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Giorgio Agamben / Tiqqun de la noche

Si un prefacio inteligente —o, como suele decirse, “emancipado”— no debe tratar sobre nada, y reducirse, a lo sumo, a una especie de falso movimiento, una buena apostilla o epílogo sólo puede ser aquel que muestre que el autor no tiene absolutamente nada que añadir a su libro.
La apostilla es, en este sentido, el paradigma del tiempo del fin, en el que lo último que puede ocurrírsele a una persona sensata es aña­dir algo a lo ya hecho. Pero justo este arte de hablar sin decir nada y de obrar sin hacer —o si se quiere, de “recapitular”, de deshacer y de salvar el todo— es lo más difícil.
El autor de esta apostilla se da perfecta cuenta —como cualquiera que escriba en italiano sobre filosofía esencial o sobre política— de que es un sobreviviente. Es más, justo esta consciencia lo distingue de aquellos que pretenden escribir hoy sobre tales asuntos. Sabe que “la posibilidad de sacudir la existencia histórica de un pue­blo” hace tiempo que no sólo se ha esfumado, sino que incluso la idea misma de un llamamiento, de un pueblo o de un deber histórico asignable —de una klesis o de una clase— debería repensarse de prin­cipio a fin. Esta condición de sobreviviente —de escribano sin des­tinatario o de poeta sin pueblo— no le autoriza ni al cinismo ni a la desesperación. Al contrario, el tiempo presente como tiempo que viene después del último día, como tiempo en el cual nada puede acontecer porque el novísimo está todavía en curso, le parece el más
maduro, el único pleroma verdadero de los tiempos. Lo caracterís­tico de un tiempo tal —de nuestro tiempo— es que en un determinado momento todos todos —todos los pueblos y hombres de la tierra— se han descubierto en situación de resto. Eso implica, bien mirado, una generalización sin precedentes de la condición mesiánica, en la cual lo que al principio no era más que una hipótesis —la ausencia de obra, la singularidad cualquiera, el bloom— se ha convertido en realidad. Justo porque estaba dirigido a este no-sujeto, a esta “vida sin forma” y a este sabbat del hombre —es decir, a un público que por definición no podía recibirlo— puede decirse que este libro no ha dejado de cumplir su objetivo, y no ha perdido, por lo tanto, nada de su inactualidad.
Los sábados, como es sabido, uno debe abstenerse de hacer toda melakhà, toda obra productiva. Este ocio, esta inoperatividad esencial es para el hombre una especie de alma suplementaria o, si se quiere, su alma verdadera. Un acto de pura destrucción, sin embargo, una actividad que tuviera un carácter perfectamente destructivo o descreativo equivaldría a la menuchà, al ocio sabático y, como tal, no estaría prohibido. No el trabajo, sino inoperatividad y descreación son, en este sentido, el paradigma de la política que viene (que viene no significa futura). La redención, el tiqqun que se cuestiona en el libro, no es una tarea, sino un tipo especial de vacación sabática. Ella es lo insalvable que hace posible la salvación, lo irreparable que deja advenir la redención. Por eso, en este libro, la pregunta decisiva no es “¿qué hacer?”, sino “¿cómo hacer?”, y el ser es menos importante que el así. Inoperatividad no significa inercia, sino katagersis — o sea, una operación en la que el cómo sustituye íntegramente al qué, en la que la vida sin forma y las formas sin vida coinciden en una forma de vida. La exposición de esta inoperatividad era la labor del libro. La que coincide a la perfección con esta apostilla.

Título en castellano en el original. Apostilla del 2001 para La comunidad que viene, con correcciones del original italiano a la traducción publicada por editorial Pre-Textos.

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