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Reiner Schürmann / ¿Qué hacer en el fin de la metafísica?

Traducción de «Que faire à la fin de la métaphysique ?», publicado en Cahier de l′Herne n° 45: Heidegger, 1983.

 

La opinión común es que Heidegger no tenía mucho que decir sobre los problemas políticos. También se sostiene que lo que sí dijo sobre ellos, hace cincuenta años, se beneficiaría de ser cubierto por un manto de silencio caritativo.
Sabemos que «el ser» era su obsesión, su primera y última palabra. Casi, en cualquier caso, porque es cierto que, al final, incluso él ya no podía oírla y hablaba en su lugar de «presencia», «mundo» o «acontecimiento». Entonces, ¿qué podría ser más tentador entonces, más meritorio quizás, que desarrollar, después de Heidegger, lo que su obsesión por esta única cuestión le impidió lograr, y «derivar» una «filosofía práctica» de su «filosofía del ser»? Puede lamentarse que él mismo no diera este paso, pero al fin y al cabo, la filosofía primera está ahí, y sólo haría falta un poco de ingenio para derivar de ella una «Política» o una «Ética», a menos que se tratara de una «Segunda Crítica». Dedicado al elevado problema del «ser», Heidegger habría tenido un sentido menos agudo de las cuestiones más concretas, más con los pies en la tierra, o al menos más tradicionales de la filosofía, de modo que no es de extrañar que, en su vida, tropezara con uno de estos detalles concretos, mucho más peligrosos que el pozo de Tales. Su obsesión sería lamentable, sobre todo si se mide con la de sus predecesores desde Sócrates, que nunca han dejado de repetir que «la virtud es conocimiento», que la razón práctica recibe su arquitectura de la razón pura y que la theoria, que es lo más noble que está a nuestro alcance, prescribe los caminos de la praxis. En una palabra, la obsesión de Heidegger simplemente le hizo olvidar que agere sequitur esse, que el actuar sigue al ser. Le habría dado la vuelta a la cuestión del ser y ahora nos tocaría a nosotros  traducirla en términos del actuar.
Por el contrario, quisiera mostrar que Heidegger no disocia en absoluto «el ser y el actuar», que no olvida lo segundo en favor de lo primero, que hablar de la presencia como él lo hace es ya hablar del actuar. No desarticula la antigua unidad entre teoría y práctica, sino que hace algo mucho peor: plantea la cuestión de la presencia de tal manera que la cuestión del actuar ya está respondida; de tal manera que el actuar ya no puede ser una pregunta; que preguntar, por ejemplo: «¿Cuál es el mejor sistema político?», es hablar en el vacío del lugar abandonado por las sucesivas representaciones de un fundamentum inconcussum, representaciones que han sostenido tanto sistemas del saber como sistemas del poder.

 

Ley económica y ley racional

 

Heidegger pone fin a la búsqueda especulativa de un fundamento para el actuar. Pero sí que responde a la pregunta «¿Qué hacer?», y más que incidentalmente. La aborda de un modo distinto al de los filósofos. Su rodeo aparece cuando se pregunta qué es la ley y, más concretamente, qué son las reglas prácticas. He aquí algunas líneas para reflexionar: «El nomos no es sólo la ley, sino más originariamente el mandato contenido en el decreto del ser. Sólo este mandato es capaz de insertar al hombre en el ser. Y sólo tal inserción es capaz de conducir y obligar. De lo contrario, toda ley sigue siendo un mero artefacto de la razón humana. Más esencial que cualquier establecimiento de reglas es la tarea de que el hombre encuentre el acceso a la verdad del ser para permanecer en él».1 Así pues, Heidegger sitúa las reglas prácticas en relación con las constelaciones históricas de la presencia. Una mirada más atenta a este pasaje de la Carta sobre el humanismo revelará la vertiente práctica, menos familiar, de la topología heideggeriana. Quisiera desarrollar algunas consecuencias que no resultarán benignas ni para una teoría de la acción (siempre que queramos conservar ese título escolar) ni, sobre todo, para el actuar mismo que ahora está a nuestro alcance.
Si hay un impacto práctico del pensamiento heideggeriano, reside en lo que él llamó la «deconstrucción» (Abbau) de la ontología en 1927.2 En las líneas que acabo de citar, las leyes prácticas —las normas— aparecen determinadas por «decretos». Con ello nos referimos a las implantaciones repentinas e imprevisibles en la disposición de la presencia-ausencia: las normas nacen de las crisis en la historia que hacen época. El planteamiento que Heidegger sigue en ese pasaje se asemeja al método trascendental en la medida en que, a partir del hecho de la ley, se  retrae a un conjunto de condiciones que hacen posible tal hecho. Pero al mismo tiempo descarta el trascendentalismo porque busca esas condiciones en otro lugar que en el sujeto. ¿Cuál es el a priori de la ley en general y de las normas prácticas en particular? «El mandato contenido en el decreto del ser». Para decirlo claramente: las condiciones del actuar las proporcionan las modalidades según las cuales, en un momento dado de la historia, los fenómenos presentes entran en relación unos con otros. Lo que hace posible la ley —y esto debe entenderse no sólo como ley positiva, sino también como ley natural y divina— es la constelación de interacción fenoménica que constituye nuestra «morada» en una era determinada, el nomos oikou, la eco-nomía de la presencia. Es más esencial obedecer a esta economía epocal de la aletheia que promulgar leyes y hacerlas cumplir. Nuestra obligación primaria, al parecer, nos coloca bajo el nomos como aletheiológico, y nuestra obligación secundaria sólo bajo el nomos «racional». La ley como «artefacto de la razón» es, además, una alusión apenas velada a Kant, más precisamente a la ley moral que la razón pura práctica se da a sí misma. ¿Debemos entender que el deber moral por el que la razón autónoma se impone reglas a sí misma es tan secundario como la ley positiva? Lo cierto es que las líneas citadas vuelven a Kant extrañamente contra sí mismo. La distinción entre nomos como orden epocal y nomos como creación libre de la razón asigna incluso a la búsqueda de universalidad y necesidad en la moral su lugar en la historia de la presencia. Con Kant nos habíamos vuelto confiados: todo ser racional es capaz de discernir lo que se debe hacer y lo que no se debe hacer. Pero ahora se nos dice que esta confianza en la razón moral es el síntoma de una sola manera de encontrarnos «insertos» en la historia del ser — una sola manera de responder al «mandato contenido en el decreto del ser».
Si éste es efectivamente el camino seguido por Heidegger en las líneas citadas, nos obliga a plantear de nuevo la cuestión de la relación entre teoría y práctica, pero tal como resulta de la deconstrucción de la historia de la metafísica — desde un punto de vista, por tanto, que prohíbe plantearla en términos de «teoría» y «práctica». ¿Qué ocurre con el viejo problema de la unidad entre pensar y actuar, una vez que «pensar» ya no significa: asegurar un fundamento racional sobre el que basar todo el saber y el poder, y «actuar» ya no significa: conformar las propias empresas cotidianas, privadas y públicas, al fundamento así establecido? La deconstrucción, tal y como Heidegger comenzó a practicarla hace medio siglo, es la pulverización de tal cimiento especulativo en el que la vida encontraría su base, su legitimidad, su paz. Deconstruir la metafísica es interrumpir —literalmente «descarrilar»— el paso especulativo de lo teórico a lo práctico. Los antiguos veían este paso como una derivación de la ética y la política a partir de la filosofía primera, y los modernos como una aplicación, en las metafísicas especiales, de la metafísica general. En ambos casos, el discurso sobre el ser siguió siendo fundacional. La ontología era la disciplina que justificaba las disciplinas prácticas. Con el viraje dado por la fenomenología heideggeriana tras la publicación de Ser y tiempo, la pregunta «¿Qué hacer?» queda suspendida en el vacío. Este desamparo es nuevo. En las respuestas que han dado tradicionalmente a la cuestión del actuar, los filósofos han podido de hecho apoyarse, de un modo u otro, en algún Primero nouménico cuya función fundadora estaba asegurada por una doctrina de los principios últimos, principios imposibles de fundar a su vez. Ya se plantee el problema del actuar a la manera de los griegos («¿Cuál es la mejor vida?»), de los medievales («¿Cuáles son los actos naturalmente humanos?») o de los modernos («¿Qué debo hacer?»), las respuestas dadas siempre han recibido sus esquemas de pensamiento y gran parte de su contenido de una ciencia referencial. Pero la deconstrucción de la metafísica sitúa históricamente lo que se tenía por fundamento nouménico, como incorruptible. Cierra así la era de las filosofías prácticas, derivadas de una filosofía primera, así como la era de las metafísicas especiales que dividen la metafísica general.
Se deduce, en primer lugar, que la deconstrucción priva al discurso sobre la acción de los esquemas que pertenecen por derecho a las tesis sobre la sustancia, sensible o divina, sobre el sujeto, sobre la mente o sobre el «ser». Pero también se deduce que el actuar mismo, y no sólo su teoría, pierde su fundamento o su arché. Así pues, no basta con preguntarse: ¿Qué ocurre con la pregunta «¿Qué hacer?» en el fin de la metafísica? Es necesario preguntarse: ¿Qué hacer en el fin de la metafísica?

 

La ignorancia sobre el actuar y la hipótesis de la clausura

 

«Para mí, la cuestión decisiva hoy es cómo puede coordinarse un sistema político en la era técnica, y qué sistema podría ser. No conozco la respuesta a esta pregunta. No estoy convencido de que sea la democracia».3 ¿Podría esta admisión de ignorancia por parte de Heidegger estar vinculada a la ignorancia relativa a la pregunta «¿Qué hacer?» que resulta de la deconstrucción? Si este «no conozco» es fingido o sincero, si se refiere a alguna nostalgia política o no, no es mi punto. Pero esta admisión puede no ser accidental. Quizá esté directamente relacionada con la única pregunta que nunca dejó de preocupar a Heidegger. En cualquier caso, puede colocarse en sinopsis con otras «confesiones» de ignorancia. «Cuanto más grande es la obra de un pensador —lo cual no puede medirse en modo alguno por la extensión y el número de sus escritos— tanto más rico es lo no pensado que esta obra contiene, es decir, lo que emerge, por primera vez y gracias a ella, como no pensado todavía».4
Un tipo muy específico de ignorancia parece predominar en los momentos de transición entre épocas, en los momentos «decisivos». Queda por saber a qué se debe esta ignorancia y por qué es necesaria. Puede que no tenga nada que ver con las opiniones y convicciones de un individuo, su sentido de la responsabilidad política o su perspicaz análisis del poder. ¿Y si la admisión de la ignorancia fuera un texto con ese conjunto de escritos que circulan, actúan, asustan o hacen pensar —es decir, que funcionan— bajo el nombre de «Heidegger»? ¿Y si esta ignorancia fuera tan necesaria para su discurso que, sin tal confesión, ya no sería enteramente un texto, un tejido regulado por leyes internas? ¿Podemos decir que la textura heideggeriana está estructurada según algunas reglas, una de las cuales tiene que ver directamente con esta ignorancia? Si es así, la tarea consiste en rastrear estrategias de pensamiento en lo escrito. Al hacerlo, tal vez conduzcamos lo que allí se dice a un lugar al que al hombre Martin Heidegger no le habría gustado ser conducido.
La ignorancia sobre el actuar resulta de la hipótesis bajo la que Heidegger coloca la historia de la filosofía occidental: al menos en lo que respecta a la preocupación por derivar una doctrina práctica de una ciencia primera, podemos hablar de la unidad cerrada de la época metafísica. Su deconstrucción de las constelaciones de la presencia muestra que estas constelaciones han prescrito, desde siempre, los términos en los que puede y debe plantearse la cuestión del actuar (términos ousiológicos, teológicos, trascendentales, lingüísticos), el fundamento sobre el que puede y debe responderse (sustancia, Dios, cogito, comunidad discursiva) y los tipos de respuestas que pueden y deben darse (jerarquía de virtudes, jerarquía de leyes —divinas, naturales y humanas—, jerarquía de los imperativos, y jerarquía de los intereses discursivos: interés cognitivo o interés emancipatorio). «La metafísica», pues, es el título de este conjunto de esfuerzos por encontrar un modelo, un canon, un principium para el actuar. Y desde el punto de vista de la deconstrucción, este conjunto aparece como un campo cerrado. La hipótesis de la clausura del campo metafísico desempeña un doble papel, aunque haya que revisar la oposición entre sistema e historia: clausura sistemática en la medida en que las normas del actuar «proceden» formalmente de las filosofías primeras correspondientes, y clausura histórica puesto que el discurso deconstructivo sólo puede surgir en el límite de la era sobre la que se ejerce. La hipótesis de la clausura determina la deconstrucción a cada paso del camino. Confiere a la empresa heideggeriana su ambigüedad: todavía amurallada en la problemática de la presencia, pero ya en otro lugar que en la fortaleza donde la presencia funciona como presencia constante, como identidad de sí a sí, como fundamento inquebrantable.
La hipótesis de la clausura confiere también a este planteamiento su radicalidad: el actuar desprovisto de arché sólo es pensable en el momento en que la problemática del «ser» —heredada del campo cerrado de la metafísica pero sometida, en su umbral, a una transmutación, a un paso— emerge de las ontologías y las desecha. Si, en la época de la posmodernidad (para decirlo brevemente: desde Nietzsche), la cuestión de la presencia ya no parece poder articularse como filosofía primera, y si la estrategia del concepto de «presencia», en Heidegger, aniquila (diga lo que diga Jacques Derrida) la búsqueda de una plena posesión de sí por sí, es en la constelación epocal del siglo xx donde se agotará la antigua procesión y legitimación de la praxis a partir de la theoria. Entonces, en su esencia, el actuar se revelará an-árquico. Es aquí donde a Martin Heidegger no le habría gustado que lo condujeran.

 

El principio de anarquía

 

La «anarquía» no es más que el complemento de las dos premisas que se acaban de enunciar, a saber: 1) las doctrinas tradicionales de la praxis la remiten a una «ciencia» insuperable de la que proceden los esquemas aplicables a un razonamiento riguroso sobre el actuar; 2) en la era de la clausura de la metafísica, esta procesión o legitimación basada en una ciencia primera resulta ser epocal — regional, si se quiere, fechada, o en todo caso «finita» en los tres sentidos de la palabra: limitada, consumada, terminada. Correlativamente, anarquía significa aquí: 1) El esquema por excelencia que la filosofía práctica ha tomado prestado tradicionalmente de la filosofía primera es la referencia a un arché, ya se articule según la relación atributiva, pros hen, ya según la relación participativa, aph′ henos. Las teorías sobre el actuar no sólo se refieren en general a lo que figura, en cada época, como saber último, sino que reproducen, como a partir de un patrón, el esquema atributivo-participativo. Así pues, estas teorías tienen su origen en la filosofía primera, y toman prestado de ella el propósito mismo de buscar un origen para el actuar, una instancia primera de la que dependería lo múltiple. En las doctrinas sobre la praxis, el esquema atributivo-participativo se traduce en la ordenación de los actos a un punto de mira en constante desplazamiento histórico: la ciudad perfecta, el reino celeste, la voluntad del mayor número, la libertad nouménica y legisladora, el «consenso pragmático trascendental» (Apel), etc. Pero ninguno de esos traslados deshace el propio patrón atributivo, participativo y, por tanto, normativo. El arché funciona siempre con respecto al actuar como la sustancia funciona con respecto a sus accidentes, imprimiéndoles sentido y telos. 2) En cambio, en la época de la clausura, se puede asignar su regularidad a los principios que han reinado sobre el actuar. El esquema de referencia a un arché se revela como el producto de un cierto tipo de pensar, de un conjunto de reglas filosóficas que han tenido su génesis, su periodo de gloria, y que quizás estén ahora en decadencia. Lo que se lee entonces en Heidegger, pues, es que la función principial ha sido desempeñada por numerosos «primeros» a lo largo de los siglos; que la regularidad de esta función puede reducirse formalmente al pros hen aristotélico (del que el aph′ henos no es más que la contrapartida simétrica); y que, con la clausura de la era metafísica, los «principios epocales», que coordinaban los pensamientos y las acciones en cada era de nuestra historia, se marchitan. La anarquía, en este sentido, sólo se vuelve operativa como concepto cuando la gran red de las constelaciones que fijan la presencia en presencia constante se cierra sobre sí misma. Para la cultura occidental, las cosas múltiples se han congelado —de manera diversa, por supuesto, según las épocas— en torno a una verdad primera o a un principium racional. Como el esquema atributivo se ha exportado a la filosofía práctica, estos principios racionales diseñan la estructura en la que discurre el princeps, la autoridad con la que se relaciona lo que es factible en una época. Las filosofías primeras proporcionan al poder sus estructuras formales. Más exactamente, pues, «la metafísica» se refiere al dispositivo en el que el actuar requiere un principio con el que puedan relacionarse las palabras, las cosas y las acciones. El actuar parece carecer de principios en la era del viraje, cuando la presencia como identidad última se convierte en presencia como diferencia irreductible. Si éstos son los contornos del programa de deconstrucción, se empieza a vislumbrar la necesidad de una admisión de ignorancia: la cuestión misma de un «sistema político coordinado en la era técnica» es una cuestión de construcciones principiales.
La expresión más adecuada para englobar todas estas premisas sería: «El principio de anarquía». La palabra anarquía sería ciertamente equívoca. La paradoja que encierra esta expresión no es menos instructiva y deslumbrante. ¿No es el nervio de la metafísica —sean cuales fueren las determinaciones ulteriores por las que se refine su concepto— la regla de buscar siempre un Primero a partir del cual el mundo se haga inteligible y controlable, la regla del scire per causas, del establecimiento de «principios»? La «anarquía», por el contrario, se refiere ahora al marchitamiento de tal regla, al aflojamiento de su control. Esta paradoja es deslumbrante porque, en dos palabras, señala a la vez más acá y más allá de la clausura metafísica, exhibiendo así el contorno de esta clausura misma. La paradoja enunciada por la expresión «principio de anarquía» sitúa la empresa heideggeriana, indica el lugar donde se sitúa: todavía implantada en la problemática del ti to on («¿Qué es el ser?»), pero arrancándola ya del esquema del pros hen que le era congénito. Reteniendo la presencia, pero desenganchándola del esquema atributivo. Sigue siendo un principio, pero un principio de anarquía. Es necesario reflexionar sobre esta contradicción. En su historia y esencia, la referencia principial está trabajada por una fuerza de dislocación, de plurificación. El logos referencial se convierte en una «palabra archipelágica», un «poema pulverizado» (René Char). La deconstrucción es un discurso de transición; y al juntar las dos palabras, «principio» y «anarquía», nos estamos preparando para esta transición epocal.
Ni que decir tiene que no se trata aquí de «anarquía» en el sentido de Proudhon, Bakunin y sus seguidores.5 Lo que buscaban estos maestros era desplazar el origen, sustituir el poder de la autoridad, princeps, por el poder racional, principium. Una operación «metafísica» de primer orden. Sustituir un foco por otro. La anarquía de la que hablaremos es el nombre de una historia que se ha dado en el fundamento mismo del actuar, una historia en la que los cimientos ceden y nos damos cuenta de que el principio de cohesión, ya sea autoritario o racional, no es más que un espacio en blanco sin poder legislativo sobre la vida. La anarquía habla del destino que está marchitando los principios a los que los occidentales, desde Platón, han vinculado sus obras y gestos para anclarlos, para protegerlos del cambio y de la duda. Es la producción racional de este anclaje —la tarea más seria tradicionalmente asignada a los filósofos— lo que se hace imposible con Heidegger.

 

El otro pensamiento, el otro actuar

 

La admisión de ignorancia sobre el sistema político mejor adaptado al mundo técnico parece ahora más coherente, o al menos mejor integrada en la textura general del discurso deconstructivo. Si la cuestión de los sistemas políticos sólo puede plantearse en el seno de organizaciones epocales y principiales, y si, por otra parte, la modalidad epocal-principial de la presencia llega a su fin en la era de la clausura, entonces es un error plantear la cuestión política sopesando las ventajas y los inconvenientes de los diferentes sistemas. Esto puede verse de varias maneras. En primer lugar, y éste es el factor más conocido, a través de la oposición entre pensar y conocer. En Heidegger, ninguna dialéctica vincula el pensamiento al conocimiento, ninguna síntesis permite pasar del uno al otro: «Las ciencias no piensan». Esta oposición, heredada de Kant (pero a pesar de que Heidegger la utiliza constantemente, nunca reconoce esta deuda), se establece como dos territorios, dos continentes, entre los que no hay ni analogía ni siquiera semejanza. «No hay puente que lleve de las ciencias al pensamiento».6 Se «piensa el ser» y sus épocas, pero se «conocen los entes» y sus aspectos. Una ignorancia generalizada, pues, que aqueja al pensamiento en todos sus planteamientos. Si Heidegger la invoca tan ostentosamente, es porque tal vez sea el lugar de una necesidad aún más próxima a la materia misma del pensamiento. — La materia del pensamiento es, en el límite que rodea una larga historia, «repetir» la presencia misma, «recuperar las experiencias del ser que están en el origen de la metafísica, gracias a una deconstrucción de las representaciones que se han convertido en lugares comunes y vacíos».7 Si esta larga historia está llegando efectivamente a su fin (y la afirmación insistente de Heidegger a este respecto, así como la de otros después de él,8 puede dejarnos perplejos), entonces, bajo la crisis, la estructura de este campo se desbarata; sus principios de cohesión pierden eficacia; el nomos de nuestro oikos, la economía que nos encierra, produce cada vez menos certezas. Es un momento de ignorancia, pues, en el que se cruza un umbral epocal. — Finalmente, la ignorancia necesaria sobre los sistemas políticos y sus méritos respectivos es el resultado de la constelación de la presencia cuya aurora se nos describe: el cese de los principios, el destronamiento del principio mismo de estos principios, y el comienzo de una economía de paso, anárquica. La época de transición traería así a la presencia las palabras, las cosas y las acciones de tal modo que su interacción pública es irreductible a toda sistematicidad.
Dicho y entendido esto, hay que añadir: la admisión de ignorancia es, por supuesto, una finta. Y más que una finta estratégica — a menos que entendamos esta palabra, «estrategia», no en relación con las acciones humanas y el arte de coordinarlas, sino en relación con las economías de la presencia. Así que podemos ver que hay razones de peso para esta finta. Al fin y al cabo, ¿cómo evitar que, una vez esbozado el marchitamiento de los principios, surjan preguntas del tipo siguiente? ¿Cuál es tu teoría del Estado? ¿Y de la propiedad? ¿Y de la ley en general? ¿Qué será de la protección? ¿Y de nuestras autopistas? Heidegger las esquiva. Tras uno de los desarrollos más directos sobre lo que podría llamarse anarquía ontológica —expresada, en este caso, por el concepto de «vida sin porqué»— Heidegger concluye: «En lo más recóndito de su ser, el hombre sólo es verdaderamente cuando, a su manera, es como la rosa: sin porqué». El «sin porqué» apunta más allá de la clausura, por lo que no puede ser perseguido. La interrupción brusca del desarrollo —«No podemos seguir con este pensamiento aquí»9—, y el fingimiento de ignorancia son inevitables cuando se intenta «otro pensamiento»10. Sólo hay que esforzarse un poco para verlo: una vida «sin porqué» significa, en efecto, una vida sin finalidad, sin telos. Y se dice que «en lo más recóndito de su ser», es decir, en su totalidad, el hombre tendría que estar privado de telos. Ser, «a su manera, como la rosa», sería abolir la teleología práctica. Evidentemente, las objeciones saltan: Pero sin telos, el actuar ya no es el actuar… En efecto. De ahí la necesidad de la finta.
Deconstruir el actuar es arrancarlo de la dominación por la idea de finalidad, de la teleocracia en la que se ha mantenido desde Aristóteles. La desarticulación de las representaciones teleocráticas no se añade a lo que llamó por primera vez Heidegger la «destrucción fenomenológica de la historia de la ontología»11. Si la clausura ha de entenderse tal como se ha esbozado, si es esa alteración de las reglas por la que se rearticula el conjunto de la constelación llamada cultura, es necesariamente englobante, indivisible. Por tanto, el Abbau no puede circunscribirse a una «región», a una ciencia específica o a una disciplina. El actuar no puede deconstruirse aisladamente. Por eso hay que convertirse primero en el fenomenólogo de principios epocales como «el Mundo suprasensible, las Ideas, Dios, la Ley moral, la autoridad de la Razón, el Progreso, la Felicidad del mayor número, la Cultura, la Civilización». Con el fin de la metafísica, estos principios «pierden su fuerza constructora y se convierten en nada».12
El punto de partida de toda esta empresa no tiene nada de innovador. Es el tradicional asombro ante las épocas y sus deslizamientos: ¿Cómo explicar que dentro de un cerco epocal (los cercos que llamamos «polis», «Imperio romano», «Edad Media», etc., o, según una división un poco más fina, siglo «siglo XVII», «siglo XVIII», «siglo XIX»), sean posibles e incluso necesarias ciertas prácticas que no lo son en otros? ¿Cómo es posible que fuera imposible una revolución en la Edad Media, así como una Internacional durante la Revolución francesa y una Revolución Cultural en tiempos de la Primera Internacional? O, desde una perspectiva menos ajena a la cuestión de los «principios» de lo que podría parecer: ¿cómo es que un Duns Escoto, aunque apodado Doctor subtilis, no pudo escribir ni una critica de la razón pura ni una genealogía de la moral? ¿Cómo es, en otras palabras, que un dominio de lo posible y lo necesario se instituye, dura un tiempo y luego cede bajo el efecto de una mutación? «¿Cómo es que?»: pregunta descriptiva, que no debe confundirse con la pregunta etiológica: «¿Cómo se explica…?». Las soluciones causales que se ofrecen a estos fenómenos de mutación, ya sean «especulativas», «economicistas», o lo que sea, nos dejan insatisfechos por el propio presupuesto causal que no pueden cuestionar — que no pueden situar, porque ese presupuesto no es más que una incidencia epocal del esquema pros hen.

 

El «otro comienzo» como plurificación del actuar

 

He mostrado cómo, desde el punto de vista de la deconstrucción, las normas prácticas (nomoi racionales) dependen de los principios epocales metafísicos, que a su vez dependen de las constelaciones de presencia-ausencia (nomoi como «mandatos contenidos en los decretos del ser»). También hemos visto que con el viraje económico contemporáneo —del que la Kehre de Heidegger es sólo un eco en el pensamiento—13 estos principios ónticos unificadores se desvanecen. En términos nietzscheanos, el «otro comienzo» es la justicia hecha a la presencia como acontecimiento múltiple, como inocencia restituida a la pluralidad, a lo plural. He aquí cuatro ámbitos en los que, con Heidegger, esta plurificación se hace pensable. Su enumeración nos permitirá luego sugerir lo que sería el «otro actuar», pluriforme.
1. El ámbito en el que tal plurificación es más fácil de ver, y quizá de tolerar, es el de las disciplinas científicas nacidas con la metafísica. «La división de la filosofía en “física”, “ética” y “lógica” produce una compartimentación. Comienza así un proceso que termina con la primacía de la disciplina sobre el tema del que se ocupa… Lo que forma parte del “tema” se decide en función de los aspectos y las perspectivas de la investigación. La disciplina los prescribe para su propia supervivencia, como únicas formas de reificar ese “tema”».14 Si la deconstrucción hace cuestionables las divisiones entre las ciencias humanas, no es por las razones que suelen invocar los teóricos que se quejan de las barreras que separan sus respectivos discursos: a saber, que el hombre es un todo —que la naturaleza humana es una— y que la división de la investigación fragmenta esta totalidad y esta unidad. Por el contrario, ningún sueño unitario moviliza la deconstrucción tal como he intentado describirla. El hombre como figura «una» es precisamente el principio epocal rector instituido con el giro socrático, el giro a raíz del cual «el rasgo distintitivo de toda metafísica aparece en que es “humanista”».15 El hombre accedió al papel propiamente principial (después del cosmos y Dios) aún más recientemente: «El hombre moderno tiene apenas trescientos años»16. Heidegger critica que las llamadas ciencias humanas y sociales se antepongan al tema del que se ocupan, no porque ese tema sea esencialmente simple, sino porque, por el contrario, con la superación de la epoché, resulta ser irreductiblemente múltiple. La esencia (Wesen en el sentido verbal) se dispersa en innumerables topoi. No sufrimos de demasiados tipos de discursos, sino de demasiado pocos.
2. El umbral hacia la presencia anárquica está marcado no sólo por una profusión discursiva, sino ante todo por un pensamiento múltiple. «Sólo un pensamiento pluriforme puede llegar a un decir que responsa al asunto» que es «él mismo intrínsecamente pluriforme»17. Pensamiento múltiple porque responde a un juego de presencia múltiple: la «plurivocidad del decir» (Mehrdeutigkeit der Sage) no es más que la resonancia del «agenciamiento de la transmutación, para siempre sin reposo, donde todo se convierte en juego»18. Antes del viraje de 1930, la ontología de Heidegger era radical en el sentido de un «enraizamiento originario» de todos los fenómenos en la existencia humana;19 después de este viraje, desecha la metáfora de la raíz20 en favor de un lenguaje más heracliteano —«el niño que juega»— y nietzscheano: la presencia como «transmutación para siempre sin reposo». Pensar es, pues, responder y corresponder a las constelaciones de la presencia que se hacen y deshacen.
3. El ámbito irrevocablemente marcado por la relación pros hen, al parecer, es la gramática. ¿Qué operación es más heno-lógica que la de relacionar un predicado con un sujeto? Toda la metafísica nace de esta atribución primaria. Esto es precisamente lo que tenemos que desaprender: «Necesitamos un cambio en el lenguaje que no podemos obtener por la fuerza ni siquiera inventar… Lo más que podemos hacer es prepararnos hasta cierto punto para este cambió».21 En un momento en que las ficciones unificadoras de la presencia se disipan bajo el pragmatismo triunfante (el impacto recapitulador de la tecnología), la tarea del pensamiento es liberar el potencial de un hablar múltiple contenido en la modalidad de presencia contemporánea (el impacto anticipador de la tecnología). Al final de la última conferencia que pronunció, Heidegger llegó a lamentar haber «hablado sólo enunciando proposiciones».22 Esto se debe a que en el umbral tecnológico que separa las modalidades principiales de la presencia de sus modalidades anárquicas, tenemos que «trabajar a través» de la gramática metafísica, del mismo modo que para Freud una neurosis o un duelo requieren un Durch-arbeiten.23 Por lo tanto, no debemos malinterpretar la profundidad a la que se está produciendo el deslizamiento cultural contemporáneo y de donde requiere nuestro trabajo. La cultura metafísica en su conjunto resultar ser una universalización de la operación sintáctica de atribución predicativa. Es esta atribución elemental la que la transgresión del cerco metafísico desbarataría. «Nuestras lenguas occidentales, cada una a su manera, son lenguas del pensamiento metafísico. ¿Es la esencia de las lenguas occidentales en sí misma puramente metafísica y, por tanto, definitivamente marcada por lo onto-teo-lógico? ¿O encubren estas lenguas otras formas de hablar…? Estas preguntas sólo pueden plantearse».24
4. El ámbito en el que la referencia a lo uno se ha reforzado más dogmáticamente es la ética. La Ética nicomáquea comienza con una declaración de fe en la teleocracia: «Todo arte y toda investigación, y asimismo toda acción y toda elección, tienden hacia algún bien».25 En todo lo que emprendemos, aspiramos a algún fin. Es imposible concebir una doctrina sobre el ethos o las mores, una ética o una moral metafísicas, sin esa fe en el reino de la finalidad. Heidegger, por su parte, experimenta con palabras siempre nuevas para disociar, para distinguir, el actuar y la representación de la finalidad. En uno de estos intentos, habla de Holzwege, de «caminos que no llevan a ninguna parte». Para captar el alcance de esta metáfora, hay que contrastarla con las líneas de Aristóteles que acabo de citar, y con todas las filosofías prácticas en la medida en que varían la problemática del fin y los medios. Pero la elección de las metas y la selección de las vías para alcanzarlas caracterizan la praxis sólo en la medida en que, incluso antes de cualquier teoría del bien, la presencia se ha fijado en el esquema causal, esquema en el que reina la causa final. El actuar muestra una inclinación natural hacia los fines, pero sólo a condición de tal comprensión calculadora y calculante de la presencia o del «ser». Sin este presupuesto, la praxis sería «sin porqué». Esta expresión, tomada de Maestro Eckart,26 arroja luz sobre la metáfora de los Holzwege: de esos senderos utilizados por los leñadores, «cada uno sigue su propio camino, pero en el mismo bosque. A menudo parece que uno es igual al otro. Pero se trata sólo de una apariencia».27 Lo mismo ocurre con la praxis. Liberado de las representaciones del arché y del telos, el actuar ya no se dejaría describir por una finalidad concebida de antemano y ejecutada con los medios apropiados. Heidegger sugiere así una abolición práctica de la finalidad, en el umbral de una economía no principial. El actuar seguiría las maneras múltiples en que, en cada momento, la presencia se ordena a nuestro alrededor. Seguiría la venida a la presencia como phyein, liberada de los principios ónticos que la rigen desde la Grecia clásica. Tal como lo entendían los griegos preclásicos —en el «primer comienzo»—, el actuar puede ser kata physin. Más allá de la clausura metafísica, en el «otro comienzo», la medida de todas las acciones no puede ser ni un hen nouménico ni la simple presión de los hechos empíricos. Lo que da la medida es la modalidad constantemente cambiante según la cual las cosas emergen y se muestran: «Toda poiesis depende siempre de la physis… A ésta, que surge de antemano y llega al hombre, se aferra la producción humana. El poiein toma la physis como medida, es kata physin. Es según la physis, y sigue su potencial… Un hombre sabio, entonces, es aquel que pro-duce con la mirada puesta en lo que surge de sí mismo, es decir, en lo que se revela».28 Entendidas correctamente, estas líneas resumen lo que Heidegger tiene que decir sobre el actuar.

 

An-arquía y a-teleocracia prácticas

 

¿Qué hacer en el fin de la metafísica? Combatir todo vestigio de un Primero que dé la medida. En términos nietzscheanos: después de que el «mundo verdadero» haya demostrado ser una fábula —después de la «muerte de Dios»—, la tarea consiste en destronar a los numerosos ídolos con los que seguimos decorando tanto la vida privada como la pública. En palabras de la Carta sobre el humanismo: la tarea consiste en desaprender el nomos como artefacto de la razón y seguir únicamente el nomos como «el mandato contenido en el decreto del ser». En términos aristotélicos: liberar el actuar de las representaciones del arché y del telos, representaciones que, a partir de «la Física, libro fundamental de toda la filosofía occidental»,29 Aristóteles ya había extendido indebidamente a la ética y a la política. ¿Qué hacer? Derrocar a los entes que rigen el actuar a la manera de un comienzo, un mandato y un fin, ya sean autoridades sustanciales o formales-racionales. Ésta es la condición práctica para sobrepasar la clausura metafísica y hacer el actuar «sin porqué», an-árquico y a-teleocrático.
«El concepto corriente de “cosa”… en su captación no aprehende la cosa tal como despliega su esencia; la embiste. — ¿Puede evitarse tal embestida? ¿Y cómo? Sólo podemos hacerlo dejando el campo libre a las cosas. Primero hay que apartar todas las concepciones y enunciados que se interpongan entre la cosa y nosotros».30 Estas líneas sugieren algunos rasgos del otro actuar, que se correspondería con «el otro pensamiento» y el «otro destino».31 Permiten decir lo que no es, pero también lo que es. El otro actuar no es «captación» o «embestida». Es: «Dejar el campo libre a las cosas». De ahí la tarea práctica para nuestra era de transición: apartar todo lo que se interponga al otro actuar.
La embestida es una modalidad de la presencia que predomina en la era técnica. Es el resultado tardío y extremo de decisiones y orientaciones tomadas desde la Grecia clásica. Reforzadas en cada etapa posterior, conducen a una violencia generalizada, más destructiva que las guerras: «Ni siquiera necesitamos bombas atómicas, el desarraigo del hombre ya está aquí… Este desarraigo es el fin, a menos que el pensamiento y la poesía vuelvan a alcanzar un poder no violento».32 Ante la amenaza del fin, preparada desde hace tiempo por la inserción de todos los fenómenos posibles en el entramado arché-telos, Heidegger se pregunta por tanto: «¿Puede evitarse tal embestida? ¿Y cómo?».
Vemos enseguida que Heidegger no opone a la violencia institucionalizada una contra-violencia, o al menos no una violencia del mismo tipo. No llama a ningún tipo de contra-ataque. No busca la confrontación, ni la espera. Al contrario, la confrontación sólo reforzaría la violencia que yace en el corazón de nuestra posición histórica fundamental. Montar un frente más sólo puede endurecer la embestida generalizada. «Nunca he hablado en contra de la técnica…», afirma.33 Pero Heidegger tampoco nos anima a abandonar el dominio público. La genealogía misma de las economías de la presencia abole las oposiciones entre público y privado, afuera y adentro, vida activa y vida contemplativa.
La «embestida» que Heidegger pregunta si puede evitarse es ambiguo, como lo es la técnica. La violencia de nuestra posición extrema es la fuerza que clausura la metafísica y hace posible el viraje económico. Lo que no quiere decir que la violencia provoque su propia negación. No hay nada dialéctico en la hipótesis de la clausura, sólo una posición fundamental de doble cara. La «embestida» nos hace a la vez autóctonos y fronterizos del terreno metafísico. Al amplificar sin límite el juego de la ofensiva, compromete también un nuevo juego posible, en el que la teleocracia se disuelve en el puro phyein, en el acontecimiento de la venida a la presencia. ¿Cómo anticipar una economía puramente kata physin? La respuesta de Heidegger es clara: «Todo lo que se interponga entre la cosa y nosotros debe ser apartado».
La transición fuera de las épocas no puede, pues, realizarse por una contracción de la voluntad. ¿Cuál puede ser entonces la acción de apartar las supervivencias principiales? Para Heidegger, sólo hay una actitud que podemos adoptar para anticipar el cruce de la clausura y retirar los intercambios públicos de la ofensiva de la voluntad: «El dejamiento no entra en el dominio de la voluntad».34 El dejamiento es el juego preparatorio de una economía kata physin. Literalmente, preludia la transgresión de las economías principiales. La violencia que Heidegger abraza frente a la embestida institucionalizada es la no-violencia del pensamiento. De este último, ¿cuál es su «poder no-violento»? Es hacer lo que hace la presencia: dejar ser. Heidegger opone, pues, el lassen, «dejar», al überfallen, «embestir»,35 del mismo modo que opone la acción de apartar a «lo que se interpone» o secuestra. El dejamiento, la Gelassenheit, no es ni una actitud benigna ni un consuelo espiritual. «Dejar ser» es la única salida viable del campo de ataque establecido por la razón calculadora. Es la única salida porque: 1) desplaza el conflicto, 2) es esencialmente a-teleocrática, 3) prepara el camino para una economía anárquica. El primero de estos tres puntos inscribe el dejamiento en el acontecimiento del puro phyein, el segundo en el a priori práctico, y el tercero en el paso a otra economía. Por estas tres razones, que, para concluir, debemos examinar una por una, Heidegger puede continuar en el texto antes citado: «¿Puede evitarse tal embestida? ¿Y cómo? Sólo podemos hacerlo dejando el campo libre a las cosas».
Dejar el campo libre a las cosas significa, en primer lugar, desplazar el conflicto. Heidegger no opone ningún Gran Rechazo a la violencia epocal. Filosofar contra la técnica equivaldría a «una simple re-acción contra ella, es decir, a lo mismo».36 Más bien se pregunta por la esencia de la técnica y, por tanto, por su pertenencia a la metafísica. Planteada desde este nuevo punto de vista, la pregunta llega con más seguridad al corazón de la técnica que la discusión sobre las alternativas a la estandarización y la mecanización. Es un malentendido de su critica de la violencia intentar recuperar a Heidegger para la causa ecologista o alguna otra escapatoria del control tecnocrático. Por otro lado, siguiendo el desplazamiento hacia la esencia, ¿qué aparece como «dejando el campo libre a las cosas», es decir, como dejándolas que se hagan presentes de tal o cual manera? «Acontece todo el tiempo». Es el acontecimiento de apropiación el que, ya desde siempre, deja que las cosas vengan a nuestro encuentro de este modo (begegnenlassen). De ello se desprende que el a priori práctico que subvierte la violencia consistirá en «abandonarnos (überlassen) a la presencia sin que ésta se oncluya».37 Consistirá en dejar que las cosas entren en presencia, en constelaciones esencialmente rebeldes al ordenamiento. El actuar múltiple, a partir del acontecimiento finito: ésta es la praxis que «deja el campo libre a las cosas». Se hace pensable gracias al desplazamiento de la cuestión relativa a la violencia. Heidegger no la plantea en términos de violencia y contra-violencia, como hizo Marx por ejemplo («La violencia material debe ser derrocada por una violencia material»).38 Tampoco la plantea en términos humanistas, como hizo Merleau-Ponty («¿Es la violencia… capaz de crear relaciones humanas entre los hombres?»).39 Heidegger se pregunta cuál es la constelación de presencia-ausencia que hace de la técnica una posición histórica fundamental esencialmente violenta. El dejamiento como praxis posible surge de este paso atrás hacia la esencia.
Por otra parte, «dejar el campo libre a las cosas» significa liberar el pensamiento de las representaciones de fines. Si el pensamiento no es ni el refuerzo ni la negación de la técnica, no tiene finalidad. No está dominado por la búsqueda de conformidad entre enunciado y objeto. En esencia, está libre de cualquier control teleocrático. La tarea que emprende es demasiado modesta, demasiado insignificante, para ser rival de la técnica: pensar es seguir las cosas a medida que surgen de la ausencia. Sin embargo, su pobreza es instructiva. Nos instruye sobre un origen sin telos; un origen que es siempre otro y siempre nuevo; con el que no se puede contar y que, por tanto, desafía el complejo técnico-científico. El consejo heideggeriano de dejar el campo libre a las cosas contiene, por tanto, también un imperativo. Las «cosas» tal y como vienen al «mundo», se distinguen de los productos en que estos últimos sirven para algo. El fin útil constituye el ser mismo del Zeug, de los utensilios. Hablar de «cosas» en lugar de entes disponibles y entes subsistentes es desimplicar a lo ente de la finalidad, de la teleocracia. ¿Cómo procede esta desimplicación? A través de este imperativo: «¿Estamos en nuestra existencia historialmente cerca del origen?».40 Estar cerca del origen —cerca del acontecimiento que es el phyein— seria seguir en el pensamiento y en el actuar el surgimiento «sin porqué» de los fenómenos. Heidegger cita a Goethe: «No busquemos nada detrás de los fenómenos: ellos mismos son la doctrina».41 Detrás de los fenómenos estarían los noúmenos, de los que sólo la inteligencia divina sabría el papel que les ha asignado entre las maravillas de la creación. En una conversación, Heidegger citó también a René Char: «Sólo una vez se ve a la ola echar el ancla en el mar». «La poesía es, de todas las aguas claras, la que menos se demora en los reflejos de sus puentes».42 El pensamiento y la poesía desgastan la teleocracia como la herrumbre al hierro. Fue el Maestro Eckart quien se atrevió a traducir este desgastamiento en la acción: «El justo no busca nada en sus obras. Son siervos y mercenarios quienes buscan algo en sus obras y actúan con vistas a algún “porqué”».43
Por último, desde el punto de vista de las economías, «dejar el campo libre a las cosas» es comprometerse en una transición: el paso de la violencia a la anarquía. El paso de un lugar en el que los entes están constreñidos por un principio epocal, a un lugar en el que se restablece su contingencia radical. El paso de las «sustancias» determinadas por un arché y un telos ideales, a las «cosas» que emergen precariamente en su propio mundo precario. Esta inocencia redescubierta de lo múltiple, Heidegger la sugiere sobre todo en los textos sobre la obra de arte, que aparecen entonces bajo una luz diferente. La obra de arte instituye una red de referencias en torno a sí misma y produce así la verdad como esfera contingente de interdependencia. Para Heidegger, la obra de arte es el paradigma no del «gesto fundador»,44 sino de la manera no principial en que una cosa viene al mundo y el mundo viene a la cosa. Pero para que una economía devuelva todas las cosas a sus mundos de este modo —para que la anarquía económica tome el relevo de los principios— la condición práctica es la caída de las últimas figuras teleocráticas de la presencia. Así que la respuesta a la pregunta política «¿Qué hacer?», es: arrancar de su refugio a estos vestigios de una economía teleocrática y liberar así las cosas de su «captación» por los principios epocales. Así es como, en la situación ambigua de transición, la fenomenología puede responder a la «embestida» tecnológica. Los reveses de la historia imponen condiciones prácticas al pensamiento y al actuar. Por ello, esta fenomenología no puede contentarse con una noción ontológica de anarquía. Al insistir en el Anruf, el llamamiento, el Anspruch, la exigencia, etc., Heidegger vincula la aparición de una nueva constelación a un requisito práctico previo. Y si la constelación hecha posible por la tecnología es esencialmente a-teleocrática, entonces la praxis requerida consiste en abrazar la discontinuidad del acontecimiento de apropiación. Heidegger responde a la violencia mostrando la grieta que el dejamiento introduce en las constelaciones sociales fijas. Expresa esta grieta a veces, como hemos visto, lamentando que no nos sea posible salir de la estructura metafísica de las proposiciones: el obstáculo por excelencia que se interpone al acontecimiento de apropiación proviene de los «fundamentos metafísicos griegos… de la oración como relación entre sujeto y predicado». Sería necesario poder decir «Hay ser» y «Hay tiempo», y entender éstos como algo distinto de proposiciones.45 Heidegger también se refiere directamente a la ambigüedad de nuestro emplazamiento económico contemporáneo —la ambigüedad del «principio de anarquía»— cuando lamenta que la conferencia «Tiempo y ser» haya podido todavía «hablar sólo enunciando proposiciones».46
Por muy alusivas que sean las observaciones de Heidegger sobre las implicaciones prácticas de su pensamiento —y por muy obstinado que se niegue a ver ninguna—, no cabe duda de que en el plano lingüístico su ataque a la proposición, y en el plano ontológico la superación de la diferencia «ontológica» hacia la diferencia «cosa y mundo», exigen que se introduzca una fluidez radical en las instituciones sociales, así como en la práctica en general. Con la esencia bifronte de la técnica, legitimar la práctica ya no puede significar: referir lo factible a una instancia primaria, a alguna razón última, o a un fin último, a alguna meta. Se invierte así el principio de razón: no son los entes presentes (y los actos, también entes) los que apelan a un fundamento, Grund, sino la presencia sin fondo, abgründig, que interpela a la existencia y reclama un actuar igualmente sin fondo. Esto explica el complejo vínculo que se establece en la última frase del texto citado más arriba, entre la gramática de la proposición, la diferencia «cosa y mundo», y el apartamiento de los obstáculos como requisito previo al acontecimiento de apropiación: «Primero hay que apartar todas las concepciones y enunciados que se interpongan entre la cosa y nosotros».47
Cuando pensamos en los sufrimientos que los hombres se han infligido y siguen infligiéndose en nombre de los principios epocales, vemos que la filosofía —«el pensar»— no es una empresa fútil: la fenomenología deconstructriva de las épocas «cambia el mundo»,48 porque revela el marchitamiento de los principios. Nadie ha expresado mejor este marchitamiento que René Char: «Esta parte nunca fija, en nosotros adormecida, de la que brotará mañana lo múltiple».49

 

* Este artículo es una adaptación de mi obra Le Principe d’anarchie. Heidegger et la question de l’agir, París, Seuil, 1982.
1 Wm 191 / Q III 148.
2 GP 31. Así pues, la palabra «deconstrucción» no es originalmente, como se piensa a menudo, «la excelente expresión de Derrida», F. Wahl, Qu’est-ce que le structuralisme? 5. Philosophie, col. Points, París, 1973, p. 128.
3 Sp 206 / RQ 42.
4 SvG 123s / PR 166.
5 Desde luego, este concepto no entra aquí en las teorías clásicas sobre el mejor Estado; cf. Platón, La República (558c) y Aristóteles, Política (1302b 28ss), que califican ambos como anarchos a la forma injusta de gobierno que era a sus ojos la democracia.
6 Las dos citas pertenecen a VA 133s / EC 157.
7 Wm 245 / Q 1 240.
8 «Tal vez la meditación paciente y la indagación rigurosa… son la errancia de un pensamiento fiel y atento y al mundo irreductiblemente por venir que se anuncia en el presente, más allá de la clausura del saber», Jacques Derrida, De la grammatologie, Paris, 1967, p. 14.
9 SvG 73 / PR 108.
10 VA 180 / EC 217 y Sp 212 / RQ 54.<
11 SZ 39 / ET 58 (el subrayado es mío).
12 Hw 204 / Chm 182.
13 TK 40 / Q IV 146s.
14 Her 233s.
15 Wm 153 / Q III 87.
16 Her 132. Esta tesis fue expuesta posteriormente en Francia por Michel Foucault, Les mots et les choses, París, 1966, p. 15, 319-323, 396-398.
17 Vw XXIII / Q IV 188.
18 Wm 251 / Q I 249.
19 «Ursprüngliche Verwurzelung», SZ 377, y más tarde, a propósito de SZ: «La conciencia se enraíza en el Dasein», VS 118 / Q IV 317s.
20 «El concepto de “raíz” no permite traer al lenguaje la relación del hombre con el ser», VS 127 / Q IV 327 — abandono que fue orquestado en Francia, esta vez, por Gilles Deleuze y Félix Guattari, Rhizome, París, 1976.
21 US 267 / AP 256.
22 SD 25 / Q IV 48.
23 «Verwinden» no quiere decir en Heidegger «superar» la metafísica, sino «trabajar a través» de ella: «Ese Verwinden se asemeja a lo que ocurre cuando, en el dominio de las experiencias humanas, se llega al término de un dolor», TK 38 / Q IV 144.
24 ID 72 / Q I 307s.
25 Aristóteles, Éthique à Nicomaque I, 1; 1094 a 1s, trad. J. Tricot, París, 1959, p. 31.
26 Vía Angelus Silesius, cf. SvG 73 / PR 109.
27 Hw 3 / Chm 7.
28 Her 367.
29 Wm 312 / Q II 183, cf. SvG 111 / PR 151.
30 Hw 14s. / Chm 18.
31 Hw 309 / Chm 273s.
32 Sp 206-209 / RQ 45s.
33 MHG 73.
34 Gel 35 / Q III 187.
35 Her 123 y 126.
36 Her 203.
37 Hw 15 / Chm 18.
38 K. Marx. «Zur Kritik der Hegelschen Rechtphilosophie», Frühe Schriften, ed, H. J. Lieber y P. Furth, Darmstadt, 1962, t. I, p. 497.
39 Maurice Merleau-Ponty, Humanisme et terreur, París, 1947, p. XIII.
40 Hw 65 / Chm 62.
41 Citado SD 72 / Q IV 128.
42 René Char, La Parole en archipel, París, 1962, p. 152, y Poèmes et Proses choisis, París, 1957, p. 94.
43 Meister Eckhart, Die deutschen Werke, ed. J. Quint, t. II, Stuttgart, 1971, p. 253, 1. 4s. En el Maestro Eckhart, como en Nietzsche y Heidegger, el ataque a la teleocracia no es posible sin duda más que porque cada uno de esos autores está situado económicamente en el fin de una época: fín de la edad media escolástica, del idealismo alemán, de la metafísica.
44 Hw 50 / Chm 48. Alexander Schwan, Politische Philosophie im Denken Martin Heideggers, Colonia, 1965, se basa en esta alusión al «gesto fundador de una ciudad» para extraer de ella una filosofía política en Heidegger. No tengo nada que agregar al posicionamiento de J.-M. Palmier, Les écrits politiques de Heidegger, París, L’Herne, 1968, p. 150-159.
45 SD 43 / Q IV 74.
46 SD 25 / Q IV 48.
47 Hw 14s. / Chm 18.
48 VA 299 / EC 278.
49 René Char, Commune présence, París, 1964, p. 255.

 

Siglas para las obras citadas de Martin Heidegger:

 

Obras alemanas:
GEL Gelassenheit, Pfullingen, 1959.
GP Die Grundprobleme der Phänomenologie, Gesamtausgabe, t. 24, Fráncfort, 1975.
Her Heraklit, Gesamtausgabe, t. 55, Fráncfort, 1979.
Hw Holzwege, Fráncfort, 1950.
ID Identität und Differenz, Pfullingen, 1957.
KPM Kant und das Problem der Metaphysik, 4a ed. aumentada, Fráncfort, 1973.
MHG Martin Heidegger im Gespräch, ed. R. Wisser, Friburgo/Br., 1970.
N II Nietzsche, t. II, Pfullingen, 1961.
SD Zur Sache des Denkens, Tubinga, 1969.
Sp «Nur noch ein Gott kann uns retten», en: Der Spiegel, 31 de mayo de 1976, p. 193-219.
SVG Der Satz von Grund, Pfullingen, 1957.
SZ Sein und Zeit, 8 ed., Tubinga, 1957.
TK Die Technik und die Kehre, Pfullingen, 1962.
US Unterwegs zur Sprache, Pfullingen, 1959
VA Vorträge und Aufsätze, Pfullingen, 1954.
VS Vier Seminare, Fráncfort, 1977.
Vw «Vorwort», en: W. Richardson, Heidegger. Through Phenomenology to Thought, La Haya, 1963, p. IX-XXIII.
Wm Wegmarken, Fráncfort, 1967.

 

Traducciones francesas:

 

AP Acheminement vers la parole, trad. J. Beaufret, W. Brokmeier, F. Fédier, París, 1976.
Chm Chemins qui ne ménent nulle part, trad. W. Brokmeier, París, 1972.
EC Éssais et conférences, trad. A. Préau, prefacio J. Beaufret, París, 1958.
ET L’Être et le Temps, trad. R. Boehm y A. de Waelhens, París, 1964.
Kpm Kant et le problème de la métaphysique, trad. A. de Waelhens y W. Biemel, París, 1953.
N ii Nietzsche, t. II, trad. P. Klossowski, París, 1971.
PR Le Principe de raison, trad. A. Préau, prefacio de J. Beaufret, París, 1962.
Q I Questions I, trad. H. Corbin, R. Munier, A. de Waelhens, W. Biemel, G. Granel, A. Préau, París, 1968.
Q II Questions II, trad. K. Aaelos, J. Beaufret, D. Janicaud, L. Braun, M. Haar, A. Préau, F. Fédier, París, 1968.
Q III Questions III, trad. A. Préau, M. Munier, J. Hervier, París, 1976.
Q IV Questions IV, trad. J. Beaufret, F. Fédier, J. Lauxerois, C. Roëls, París, 1976.
RQ Réponses et questios sur l’histoire et la politique, trad. J. Launay, París, 1977.

 

Si bien en cada cita remito a la traducción francesa publicada, sólo sigo de manera excepcional esta última.

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