Encontrado por Carlo Cecchi y Cesare Garboli entre los papeles de Elsa Morante, este texto tenía un borrador anterior, luego reelaborado, incluido en una carta no enviada, presumiblemente escrita alrededor de la Pascua de 1970 o 1971. Publicado por primera vez en 1988 en la revista Linea d’ombra. En 2007 la editorial italiana nottetempo publicó el manifiesto acompañado de la «Carta a las Brigadas Rojas» que Morante escribió en 1978 durante el secuestro de Aldo Moro.
1. Un monstruo recorre el mundo: la falsa revolución.
2. La especie humana se diferencia de otros seres vivos en dos cualidades principales. Una es la deshonra del hombre; la otra, el honor del hombre.
3. La deshonra del hombre es el Poder. Se configura inmediatamente en la sociedad humana, universalmente y desde siempre fundada y fijada en el binomio: amos y siervos — explotados y explotadores.
4. El honor del hombre es la libertad del espíritu. Y no sería necesario señalar que aquí la palabra espíritu (aunque sólo sea sobre la base de la ciencia actual) no significa ese ente metafísico-etéreo (y más bien sospechoso) que entienden los «espiritualistas» y las comadres; sino la realidad integral, propia y natural del hombre.
Esta libertad del espíritu se manifiesta de infinitas y diferentes maneras, que significan todas la misma unidad, sin jerarquías de valores. Ejemplo: la belleza y la ética son una misma cosa. Nada puede ser bello si es una expresión de servidumbre del espíritu, es decir, una afirmación del Poder. Y viceversa. Así, por ejemplo, el Sermón de la Montaña, o los Diálogos de Platón, o el Manifiesto de Marx-Engels, o los ensayos de Einstein son bellos; de la misma manera que la Ilíada de Homero, o los Autorretratos de Rembrandt, o las Madonnas de Bellini, o los poemas de Rimbaud son morales. En efecto, todas estas obras (ni más ni menos que las numerosas acciones posibles que les son equivalentes) son todas, en sí mismas, afirmaciones de la libertad del espíritu y, por consiguiente, cualesquiera que sean las contingencias históricas y sociales en las que se expresan, no están determinadas esencialmente por ninguna clase y, finalmente, pertenecen a todas las clases. Porque por definición niegan el Poder, del cual la división de los hombres en clases es una de las muchas pretensiones aberrantes.
5. En cuanto honor del hombre, la libertad del espíritu, sea como expresión o como goce, se debe por definición a todos los hombres. Todo hombre tiene el derecho y el deber de exigir la libertad de espíritu para sí mismo y para todos los demás.
6. Esta exigencia universal no puede aplicarse mientras exista el Poder. De hecho, es evidente que se niega en principio tanto al explotado como al explotador, tanto al amo como al siervo.
7. De esto se deriva la necesidad absoluta de la revolución, que debe liberar a todos los hombres del Poder para que su espíritu sea libre. El único propósito de la revolución es liberar el espíritu de los hombres, a través de la abolición total y definitiva del Poder.
8. Por una ley inevitable (y siempre confirmada por los hechos) es imposible llegar a la libertad común del espíritu a través de su opuesto. La revolución, para llevar a cabo su propio fin de liberación, debe ante todo tomarlo como inicio y principio. Quienquiera que esclavice su propio espíritu y el de otros con una promesa de liberación «mística» y postrema es él mismo un esclavo, y además un estafador y un explotador. Ni más ni menos que los jesuitas y los contrarreformistas — desde Mahoma que envió a sus «fieles» a destruirse a sí mismos en vista del «Paraíso» de las Huríes — desde Hitler y Mussolini que exterminaban las naciones en vista de las «glorias nacionales — desde Stalin que castraba y martirizaba a los pueblos en vista del «bien del pueblo», etc., etc., etc.
9. Una revolución que reafirma el Poder es una falsa revolución. Ningún proletariado (ni más ni menos que si hubiera una monarquía, o aristocracia, o teocracia, o burguesía, etc.) podrá jamás atribuirse o realizar la revolución si no tiene el espíritu libre de los gérmenes del Poder. De hecho, nadie puede comunicar a los demás lo que no tiene, y no se puede presumir que crezca la curación con las semillas de la peste.
10. En una sociedad fundada en el Poder (como todas las sociedades que han existido hasta ahora y que existen hoy en día), un revolucionario no puede hacer otra cosa que oponerse (aunque fuera solo) al Poder, afirmando (con los medios y dentro de los límites personales, naturales e históricos que se le conceden) la libertad del espíritu debida a todos y a cada uno. Y esto es su derecho y es su deber hacerlo a cualquier costa: incluso, en última instancia, a costa de morir. Esto es lo que hicieron Cristo, Sócrates, Juana de Arco, Mozart, Chéjov, Giordano Bruno, Simone Weil, Marx, Che Guevara, etc., etc., etc. Esto es lo que hace un jornalero que se niega a recibir abusos, un joven que se niega a una enseñanza degradada, un maestro a lo mismo, un herrero que fabrica un clavo de cuatro puntas contra los vehículos nazis, un obrero que hace huelga para oponerse a la explotación, etc., etc., etc. Tales obras o acciones que afirman, cada una con sus propios medios, la libertad del espíritu contra la deshonra del hombre, son todas igualmente bellas y morales. Y por definición, no son distinción y propiedad de una clase, sino del hombre absolutamente como tal, de acuerdo con lo afirmado en los párrafos 2 y 4.
11. Si en nombre de la revolución se reafirma el poder, significa que la revolución fue falsa, o que ya ha sido traicionada.
12. Cualquier revolucionario (ya sea Marx o Cristo) que se reincorpore al Poder (ya sea asumiéndolo, administrándolo o sufriéndolo) deja de ser un revolucionario desde ese mismo momento y se convierte en un esclavo y un traidor.
13. Supongamos ahora un individuo frente a un edificio en llamas. A través de una ventana abierta (la única ventana accesible, aunque peligrosa) el individuo ve a un niño, que está a punto de ser alcanzado por las llamas. El hombre entra en el compartimento y salva al niño a su propio riesgo. Y sería claramente un lunático criminal quien lo acusara de haber cometido un acto antisocial e injusto porque, ante la imposibilidad de salvar a los demás habitantes del edificio, no dejó que ni siquiera este niño se quemara vivo. El hombre que (con los medios y dentro de los límites personales, naturales e históricos que le fueron concedidos) afirma la libertad del espíritu contra el Poder, y por lo tanto también contra las falsas revoluciones, realiza la verdadera Larga Marcha, aunque permanezca encerrado toda su vida en una prisión. Esto es lo que hizo Gramsci. En ausencia de compañeros o seguidores, oyentes o espectadores, el espíritu libre se mantiene en su larga marcha igual, aunque sólo sea frente a sí mismo y por lo tanto frente a Dios. Nada se pierde (véase el grano de mostaza y la pizca de levadura); y, en consecuencia, quien esclaviza, bajo cualquier pretexto, a su propio espíritu, se hace agente con esto de la deshonra del hombre. Doblemente desgraciado es aquel que se esfuerza por propagar el contagio entre otros, y aún más desgraciado si lo hace en vista o por el gusto de su propio poder personal.
Servirse con fines de poder de los explotados (incluso sólo de su nombre) es la peor forma de explotación posible. Peor para los que lo hacen para su propio beneficio personal. Proclamar el amor a los trabajadores puede ser una coartada conveniente para aquellos que no aman a ningún trabajador, ni a ningún hombre.
Una multitud consciente que afirma la libertad del espíritu es un espectáculo sublime. Y una multitud cegada que exalta el Poder es un espectáculo obsceno: quien sea responsable de tal obscenidad haría mejor en ahorcarse.