Desde que la civilización da los primeros pasos, desde que se inicia la división del trabajo, y más aún con el nacimiento de la ciudad y del Estado, las fiestas pierden su importancia. Presentan, cada vez menos, la amplitud, el carácter total que hacían de las antiguas expansiones una interrupción absoluta del funcionamiento de las instituciones, una puesta en entredicho del orden universal. Una sociedad más compleja no soporta ya tal solución de continuidad en sus engranajes. Por eso se asiste entonces al abandono progresivo de las alternativas de las fases de atonía y paroxismo, de dispersión y de concentración, de actividad reglamentada o desencadenada, que marca el desarrollo en el tiempo de una vida colectiva menos diferenciada. Se puede interrumpir el trabajo privado, pero los servicios públicos no soportan la menor interrupción. Ya no se estila el desorden general: a lo sumo se tolera un simulacro. La existencia social, en conjunto, tiende a la uniformidad, y disciplina cada vez más estrictamente y de modo regular sus crecidas y sus estiajes. Las múltiples exigencias de la vida profana soportan cada vez menos que todos reserven simultáneamente a lo sagrado los mismos instantes. Por eso lo sagrado se fracciona, se convierte en asunto de un grupo especializado que celebra sus ritos en la soledad, que sigue siendo durante mucho tiempo oficial u oficioso, y cuyo divorcio con el cuerpo del Estado consagrará tarde o temprano la separación de lo espiritual y lo temporal. Entonces la Iglesia ya no coincide con la ciudad, las fronteras religiosas con las fronteras nacionales. Pronto la religión se adhiere al hombre y no a la colectividad: es universalista, pero también, de modo correlativo, personalista. Tiende a aislar al individuo para situarlo sólo frente a un dios al que conoce menos por sus ritos que mediante una efusión íntima de creatura a creador. Lo sagrado se hace íntimo y sólo interesa al alma. Se ve aumentar la importancia de la mística y disminuir la del culto. Todo criterio exterior parece insuficiente desde el momento en que lo sagrado tiende menos a ser una manifestación objetiva que una pura actitud de conciencia, menos una ceremonia que una conducta profunda. En esas condiciones, se emplea con razón la palabra sagrado fuera del terreno propiamente religioso para designar aquello a lo que cada uno consagra lo mejor de su ser, lo que cada uno considera como valor supremo, lo que venera y a lo que sacrificaría incluso su existencia. Ésa es, en efecto, la piedra de toque decisiva que, en cada caso de incredulidad, permite establecer la división entre lo sagrado y lo profano. Entonces es sagrado el ser, la cosa o la noción por la cual el hombre interrumpe toda su conducta, lo que no consiente en discutir, ni permite que sea objeto de burlas ni bromas, lo que no renegaría ni traicionaría a ningún precio: para el apasionado es la mujer a quien ama; para el artista o el sabio, la obra que persiguen; para el avaro, el oro que acumula; para el patriota, el bien del Estado, la salvación del país, la defensa del territorio, para el revolucionario, la victoria de la causa. Es absolutamente imposible distinguir, de otro modo que no sea por su aplicación, esas actitudes de la del creyente frente a su fe: exigen la misma abnegación, suponen el mismo compromiso incondicional de la persona, el mismo ascetismo, igual espíritu de sacrificio. Sin duda conviene atribuirles valores diferentes, pero éste es otro problema. Basta observar que implican el reconocimiento de un elemento sagrado, rodeado de fervor y devoción, del que se elude hablar, y que se esfuerza uno en disimular, por miedo a exponerlo a cualquier sacrilegio (injuria, burla o simple actitud crítica) por parte de indiferentes o de enemigos que no sentirían hacia ello el menor respeto. La presencia de semejante elemento exige cierto número de renunciamientos en el desarrollo habitual de la existencia, y en caso de crisis se le hace anticipadamente el sacrificio de la vida. Entonces todo lo demás se considera como profano, se usa de ello sin excesivos escrúpulos, se le valora, se le juzga, se le pone en duda y se le trata como medio, nunca como fin. Algunos lo subordinan todo a la conservación de su vida y de sus bienes, y parece así que lo consideran todo como profano, tomándose con todo, en la medida de su poder, las mayores libertades. Los gobierna el interés o el placer del momento. Resulta evidente que, para ellos solos, no existe lo sagrado bajo ninguna forma.
Parágrafo de El hombre y lo sagrado, Fondo de Cultura Económica, pp. 151-3.