Si se considera un objeto particular, resulta fácil distinguir la materia de la forma, y una distinción análoga puede hacerse en lo que concierne a los seres orgánicos, tomando la forma esta vez el valor de la unidad del ser y de su existencia individual. Pero si se considera el conjunto de las cosas, una vez que las distinciones de ese tipo se transponen, éstas devienen arbitrarias e incluso ininteligibles. Se forman así dos entidades verbales que se explican únicamente por su valor constructivo en el orden social: Dios abstracto (o simplemente idea) y materia abstracta, el jefe de la guardia y los muros de la prisión. Las variantes de este andamiaje metafísico no tienen más interés que los diferentes estilos arquitectónicos. Se ha debatido para discernir si la prisión provenía del guardia o el guardia de la prisión: aunque ese debate haya tenido históricamente una importancia primordial, actualmente corre el riesgo de provocar un asombro tardío, aunque sólo fuera en razón de la desproporción entre las consecuencias de la discusión y su radical insignificancia.
Sin embargo, cabe señalar que la única forma de materialismo consecuente que hasta el momento ha escapado de la abstracción sistemática en su desarrollo, o sea el materialismo dialéctico, tuvo como punto de partida, al menos tanto como el materialismo ontológico, el idealismo absoluto en su forma hegeliana. (Probablemente no haya que volver sobre ese procedimiento: necesariamente el materialismo, cualquiera que sea su alcance en el orden positivo, es ante todo la negación obstinada del idealismo, lo que en última instancia significa la negación de la base misma de toda filosofía.) Ahora bien, el hegelianismo proviene, parece ser, no menos que de la filosofía clásica de la época de Hegel, de concepciones metafísicas muy antiguas, de concepciones desarrolladas entre otros por los gnósticos, en una época en que la metafísica pudo asociarse a las más monstruosas cosmogonías dualistas, y por eso mismo extrañamente rebajadas1.
Confieso que con respecto a las filosofías místicas sólo tengo un interés inequívoco, prácticamente análogo al que un psiquiatra para nada infatuado les dirigiría a sus enfermos: me parece inconducente confiarse a instintos que tienen por objeto, sin esfuerzo alguno, los desvíos y las carencias más lamentables. Pero actualmente es difícil permanecer indiferente a las soluciones, aunque parcialmente falsas, aportadas a comienzos de la era cristiana a problemas que no parecen notoriamente diferentes de los nuestros (que son los de una sociedad cuyos principios originales se han vuelto, en un sentido muy preciso, letra muerta, una sociedad que debe cuestionarse y trastocarse ella misma para recuperar motivos de fuerza y de agitación). Es así que la adoración de un dios con cabeza de asno (siendo el asno el animal más horriblemente cómico pero a la vez el más humanamente viril) me parece aún hoy capaz de adquirir un valor fuertemente capital y que la cabeza de asno cortada de la personificación acéfala del sol representa sin duda, por imperfecta que sea, una de las más virulentas manifestaciones del materialismo.
Dejaré aquí a Henri-Charles Puech el trabajo de exponer, en próximos artículos, el desarrollo de tales mitos2, tan sospechosos en aquella época, repulsivos como chancros y transportando los gérmenes de una subversión extravagante, aunque mortal, del orden y del ideal hoy expresados por los términos de antigüedad clásica. Sin embargo, yo no creo que sea vano ni imposible simplificar las cosas excesivamente, en principio, e indicar el sentido que se les debe dar a los desórdenes filosóficos y mitológicos que afectaban entonces la representación del mundo. La gnosis, en efecto, lo mismo antes que después de la predicación cristiana y de una manera casi brutal, sin importar cuáles hayan sido sus desarrollos metafísicos, introducía en la ideología grecorromana los fermentos más impuros, tomaba de todas partes, de la tradición egipcia, del dualismo persa, de la heterodoxia judeo-oriental, los elementos menos acordes con el orden intelectual establecido; añadía sus propios sueños que expresaban sin consideración obsesiones monstruosas; no retrocedía en la práctica religiosa ante las formas más bajas (ya entonces inquietantes) de la magia y de la astrología griegas o caldeo-asirias; y al mismo tiempo utilizaba —aunque quizá más exactamente comprometía— la naciente teología cristiana y la metafísica helenística.
No resulta sorprendente que el carácter proteico de ese movimiento haya dado lugar a interpretaciones contradictorias. Fue incluso posible concebir la gnosis como una forma intelectual, fuertemente helenizada, del cristianismo primitivo, demasiado popular y poco propenso a los desarrollos metafísicos: una especie de cristianismo superior elaborado por filósofos avezados en las especulaciones helenísticas y rechazado por las masas cristianas incultas3. De modo que los principales protagonistas de la gnosis, Basílides, Valentín, Bardesanes, Marción, son considerados como grandes humanistas religiosos y, desde un punto de vista protestante tradicional, como grandes cristianos. La mala reputación y el carácter más o menos sospechoso de sus teorías se explicarían a partir de que sólo son conocidas a través de la polémica de los Padres de la Iglesia, sus enemigos violentos y sus calumniadores obligados.
Los escritos de los teólogos gnósticos fueron sistemáticamente destruidos por los cristianos ortodoxos (actualmente, de una literatura considerable casi nada queda). Sólo las piedras sobre las que grabaron en relieve las figuras de un Panteón provocativo y particularmente inmundo permiten comentar algo más que diatribas: pero precisamente confirman la mala opinión de los heresiólogos. La exégesis moderna más consistente admite además que las formas abstractas de las entidades gnósticas evolucionaron a partir de mitos toscos que se corresponden con la tosquedad de las imágenes grabadas en las piedras4. Y establece sobre todo que en el origen de la gnosis, cuyo fundamento último es el dualismo zoroastriano, no deben buscarse el neoplatonismo o el cristianismo5. Un dualismo a veces desfigurado, sin duda a consecuencia de las influencias cristiana o filosófica, pero un dualismo profundo y, al menos en su desarrollo específico, no emasculado por una adaptación a las necesidades sociales como en el caso de la religión irania (al respecto es esencial hacer notar que la gnosis y en el mismo grado el maniqueísmo que, de alguna manera, deriva de ella, nunca sirvieron a las combinaciones sociales, nunca asumieron el papel de religión de Estado).
Prácticamente, es posible considerar como un leitmotiv de la gnosis la concepción de la materia como un principio activo que posee una existencia eterna y autónoma, la de las tinieblas (que no serían la ausencia de la luz sino los arcontes monstruosos revelados por esa ausencia), la del mal (que no sería la ausencia del bien, sino una acción creadora). Tal concepción era totalmente incompatible con el principio mismo del espíritu helénico, profundamente monista, y cuya tendencia dominante consideraba la materia y el mal como degradaciones de principios superiores. Atribuir la creación de la Tierra, donde tiene lugar nuestra agitación repugnante y ridícula, a un principio horrible y completamente ilegítimo implicaba evidentemente, desde el punto de vista de la construcción intelectual griega, un pesimismo aborrecible, inadmisible, exactamente lo contrario de lo que a toda costa era necesario establecer y poner universalmente de manifiesto. Poco importa en efecto la existencia opuesta de una divinidad excelsa y digna de la confianza absoluta del espíritu humano si la divinidad nefasta y odiosa de ese dualismo no le resulta reductible en ningún caso, sin ninguna posibilidad de esperanza. Bien es cierto que aun dentro de la gnosis las cosas no estaban siempre tan contrastadas. La doctrina bastante difundida de la emanación, según la cual el innoble dios creador, el dios maldito (a veces identificado con el Jehová bíblico) emanaría del dios supremo, respondía a la necesidad de un paliativo. Pero si nos atenemos a la significación específica de la gnosis, suministrada a la vez por las controversias de los heresiólogos y por las grabaciones en piedra, la obsesión despótica y bestial por las fuerzas malvadas y fuera de la ley parece indiscutible, tanto en la especulación metafísica como en la pesadilla mitológica.
Resulta difícil creer que después de todo la gnosis no de testimonio ante todo de un siniestro amor por las tinieblas, un gusto monstruoso por los arcontes obscenos y fuera de la ley, por la cabeza de asno solar (cuyo rebuzno cómico y desesperado sería el indicio de una rebelión descarada contra el idealismo en el poder). La existencia de una secta de gnósticos licenciosos y de ciertos ritos sexuales responde a ese oscuro partido tomado a favor de una bajeza que no sería reductible, a la que le serían debidas las atenciones más impúdicas: la magia negra continuó esa tradición hasta nuestros días.
Bien es cierto que el objeto supremo de la actividad espiritual de los maniqueos así como de los gnósticos, era constantemente el bien y la perfección: por eso es que sus concepciones traen consigo su significación pesimista. Pero resulta casi inútil tomar en cuenta esas apariencias, y al fin y al cabo sólo la admisión confusa del mal puede determinar el sentido de esas aspiraciones. Si hoy abandonamos abiertamente el punto de vista idealista, así como los gnósticos y los maniqueos lo habían abandonado implícitamente, la actitud de quienes veían en su propia vida un efecto de la acción creadora del mal parece incluso radicalmente optimista. Es posible ser un juguete del mal en completa libertad si el propio mal no tiene que responder ante Dios. Aparentemente, haber recurrido a unos arcontes no indica que se haya deseado profundamente la sumisión de las cosas que existen a una autoridad superior, a una autoridad que los arcontes confunden mediante una eterna bestialidad.
Es así como parece —al final de cuentas— que la gnosis, en su proceso psicológico, no es tan diferente al materialismo actual, quiero decir un materialismo que no implica una ontología, que no implica que la materia sea la cosa en sí. Pues ante todo se trata de no someterse, ni uno mismo ni su razón, a algo que sería más elevado, a cualquier cosa que pueda darle al ser que yo soy, a la razón que estructura ese ser, una autoridad prestada. Ese ser y su razón no pueden someterse en efecto sino a lo que es más bajo, a lo que no puede servir de ningún modo para imitar cualquier tipo de autoridad. Por eso, a lo que hay que llamar verdaderamente la materia, pues eso existe fuera de mí y de la idea, yo me someto enteramente y en tal sentido no admito que mi razón se vuelva el límite de lo que dije, pues si yo procediera de ese modo, la materia limitada por mi razón adquiriría de inmediato el valor de un principio superior (que dicha razón servil estaría encantada de establecer por encima de ella, a fin de hablar como funcionario autorizado). La materia baja es exterior y extraña a las aspiraciones ideales humanas y se niega a dejarse reducir a las grandes máquinas ontológicas que resultan de esas aspiraciones. Ahora bien, el proceso psicológico del que depende la gnosis tenía idéntico alcance: también se trataba de confundir al espíritu humano y al idealismo ante algo bajo, en la medida en que se reconocía que los principios superiores no tenían ningún poder sobre ello.
El interés de este acercamiento se incrementa debido a que las reacciones específicas de la gnosis desembocaban en la figuración de formas en radical contradicción con el academicismo antiguo: con la figuración de formas en las cuales es posible ver la imagen de esa materia baja que por sí sola, por su incongruencia y por una perturbadora falta de consideración, le permite a la inteligencia escapar de la coacción del idealismo. Ahora bien, hoy en día, en el mismo sentido, las figuraciones plásticas son la expresión de un materialismo intransigente, de un recurso a todo lo que compromete a los poderes establecidos en materia de forma, que ridiculiza las entidades tradicionales, que rivaliza ingenuamente con esperpentos que causan estupor. Lo que no es menos importante que la interpretación analítica general de que sólo las formas específicas y significativas en el mismo grado que el lenguaje pueden suministrar una expresión concreta, inmediatamente sensible, de los desarrollos psicológicos determinados por el análisis.
1 Como la doctrina hegeliana es ante todo un extraordinario y muy perfecto sistema de reducción, es evidente que sólo se vuelven a encontrar los elementos bajos que son esenciales en la gnosis en un estado reducido y debilitado.
No obstante, en Hegel el papel de esos elementos en el pensamiento sigue siendo de destrucción, aun cuando la destrucción se considere necesaria para la constitución del pensamiento. Razón por la cual cuando se sustituyó el idealismo hegeliano por el materialismo dialéctico (mediante una inversión completa de los valores, dándole a la materia el papel que desempeñaba el pensamiento), la materia no era una abstracción sino una fuente de contradicción; por otra parte, ya no se trataba del carácter providencial de la contradicción, que simplemente se volvía una de las propiedades del desarrollo de los hechos materiales.
2 H. Ch. Puech efectivamente publicó un arríenlo titulado “El dios Besa y la magia helenística”, en el N° 7 (1930) de Documento [N. del T].
3 Interpretación que expuso en Francia Eugène de Faye (cf. Introduction à l’étude du gnosticisme, París, 1903, in-8°, extracto de Revue de l’histoire des religions, T. XLV y XLVI y Gnostiques et gnosticisme, Étude critique des documents du gnosticisme chrétien au IIe et IIIe siècle, París 1913, in-8° en Bibliothèque de l’École des Hautes études, Sciences religieuses, 27e vol.).
4 Wilhelm Bousset, Hauptynrobleme der Gnosis, Gottingen, 1907.
5 Id., cap. III. Der Dualismus der Gnosis.