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La economía o la vida

Publicamos una traducción que una traductora anónima nos envió del siguiente texto publicado en lundimatin (núm. 236, 30 de marzo de 2020).

 

¿No lo puedes ver, no lo podéis ver todos, vosotros los conferencistas, que somos nosotros los que estamos muriendo y que aquí abajo lo único que vive realmente es la Máquina? Nosotros creamos la Máquina, para que cumpla nuestra voluntad, pero ya no podemos hacer que cumpla nuestra voluntad. Nos ha robado el sentido del espacio y el sentido del tacto, ha borrado toda relación humana y ha convertido el amor en un acto carnal, ha paralizado nuestros cuerpos y nuestra voluntad y ahora nos obliga a venerarla.
M. Forster, La Máquina se para

 

No todo es falso en los comunicados oficiales. En medio de tantas mentiras desconcertantes, a veces incluso los corazones de los gobernantes se encuentran visiblemente encogidos, y es entonces cuando detallan cómo están sufriendo la economía. A los ancianos se les está dejando ahogarse en casa para que no entren en las estadísticas del ministerio u obstaculicen en los hospitales, sin duda. Pero dejar que una gran compañía muera les provoca un nudo en la garganta. Corren a sus cabeceras. Ciertamente, la gente perece en todas partes por problemas de insuficiencia respiratoria, pero no hay que dejar dejar que la economía se quede sin oxígeno. Para ella, nunca habrá escasez de respiradores artificiales. Los bancos centrales se encargan de eso. Los gobernantes son como esa vieja burguesa que, mientras un visitante se muere en su sala de estar, está sudando frío por las manchas que deja en el suelo. O como ese experto de la tecnocracia nacional que, en un informe reciente sobre seguridad atómica, simplemente concluyó: «La principal víctima del gran accidente nuclear es la economía francesa».
Ante la actual tormenta microbiana, anunciada mil veces en todos los niveles gubernamentales desde finales de la década de 1990, nos perdemos en la especulación sobre la falta de preparación de los dirigentes. ¿Cómo es que las mascarillas, las ambulancias, las camas, los cuidadores, las pruebas y los remedios sean tan escasos?¿Por qué estas medidas tan tardías y estos repentinos cambios de doctrina?¿Por qué estos mandatos tan contradictorios: confinarse pero ir a trabajar, cerrar mercados pero no grandes comercios, parar la circulación del virus pero no las mercancías que lo transportan?¿Por qué obstruir tan grotescamente la administración de pruebas masiva o de un medicamento que es obviamente efectivo y barato?¿Por qué la elección del confinamiento general en lugar de la detección de sujetos enfermos? La respuesta es simple y uniforme: it’s the economy, stupid!
Rara vez la economía habrá aparecido hasta este punto como lo que es: una religión, si no una secta. Una religión es, después de todo, sólo una secta que ha tomado el poder. Rara vez los gobernantes aparecerán tan claramente poseídos. Sus llamadas lunares al sacrificio, a la guerra y a la movilización total en contra del enemigo invisible, a la unión de los fieles, sus delirios verbales incontinentes que ya no avergüenzan ninguna paradoja, son los de cualquier celebración evangélica; y estamos llamados a soportarlos cada uno detrás de nuestras pantallas, en creciente incredulidad. La peculiaridad de este tipo de fe es que ningún hecho es capaz de invalidarla, sino todo lo contrario. Lejos de condenar la propagación del virus al reino mundial de la economía, es más bien una oportunidad para realizar sus presupuestos. El nuevos ethos del confinamiento, en el que «los hombres no obtienen ningún placer (sino, por el contrario, un gran disgusto) de vivir en compañía», en el que cada uno considera a cualquiera que, desde su estricta separación, sea una amenaza para su vida, en el que el miedo a la muerte se impone como fundamento del contrato social, realiza la hipótesis antropológica y existencial del Leviatán de Hobbes — Hobbes, al que Marx reputó «uno de los más grandes y antiguos economistas de Inglaterra, uno de los más grandes y originales filósofos». Para situar esta hipótesis, es bueno recordar que a Hobbes le divirtió que su madre lo diera a luz bajo el terror causado por el rayo. Nacido por el miedo, lógicamente vio en la vida sólo el miedo a la muerte. «Ése es su problema», estamos tentados de decir. Nadie está obligado a concebir esta visión enfermiza como el fundamento de su existencia, y mucho menos de cualquier existencia. La economía, ya sea liberal o marxista, de derechas o de izquierdas, dirigida o desregulada, es esa enfermedad que se propone como fórmula para la salud general. En esto, es de hecho una religión.
Como el amigo Hocart señaló, no hay nada fundamentalmente diferente entre el presidente de una nación «moderna» y un jefe tribal en las islas del Pacífico o un soberano pontífice en Roma. Siempre se trata de realizar todos los ritos propiciatorios que traerán prosperidad a la comunidad, conciliar a los dioses, ahorrarles su ira, asegurar la unidad y evitar que la gente se disperse. «Su razón de ser no es coordinar sino presidir el ritual» (Reyes y cortesanos): no es la comprensión de esto lo que hace toda la imbecilidad incurable de los dirigentes contemporáneos. Una cosa es atraer la prosperidad, otra es gestionar la economía. Una cosa es realizar rituales, otra es gobernar la vida de la gente. El carácter puramente litúrgico del poder queda suficientemente demostrado por la profunda inutilidad, e incluso la actividad esencialmente contraproducente, de los gobernantes actuales, que sólo ven la situación como una oportunidad sin precedentes para extender sus prerrogativas y asegurarse de que nadie venga a ocupar su miserable puesto. En vista de las calamidades que nos están ocurriendo, los líderes de la religión económica deben ser realmente los últimos de los tontos cuando se trata de ritos propiciatorios, y esa religión no debe ser de hecho más que una condena infernal.
Así que aquí estamos en la encrucijada: o salvamos la economía, o nos salvamos a nosotros mismos; o salimos de la economía, o nos dejamos alistar en el «gran ejército de la sombra» de los presacrificados; la misma retórica de 1914-1918 de la época no deja absolutamente ninguna duda sobre este punto. Es la economía o la vida. Y como estamos tratando con una religión, estamos tratando con un cisma. Los estados de emergencia decretados en todas partes, la extensión infinita de medidas policiales y de control de la población ya en vigor, la eliminación de todos los límites de la explotación, la decisión soberana de a quién se deja vivir y a quién se deja morir, la apología desinhibida de la gubernamentalidad china, no apuntan ahora a «la salvación del pueblo», sino a preparar el terreno para una sangrienta «vuelta a la normalidad», o más bien a la instauración de una normalidad aún más anómica que la que prevalecía en el mundo anterior. En este sentido, los dirigentes no mienten por una vez: lo que venga después se juega más que nunca ahora. Ahora es el momento en el que los cuidadores tienen que desafiar cualquier obediencia a los que los adulan sacrificándolos. Ahora es el momento de arrebatarle a las industrias de la enfermedad y a los especialistas en «salud pública» la definición de nuestra salud, nuestra gran salud. Ahora es el momento de establecer redes de ayuda mutua, suministro y autoproducción que nos permitirán evitar sucumbir al chantaje de la dependencia que buscará duplicar nuestra esclavitud. Es ahora, desde la prodigiosa suspensión que estamos experimentando, cuando tenemos que averiguar todo lo que necesitamos para evitar el retorno de la economía y todo lo que necesitamos para vivir más allá de ella. Es ahora cuando debemos alimentar la complicidad que puede limitar la descarada venganza de una fuerza policial que sabe que es odiada. Ahora es el momento de descontentarnos, no por simple bravuconería, sino paso a paso, con toda la inteligencia y atención que corresponde a la amistad. Ahora debemos dilucidar la vida que queremos, lo que esta vida requiere que construyamos y destruyamos, con quién queremos vivir y con quién ya no queremos vivir. Y que nos traiga sin cuidado que los dirigentes se armen para la guerra contra nosotros. Nada de «vivir juntos» junto con los que nos dejan morir. No habremos tenido ninguna protección al precio de nuestra sumisión; el contrato social ha muerto; ahora nos toca a nosotros inventar otra cosa. Los gobernantes actuales saben muy bien que, en el día del desconfinamiento, no tendremos otro deseo que ver cómo se les caen las cabezas, y por eso harán todo lo posible para evitar que llegue ese día, para difractar, controlar y aplazar la salida del confinamiento. Depende de nosotros decidir cuándo y en qué condiciones. Depende de nosotros trazar los caminos técnica y humanamente practicables para salir de la economía. «Nos levantamos y nos piramos», dijo una desertora de Goncourt no hace mucho. O para citar a un economista que intentaba desintoxicarse de su religión: «La avaricia es un vicio, es una fechoría extorsionar los beneficios usurarios; el amor al dinero es aborrecible; caminan con más seguridad por los senderos de la virtud y la sabiduría quienes se preocupan menos por el mañana. Una vez más volveremos a estimar más los fines que los medios, y a preferir lo bueno y lo útil. Honraremos a quienes nos enseñan a acoger el momento presente de forma más virtuosa y buena, la gente exquisita que sabe disfrutar de las cosas inmediatamente, los lirios del campo que no tejen ni hilan» (Keynes).

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