preocupados, o llenos de aburrimiento? Qué significa un estado libre de incertidumbres y de peligros […]. Cuando de esta navegación no se obtienen otros frutos, me parece que es muy provechosa para nosotros porque durante un tiempo nos mantiene libres del aburrimiento, nos hace la vida más querida, nos hace valer muchas cosas que de otro modo no consideraríamos.
Tal vez nuestra navegación (llamémosla movimiento, llamémosla autonomía infinita) pueda empezar de nuevo desde aquí, en esta inmersión en el ser, en este mar que es, en definitiva, sólo nuestra vida y la búsqueda de su dulzura.
Una respuesta a «Fabrizio Bacciola / Y naufragar me es dulce en este mar. Por una autonomía infinita»
Qué pena de cierre. Colón, aunque hable vía Leopardi, no era un aventurero desinteresado.