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Donatella Di Cesare / El derecho a respirar

La siguiente es la traducción del primer capítulo de Il tempo della rivolta (Bollati Boringhieri en 2020), libro de  la filósofa italiana Donatella Di Cesare.

 

La revuelta irrumpe en todas partes del mundo. Se enciende, se apaga; vuelve a propagarse. Cruza fronteras, sacude naciones, agita continentes. Una mirada al mapa de sus repentinas explosiones, de sus imponderables movimientos, atestigua su intermitencia en el paisaje político irregular del nuevo siglo. La extensión va acompañada de la intensidad. La topografía esboza un escenario donde la confrontación se convierte en contraste, disentimiento, lucha abierta. Las protestas se extienden, los actos de desobediencia se multiplican, los enfrentamientos se intensifican. Es el tiempo de la revuelta.
Aunque el foco parece parpadear, y el acontecimiento ser fugaz, la revuelta no puede ser considerada una coyuntura efímera. En sus alternancias es un fenómeno global que promete ser duradero. Ni siquiera la pandemia ha podido pararla. Mientras que muchos ya se preguntaban sobre la desaparición de la polis, sobre el espacio público perdido, la revuelta resurgió, abrumadora e irrefrenable, de Buenos Aires a Hong Kong, de Río de Janeiro a Beirut, de Londres a Bangkok. La mecha de una nueva deflagración se encendió en Minneapolis. I can’t breathe, las últimas palabras de George Floyd, pronunciadas mientras su verdugo seguía asfixiándolo, adquirieron un valor emblemático por una coincidencia no aleatoria, revelada por el sincronismo secreto de la historia. Esa terrible muerte no fue el efecto del biovirus que quita el aliento, sino el trabajo de un abuso racista perpetrado con técnica policial.
De repente la respiración apareció en todo su significado existencial y político. I can’t breathe se ha convertido en el himno de las revueltas, tanto una acusación de prevaricación como una denuncia de ese sistema de asfixia que roba el aliento.1 En el vórtice compulsivo del capital, esa espiral catastrófica que ha hecho de la respiración un privilegio para unos pocos, es la falta de aliento de los explotados lo que se pone de manifiesto, de los que deben doblegarse al ritmo acelerado sin pausa, de los más vulnerables confinados a la angustia opresiva. I can’t breathe se ha convertido así en el lema que reivindica el derecho a respirar, es decir, el derecho político a existir.
Pero ese asesinato es parte de una larga serie de abusos perpetrados por las fuerzas del orden con métodos análogos, que a menudo se conocen como «fuerza excesiva». La idea generalizada es que la policía recurre a un uso legítimo de la violencia para responder a una violencia previa. En la acción de control, llevada a cabo con fines pacificadores, sería inevitable un acto de ceder, una jugada exagerada. Las discriminaciones eventuales parecen ser anomalías inevitables, disfunciones dentro de un sistema por lo demás correcto, que gira en torno a la bisagra de la igualdad. ¿Pero es realmente así? O bien, ¿la disfunción es sistemática y permite vislumbrar en el fondo el funcionamiento de una oscura institución?
Si el abuso policial suscita una indignación sin límites, es porque no parece ser un simple incidente, sino más bien un gesto revelador, la punta emergente de un sistema de violencia que se basa en la discriminación. Los negros por un lado y los blancos por el otro, los pobres por un lado y los ricos por el otro, y así sucesivamente. No se trata de una aplicación anómala, sino de un dispositivo destinado a definir el orden político. La policía establece límites, elige, discrimina, admite en el centro o rechaza en los márgenes. En este sentido, la visión economicista que ve en la tarea de la policía sólo una normalización destinada a aumentar la riqueza de unos pocos parece engañosa.2 Más bien, la cuestión de la policía es parte de la economía del espacio público. Porque es allí donde se decide el derecho de pertenencia y el derecho de aparición: a quién se le permite el acceso, circular libremente, sentirse en casa, y a quién en cambio se le identifica, se le intimida, se le devuelve a la invisibilidad, si no se le encierra realmente en la cárcel. El uso segregativo del poder por parte de la policía es innegable, una forma de reforzar más o menos brutalmente la supremacía de algunos —¿pero no es esto ya racismo, xenofobia de Estado?— y para agudizar las diferencias haciéndolas perspicaces.
Esto no quiere decir que la policía sea ilegal. Más bien, está legalmente autorizada a desempeñar funciones extralegales. No se limita a administrar el derecho, sino que establece sus límites cada vez. Walter Benjamin ha hablado del «rasgo ignominioso» de esta institución, que se sitúa en la esfera ambigua en la que se pierde la separación entre violencia que funda y violencia que mantiene el derecho.3 De ahí, además, su extraterritorialidad jurídica que la convierte en una excepción incluso en la lógica del poder institucional. En resumen: la policía detenta el monopolio de la violencia interpretativa, porque redefine las normas de su propia acción y, al apelar a la seguridad, aumenta su control sobre la vida de los individuos. Su violenta soberanía es tan escurridiza como espectral.
Precisamente por eso, la violencia de la policía no es una anomalía, sino que revela las oscuras profundidades de esta institución. Son como instantáneas que capturan a la policía mientras conquista espacio, adquiere poder sobre los cuerpos, examina y experimenta con una nueva legalidad, redefine los límites de lo posible. Si estas escenas son tan desconcertantes, tan ignominiosas, es porque son una señal de un poder autoritario, prueba de la innegable existencia de un Estado de policía dentro del Estado de derecho.
En este sentido, la violencia, al tiempo que manifiesta la esencia de la policía, hace aflorar la arquitectura política, que captura y destierra, incluye y excluye, en la que, en definitiva, la discriminación ya siempre está latente. De repente se revelan las fronteras de la democracia inmunitaria, donde la defensa reservada a los unos, a los garantizados, a los protegidos, a los que no pueden ser tocados, se niega a los otros, a los parias, a los expuestos, reducidos a cuerpos impertinentes y superfluos, de los que al final es posible deshacerse. El coronavirus ha hecho que la inmunización sea aún más exclusiva para los que están dentro y que la exposición sea aún más implacable para los que están fuera. La policía revela la inmunopolítica en el espacio público.
La revuelta no es una respuesta casual. Sería un error considerarla simplemente una explosión de ira, una reacción torpe a la sofocación inminente. Las escenas que se han repetido, en las calles y plazas, a pesar de la pandemia, son una réplica directa a la acción de la policía, una forma de recuperar la plaza, restituir presencia a los excluidos, defender los derechos de los indeseables.
Así, el estrecho vínculo entre la revuelta y el espacio público resurge. Una confirmación adicional viene de las protestas que, especialmente en las ciudades estadounidenses, se han dirigido a las estatuas. Polémicamente estigmatizados como movimientos iconoclastas, en una mirada más cercana representan la exigencia no sólo de reocupar el paisaje urbano, sino también de rearticular su memoria. La lucha se proyecta en ese pasado celebrado en monumentos erigidos a generales confederados, traficantes de esclavos, reyes genocidas, arquitectos de la supremacía blanca, propagandistas del colonialismo fascista. ¿Por qué seguir viviendo rodeados de tales estatuas en una atmósfera asfixiante? Mientras que está mal cancelar el pasado, no está menos mal reificarlo. Ante el honor y la gloria otorgados a los verdugos y opresores, es urgente hacer valer la mirada de los vencidos. Así pues, un enfrentamiento se cierne sobre derechos y memoria.
La pandemia ha agudizado un proceso en curso, exasperando un desacuerdo ya latente entre la disciplina de los cuerpos, la militarización del espacio público, y las luchas que manifiestan el disenso, rechazan la repartición, interrumpen la arquitectura del orden. La policía preventiva de las relaciones, ese escudo reglamentado que alcanza su ápice en la abolición del contacto con el otro, posible enemigo, fuente de contagio, es ya siempre norma y sello de la democracia inmunitaria en la que se proscribe el peligro de la masa viva e incontrolable, la amenaza de la comunidad abierta, el espectro de la revuelta.
El espacio público ha sido disciplinado y controlado desde hace mucho tiempo. El derecho a manifestarse ya no es obvio; deben autorizarse marchas, mítines, sentadas. No es casualidad que los lugares de las nuevas revueltas, cada vez más nómadas y transitorias, se hayan multiplicado mucho más allá de la plaza, desde tramos de mar libre y espacios transfronterizos hasta la descentralización de la web. De ahí el recurso a los gestos creativos, modalidades inéditas. Y la capacidad de reinterpretar incluso las medidas de bioseguridad, como ocurrió con las mascarillas antibacterianas utilizadas como muestra de una invisibilidad exhibida, de un anonimato abiertamente reivindicado. El uso político sublima al inmunitario.
Por lo tanto, es necesario preguntarse si es posible una política más allá de ese espacio público, reglamentado y vigilado, donde, incluso antes de que el virus soberano lo ocupara, se había vuelto difícil actuar. Para responder a esta pregunta tenemos que reconsiderar el dispositivo del espacio público echando una mirada a esa anárquica política del más allá que se está preparando con las nuevas revueltas.

 


1 Cf. D. Di Cesare, Virus sovrano? L’asfissia capitalistica, Turín, Bollati Boringhieri, 2020.
2 Foucault también se inclina por este punto de vista. Cf. M. Foucault, Omnes et singulatim. Verso una critica della ragione politica, in Biopolitica e Liberalismo. Detti e scritti su potere ed etica 1975-1984, edición de O. Marzocca, Milán, Medusa, 2001, pp. 109-46.
3 Cf. W. Benjamin, Per la critica della violenza, in Id., Opere complete I. Scritti 1906-1922, trad. it. de R. Solmi, Turín, Einaudi, 2008, p. 476.

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